La guerra al malón: Capítulo 22

La guerra al malón
de Manuel Prado
Capítulo 22


¡Qué noche aquella del 24 de mayo, primera que pasamos en Choele—Choel! Hizo un frío tan espantoso, y era tan grande nuestra desnudez que, al recordarla, después de 28 años, se me ocurre que va a echarse a tiritar todo mi cuerpo. A orillas del fogón parecían los milicos fantásticos asados en banquetes de caníbales, girando automáticamente al calor de la lumbre, para evitar que mientras se calentaba el pecho se escarchaba la espalda. Los centinelas eran relevados cada treinta minutos, y cuando los retenes volvían al cuerpo de guardia era necesario apelar a las fricciones para desentumecer la tropa.

Al amanecer el 25, y cuando formamos para saludar la salida del sol, el dilatado valle ofrecía el aspecto de una inmensa sábana, cuya superficie crujía con siniestro ruido al quebrarse la escarcha al paso de los soldados. Y cortando en dos aquella espléndida llanura helada, alzábase, serpenteando en caprichoso y mágico zig—zag, la columna de vapor escapado del río Negro, en espesa e impenetrable neblina.

Después de la formación, y previo un racionamiento extraordinario de carne de yegua, se organizaron carreras y bailes en conmemoración de la fiesta nacional.

Y aquellos hombres que llegaban deshechos, hambrientos y cansados, encontraron toda vía en el espíritu un buen depósito de humor alegre para ahogar en él las penurias y las fatigas de la campaña.

¡Pobres y buenos milicos!

Habían conquistado veinte mil leguas de territorio, y más tarde, cuando esa inmensa riqueza hubo pasado a manos del especulador que la adquirió sin mayor esfuerzo ni trabajo, muchos de ellos no hallaron —siquiera en el estercolero del hospital— rincón mezquino en qué exhalar el último aliento de una vida de heroísmo, de abnegación y de verdadero patriotismo.

Al verse después despilfarrada, en muchos casos, la tierra pública, marchantada en concesiones fabulosas de treinta y más leguas; al ver la garra de favoritos audaces clavada hasta las entrañas del país, y al ver como la codicia les dilataba las fauces y les provocaba babeos innobles de lujurioso apetito, daban ganas de maldecir la gloriosa conquista, lamentando que todo aquel desierto no se hallase aún en manos de Reuque o de Sayhueque.

Pero así es el mundo, "los tontos amasan la torta y los vivos se la comen".

El 28 o 29 de mayo estuvo reunida toda la división expedicionaria en el punto elegido para asiento del futuro pueblo, empezando en seguida la construcción de cuarteles y alojamientos.

El ministro de Guerra, entretanto, acompañado de una pequeña escolta se dirigió por la costa del río a buscar el contacto con las fuerzas de Uriburu, llegando a la confluencia del Neuquén y del Limay. A su regreso dispuso que se establecería una fuerte guarnición en Fico—Menocó, núcleo y base del pueblo General Roca, siguiendo el a Buenos Aires, llamado por asuntos de su ministerio.

Y allá quedamos, trabajando de peones, de agricultores, de albañiles, soltando durante el día las armas, para empuñar la pala y el hacha.

Los jefes de cuerpo trocaban sus funciones militares para hacer de arquitectos, de leñadores, de peritos, en la construcción de ranchos o en el trazado y en la siembra de las quintas.

Villegas era el gran maestro de obras y, mientras discurría acerca de las ventajas que ofrecían los techos de dos aguas sobre los de una sola, Manuel Campos, Teodoro García, Lorenzo Vintter, Manuel Fernández Oro, Benjamín Moritain, Montes de Oca, Germán Sosa, Marcial Nadal, Voilajusson, Daniel Cerri, etc., militares condecorados y envejecidos en los campos de batalla, presidían y dirigían el corte de las maderas, aperturas de los cimientos, la construcción de aquellas rancherías que bien pronto había de llevarse en su corriente avasalladora las aguas desbordadas del río Negro.

¡Ah! ¡Que división aquella!

La tropa suspendía los ejercicios militares para convertirse en peonadas, y cuántas veces hemos visto regresar comisiones de lejanas y arriesgadas correrías y, apenas desensillados los caballos y repasadas las armas, marchar al pisadero, sin tiempo siquiera para coser o remendar los andrajos que hacían de uniforme.

Un día — el pueblo que debía llamarse Avellaneda estaba perfecta y totalmente delineado— empezaron a subir las aguas del río. Nadie prestó atención al fenómeno, en primer lugar porque a nadie se le ocurrió pensar en los peligros de una inundación y luego porque, en contra de los anuncios y del parecer de un indio, teníamos la opinión de un ingeniero. Sostuvo el bárbaro que aquellos lugares se inundaban, alcanzando el agua en ellos considerable altura; pero el hombre de ciencia demostró, por a + b, que el salvaje era... un salvaje, y el pueblo se trazó donde él lo quiso.

Al frente —encuadrando el bellísimo paisaje, y como cerrando el horizonte al norte— se alzaban las barrancas que limitan el valle; a la espalda y a los costados el verde festón de los sauzales, cuyas ramas, al ser mecidas por el viento, acariciaba la tersa superficie del Negro.

Todo era alegría y contento. Al mes y medio de establecidas, las tropas tenían abrigadas cabañas y los oficiales y el comercio, confortables y hasta risueñas viviendas.

Vendría la primavera y entonces empezaríamos a levantar en el pueblo Avellaneda, aquí un palacio para la comandancia en jefe; allá una escuela, en esta punta un cuartel adornado con almenas y torres— en aquél una iglesia; en la plaza erigiríamos una estatua, y la estatua arbolaria, en los días de la patria, una bandera azul y blanca tan grande y tan alta que a su sombra se sintiera amparado y protegido el orbe entero.

El agua seguía subiendo.

Los zanjones que cruzaban el valle, en comunicación con el río, se desbordaron y nosotros sin movernos.

¡ Claro! ¡ Para que tener cuidado si un sabio había dicho que aquello no se inundaba!

Tomar precauciones habría sido demostrar temor, y entre nosotros tener miedo es suicidarse. El Regimiento 5º de Caballería fue desprendido una tarde, al mando del entonces coronel Vintter, a poblar Fico—Menocó. Iba el cuerpo con todas sus caballadas, con sus depósitos, sus mujeres y sus chicos.

Nosotros nos quedamos.

El 17 de julio amanecimos rodeados completamente por el agua. La creciente se extendía por todo el valle y ya era imposible pensar en la salida. Nos atrincheramos. Para contener el avance de la inundación se levantaron extensos murallones de tierra y en pocos días la incomunicación fue completa y absoluta.

Se agotaron las provisiones de carne, y entonces se apeló al racionamiento extraordinario, consistente en un puñado de harina, que cocíamos, amasándola sin sal algunas veces, al rescoldo, y a una que otra piltrafa de carne de caballo que nos tocaba por milagro. Al hallarnos aislados por la creciente, y no sabiendo el tiempo que duraría esa situación, el general Villegas dispuso que se reunieran los caballos que habían quedado en el campamento, pertenecientes al servicio de la proveeduría y a los ayudantes, a fin de distribuirlos para el consumo, moderadamente.

Aquellos mancarrones, que se caían de puro flacos, llenos de mataduras, fueron la salvación del ejército expedicionario. Celosamente custodiados, iban matandose a razón de "uno por cuerpo", es decir, para cuatrocientas personas, término medio. Esto significaba el hambre y la miseria declaradas. No pudiendo ir en busca de leña, se quemaron los ranchos, y no pudiendo construir elementos de salvación para todos, resolvió que no se construyeran para nadie.

Entretanto, casi a la vista de todos, las caballadas se ahogaban en sus rodeos, se ahogaban las novilladas del proveedor sorprendidas en su marcha, y dentro de poco nos ahogaríamos también nosotros.

Y para que no entrase el desaliento en los espíritus, la división hacía constantes ejercicios durante el día hundiéndose en el fango que se formaba a causa del agua que empezaba a manar del suelo.

Por la noche esos mismos milicos lo pasaban bailando, al compás de las bandas de música, que tocaban, de orden superior, las más alegres piezas de sus repertorios.

El Regimiento 5º de Caballeria, que había partido para Fico—Menocó, no pudo salir del valle. Sorprendido por la creciente tuvo que acampar y construir un reducto, donde se encerró con sus mujeres y con su ganado. A poco se desarrolló en el cuerpo una violenta epidemia de viruela, y entonces empezó para el heroico regimiento una situación espantosa, en la cual el jefe, los oficiales y la tropa estuvieron a la altura de la desgracia que los hería.

Mi amigo José Juan Biedma, el ilustre profesor de Historia y director del Archivo Nacional, ha descripto este episodio —en que fue actor— de tan bellísima manera que sería temerario en mí querer pintar con brocha gorda lo que él ha burilado con finísimo cincel.

Pasó la inundación y al día siguiente de abandonar el viejo campamento, habíamos olvidado los peligros y las miserias del sitio.