La gaviota (Caballero)/Parte segunda/Capítulo XII

Capítulo XII

Apenas cerró el duque la puerta, cuando Pepe Vera salió por la de la alcoba, riéndose a carcajadas.

-¿Quieres callar? -le dijo María haciendo reflejar los rayos de la luz en el solitario que el duque acababa de regalarle.

-No -respondió el torero-, porque me ahogaría la risa. Ya no estoy celoso, Mariquita. Tantos celos tengo como el sultán en su serrallo. ¡Pobre mujer! ¿Qué sería de ti, con un marido que te enamora con recetas y un cortejo que te obsequia con coplas, si no tuvieras quien supiera camelarte con zandunga? Ahora que el uno se ha ido a soñar despierto y el otro a velar dormido, vámonos tú y yo a cenar con la gente alegre, que aguardándonos está.

-No, Pepe. No me siento buena. El sofocón que he tomado, el frío que hacía al salir del teatro, me han cortado el cuerpo. Tengo escalofríos.

-Tus dengues de princesa -dijo Pepe Vera-. Vente conmigo. Una buena cena te sentará mejor que no esa zonzona horchata, y un par de vasos de buen vino te harán más provecho que la asquerosa leche de burra; vamos, vamos.

-No voy, que hace un norte de Guadarrama, de esos que no apagan una luz y matan a un cristiano.

-Pues bien -dijo Pepe-, si esa es tu voluntad y quieres curarte en salud, buenas noches.

-¡Cómo! -exclamó María-. ¿Te vas a cenar y me dejas? ¿Me dejas sola y mala como lo estoy, por tu causa?

-¡Pues qué! -replicó el torero-, ¿quieres que yo también me ponga a dieta? Eso no, morena. Me aguardan y me largo. Buen rato te pierdes.

María se levantó con un movimiento de coraje, dejó caer una silla, salió del cuarto cerrando la puerta con estrépito y volvió en breve, vestida de negro, cubierta de una mantilla cuyo velo le ocultaba el rostro y envuelta en un pañolón, y salieron los dos juntos.

Muy entrada la noche, al volver Stein a su casa el criado le entregó una carta. Cuando estuvo en su cuarto, la abrió. Su contenido y su ortografía era como sigue:

«Señor dotor:

»No creha V. que esta es una carta nónima: yo hago las cosas claras; comienzo por decirle mi nombre, que es Lucía del Salto; me parece que es nombre bastante conocido.

»Señor marío de la Santaló, es menester ser tan bueno o tan bolo como usted lo es, para no caher en la qüenta de que su muger de usted esta mal entretenía por Pepe Vera, que era mi novio, que yo lo puedo decir, por que no soy casada y a nadie engaño. Si usted quiere que se le caigan las cataratas, vaya usted esta noche a la calle de *** número 13, y alli ará usted como santo Tomas.»

-¡Puede darse una infamia semejante! -exclamó Stein, dejando caer la carta al suelo-. Mi pobre María tiene envidiosos, y sin duda son mujeres de teatro. ¡Pobre María!, enferma y quizá durmiendo ahora sosegadamente. Pero veamos si su sueño es tranquilo. Anoche no estaba bien. Tenía el pulso agitado y la voz tomada. ¡Hay tantas pulmonías ahora en Madrid!

Stein tomó una luz, salió de su cuarto, pasó a la sala, por la cual comunicaba con la alcoba de su mujer, entró en ella, pisando con las puntas de los pies, se acercó a la cama, entreabrió las cortinas... ¡No había nadie!

En un ser tan íntegro, tan confiado como Stein, no era fácil que penetrase de pronto y sin combate la convicción de tan infame engaño.

-No -dijo después de algunos instantes de reflexión-. ¡No es posible! Debe haber alguna causa, algún motivo imprevisto. Sin embargo -continuó después de otra pausa-; es preciso que no me quede nada sobre el corazón. Es preciso que yo pueda responder a la calumnia no sólo con el desprecio, sino con un solemne mentís y con pruebas positivas.

Con el auxilio de los serenos, Stein pudo hallar fácilmente el lugar indicado en la carta.

La casa indicada no tenía portero: la puerta de la calle estaba abierta. Stein entró, subió un tramo de la escalera, y al llegar al primer descanso, no supo dónde dirigirse.

Debilitado el primer ímpetu de su resolución, empezó a avergonzarse de lo que hacía. «Espiar -decía- es una bajeza. Si María supiera lo que estoy haciendo, se resentiría amargamente, y tendría razón. ¡Dios mío!, ¿sospechar a la persona que amamos, no es crear la primera nube en el puro cielo del amor?, ¡yo espiar!, ¿a esto me ha rebajado el despreciable escrito de una mujer más despreciable aún?

»Vuélvome. Mañana le preguntaré a María cuanto saber deseo, que este medio es el debido, el natural y el honrado. Alto allá, corazón mío; limpia mi pensamiento de sospechas, como limpia el sol la atmósfera de negras sombras.»

Stein lanzó un profundo suspiro, que parecía estarle ahogando, y pasó su pañuelo por su húmeda frente. «¡Oh! -exclamó-, ¡la sospecha, que crea la idea de la posibilidad del engaño que no existía en nuestra alma!, ¡oh!, la infame sospecha, hija de malos instintos o de peores insinuaciones, por un momento este monstruo ha envilecido mi alma y ya para siempre tendré que sonrojarme ante María!»

En aquel instante se abrió una puerta que daba al descanso en que se había parado Stein y dio salida a un rumor de vasos, de cantos y de risas: una criada que salía de adentro sacando botellas vacías, se hizo atrás, para dejar pasar a Stein, cuyo aspecto y traje le inspiraron respeto.

-Pasad adelante -le dijo-; aunque venís tarde, porque ya han cenado -y siguió su camino.

Stein se hallaba en una pequeña antesala. Estaba abierta una puerta que daba a una sala contigua. Stein se acercó a ella. Apenas habían echado sus ojos una mirada a lo interior de aquella pieza, cuando quedó inmóvil y como petrificado.

Si todos los sentimientos que elevan y ennoblecen el alma cegaban al duque, todos los impulsos buenos y puros del corazón cegaban a Stein con respecto a María. ¡Cuál sería, pues, su asombro al verla sin mantilla, sentada a la mesa en un taburete, teniendo a sus pies una silla baja, en que estaba Pepe Vera, que tenía una guitarra en la mano y cantaba:


Una mujer andaluza
tiene en sus ojos el sol;
una aurora en su sonrisa,
y el paraíso en su amor.


-¡Bien, bien, Pepe! -gritaron los otros comensales-. Ahora le toca cantar a Marisalada. Que cante Marisalada. Nosotros no somos gente de levita ni de paletós; pero tenemos oídos como los tienen ellos; que en punto a orejas, no hay pobres ni ricos. Ande usted, Mariquita, cante usted para sus paisanos que lo entienden; que las gentes de bandas y cruces no saben jalear en francés.

María tomó la guitarra que Pepe Vera le presentó de rodillas, y cantó:


Más quiero un jaleo pobre,
y unos pimientos asados,
que no tener un usía
desaborío a mi lado.


A esta copla respondió un torbellino de aplausos, vivas y requiebros, que hicieron retemblar las vidrieras.

Stein se puso rojo como la grana, menos de indignación que de vergüenza.

-Sobre que ese Pepe Vera nació de pie -dijo uno de sus compañeros.

-¡Tiene más suerte que quiere!

-Como que hoy por hoy, no la cambio por un imperio -repuso el torero.

-¿Pero qué dice a eso el marido? -preguntó un picador, que contaba más años que todos los demás de la cuadrilla.

-¿El marido? -respondió el torero-. No conozco a su mercé sino para servirlo. Pepe Vera no se las aviene sino con toros bravos.

Stein había desaparecido.