La gaviota (Caballero)/Parte segunda/Capítulo XI
Capítulo XI
El mundo es un compuesto de contrastes. No es muy nueva ni muy original esta observación; pero cada día se nos presentan a la vista la aurora y el ocaso, y cada vez nos sorprenden y admiran, a pesar de su repetición.
Así es que mientras el pobre pescador ofrecía a sus humildes y piadosos amigos el grande y augusto espectáculo de la santa muerte del cristiano, su hija daba al público de Madrid, frenéticamente entusiasmado, el de una prima donna sin una gota de sangre italiana en las venas, y que eclipsaba ya en el ejercicio de su arte al mismo gran Tenorini. Había lo bastante con esto para restablecer el antiguo y noble orgullo de los tiempos de Carlos III, para libertarnos por siempre jamás amén de la rabia y comezón de imitar, recobrando nuestra inmaculada y pura nacionalidad; en fin, había lo bastante para decir al monumento del Dos de Mayo, a la estatua de Felipe IV y a la de Cervantes: «Humillaos, sombras ilustres, que aquí viene quien sobrepuja vuestra grandeza y vuestra gloria.» No faltaron entusiastas que pensasen acudir a la reina, para que se dignase ennoblecer a María, dándole un escudo de armas, cuyo lema, imitando el de los duques de Veragua, en lugar de: «A Castilla y a León, nuevo mundo dio Colón», dijese: «A alta y baja Andalucía, nueva gloria dio María.» En fin, tal era la impresión hecha por la cantatriz en el público de Madrid, que ya no se escribía en las oficinas ni se estudiaba en los colegios: hasta los fumadores se olvidaban de acudir al estanco. La fábrica de tabacos se estremeció con indignación en sus cimientos, a pesar de que, como es público y notorio, son tan profundos que llegan hasta América.
Todo el entusiasmo que hemos procurado bosquejar sin haberlo conseguido, se manifestaba una noche a la puerta del teatro, en un grupo de jóvenes que se esforzaban en comunicárselo a dos extranjeros recién venidos. Aquellos inteligentes no sólo encomiaron, examinaron y analizaron la calidad del órgano, la flexibilidad de garganta y todo lo que hacía tan sobresaliente el canto de María, sino que también pasaron revista de inspección a sus prendas personales. Otro joven, embozado hasta los ojos en su capa, estaba cerca de aquel grupo y se mantenía inmóvil y callado; pero cuando se trató de las dotes físicas, dio colérico con el pie un golpe en el suelo.
-Apuesto cien guineas, vizconde de Fadièse (fa sostenido) -decía nuestro amigo sir John Burnwood (que no habiendo obtenido licencia para llevarse el Alcázar, pensaba en renovar la misma demanda con respecto a El Escorial)-, apuesto a que esta mujer hará más ruido en Francia que madame Laffarge; en Inglaterra, que Tom Pouce, y en Italia, que Rossini.
-No lo dudo, sir John -respondió el vizconde.
-¡Qué ojos tan árabes! -añadió el joven don Celestino Armonía-. ¡Qué cintura tan esbelta! En cuanto a los pies, no se ven, pero se sospechan; en cuanto al cabello, la Magdalena se lo envidiaría.
-Estoy impaciente por ver y oír ese portento -exclamó con exaltación el vizconde, el cual siempre estaba, como lo indicaba su nombre, montado medio tono más alto que todos los demás vizcondes-. Preparemos los anteojos y entremos.
Entre tanto el joven embozado había desaparecido.
María, en traje de Semíramis, estaba preparada para salir a escena. Rodeábanla algunas personas.
El embozado, que no era otro que Pepe Vera, entró a la sazón, se aproximó a ella y sin que nadie lo oyese, le dijo al oído:
-No quiero que cantes -y siguió adelante con impasible aire de indiferencia.
María se puso pálida de sorpresa y enrojeció de indignación en seguida.
-Vamos -dijo a su doncella-; Marina, ajusta bien los pliegues del vestido. Van a empezar -y añadió en voz alta para que lo oyese Pepe Vera, que se iba alejando-; con el público no se juega.
-Señora -le dijo uno de los empleados-, ¿puedo mandar que alcen el telón?
-Estoy lista -respondió.
Pero no bien hubo pronunciado estas palabras, cuando lanzó un grito agudo.
Pepe Vera había pasado por detrás, y cogiéndole el brazo con fuerza brutal, había repetido:
-No quiero que cantes.
Vencida por el dolor, María se había arrojado en una silla llorando. Pepe Vera había desaparecido.
-¿Qué tiene? ¿Qué ha sucedido? -preguntaban todos los presentes.
-Me ha dado un dolor -respondió María llorando.
-¿Qué tenéis, señora? -preguntó el director, a quien habían dado aviso de lo que pasaba.
-No es nada -contestó María, levantándose y enjugándose las lágrimas-. Ya pasó; estoy pronta. Vamos.
En este momento, Pepe Vera, pálido como un cadáver, y ardiéndole los ojos como dos hornillos, vino a interponerse entre el director y María.
-Es una crueldad -dijo con mucha calma- sacar a las tablas a una criatura que no puede tenerse en pie.
-¡Pero qué!, señora -exclamó el director-, ¿estáis enferma? ¿Desde cuándo? ¡Hace un momento que os he visto tan rozagante, tan alegre, tan animada!
María iba a responder, pero bajó los ojos y no despegó los labios. Las miradas terribles de Pepe Vera la fascinaban, como fascinan al ave las de la serpiente.
-¿Por qué no ha de decirse la verdad? -continuó Pepe Vera sin alterarse- ¿Por qué no habéis de confesar que no os halláis en estado de cantar? ¿Es pecado por ventura? ¿Sois esclava, para que os arrastren a hacer lo que no podéis?
Entre tanto, el público se impacientaba. El director no sabía qué hacer. La autoridad envió a saber la causa de aquel retardo; y mientras el director explicaba lo ocurrido, Pepe Vera se llevaba a María, bajo el pretexto de necesitar asistencia, agarrándola por el puño con tanta fuerza que parecía romperle los huesos, y diciéndola con voz ahogada, pero firme:
-¡Caramba! ¿No basta decir que no quiero?
Cuando estuvieron solos en el cuarto que servía de vestuario a María, estalló la cólera de esta.
-Eres un insolente, un infame -exclamó con voz sofocada por la ira- ¿Qué derecho tienes para tratarme de esta suerte?
-El quererte -respondió Pepe Vera con flema.
-Maldito sea tu querer -dijo María.
Pepe Vera se echó a reír.
-¡Lo dices eso como si pudieras vivir sin él! -dijo volviendo a reír.
-¡Vete, vete! -exclamó María-, y no vuelvas jamás a ponérteme delante.
-Hasta que me llames.
-¡Yo a ti! Antes llamaría al demonio.
-Eso puedes hacer, que no tendré celos.
-¡Vete, marcha al instante, déjame!
-Concedido -dijo el torero-; de hilo me voy en casa de Lucía del Salto. -María estaba celosísima de aquella mujer, que era una bailarina a quien Pepe Vera cortejaba antes de conocer a María.
-¡Pepe! ¡Pepe! -gritó María-, ¡villano! ¡La perfidia después de la insolencia!
-Aquella -dijo Pepe Vera- no hace más que lo que yo quiero. Tú eres demasiado señorona para mí. Conque... si quieres que hagamos buenas migas, se han de hacer las cosas a mi modo. Para mandar tú y no obedecer, ahí tienes a tus duques, a tus embajadores, a tus desaboridas y achacosas excelencias.
Dijo y echó a andar hacia la puerta.
-¡Pepe! ¡Pepe! -gritó María, desgarrando su pañuelo entre sus dedos agarrotados.
-Llama al demonio -le respondió irónicamente Pepe Vera.
-¡Pepe! ¡Pepe!, ten presente lo que voy a decirte. Si te vas con la Lucía, me dejo enamorar por el duque.
-¿A que no te atreves? -respondió Pepe, dando algunos pasos atrás.
-¡A todo me atrevo yo por vengarme!
Pepe se quedó plantado delante de María, con los brazos cruzados y los ojos fijos en ella.
María sostuvo sin alterarse aquellas miradas penetrantes como dardos.
Aquellos amores parecían más bien de tigres que de seres humanos. ¡Y tales son, sin embargo, los que la literatura moderna suele atribuir a distinguidos caballeros y a damas elegantes!
En aquel corto instante, aquellas dos naturalezas se sondearon recíprocamente y conocieron que eran del mismo temple y fuerza. Era preciso romper o suspender la lucha. Por mutuo consentimiento, cada cual renunció al triunfo.
-Vamos, Maruja -dijo Pepe Vera, que era realmente el culpable-. Seamos amigos y pelillos a la mar. No iré en casa de Lucía; pero en cambio, y para estar seguros uno de otro, me vas a esconder esta noche en tu casa, de modo que pueda ser testigo de la visita del duque y convencerme por mí mismo de que no me engañas.
-No puede ser -respondió altiva María.
-Pues bien -dijo Pepe-, ya sabes dónde voy en saliendo de aquí.
-¡Infame! -contestó María apretando los puños con rabia-, me pones entre la espada y la pared.
Una hora después de esta escena, María estaba medio recostada en un sofá; el duque, sentado cerca de ella; Stein en pie, tenía en sus manos las de su mujer, observando el estado del pulso.
-No es nada, María -dijo Stein-. No es nada, señor duque: un ataque de nervios que ya ha pasado. El pulso está perfectamente tranquilo. Reposo, María, reposo. Te matas a fuerza de trabajo. Hace algún tiempo que tus nervios se irritan de un modo extraordinario. Tu sistema nervioso se resiente del impulso que das a los papeles. No tengo la menor inquietud, y así me voy a velar un enfermo grave. Toma el calmante que voy a recetar; cuando te acuestes, una horchata, y por la mañana, leche de burra -y dirigiéndose al duque-: mi obligación me fuerza, mal que me pese, a ausentarme, señor duque.
Y volviendo a recomendar a su mujer el sosiego y el reposo, Stein se retiró, haciendo al duque un profundo saludo.
El duque, sentado enfrente de María, la miró largo tiempo.
Ella parecía extraordinariamente aburrida.
-¿Estáis cansada, María? -dijo aquel con la suavidad que sólo el amor puede dar a la voz humana.
-Estoy descansando -respondió.
-¿Queréis que me vaya?
-Si os acomoda...
-Al contrario, me disgustaría mucho.
-Pues entonces, quedaos.
-María -dijo el duque después de algunos instantes de silencio y sacando un papel del bolsillo-, cuando no puedo hablaros, canto vuestras alabanzas. He aquí unos versos que he compuesto anoche, porque de noche, María, sueño sin dormir. El sueño ha huido de mis ojos desde que la paz ha huido de mi corazón. Perdón, perdón, María, si estas palabras que rebosan de mi corazón ofenden la inocencia de vuestros sentimientos, tan puros como vuestra voz. También he padecido yo cuando padecíais vos.
-Ya veis -repuso ella bostezando- que no ha sido cosa de cuidado.
-¿Queréis, María -le preguntó el duque-, que os lea los versos?
-Bien -respondió fríamente María.
El duque leyó una linda composición.
-Son muy hermosos -dijo María algo más animada-; ¿van a salir en El Heraldo?
-¿Lo deseáis? -preguntó el duque suspirando.
-Creo que lo merecen -contestó María.
El duque calló, apoyando su cabeza en sus manos.
Cuando la levantó vio en los ojos de María, fijos en la puerta de cristales de su alcoba, un vivo rayo, inmediatamente apagado. Volvió la cara hacia aquel lado, pero no vio nada.
El duque, en su distracción, había hecho un rollo del papel en que estaban escritos sus versos, que María no había reclamado.
-¿Vais a hacer un cigarro con el soneto? -preguntó María.
-Al menos, así serviría para algo -respondió el duque.
-Dádmelos y los guardaré -dijo María.
El duque puso en el papel enrollado una magnífica sortija de brillantes.
-¡Qué! -dijo María-, ¿la sortija también?
Y se la puso en el dedo, dejando caer al suelo el papel. «¡Ah! -pensó entonces el duque-, ¡no tiene corazón para el amor ni alma para la poesía!, ¡ni aun parece que tiene sangre para la vida! Y sin embargo, el cielo está en su sonrisa; el infierno, en sus ojos, y todo lo que el cielo y la tierra contienen, en los acentos de su soberana voz.»
El duque se levantó.
-Descansad, María -le dijo-. Reposad tranquila en la venturosa paz de vuestra alma, sin que la importune la idea de que otros velan y padecen.