La gaviota (Caballero)/Parte segunda/Capítulo IX
Capítulo IX
La llegada a Madrid del célebre cantor Tenorini puso cima a la gloria de María, por la admiración con que la encomiaba aquel coloso y por el empeño que manifestó en cantar acompañado de una voz digna de unirse a la suya. Tonino Tenorini, alias el Magno, había salido no se sabe de dónde; algunos decían que había venido al mundo, como Castor y Pollux, dentro de un huevo, no de cisne, sino de ruiseñor. Su espléndida y ruidosa carrera empezó en Nápoles, donde había eclipsado enteramente al Vesubio. Después pasó a Milán y de allí sucesivamente a Florencia, San Petersburgo y Constantinopla. A la sazón llegaba de Nueva York pasando por La Habana, con ánimo de dirigirse a París, cuyos habitantes, furiosos por no haber dado todavía su voto decisivo sobre tan gigantesca reputación, habían hecho un motín para desahogar su bilis. De allí Tenorini se dignaría ir a Londres, cuyos filarmónicos tenían un terrible spleen de pura envidia, y de donde la season corría riesgo de suicidarse si la gran notabilidad no se compadecía de los males que su ausencia originaba.
¡Cosa extraña, y que dejó sorprendidos a todos los Polos y a todas las Eloísas! Este sublime artista no llegaba en las alas del genio. Los delfines malcriados del océano no le habían cargado en sus filarmónicas espaldas, como hicieron los del Mediterráneo con Arión en tiempos más felices. Tenorini había llegado en la diligencia... ¡Qué horror!...
¡Y -lo que es más- traía un saco de noche!
Hubo proyectos de celebrar su llegada tocando un repique general de campanas, de iluminar las casas y de erigir un arco de triunfo con todos los instrumentos de la orquesta del Circo. El alcalde no consintió en ello y poco faltó para que este cangrejo reaccionario fuese obsequiado con una cencerrada.
Mientras María participaba con el gran cantante de la desaforada ovación que le ofrecía un público, que de rodillas los veneraba humildemente, se representaba una escena de diferente carácter en la pobre choza de que ella saliera poco más de un año antes.
Pedro Santaló yacía postrado en su lecho. Desde la separación de su hija no había levantado cabeza. Tenía los ojos cerrados y no los abría sino para fijar sus miradas en el cuartito que había ocupado María y que no estaba separado del suyo sino por el estrecho pasadizo que subía al desván. Todo allí permanecía en el mismo estado en que su hija lo había dejado; colgaba de la pared su guitarra, con un lazo de cinta que había sido color de rosa y que ahora pendía sin forma, como una promesa que se olvida, y descolorido como un recuerdo que se disipa. Sobre la cama había un pañuelo de seda de la India, y unos zapatos pequeños se veían aún debajo de una silla. La tía María estaba sentada a la cabecera del enfermo.
-Vamos, vamos, tío Pedro -le decía la buena anciana-, olvídese de que es catalán y no sea tan testarudo; déjese usted gobernar siquiera una vez en su vida y véngase con nosotros al convento, que ya ve usted que allí no falta lugar. Así podré asistirle mejor y no estará aquí aislado y solo en un solo cabo como el espárrago.
El pescador no respondía.
-Tío Pedro -continuó la tía María-, don Modesto ya ha escrito dos cartas, y se han puesto en el correo, que dicen es la manera de que lleguen más presto y con más seguridad.
-¡No vendrá! -murmuró el enfermo.
-Pero vendrá su marido, y por ahora eso es lo que importa -repuso la tía María.
-¡Ella! ¡Ella! -exclamó el pobre padre.
Una hora después de esta conversación, la tía María caminaba de vuelta al convento, sin haber logrado que el huraño y obstinado catalán accediese a trasladarse a él. Cabalgaba la buena anciana en la insigne Golondrina, decana apacible del gremio borrical de la comarca. No hemos averiguado, en vista de lo remoto de la fecha en que fue bautizada, el porqué mereció el nombre de Golondrina, pues nos consta que jamás hizo el menor esfuerzo, no ya para volar, pero ni aun para correr; ni nunca se le notó en otoño la más mínima inclinación a trasladarse a las regiones del África.
Momo, hecho ya un hombrón, sin haber perdido un ápice de su fealdad nativa, iba arreando la burra.
-Oiga usted, madre abuela -dijo-; ¿y van a durar mucho estos paseítos de recreo cotidianos para venir a ver a este lobo marino?
-Por descontado -respondió su abuela-, ya que no se quiere venir al convento. Me temo que se muera si no ve a su hija.
-No me he de morir yo de esa enfermedad -dijo Momo, soltando una carcajada de grueso calibre.
-Mira, hijo -prosiguió la tía María-, yo no me fío mucho del correo, por más que digan que es seguro. Tampoco don Modesto se fía de él; así para que don Federico y Marísalada lleguen a saber lo malo que está el tío Pedro, no queda medio seguro sino el que tú mismo vayas a Madrid a decírselo, porque al fin no podemos estar así, cruzados de brazos, viendo morir a un padre que clama por su hija, sin hacer por traérsela.
-¡Yo!, ¡yo ir a Madrid, y para buscar a la Gaviota! -exclamó Momo horripilado-. ¿Está usted en su juicio, señora?
-Tan en mi juicio y tan en ello, que si tú no quieres ir, iré yo. A Cádiz fui y no me perdí ni me sucedió nada; lo mismo será si voy a Madrid. Parte el corazón oír a ese pobrecito padre clamar por su hija. Pero tú, Momo, tienes malas entrañas; con harta pena lo digo. Yo no sé de dónde las has sacado, pues ni son de la casta de tu padre ni de la de tu madre; pero en cada familia hay un Judas.
«¡Ni al mismísimo demonio que no piensa sino en el modo de condenar a un cristiano -murmuraba Momo-, se le ocurre otra! Y no es eso lo peor, sino que si se le mete a su merced semejante chochera en la cabeza, lo ha de llevar a cabo. ¡Que no me diera un aire, que me dejase baldado de pies y piernas, siquiera por un mes!»
Así pensando, desahogó Momo su coraje, descargando un cruel varazo sobre las ancas de la pobre Golondrina.
-¡Bárbaro! -exclamó la abuela-, ¿a qué la pagas con ese pobre animal?
-¡Toma! -repuso Momo-; para llevar palos ha nacido.
-¿De dónde has sacado semejante herejía?, ¿de dónde, alma de Herodes? Nadie sabe lo que compadezco yo a los pobres animales, que padecen sin quejarse y sin poder valerse; sin consuelo y sin premio.
-La lástima de usted, madre, es como la capa del cielo, que todo lo cobija.
-Sí, hijo, sí; ni permita Dios que vea yo un dolor sin compadecerlo, ni que sea como esos desalmados que oyen un ay como quien oye llover.
-Que diga usted eso, tocante al prójimo, ¡anda con Dios! Pero los animales, ¿qué demonio?...
-¿Y acaso no padecen? ¿Y acaso no son criaturas de Dios? Acá, nosotros, estamos cargados con la maldición y el castigo que mereció el pecado del primer hombre; pero ¿qué pecado cometieron el Adán y Eva de los burros, para que estos pobres animales tengan la vida mortificada? ¡Eso me pasma!
-Se comerían la peladura de la manzana -dijo Momo con una carcajada como un redoble de bombo.
Encontraron entonces a Manuel y a José, que iban de vuelta al convento.
-Madre, ¿cómo está el tío Pedro? -preguntó el primero.
-Mal, hijo, mal. Se me parte el corazón de verle tan malo, tan triste y tan solo. Le dije que se viniese al convento; pero ¡qué!, más fácil era traerse al fuerte de San Cristóbal que no a ese cabezudo. Ni un cañón de a veinticuatro lo menea. Preciso es que el hermano Gabriel se mude allá con él, y también que Momo vaya a Madrid a traerse a su hija y a don Federico.
-Que vaya -dijo Manuel-; así verá mundo.
-¡Yo! -exclamó Momo-, ¿cómo he de ir yo, señor?
-Con un pie tras otro -respondió su padre-; ¿tienes miedo de perderte, o de que te coma el cancón?
-Lo que es que no tengo ganas de ir -replicó Momo, exasperado.
-Pues yo te las daré con una vara de acebuche, ¿estás, mal mandado? -dijo su padre.
Momo, renegando del tío Pedro y de su casta emprendió su viaje, y uniéndose a los arrieros de la sierra de Aracena que venían a Villamar por pescado, llegó a Valverde, y de allí pasando por Aracena, la Oliva y Barcarrota, a Badajoz, por el cual pasa la antigua carretera de Madrid a Andalucía. De allí, sin detenerse siguió a Madrid. Don Modesto había copiado con letras tamañas como nueces, las señas de la casa en que vivía Stein y que este había enviado cuando llegaron a Madrid con el duque. Con esta papeleta en la mano, salió Momo para la corte, entonando unas nuevas letanías de imprecaciones contra la Gaviota.
Una tarde salía la tía María más desazonada que nunca, de en casa del pobre pescador.
-Dolores -dijo a su nuera-, el tío Pedro se nos va. Esta mañana enrollaba las sábanas de su cama, y eso es que está liando el hato para el viaje de que no se vuelve. Palomo, que fue conmigo, se puso a aullar. ¡Y esa gente no viene!, estoy que no se me calienta la camisa en el cuerpo. Me parece que Momo debería ya estar de vuelta; diez días lleva de viaje.
-Madre -contestó Dolores-, hay mucha tierra que pisar hasta Madrid. Manuel dice que no puede estar de vuelta sino de aquí a cuatro o cinco días.
Pero ¡cuál no sería el asombro de ambas, cuando de repente vieron ante sí con aire azorado y mal gesto al mismísimo Momo en persona!
-¡Momo! -exclamaron las dos a un tiempo.
-El mismo en cuerpo y alma -contestó este.
-¿Y Marisalada? -preguntó ansiosa la tía María.
-¿Y don Federico? -preguntó Dolores.
-Ya los pueden ustedes aguardar hasta el día del juicio -respondió Momo-, ¡vaya que ha estado bueno mi viaje!, gracias a madre abuela, que me he visto metido en un berenjenal, que ya...
-¿Pero qué es lo que hay?, ¿qué te ha sucedido? -preguntaron su abuela y su madre.
-Lo que van ustedes a oír, para que admiren los juicios de Dios y le bendigan por verme aquí salvo y libre; gracias a que tengo buenas piernas.
La abuela y la madre se quedaron sobresaltadas al oír aquellas palabras que anunciaban graves acontecimientos.
-Cuenta, hombre, di, ¿qué ha sucedido? -volvieron ambas a exclamar-; mira que tenemos el alma en un hilo.
-Cuando llegué a Madrid -dijo Momo- y me vi solo en aquel cotarro, se me abrieron las carnes. Cada calle me parecía un soldado; cada plaza, una patrulla; con la papeleta que me dio el comandante, que era un papel que hablaba, fui a dar en una taberna, donde topé con un achispado, amigo de complacer, que me llevó a la casa que rezaba el papel. Allí me dijeron los criados que sus amos no estaban en casa; y con eso, iban a darme con la puerta en los hocicos; pero no sabían esas almas de cántaro con quién se las tenían que haber. «¡He! -les dije-; miren ustedes con quién hablan, que yo no soy criado de nadie ni nada vengo a pedir; aunque pudiera hacerlo, porque en mi casa fue donde recogimos a don Federico, cuando se estaba muriendo y no tenía ni sobre qué caerse muerto.»
-¿Eso dijiste, Momo? -exclamó su abuela-; ¡quita allá!, ¡esas cosas no se dicen!, ¡qué bochorno!, ¿qué habrán pensado de nosotros?, ¡echar en cara un favor!, ¿quién ha visto eso?
-¿Pues qué; no se lo diría?, ¡vaya! Y dije más; para que ustedes se enteren, dije que mi abuela había sido quien se había traído a su casa a su ama, cuando se puso mala de puro correr y desgañitarse sobre las rocas, como una Gaviota que era. Los mostrencos aquellos se miraban unos a otros riéndose y haciendo burla de mí, y me dijeron que venía equivocado, que era hija de un general de las tropas de don Carlos. ¡Hija de un general, ¿se entera usted? ¡Por vía de los moros! ¿Puede darse más descarada embustera?, ¡decir que el tío Pedro es un general, ¡el tío Pedro, que ni ha servido al rey! Al avío, les dije; que la razón que traigo, urge, y lo que quiero yo es largarme presto y perder a ustedes, a sus amos y a Madrid de vista.
«Nicolás -dijo entonces una moza que tenía trazas de ser tan Farota como su ama-, lleva ese ganso al treato: allí podrá ver a la señora.»
-Noten ustedes que cuando hablaba de mí, decía la muy deslenguada ganso, y cuando hablaba de la tuna de la Gaviota, decía señora; ¿podría eso creerse?, ¡cosas de Madrid!, ¡confundío se vea!
»Pues, señor, el criado se puso el sombrero y me llevó a una casa muy grandísima y muy alta, que era a moo de iglesia, sólo que en el lugar de cirios, tenía unas lámparas que alumbraban como soles. En rededor había como unos asientos, en que estaban sentadas, más tiesas que husos, más de diez mil mujeres, puestas en feria, como redomas en botica. Abajo había tanto hombre que parecía un hormiguero. ¡Cristianos!, ¡yo no sé de dónde salió tanta criatura! Pues no es nada, dije para mi chaleco, ¡las hogazas de pan que se amasarán en la villa de Madrid!... Pero asómbrense ustedes; toda esa gente había ido allí, ¿a qué?... ¡a oír cantar a la Gaviota!
Momo hizo una pausa, teniendo las manos extendidas y abiertas a la altura de su cara.
La tía María bajó y levantó la cabeza en señal de satisfacción.
-En todo esto no veo motivo para que te hayas vuelto tan deprisa y tan azorado -dijo Dolores.
-Ya voy, ya voy, que no soy escopeta -repuso Momo-. Cuento las cosas como pasaron.
»Pues cate usted ahí, que de repente, y sin que nadie se lo mandase, suenan a la par más de mil instrumentos, trompetas, pitos y unos violines tamaños como confesonarios, que se tocaban para abajo. ¡María Santísima, y qué atolondro!, yo di una encogida que fue floja en gracia de Dios.
-Pero ¿de dónde salió tanto músico? -preguntó su madre.
-¿Qué sé yo?, habría leva de ciegos por toda España. Pero no es esto lo mejor, sino que cate usted ahí, que sin saber ni cómo ni por dónde desaparece un a moo de jardín que había al frente. No parecía sino que el demonio había cargado con él.
-¿Qué estás diciendo, Momo? -dijo Dolores.
-Naíta más que la purísima verdad. En lugar de la arboleda, había al frente un a moo de estrado con redondeles de trapo que sería de un palacio. Allí se presenta una mujer más ajicarada, con más terciopelos, bordaduras de oro y más dijes que la Virgen del Rosario.
»Esta es la reina doña Isabel II -dije yo para mí-. Pues no, señor, no era la reina. ¿Saben ustedes quién era? ¡Ni más ni menos que la Gaviota, la malvada Gaviota, que andaba aquí descalza de pies y piernas! Lo primero que sucedió con el vergel, había sucedido con ella; la Gaviota descalza de pies y piernas, se había llevado el demonio y en su lugar había puesto una principesa. Yo estaba cuajado. Cuando menos se pensaba, entra un señor mayor muy engalanado. Estaba que echaba bombas, ¡qué enojado!, ponía unos ojos..., ¡caramba!, dije yo para mi chaleco, no quisiera yo estar en el pellejo de esa Gaviota. A todo esto, lo que me tenía parado era que reñían cantando. ¡Vaya!, será la moa por allá, entre la gente de fuste. Pero con eso no me enteraba yo bien de lo que platicaban: lo que vine a sacar en limpio fue que aquél sería el general de don Carlos, porque ella le decía padre, pero él no la quería reconocer por hija, por más que ella se lo pidió de rodillas.
»¡Bien hecho! -le grité-, duro a la embustera descarada.
-¿A qué te metiste en eso? -le dijo su abuela.
-¡Toma! como que yo la conocía y podía atestiguarlo; ¿no sabe usted que quien calla otorga? Pero parece que allá no se puede decir la verdad, porque mi vecino que era un celador de policía me dijo: «¿Quiere usted callar, amigo?»
-No me da la gana -le respondí-; y he de decir en voz y en grito, que ese hombre no es su padre.
-¿Está usted loco o viene de las Batuecas? -me dijo el polizonte.
-Ni uno ni otro, so desvergonzado -le respondí-; estoy más cuerdo que usted y vengo de Villamar, donde está su padre ligítimo, tío Pedro Santaló.
-Es usted -me dijo el madrileñito- un pedazo de alcornoque muy basto; vaya usted a que lo descorchen.
Me amostacé y levanté el codo para darle una guantáa, cuando Nicolás me cogió por un brazo y me sacó fuera para ir a echar un trago.
-Ya he caído en la cuenta -le dije-; ese general es el que quiera esa renegada Gaviota que sea su padre. De muchas iniquidades había yo oído hablar; de muertes, robos, hasta de piratas; pero eso de renegar de su padre, en mi vida he oído otra.
Nicolás se desternillaba de risa; por lo visto, esa indiniá no les coge allá de susto.
Cuando volvimos a entrar, es de presumir el que le habría mandado el general a la Gaviota que se quitase los arrumacos, porque salió toda vestida de blanco que parecía amortajada. Se puso a cantar y sacó una guitarra muy grande que puso en el suelo y tocó con las dos manos (¡qué no es capaz de inventar esa Gaviota!), y ahora viene lo gordo, pues de repente sale un moro.
-¿Un moro?
-¡Pero qué moro!, más negro y más feróstico que el mismísimo Mahoma; con un puñal en la mano, tamaño como un machete. Yo me quedé muerto.
-¡Jesús María! -exclamaron su madre y su abuela.
-Pregunté a Nicolás que quién era aquel Fierabrás, y me respondió que se llamaba Telo. Para acabar presto; el moro le dijo a la Gaviota que la venía a matar.
-Virgen del Carmen -exclamó la tía María-, ¿era acaso el verdugo?
-No sé si era el verdugo ni sé si era un matador pagado -respondió Momo-; lo que sí sé es que la agarró por los cabellos y la dio de puñaladas; lo vi con estos ojos que ha de comer la tierra, y puedo dar testimonio.
Momo apoyaba sus dos dedos, debajo de sus ojos, con tal vigor de expresión, que aparecieron como queriendo salirse de sus órbitas.
Las dos buenas mujeres lanzaron un grito. La tía María sollozaba y se retorcía las manos de dolor.
-¿Pero qué hicieron tantos como presentes estaban? -preguntó Dolores llorando-, ¿no hubo nadie que prendiese a ese desalmado?
-Eso es lo que yo no sé -contestó Momo-, pues al ver aquello, cogí dos de luz y cuatro de traspón, no fuese que me llamasen a declarar. Y no paré de correr hasta no poner algunas leguas entre la villa de Madrid y el hijo de mi padre.
-Preciso es -dijo entre sollozos la tía María- ocultarle esta desdicha al pobre tío Pedro. ¡Ay!, ¡qué dolor!, ¡qué dolor!
-¿Y quién había de tener valor para decírselo! -repuso Dolores-. ¡Pobre María! Hizo lo del español, que estando bien quiso estar mejor; y cate usted ahí las resultas.
-Cada uno lleva su merecido -dijo Momo-; esa embrollona descastada había de parar en mal: no podía eso marrar. Si no estuviese cansado, iba sobre la marcha a contárselo a Ratón Pérez.