La gaviota (Caballero)/Parte segunda/Capítulo III

Capítulo XVIII

Durante las escenas que hemos procurado describir en el anterior capítulo, Stein daba la vuelta alrededor de Sevilla, siguiendo la línea de sus antiguas murallas, alzadas por Julio César, como lo testifica esta inscripción colocada sobre la puerta de Jerez:


HÉRCULES ME EDIFICÓ;
JULIO CÉSAR ME CERCÓ
DE MUROS Y TORRES ALTAS
Y EL REY SANTO ME GANÓ
CON GARDI-PÉREZ DE VARGAS.



Volviendo hacia la derecha, Stein pasó por delante del convento del Pópulo, transformado hoy en cárcel; allí cerca vio la bella puerta de Triana; más lejos, la puerta Real, por donde hizo su entrada San Fernando, y en siglos posteriores, Felipe II. Delante se encuentra el convento de San Laureano, donde Fernando Colón, hijo del inmortal Cristóbal, fundó una escuela y estableció su observatorio. Pasó después por delante de la puerta de San Juan y la de la Barqueta, a la que se ligan tantos recuerdos. A cierta distancia, y a orillas del río, divisó el suntuoso monasterio de San Gerónimo, cuya estatua, que se considera como una de las más perfectas que han salido jamás de las manos de un artista, adorna hoy el salón principal del museo. Stein hizo entonces esta reflexión: «¿Habrían hecho los antiguos artistas tantas obras maestras, si en lugar de consagrarlas a la veneración de las almas piadosas, a recibir su culto y sus oraciones, hubieran sabido que su paradero había de ser un museo, donde estarían expuestas al frío análisis de los amigos del arte y de los admiradores de la forma?»

Vio después a San Lázaro, hospital de leprosos, y el inmenso y soberbio hospital de las Cinco Llagas del Señor, llamado vulgarmente Hospital de la Sangre, obra magnífica de los Enríquez de Rivera, en que han consumido millones y cuyo patronato ha reservado la caridad y el celo público del fundador, harto más grandes que su grande obra, a aquel que la concluya.

Vio la puerta de la Macarena, que toma su nombre, según unos, del de una hija de Hércules, a quien Julio César la consagró; y según otros, del de una princesa mora, que allí tuvo un palacio. Don Pedro el Cruel entró por ella muchas veces vencedor, y también don Fadrique, cuando el mismo don Pedro, su hermano, le sacrificó a su resentimiento. Pasó en seguida por delante de la puerta de Córdoba, sobre la cual todavía se ve, convertido en capilla, el estrecho encierro en que estuvo preso y fue martirizado San Hermenegildo por orden de su padre, Leovigildo, rey de los godos, por los años del 586. Enfrente de la puerta está el convento de los Capuchinos, en el mismo sitio que ocupó, según dicen, la primera iglesia que hubo en España, fundada por el apóstol Santiago, aunque Zaragoza disputa esta gloria a Sevilla. Vio más lejos el convento de la Trinidad, en el mismo terreno que ocuparon las cárceles romanas; y el subterráneo en que tuvieron encerradas a las Santas Vírgenes Justa y Rufina, patronas de la ciudad. En este subterráneo se ha erigido un altar, en cuyo centro se conserva un pilar de mármol, al que estuvieron atadas las santas, y en que grabaron con sus débiles dedos una cruz que se ve todavía.

Después de las puertas del Sol y del Osario, halló la de Carmona, una de las más bellas del recinto, de donde arranca, en línea paralela con el acueducto que provee de agua a Sevilla, el camino real que atraviesa toda la Península en su longitud, brincando como una cabra, por las asperezas de Despeñaperros. Con esta puerta se liga una anécdota, que pinta a lo vivo el carácter de los nobles sevillanos de aquel tiempo. Era en 1540. Por ella salían los sevillanos para ir a socorrer a Gilbraltar. Don Rodrigo de Saavedra llevaba el pendón de la ciudad; pero la puerta de entonces era tan baja, que el pendón no podía pasar sin inclinarse. Don Rodrigo pasó por encima de la puerta tirando de él con cuerdas, prefiriendo esta incomodidad a la humillación de su noble depósito.

A la mano izquierda están los grandes y alegres arrabales de San Roque y San Bernardo, con el jardín del rey, llamado así por haber sido de un rey moro llamado Benjoar. Stein llegó a la puerta de la Carne, cerca de la cual está el hermoso cuartel de caballería; dejando a mano derecha la elegante puerta de San Fernando, edificada en el año 1760 al mismo tiempo que la inmediata y magnífica fábrica de tabaco, cuyo costo subió a treinta y siete millones de reales; y dejando a mano izquierda el cementerio, esa sima que la muerte se emplea continuamente en llenar, como las Danaides su tonel, llegó a los hermosos paseos, que son como ramilletes que adornan la ciudad y las orillas floridas del Guadalquivir.

El único ruido que alteraba a la sazón el silencio del hermoso paseo de las Delicias, era el saludo que hacían las aves al sol en su ocaso. La inmovilidad del río era tal, que habría parecido helado si no le hubieran hecho sonreír de cuando en cuando la caricia del ala de un pájaro o el salto de algún pececillo juguetón. En la orilla opuesta se alzaba el convento de los Remedios, con su corona de cipreses, cuyas elevadas copas se erguían soberbias, sin echar de ver que el edificio se estaba abriendo en hondas grietas, como una planta abandonada se marchita cuando no hay una mano que la riegue. Las sombras del crepúsculo empezaban a cubrir la ciudad, mientras que la bella y colosal estatua de bronce dorado, emblema de la fe, que se enseñorea en lo alto de la Giralda, resplandecía a los últimos rayos del sol, radiante y ardiente como la gloria de los grandes hombres que la pusieron allí, coronando la inmensa basílica. Costearon esta de su bolsillo los canónigos en 1401, sujetándose por más de un siglo, ellos y sus sucesores, fuesen quienes fuesen, a vivir en común, para aplicar todas sus rentas a la construcción del templo. Ni uno solo faltó a este compromiso, acaso sin ejemplo en la historia de las artes. ¡Magnífico ejemplo de abnegación, de entusiasmo religioso y de inteligencia artística, que fue digno cumplimiento del memorable acuerdo con que decretaron la erección de aquel templo y que no podemos menos de consignar! FAGAMOS, dijeron, UNA ECLESIA TAL E TAN GRANDE, QUE EN EL MUNDO NO HAYA OTRA SU EGUAL, E QUE LOS DEL PORVENIER NOS TENGAN POR LOCOS.

A la derecha de Stein se elevaba la torre redonda del Oro, cuyo nombre proviene, según algunos, de haber sido en otro tiempo depósito del oro que venía de América. Sin embargo, esta derivación no es probable, puesto que tenía el mismo nombre antes del descubrimiento del Nuevo Mundo. Mas verosímil es que procediese de los azulejos amarillos de que estaba revestida, y algunos de los cuales se conservan aún. Esa antiquísima torre, muy anterior a la era cristiana, enlazada con tantos recuerdos heroicos, colocada allí entre las variadas banderas de los buques, las ráfagas de humo de los vapores, los paseos construidos ayer y las flores nacidas hoy, con sus cimientos, que cuentan los siglos por décadas, es como la clava de Hércules lanzada en medio de los juguetes de los niños.

Entre estos recuerdos hay uno de muy pequeña importancia, aunque histórica, que ha excitado muchas veces nuestra sonrisa (cosa rara cuando se ojean los anales del mundo) y que por otra parte, pinta al natural al hombre de quien vamos a hablar, al rey don Pedro, cuya memoria es allí la más popular, después de la del santo rey Fernando.

Cerca de la torre del Oro hay un muelle que mandaron construir los canónigos, cuando se edificaba la catedral, para el cómodo desembarco de los materiales de la obra, y en él cobraban un muellaje de todos los que allí desembarcaban. Don Pedro, apurado de dinero, hizo uso de estos fondos en calidad de empréstito forzado. Parece que este monarca, muy joven aún, tenía la memoria muy flaca en materia de deudas, puesto que el cabildo pensó acudir a la justicia para reclamar el pago de la contraída. Pero ¿dónde estaba un escribano bastante valiente para presentarse a don Pedro con una notificación en la mano? Era necesario para esto un escribano Cid, o Pelayo, como no suele haberlos en el mundo. La curia tomó sus medidas; y he aquí el arbitrio de que echó mano. Un día en que el rey se paseaba a caballo cerca del susodicho muelle, vio venir un batel, que se detuvo a una respetuosa distancia de su persona. En este batel se hallaba una especie de cuervo o pajarraco negro de mal agüero. El rey quedó atónito al ver en el río esta visión, porque la gente que de negro se viste, suele ser tan poco aficionada a Marte como a Neptuno. Pero ¡cuánto no crecería su asombro cuando oyó una voz agria que le decía: «A vos, don Pedro, intimamos...» No pudo decir más, porque el rey, echando centellas por los ojos, sacó la espada, aguijoneó el caballo y se arrojó al agua sin reflexionar lo que hacía. ¡Cuál no sería el terror del pájaro negro! Dejó caer los papeles, se apoderó del remo y se puso en salvo. Es de presumir que el pueblo, tan admirador del valor temerario, como enemigo de las maniobras judiciales, aplaudiese este hecho con entusiasmo. Nosotros, que gustamos de todo lo que es grande, aunque sea una ira real, hemos referido esta anécdota, porque los pájaros verdaderamente negros, esto es, los que tienen emponzoñada la lengua y la pluma, se han vengado después, valiéndose siempre de sus armas usuales, el ardid y la calumnia; y han calumniado al infortunio.

¡Pobre don Pedro! Acaso fue malo, porque fue desgraciado. Su crueldad fue efecto de la exasperación; pero tuvo tacto mental, carácter enérgico y un corazón que sabía amar.

Stein, con la cabeza apoyada en las manos, recreaba sus miradas en el magnífico espectáculo que ante ellas se desenvolvía y respiraba con deleite aquella pura y balsámica atmósfera. De cuando en cuando un clamor prolongado y vivo le arrancaba a su suave éxtasis y afectaba dolorosamente su corazón. Era la gritería de la plaza de toros.

«¡Dios mío!, ¡es posible! -se decía aludiendo a la guerra-, que a aquello lo llamen gloria y a esto -aludiendo a los toros- lo llamen placer!»