La guerra al malón: Capítulo 24

La guerra al malón
de Manuel Prado
Capítulo 24


Poco después, interrumpidas las negociaciones que se habían entablado para obtener el sometimiento de los principales caciques del sur, se organizó en las tolderías de Reuque una fuerte invasión, que vendría a sorprender las fuerzas acantonadas en Roca. Si el golpe tenía resultado favorable se repetiría sobre Choele—Choel y en seguida sobre Chos Malal. No creían los indios que pudieran aniquilar nuestros grandes campamentos, pero intentaban, de seguro, operar sobre las líneas de comunicación y provocar en Buenos Aires un movimiento de protesta contra la operación realizada por el general Roca, y que, vista desde lejos y juzgada por las noticias que llegarían del teatro de los sucesos, podría imponer la vuelta de las tropas a sus antiguos acantonamientos. Aquí se echa de ver que el indio de las montanas patagónicas no es ya el fiero malón de las pampas, que todo lo confía a la rapidez de su caballo y a la pujanza de sus brazos. Se presenta el cacique "diplomático", el salvaje aleccionado, y reaparece bajo el poncho de Nancucheo, el astuto comerciante que durante dos siglos había traficado con los ganados robados —millones de cabezas— en Buenos Aires, en Córdoba, en Santa Fe, en Mendoza y en San Luis. Afortunadamente, aquella intentona que había tomado como blanco al fuerte Roca vino a estrellarse en la empalizada del fortín Primera División, que el ministro de Guerra mandara construir sobre el paso obligado de la confluencia.

En el punto donde mezclan sus aguas el Neuquén con el Limay, para formar el río Negro, existe un paso que deben cruzar necesariamente los viajeros que se dirigen al sur o que de ese rumbo vengan.

Y allí, a caballo sobre el paso, dominando el camino, el general Roca ordenó que se estableciese una guarnición que sirviera como de avanzada a las fuerzas acantonadas en Fico—Menocó.

Tocóle al capitán Juan J. Gómez, del 7º de Caballería —hoy coronel—, mandar esa guarnición, compuesta de treinta soldados tiradores de su propio regimiento.

El fortín era un recinto cerrado por una fuerte empalizada, dentro del cual se levantaban media docena de ranchos y un mangrullo.

Durante algún tiempo el capitán Gómez no observó indicio alguno que pudiera alarmarlo y las descubiertas que se desprendían diariamente a largas distancias regresaban sin encontrar novedad.

Una mañana, momentos antes de aclarar, el capitán Gómez, que había salido del fortín a objeto de dar un galope a su caballo, sintió, al acercarse al paso del río un rumor extraño que le llamó la atención.

Hombre acostumbrado a la guerra con los indios, conocedor de todas sus tretas, se acercó cautelosamente y desde una pequeña eminencia pudo ver, al otro lado, una masa enorme que marchaba en dirección al río. No había duda, aquello eran indios, y eran muchos.

Regresó al fortín, puso sobre las armas a la tropa y se preparó a la defensa.

Al poco rato —no se habían aun disipado por completo las sombras de la noche— un soldado enviado de espía volvió diciendo que la indiada cruzaba el río, y que no tardaría en caer sobre la guarnición. En efecto: al mismo tiempo que aclaraba oyóse la gritería del malón, que se echaba sobre el fuerte en impetuosa furia, creyendo hallar desprevenidos a sus defensores.

La primera línea de salvajes fue recibida con nutrida descarga y obligada a retirarse, dejando en el campo algunos muertos.

Pero así como las olas vienen, se quiebran en la playa y sobre una llega otra y otra más, así la masa de los bárbaros se precipitó sobre el fortín envolviéndolo en formidable círculo de hierro, y pretendió arrasarlo con su empuje.

La pequeña guarnición se defendía bizarramente, cubierta por los palos del cerco, animada con el ejemplo y la palabra del capitán Gómez, que, infatigable, se hallaba en todas partes.

Viendo los indios que en sus atropelladas ciegas no conseguían ventaja alguna, se retiraron algunas cuadras molestando desde sus escondites detrás de los médanos con los tiradores que tenían. El fuego de éstos, inseguro y mal dirigido, consiguió, no obstante, poner fuera de combate a dos soldados.

A eso de las diez de la mañana, deseosos de concluir de una vez con aquel puñado de valientes, llevaron un nuevo asalto, rechazado, como los anteriores, con grandes pérdidas.

Iba a desbandarse la indiada, cuando de improviso se la vio retornar al ataque más briosa y resuelta que nunca, empujada, más que guiada, a punta de lanza, por un cacique araucano de imponente talla.

En vano el fuego de la tropa abría claros enormes en aquella avalancha humana que avanzaba, atronando con sus gritos de rabia y de furor. Las carabinas quemaban las manos de los milicos, la munición se agotaba y la débil empalizada no podría soportar el choque de la horda fanatizada por el ejemplo de su caudillo.

El capitán Gómez veía que todo se perdía. Un minuto más y los indios, penetrando en el recinto del fortín, aplastarían a su heroica guarnición. Rápido como el rayo, arrebató una carabina del soldado más próximo y corrió hacia la puerta del corral en donde los caballos, asustados, se estrechaban y forcejeaban por romper la tranquera.

Vio a diez pasos al famoso cacique que dirigía el asalto, le apuntó al medio del pecho e hizo fuego. El salvaje abrió los brazos, sacudió la melenuda cabeza y se desplomó.

En el mismo instante un grupo de bárbaros penetraba en el fortín. En el desesperado cuerpo a cuerpo las carabinas eran inútiles. Centellaron los sables y durante un buen rato no se oyó más que el ruido seco de las afiladas hojas al chocar con el cráneo de los asaltantes.

Pero faltaba el nervio y la fuerza de la acción. Con el temerario cacique se acabó el empuje y la furia de los salvajes. Huyeron. Y mientras la invasión abandonaba el campo, perseguida por los últimos disparos de nuestros veteranos, el capitán Gómez se dio cuenta de la situación: cuatro soldados muertos, quince heridos y cincuenta caballos arrebatados.

Un desastre en su opinión; un motivo de censura para su conducta.

¡Cincuenta caballos perdidos, llevados del mismísimo corral!

¿Qué iba a decir el coronel?

¡Adiós, carrera; adiós, reputación; adiós, ascenso, tanto tiempo esperado y tan rudamente ganado!

El parte pasado por el capitán Gómez fue todo un modelo de sencillez y de modestia.

No creyéndolo bastante explicativo pedía un sumario a fin de comprobar cómo no había perdido la caballada por negligencia.

"Puedo asegurar al señor coronel —decía al final de su relato— que si los indios consiguieron arrebatarme parte de los caballos que estaban en el corral, no fue por culpa mía, ni por descuido o negligencia. Y, si después de retirarse, no los perseguí fue debido al estado de la tropa. Apenas disponía de diez hombres en estado de moverse."

En la orden de división el coronel Villegas recomendó la conducta de Gómez, calificándola de heroica.

Cuando leyó esas palabras el bravo capitán estuvo a punto de desmayarse. Esperaba un reproche y obtenía un elogio.