La gaviota (Caballero)/Parte segunda/Capítulo X

Capítulo X

No tardó en esparcirse por todo el lugar la voz de que la hija del pescador había sido asesinada.

Así pues, el egoísta, torpe y díscolo Momo, que ayudado de su espíritu hostil e instintos egoístas creyó realidad lo que vio en el teatro, no sólo había hecho un viaje inútil, por no haber cumplido su comisión, sino que indujo en el terror, en que su torpeza indócil le hizo caer, a todas aquellas buenas gentes.

La cara de don Modesto se le alargó dos pulgadas.

El cura dijo una misa por el alma de María.

Ramón Pérez ató un lazo negro a su guitarra.

Rosa Mística dijo a don Modesto:

-¡Dios la haya perdonado! Bien dije yo que acabaría mal. Usted recordará que por más que procuraba yo guiarla a la derecha, ella siempre tiraba a la izquierda.

La tía María, calculando que en vista de la catástrofe no le sería posible a don Federico venir por entonces, se decidió a confiar la cura del tío Pedro a un médico joven que había reemplazado a Stein en Villamar.

-No fío de su ciencia -le decía a don Modesto, que se le recomendaba-; no sabe recetar más que aguas cocidas, y no hay cosa que debilite más el estómago. Por alimento manda caldo de pollo; ahora ¿me querrá usted decir las fuerzas que podrá reponer semejante bebistrajo? Todo está trastornado, mi comandante; pero deje usted que pase un poco de tiempo y, desengañados, se volverán a lo que la experiencia de muchos siglos ha acreditado de bueno; que al cabo de los años mil, vuelven las aguas por donde solían ir. Lo que atrevidas manos echaron abajo, el tiempo lo levantará; pero después de haber echado algunas almas a su perdición y enviado muchos cuerpos al hoyo.

El médico halló al tío Pedro tan grave, que declaró ser necesario el prepararlo.

Prepararse a la muerte es, en el lenguaje católico, ponerse en estado de gracia, esto es, zanjar sus cuentas en la tierra, haciendo el bien y deshaciendo el mal, en cuanto a nuestro alcance esté, tanto en el orden de las cosas eternas, como en el de las temporales, y granjear así, con la oración y el arrepentimiento, la clemencia de Dios en favor de nuestras almas.

Si damos esta definición de una cosa tan sabida y cotidiana, es no sólo porque es factible que caiga esta relación en manos de algunos que no pertenezcan al gremio de nuestra santa religión católica, sino porque hemos visto muchos que no consideran esta santa práctica bajo todas sus grandes y magníficas fases.

La tía María se echó a llorar amargamente al oír aquel fallo; llamó a Manuel y le encargó que fuese a notificárselo al enfermo, con todas las precauciones debidas, pues ella no se sentía con ánimo para hacerlo.

Manuel entró en el cuarto del paciente.

-¡Hola, tío Pedro! -le dijo-, ¿cómo vamos?

-Vamos para abajo, Manuel -contestó el enfermo-; ¿quieres algo para el otro mundo?, dilo pronto, que estoy levando el ancla, hijo.

-¡Qué!, tío Pedro, no está usted en ese caso. Ha de vivir. Usted más que yo. Pero... como dice el refrán que hacienda hecha no estorba..., quiere decir...

-No digas más, Manuel -repuso el tío Pedro sin alterarse- Dile a tu madre que dispuesto estoy. Ya ha tiempo que veo venir este trance y no pienso más que en eso -añadió en voz baja y fatigada- ¡y en ella!

Manuel salió conmovido enjugándose los ojos, a pesar de haber visto tanta sangre y tantas agonías en su carrera militar; ¡tan cierto es, que el alma más estoica se ablanda a vista de la muerte, cuando no se fuerza al hombre a considerarla como un átomo lanzado en el insondable abismo, que abren a tantos miles el orgullo y la ambición de los que sin autoridad, sin derecho ni razón, han querido imponer al mundo su personalidad o sus ideas!

Al día siguiente reinaba uno de aquellos violentos, ruidosos y animados temporales que consigo trae el equinoccio. Oíase el viento soplar en diferentes tonos, como una hidra cuyas siete cabezas estuviesen silbando a un tiempo.

Estrellábase contra la cabaña, que crujía siniestramente: oíase este invisible elemento, lúgubre entre las bóvedas sonoras de las altas ruinas del fuerte; violento entre las agitadas ramas de los pinos; plañidero entre las atormentadas cañas del navazo; y se desvanecía gimiendo en la dehesa, como se disipa la sombra gradualmente en un paisaje.

La mar agitaba las olas de su seno, con la ira y violencia con que sacude una furia las sierpes de su cabellera. Las nubes, cual las Danaides, se relevaban sin cesar, vertiendo cada cual su contingente, que caía a raudales sobre las ramas, que se tronchaban, abriendo sus corrientes hondos surcos en la tierra. Todo se estremecía, temblaba o se quejaba. El sol había huido y el triste color del día era uniforme y sombrío como el de una mortaja.

Aunque la cabaña estaba resguardada por la peña, la tempestad había arrebatado parte de su techo durante la noche. Para impedir su total destrucción, Manuel, ayudado por Momo, lo había sujetado con el peso de algunos cantos traídos de las ruinas. «Ya que no quieras albergar más a tu dueño -le decía Manuel-, aguarda al menos a que muera, para hundirte.»

Si alguna otra mirada que la de Dios hubiera podido llegar a aquel desierto, cruzando la tempestad que lo azotaba, habría descubierto una cuadrilla de hombres que caminaba en dirección paralela al mar, arrostrando los furores del temporal, envueltos en sus capas, en actitud recogida y silenciosa, los cuerpos inclinados hacia adelante y las cabezas bajas. Seguíalos grave y mesuradamente un anciano, cruzados los brazos sobre el pecho a la manera de los orientales, precedido por un muchacho que agitaba de cuando en cuando una campanilla. Se oía por intervalos, y a pesar de las ráfagas del huracán, la voz tranquila y sonora del anciano, que decía: Miserere mei Deus, secundum magnam misericordian tuam. El coro de hombres respondía: Et secundum multitudinent miserationum tuarum, de iniquitatem meam.

Penetrábalos la lluvia, azotábalos el viento y ellos seguían impávidos en su marcha grave y uniforme.

Esta comitiva se componía del cura y de algunos católicos piadosos, hermanos de la cofradía del Santísimo Sacramento, que presididos por Manuel, iban a llevar a un cristiano moribundo, con los últimos Sacramentos, los últimos consuelos del cristiano.

Nada podía, como lo que acabamos de describir, dar realce y vida a esta verdad moral: que en medio del tumulto y de las borrascas de las malas pasiones, la voz de la religión se deja oír por intervalos, grave y poderosa, suave y firme, aun a aquellos mismos que la olvidan y la reniegan.

El cura entró en el cuarto del enfermo.

Los niños que habían acudido, recitaban estos versos, que aprendieron al mismo tiempo que aprendieron a hablar.

Jesucristo va a salir,
yo por Dios quiero morir,
porque Dios murió por mí.
Los ángeles cantan,
todo el mundo adora
al Dios tan piadoso
que sale a estas horas.


Aquella pobre morada se había aseado y dispuesto con esmero y decencia, gracias a los cuidados de la tía María y del hermano Gabriel. Sobre una mesa se había colocado un crucifijo con luces y flores, porque las luces y los perfumes son los homenajes externos que se tributan a Dios. La cama estaba limpia y primorosa.

Concluida la ceremonia, nadie quedó con el enfermo, sino el cura, la buena tía María y fray Gabriel. Tío Pedro yacía tranquilo. Al cabo de algún tiempo abrió los ojos, y dijo:

-¿No ha venido?

-Tío Pedro -respondió la tía María, mientras corrían por sus arrugadas mejillas dos lágrimas que no alcanzaba a ver el enfermo-, hay mucho trecho de aquí a Madrid. Ha escrito que iba a ponerse en camino y pronto la veremos llegar.

Santaló volvió a caer en su letargo. Una hora después recobró el sentido, y fijando sus miradas en la tía María, le dijo:

-Tía María, he pedido a mi divino Salvador, que se ha dignado venir a mí, que me perdone, que la haga feliz y que le pague a usted cuanto por nosotros ha hecho.

Después se desmayó; volvió en sí, abrió los ojos que ya cristalizaba la muerte y pronunció con acento ininteligible estas palabras:

-¡No ha venido!

En seguida dejó caer la cabeza en la almohada y exclamó en voz alta y firme:

-Misericordia, Señor.

-Rezad el credo -dijo el cura tomando entre sus manos las del moribundo y acercándose a su oído para hacer llegar a su inteligencia algunas palabras de fe, esperanza y caridad, en medio del entorpecimiento creciente de sus sentidos.

La tía María y el hermano Gabriel se postraron.

Los católicos conservan a la muerte todo el respeto solemne que Dios le ha dado, adoptándola él mismo como sacrificio de expiación.

Reinaban un silencio y una calma llena de majestad, en aquel humilde recinto donde acababa de penetrar la muerte.

Fuera, seguía desencadenada y rugiente la tempestad.

Adentro todo era reposo y paz. Porque Dios despoja a la muerte de sus horrores y de sus inquietudes cuando el alma se exhala hacia el cielo al grito de ¡misericordia!, rodeada de corazones fervorosos, que repiten en la tierra: «¡Misericordia, misericordia!»