La gaviota (Caballero)/Parte segunda/Capítulo IV
Capítulo IV
Marisalada pasaba su vida consagrada a perfeccionarse en el arte, que le prometía un porvenir brillante, una carrera de gloria y una situación que lisonjeara su vanidad y satisficiera su afición al lujo. Stein no se cansaba de admirar su constancia en el estudio y sus admirables progresos.
Sin embargo, se había retardado la época de su introducción en la sociedad de las gentes de viso, por una enfermedad del hijo de la condesa.
Desde los primeros síntomas había olvidado esta todo cuanto la rodeaba: su tertulia, sus prendidos, sus diversiones, a Marisalada y sus amigos, y, antes que a todo, al elegante y joven coronel de que hemos hablado.
Nada existía en el mundo para esta madre, sino su hijo, a cuya cabecera había pasado quince días sin comer, sin dormir, llorando y rezando. La dentición del niño no podía avanzar, por no poder romper las encías hinchadas y doloridas. Su vida peligraba. El duque aconsejó a la afligida madre que consultase a Stein; y, verificado así, el hábil alemán salvó al niño con una incisión en las encías. Desde aquel momento, Stein llegó a ser el amigo de la casa. La condesa le estrechó en sus brazos; y el conde le recompensó como podría haberlo hecho un príncipe. La marquesa decía que era un santo; el general confesó que podía haber buenos médicos fuera de España. Rita, con toda su aspereza, se dignó consultarle sobre sus jaquecas, y Rafael declaró que el día menos pensado iba a romperse los cascos, para tener el gusto de que le curase el gran Federico.
Una mañana, la condesa estaba sentada, pálida y desmejorada a la cabecera de su hijo dormido. Su madre ocupaba una silla muy baja, y, como antídoto contra el calor, tenía el abanico en continuo movimiento. Rita se había establecido delante de un gran bastidor y estaba bordando un magnífico frontal de altar, obra que había emprendido en compañía de la condesa.
Entró Rafael.
-Buenos días, tía: buenos días, primas. ¿Cómo va el heredero de los Algares?
-Tan bien como puede desearse -respondió la marquesa.
-Entonces, mi querida Gracia -continuó su primo-, me parece que ya es tiempo de que salgas de tu encierro. Tu ausencia es un eclipse de sol visible, que trae consternada a la ciudad. Tus tertulianos lanzan unánimes suspiros, que van a dejar sin hojas los árboles de las Delicias. El barón de Maude añade a su colección de preguntas, las que le arranca tu invisibilidad. Ese exceso de amor materno le escandaliza. Dice que en Francia se permite a las señoras hacer muy bonitos versos sobre este asunto; pero no tolerarían que una madre joven expusiese su salud, marchitando la frescura de su tez, privándose de reposo y de alimento, y olvidando su bienestar individual al lado del chiquillo.
-¡Disparate! -exclamó la marquesa- ¿Cómo podrá persuadírseme de que hay un país en el mundo en que una madre se aleje ni un solo instante de su hijo cuando está malo?
-Pues el mayor es peor todavía -continuó Rafael-; al saber lo que estás haciendo, logró agrandar sus ojos habitualmente espantados y dice que no creía tan bárbaros a los españoles, que no tuviesen en sus casas una nursery.
-¿Y qué es eso? -preguntó la marquesa.
-Según él se explica -prosiguió Rafael-, es la Siberia de los niños ingleses. Sir John apuesta a que te has puesto tan ligera y delgada, que podrás pasar por hija del Céfiro con más razón que las yeguas andaluzas, que gozan de esa reputación y que en la carrera se quedarían muy atrás de su yegua inglesa Atlante, sin necesidad de derramar una cuartilla de cebada en el camino para distraerla. Prima, el único que se ha consolado de los males de la ausencia ha sido Polo, dando a luz un tomo de poesías, y con este motivo casi nos hemos reñido.
-Cuéntanos eso, Rafael -dijo Rita-. Hubiera querido presenciar vuestra disputa y no me habría divertido poco.
-Ya saben ustedes -dijo Rafael- que todas nuestras modernas ilustraciones aspiran por todos los medios posibles al título de notabilidades.
-Sobrino -exclamó la marquesa-, déjate por Dios de esas palabras extranjeradas, que me degüellan.
-Perdonad, tía -siguió Rafael-; pero son necesarias para mi historia y participan de su esencia. Como estos señores, y, sobre todo, los que han bebido en manantiales franceses, han visto que en Francia la partícula de es signo de nobleza, han querido también adoptarla; y como en España no significa absolutamente nada, pueden lisonjear sus oídos con la sonoridad del monosílabo inocente, así como con una cáfila de apellidos, cada uno hijo de su padre y de su madre. Esto puede deslumbrar a los extranjeros, que ignoran que en España el de, y la muchedumbre de apellidos, son prácticas arbitrarias y pueden usarse ad libitum.
-Por cierto -dijo la marquesa-, es cosa rara que uno ha de ser de sangre noble, sólo por tener dos letras delante del apellido. Las mujeres casadas añaden al suyo el de sus maridos, con su de corriente, y así, tu madre firmaba Rafaela Santa María de Arias. Hay muchos apellidos nobles que no lo tienen. En Sevilla, el marqués de C... es J. P. El conde del A..., F. E. El marqués de M..., A. S. Mi hermano se llama León Santa María,, y el duque de Rivas pone en el frontispicio de sus obras Ángel Saavedra. Volviendo a nuestro Polo -prosiguió Rafael-, no satisfecho con tener un nombre tan adaptado al título de una colección de poesías, se le ocurrió la idea de poner también el de su madre, o el de su abuela, según lo más o menos armonioso de las sílabas, y tuvo la satisfacción de estampar con letras góticas en el frontispicio de su obra: Por A. Polo de Mármol; y quedó tan contento al ver en papel vitela su nombre prosaico prolongado, ennoblecido, sonoro, distinguido y soberbio, a manera de un paladín antiguo que sale de la tumba con su armadura mohosa, que se creyó otro hombre distinto del que era antes; se admiró y se respetó, como aquel oficial portugués que viéndose en el espejo, armado de pies a cabeza, se echó a temblar, teniendo miedo de sí mismo. Su entusiasmo subió a tal punto que mandó grabar sus tarjetas con la recién descubierta fórmula, añadiendo un escudo de armas imaginarias, en que se ve un castillo...
-De naipes -dijo la marquesa, impaciente.
-Un león -continuó Rafael-, un águila, un leopardo, un zorro, un oso, un dragón; en fin, el arca de Noé de la Heráldica; y encima, una corona imperial. Por desgracia, el grabador, que no era un Estévez ni un Carmona, no pudo poner cuerdas en una lira, que formaba parte de las armas de Polo; pero es un pequeño contratiempo, de que nadie hace eso. Dábale yo la enhorabuena por su nuevo nombre, asegurándole que el nombre de Mármol venía de perlas después del de A. Polo, porque un APolo de mármol valía más que un APolo de yeso; tomándolo él a sátira, se puso tan furioso que me amenazó con escribir una sátira contra los humos de los nobles. Le pregunté si la sátira a los nobles se extendería a las ídem. Entonces se acordó de ti, mi querida prima; lanzó un suspiro y se le cayó de las manos la formidable pluma; peinó, alisó y cubrió de pomada la cabellera serpentina de su Némesis, y yo me he escapado de una buena, gracias a los hermosos ojos de mi prima. Pero -añadió Rafael viendo entrar a Stein-, aquí viene la más preciada de las piedras preciosas; piedra melodiosa como Memnon. Don Federico, ya que sois observador fisiologista, admirad cómo en todas las situaciones de la vida son inalterables en España la igualdad de humor, la benevolencia y aun la alegría. Aquí no tenemos el schwermuth de los alemanes, el spleen de los ingleses, ni el ennui de nuestros vecinos. ¿Y sabéis por qué? Porque no exigimos demasiado de la vida; porque no suspiramos en pos de una felicidad alambicada.
-Es -opinó la marquesa- porque solemos tener todas las aficiones propias de nuestra edad.
-Es -dijo Rita- porque cada uno hace lo que le da la gana.
-Es -observó la condesa- porque nuestro hermoso cielo derrama el bienestar en nuestro ánimo.
-Yo creo -dijo Stein- que es por todo eso y además por el carácter nacional. El español pobre, que se contenta con un pedazo de pan, una naranja y un rayo de sol, está en armonía con el patricio que se contenta casi siempre con su destino y se convierte en noble Procusto moral de sí mismo, nivelando sus aspiraciones y su bienestar con su situación.
-Decís, don Federico -observó la marquesa-, que en España cada cual está satisfecho con lo que le ha tocado en suerte. ¡Ah doctor! ¡Cuánto siento decir que ya no somos en esa parte lo que éramos! Mi hermano dice que en la jerigonza del día hay una palabra inventada por el genio del mal y del orgullo, especie de palanca a que no resisten los cimientos de la sociedad y que ha ocasionado más desventuras a la especie humana que todo el despotismo del mundo.
-¿Y cuál es esa palabra -preguntó Rafael-, para que yo le corte las orejas?
-Esa palabra -dijo la marquesa suspirando- es la noble ambición.
-Señora -dijo Rafael-, es que a la ambición le ha entrado la manía general de nobleza.
-Tía -exclamó Rita-, si nos metemos en la política, y os ponéis a repetir las sentencias de mi tío, os advierto que don Federico va a caer en esa quisicosa alemana, Rafael en el spleen inglés y Gracia y yo en el ennui francés.
-¡Desvergonzada! -dijo su tía.
-Para evitar tamaña desgracia -dijo Rafael- hago la moción de que compongamos entre todos una novela.
-¡Apoyado, apoyado! -gritó la condesa.
-¡Tal destino! -dijo su madre-. ¿Queréis escribir algún primor, como esos que suele mi hija leerme en los folletines que escriben los franceses?
-¿Y por qué no? -preguntó Rafael.
-Porque nadie la leerá -respondió la marquesa-, a menos de anunciarla como francesa.
-¿Qué nos importa? -continuó Rafael-. Escribiremos como cantan los pájaros, por el gusto de cantar, y no por el gusto de que nos oigan.
-Hacedme el favor, a lo menos -prosiguió la marquesa-, de no sacar a la colada seducciones ni adulterios. Pues ¡es bueno hacer a las mujeres interesantes por sus culpas! Nada es menos interesante a los ojos de las personas sensatas que una muchacha ligera de cascos, que se deja seducir, o una mujer liviana que falta a sus deberes. No vayáis tampoco, según el uso escandaloso de los novelistas de nuevo cuño, a profanar los textos sagrados de la Escritura. ¿Hay cosa más escandalosa que ver en un papelito bruñido y debajo de una estampita deshonesta las palabras mismas de nuestro Señor, tales como: «mucho le será perdonado, porque amó mucho», o aquellas otras: «el que se crea sin culpa, tírele la primera piedra?» ¡Y todo ello para justificar los vicios! ¡Eso es una profanación! ¿No saben esos escritores boquirrubios que aquellas santas palabras de misericordia recaían sobre las ansias del arrepentimiento y los merecimientos de la penitencia?
-¡Cáspita! -dijo Rafael-, ¡qué trozo de elocuencia! Tía está inspirada, iluminada; votaré por su candidatura a diputado a Cortes.
-Tampoco vayáis -continuó la marquesa- a introducir el espantoso suicidio, que no se ha conocido por acá, hasta ahora, que han logrado entibiar, sino desterrar la religión. Nada de esas cosas nos pegan a nosotros.
-Tiene usted razón -dijo la condesa-; no hemos de pintar a los españoles como extranjeros; nos retrataremos como somos.
-Pero con las restricciones que exige mi señora marquesa -dijo Stein-, ¿qué desenlace romancesco puede tener una novela que estribe, como generalmente sucede, en una pasión desgraciada?
-El tiempo -contestó la marquesa-; el tiempo, que da fin de todo, por más que digan los novelistas, que sueñan en lugar de observar.
-Tía -dijo Rafael-, lo que estáis diciendo es tan prosaico como el gazpacho.
-¿Te matarás si me caso con Luis? -le preguntó Rita.
-¡Yo verdugo, y de mi propia, interesante e inocente persona!, ¡yo mi propio Herodes! ¡Dios me libre, bella ingrata! -contestó Rafael-. Viviré para ver y gozar de tu arrepentimiento y para reemplazar a tu Luis Triunfos, si se le antoja ir a jugar al monte con su compadre Lucifer, en su reino.
-No hagáis ostentación en vuestra novela -prosiguió la marquesa- de frases y palabras extranjeras de que no tenemos necesidad. Si no sabéis vuestra lengua, ahí está el diccionario.
-Bien dicho -repitió Rafael-; no daremos cuartel a las esbeltas, a las notabilidades ni a los dandys; perversos intrusos, parásitos venenosos y peligrosos emisarios de la revolución.
-Más verdad dices de la que piensas -repuso la marquesa.
-Pero madre -dijo la condesa-; a fuerza de restricciones, nos pondréis en el caso de hacer una insulsez.
-Me fío de tu buen gusto -respondió la marquesa-, y en lo que es capaz de discurrir e inventar Rafael, para que así no sea. Otra advertencia. Si nombráis a Dios, llamadle por su nombre, y no con los que están hoy de moda, Ser Supremo, Suprema Inteligencia, Moderador del Universo y otros de este jaez.
-¡Cómo, señora tía! -exclamó Rafael-, ¿negáis a Dios sus poderes y sus prerrogativas?
-No por cierto -respondió la marquesa-; pero en el nombre Dios se encierra todo. Buscar otros más altisonantes es lo mismo que platear el oro. Lo mismo me parece eso, que lo que aquí se hace de tejas abajo, quitando al poder el título de rey para llamarlo presidente, primer cónsul o protector. Estoy cierta de que antes de haber consumado del todo su rebeldía, Lucifer nombraba a Dios el Ser Supremo.
-Pero tía, no podréis negar -observó Rafael- que es más respetuoso y aun más sumiso.
-Anda a paseo, Rafael -contestó con impaciencia la marquesa- Siempre me contradices, no por convicción, sino por hacerme rabiar. Dale a Dios el nombre que se dio él mismo; que nadie ha de ponerle otro mejor.
-Tenéis razón, madre -dijo la condesa-. Dejémonos de flaquezas, de lágrimas y de crímenes, y de términos retumbantes. Hagamos algo bueno, elegante y alegre.
-Pero Gracia -dijo Rafael-, es menester confesar que no hay nada tan insípido en una novela como la virtud aislada. Por ejemplo, supongamos que me pongo a escribir la biografía de mi tía. Diré que fue una joven excelente; que se casó a gusto de sus padres, con un hombre que le convenía y que fue modelo de esposas y de madres, sin otra flaqueza que estar un poco templada a la antigua y tener demasiada afición al tresillo. Todo esto es muy bueno para un epitafio; pero es menester convenir que es muy sosito para una novela.
-¿Y de dónde has sacado -preguntó la marquesa- que yo aspiro a ser modelo de heroína de novela? ¡Tal dislate!
-Entonces -dijo Stein-, escribid una novela fantástica.
-De ningún modo -dijo Rafael-; eso es bueno para vosotros, los alemanes; no para nosotros. Una novela fantástica española sería una afectación insoportable.
-Pues bien -continuó Stein-: una novela heroica o lúgubre.
-¡Dios nos libre y nos defienda! -exclamó Rafael-. Eso es bueno para Polo.
-Una novela sentimental.
-Sólo de oírlo -prosiguió Rafael- me horripilo. No hay género que menos convenga a la índole española que el llorón. El sentimentalismo es tan opuesto a nuestro carácter, como la jerga sentimental al habla de Castilla.
-Pues entonces -dijo la condesa-, ¿qué es lo que vamos a hacer?
-Hay dos géneros que, a mi corto entender, nos convienen: la novela histórica, que dejaremos a los escritores sabios, y la novela de costumbres, que es justamente la que nos peta a los medias cucharas como nosotros.
-Sea, pues; una novela de costumbres -repuso la condesa.
-Es la novela por excelencia -continuó Rafael-, útil y agradable. Cada nación debería escribirse las suyas. Escritas con exactitud y con verdadero espíritu de observación, ayudarían mucho para el estudio de la humanidad, de la Historia, de la moral práctica, para el conocimiento de las localidades y de las épocas. Si yo fuera la reina, mandaría escribir una novela de costumbres en cada provincia, sin dejar nada por referir y analizar.
-Sería, por cierto, una nueva especie de geografía -dijo Stein riéndose-. ¿Y los escritores?
-No faltarían si se buscaran -respondió Rafael-, como nunca faltan hombres para toda empresa, cuando hay bastante tacto para escogerlos. La prueba es que aquí estoy yo, y ahora mismo vais a oír una novela compuesta por mí, que participará de ambos géneros.
-Así saldrá ella -dijo la marquesa-. Don Federico, ya veréis algo parecido a Bertoldo.
-Puesto que mi prima quiere algo bueno y sencillo; mi tía algo moral, sin pasiones, flaquezas, crímenes ni textos de la Escritura, y mi prima Rita algo festivo, voy a tomar por asunto la vida honrada y moral de mi tío el general Santa María.
-No faltaba más -dijo la marquesa- sino que fueras a hacer burla de mi hermano. No me parece que da margen a ello. ¡Vaya!
-No por cierto -replicó Rafael-; respeto y aprecio a mi tío más que nadie en este mundo y sé que sus virtudes militares, que a veces pasan de raya, le han merecido el dictado del Don Quijote del Ejército. Pero nada de esto impide que también tenga su historia, porque si madame Staël ha dicho que la vida de una mujer es siempre una novela, creo que con igual derecho puede decirse que la vida de un hombre es siempre una historia. Escuchad, pues, incomparable doctor, la historia de mi tío en compendio. Santiago León Santa María nació predestinado para la noble carrera de las armas, porque vio la luz del día, o por mejor decir, las sombras de la noche, en el momento mismo en que la retreta pasaba por delante de los balcones de la casa, de modo que hizo su entrada en el mundo a son de caja.
-Eso es cierto -dijo la marquesa, sonriéndose.
-Yo no miento jamás... cuando digo la verdad -continuó gravemente Rafael-. Como señal de aquella predestinación, nació con una espada color de sangre en el pecho, dibujada por mano de la naturaleza con la mayor propiedad; de modo que todas las comadres del barrio acudieron a saludar al general in partibus de los ejércitos de S. M. Católica.
-No hay tal cosa -dijo la marquesa-; tiene una señal en el pecho, es verdad; pero es en figura de rábano, un antojo que había tenido nuestra madre.
-Observad, doctor -continuó Rafael-, que mi tía desprestigia y despoetiza la historia de su querido hermano. ¡Un rábano en el pecho de un valiente, en lugar de una orden militar! Vaya, tía, ¿hay cosa más ridícula?
-¿Qué tiene de ridículo -dijo la marquesa- nacer con una señal en el pecho?
-Prosigue, Rafael -dijo Rita-. Yo no sabía ninguna de esas particularidades. Prosigue sin tantos paréntesis.
-Nadie nos corre, querida Rita -dijo Rafael-; ¿qué prisa tenemos? Una de las ventajas que llevamos a otras naciones, es no vivir a galope, como corredores intrusos. Conque apenas León Santa María cumplió los doce años, entró de cadete en un Regimiento y se puso desde entonces derecho como un huso, serio como un sermón y grave como un entierro. Haciendo el ejercicio, y peleando como valiente muchacho en el Rosellón, fue pasando el tiempo y llegó mi tío a la edad en que el corazón canta y suspira.
-Rafael, Rafael -dijo su tía-, cuenta con lo que se habla.
-No tengáis cuidado, tía; no hablaré más que de amores platónicos.
-¿Amores qué?... ¿Hay acaso varias clases de amores?
-El amor platónico -contestó Rafael- es el que se encierra en una mirada, en un suspiro o en una carta.
-Es decir -repuso la marquesa-, la vanguardia; pero ya sabes que el cuerpo del ejército viene detrás; con que doblemos la hoja sobre ese capítulo.
-Señora marquesa -repuso Rafael-, no os apuréis. Mi historia será tal, que después de haberla oído cualquiera podrá retratar a mi tío con la espada en una mano y la palma en la otra.
«Sus primeros amores fueron con una guapa moza de Osuna, donde estaba acuartelado su Regimiento. El día menos pensado llegó la orden de marchar. Mi tío dijo que volvería, y ella se puso a cantar Mambrú se fue a la guerra; y lo estaría todavía cantando si un labrador grueso no la hubiera ofrecido su gruesa mano y su gruesa hacienda. Sin embargo, al principio estuvo inconsolable. Lloraba como las nubes de otoño y no paraba de exclamar día y noche: ¡Santa María, Santa María!, tanto que una criada que dormía cerca, creyendo que su ama estaba rezando las letanías, no dejaba de responder devotamente: Ora pro nobis.
»Mi tío -siguió Rafael- recibió orden de pasar a América; volvió para tomar parte en la guerra de la Independencia, y no tuvo tiempo para pensar en amoríos. De donde resultó que, no tratando con más bellezas que las que podía hacer marchar a tambor batiente, adquirió tal acritud de temple, que se le quedó el nombre del general Agraz.
-¿Cómo te atreves?... -exclamó la tía.
-Tía -contestó Rafael-, yo no me atrevo a nada; lo que hago es repetir lo que otros han dicho. Pian pianino llegaron los sesenta años, trayendo en pos la comitiva ordinaria de reumatismos y catarros, con todas las trazas de convertirse en crónicos. Mi tía y todos los amigos le aconsejaban que se retirase y se casase para vivir tranquilo. Fijad las mientes, doctor, en el remedio: ¡casarse para vivir tranquilo! Ya ve usted que mi tía se siente inclinada a la homeopatía.
-¿Ese sistema nuevo -preguntó la marquesa- que receta estimulantes para refrescar? No lo creáis, doctor, ni vayáis a dar esa clase de remedios al niño.
-Pues como iba diciendo -continuó Rafael-, había aquí una soltera de edad madura, que no había querido casarse a gusto de su padre, ni su padre la había querido dejar casar a su gusto; este tenía muchos humos, en vista de que su hija se llamaba doña Pancracia Cabeza de Vaca. Ahora bien, esta noble parte del animal...
La marquesa le interrumpió:
-Ríete cuanto quieras, como te ríes de todo; este es un privilegio que la naturaleza te ha dado, como al sol el de brillar. Pero sabed, don Federico, que ese nombre, tan ridículo a los ojos de mi sobrino, es uno de los más ilustres y más antiguos de España. Debe su origen a la batalla de las Navas de Tolosa...
-La cual -añadió Rafael- se dio por los años de 1212, y la ganó el rey don Alfonso IX, llamado el Noble, padre de la reina de Francia Blanca, madre de San Luis; y con aquella hazaña libertó a Castilla del yugo de los sarracenos.
-Así es -repuso la marquesa-; todo eso se lo he oído contar a mi cuñada. El Miramamolín, según ella cuenta, se había retirado a una altura donde se atrincheró con sus tesoros en una especie de recinto formado con cadenas de hierro. Un río separaba esta altura del ejército cristiano. El rey, que no podía pasarlo, estaba desesperado. Entonces se le presentó un pastor viejo, con su hopalanda y su capucha, y le descubrió un sitio por donde podría vadear el río sin dificultad: «Seguid la orilla -le dijo-, aguas abajo, y donde veáis la cabeza de una vaca, que han devorado los lobos, allí está el vado.» De resultas de este aviso se ganó aquella memorable batalla. El rey, agradecido, ennobleció al que le había hecho un servicio tan señalado y le dio a él y a sus descendientes el nombre de Cabeza de Vaca. Mi cuñada dice que aún se conservan en la catedral de Toledo la estatua del pastor patriota y las cadenas del campo del Miramamolín.
-Seiscientos años de nobleza -dijo Rafael- son un moco de pavo en comparación de la nuestra, porque ha de saber usted, doctor, que el nombre de Santa María eclipsa a todas las Cabezas de Vaca, aun cuando arranque su árbol genealógico de los cuernos de la que Noé llevó a su arca. Para que usted lo sepa, somos parientes de la Santa Virgen, nada menos; y en prueba de ello, una de mis abuelas, cuando rezaba el rosario con sus criadas, según la buena costumbre española...
-Costumbre que se va perdiendo -interrumpió suspirando la marquesa.
-Decía -prosiguió Rafael-: «Dios te salve María, prima y señora mía», y los criados respondían: «Santa María, prima y señora de usía.»
-No digas esas cosas delante de extranjeros, Rafael -dijo la condesa-, porque o están bastante preocupados contra nosotros para creerlas, o sin creerlas tienen bastante mala fe para repetirlas. Lo que acabas de contar es una cosa que todo el mundo sabe; un chiste inventado para burlarse de las exageradas pretensiones de antigüedad que nuestra familia tiene.
-A propósito de lo que dicen los extranjeros, ¿sabes, prima, que lord Londonderry ha escrito su Viaje a España, en el que dice que no hay más que una mujer bonita en Sevilla, y es la marquesa de A..., desfigurando, por supuesto, su nombre del modo más extraño?
-Tiene razón -dijo la condesa-; Adela es lindísima.
-Es lindísima -prosiguió Rafael-, pero decir que es la única, me parece un disparatón de tomo y lomo. El mayor está furioso, y va a ponerle pleito como calumniador, con plenos poderes de la Giralda, que se tiene y se califica por la mejor moza de toda Sevilla.
-Eso es ser más realista que el rey -dijo Rita, con un gracioso desdén-; y bien puedes asegurar al mayor, en nombre de todas las sevillanas, que tanto nos da que ese lord nos encuentre feas como bonitas. Pero sigue con tu historia, Rafael; te quedaste en los preliminares del casamiento del tío.
-Antes que Rafael tome la ampolleta -interrumpió la marquesa- diré a usted, don Federico, que la nobleza de nuestra familia estaba ya reconocida en el año 737, porque uno de nuestros abuelos fue el que mató al oso que quitó la vida al rey godo don Favila, y por eso tenemos un oso en nuestro escudo de armas.
Rafael se echó a reír con tan estrepitosa carcajada que cortó el hilo a la narración de su tía.
-Vaya -dijo-, aquí tenemos la segunda parte de Prima y Señora mía. La marquesa tiene una colección de datos genealógicos, tan verídicos unos como otros. Sabe de memoria la de los duques de Alba, que vale un Perú.
-Si quisierais tener la bondad, señora marquesa, de referírmela -dijo Stein-, os lo agradecería infinito.
-Con mucho gusto -respondió la marquesa-; y espero que daréis más crédito a mis palabras que ese niño, tan preciado de saber más que los que nacieron antes que él. Sabéis que nada ennoblece tanto al hombre como los rasgos de valor.
-Por esa cuenta -dijo Rita-, José María podía ser noble y algo más, grande de España de primera clase.
-¡Qué amigos de contradecir son mis sobrinos! -exclamó la marquesa con alguna impaciencia- Pues bien: sí, señorita. José María podía ser noble si no fuera ladrón.
-Ya que se trata de José María -dijo Rafael-, voy a contar a don Federico un rasgo de valor de aquel personaje. Lo sé de buena tinta.
-No queremos saber las hazañas de los héroes del trabuco -dijo la marquesa-. Rafael, tú hablas sin punto ni coma...
-Escuchad mi aventura de José María -continuó Rafael-. Un ladrón héroe, caballeroso, elegante, galán y distinguido, es fruta que no nace sino en nuestro suelo. Vosotros los extranjeros podréis tener muchos duques de Alba, pero seguramente no tendréis un José María.
-¿Qué dices tú? -dijo la marquesa-, ¿que los extranjeros podrán tener muchos duques de Alba? ¡Pues ya!, ¡fácil era! Escuchad, don Federico: cuando el santo rey don Fernando estaba delante de los muros de Sevilla, viendo que el sitio se prolongaba, propuso al rey moro...
-Que se llamaba Axataf por más señas -interrumpió Rafael.
-Poco importa el nombre -continuó la marquesa-; propúsole, pues, como iba diciendo, que se decidiese la suerte de la ciudad sitiada en combate singular, cuerpo a cuerpo, entre los dos monarcas. El moro tuvo vergüenza de rehusar el reto. El rey Fernando ocultó a todo el mundo su designio, y cuando llegó la hora convenida, salió solo y de noche de sus reales, encaminándose al puesto señalado. Un soldado de su guardia que le vio salir, tuvo algunas sospechas de su intento y temeroso de que el rey cayese en alguna asechanza, se armó y le siguió de lejos. Llegado que hubo el monarca al sitio que todavía se llama la Fuente del Rey, y que era entonces un lugar muy agreste, se detuvo aguardando a que se presentase el moro.
Pero por más que aguardaba, el otro en lo menos que pensaba era en acudir a la cita. Así pasó la noche, y al clarear el alba, convencido de que su contrario no vendría, iba a retirarse cuando oyó ruido en la enramada y mandó que saliese al frente, quienquiera que fuese.
Era el soldado y obedeció.
«¿Qué haces ahí?», preguntó el rey.
«Señor -respondió el soldado-, he visto a vuestra majestad salir solo del campo, e inferí su intento; he temido algún lazo y he venido a defender a su persona.»
«¿Solo?», preguntó el rey.
«Señor -continuó el soldado-, ¿vuestra majestad y yo, acaso no bastamos para doscientos moros?»
«Saliste de mis reales soldado -dijo el rey- y entras en ellos duque de Alba.»
-Ya veis, don Federico -dijo Rafael-, que esa leyenda popular arregla desafíos a medianoche y crea duques a pedir de boca.
-Calla por Dios, Rafael -dijo la condesa-, y déjanos esta creencia, pues me gusta esa etimología.
-Sí -respondió Rafael-; pero el duque de Alba no le agradecerá a tu madre la ilustración que quiere darle. Ahora veréis lo que hay en el asunto.
Diciendo estas palabras y echando a correr Rafael, volvió muy pronto con un libro en folio y en pergamino, que sacó de la librería del conde.
-He aquí -dijo- la creación, privilegios y antigüedad de los títulos de Castilla, por don José Berni y Catalá, abogado de los Reales Consejos. Página 140. «Conde de Alba, hoy día duque. El primer fue don Fernando Álvarez de Toledo, creado conde de Alba por Juan II, 1439. Don Enrique IV lo hizo duque en 1469. Esta ilustre y excelsa familia es de sangre real y ha tenido los primeros empleos de España en guerra y en política. El duque mandó todo el ejército en la conquista de Flandes y en la de Portugal, donde hizo maravillas. Esta ilustrísima familia tiene tanto lustre y tantos méritos, que para enumerarlos sería necesario escribir volúmenes.» Ya veis, tía, que la historia que nos habéis contado, aunque muy propagada, es apócrifa.
-No sé lo que quiere decir -continuó la marquesa-, esa palabra griega o francesa; pero volviendo a los Santas Marías, este nombre les fue dado con motivo de...
-Tía, tía -exclamó Rita-, hacednos el favor de dispensarnos de oír nuestra historia genealógica. ¿No tenemos bastante con la de los Cabezas de Vaca y los Albas? Cuando penséis contraer segundas nupcias, entonces podréis lucir estas galas genealógicas a los ojos del favorecido.
-El apellido de los duques de Alba -dijo Stein- es Álvarez, y así se llama también mi patrón, que es un buen hombre, lleno de honradez y tendero retirado. Me causa mucha extrañeza ver que en este país los nombres más ilustres son comunes a las clases más elevadas y a las más ínfimas. ¿Será cierto lo que se dice en mi país, que todos los españoles se creen de noble sangre?
-Esa es una confusión de ideas -contestó Rafael-, como todas las que generalmente tienen los extranjeros sobre las cosas de España; y así no hay ninguno que no crea a puño cerrado que cada gañán arando, lleva colgada a su lado la espada distintiva de caballero. Hay muchos apellidos generales y como mancomunes en España, no hay duda; pero esto nace en gran parte de que, en tiempos pasados, los señores que tenían esclavos les daban sus apellidos al emanciparlos. Estos nombres, usados por los moros ya libres, debieron multiplicarse, en particular los de los magnates, a medida que más esclavos tenían. Algunas de esas nuevas familias se ilustraron y fueron ennoblecidas, porque muchas descendían de moros nobles. Pero los grandes de España, que tienen aquellos mismos nombres, llevan tan a mal ser confundidos con estas familias, como con las de los artesanos que se hallan en el mismo caso. También hay que observar que muchos han tomado los nombres de las localidades de donde provienen, y así tenemos centenares de Medinas, Castillas, Navarros, Toledos, Burgos, Aragonés, etc. En cuanto a esas aspiraciones a sangre noble que están tan propagadas entre los españoles, es observación que no carece de fundamento, porque es cierto que este pueblo tiene orgullo y propensiones delicadas y distinguidas; pero no deben confundirse estos rasgos de carácter nacional con las ridículas afectaciones nobiliarias que hemos visto en tiempos modernos. El pueblo español no aspira a engalanarse con colgajos ni a salir de la esfera en que le ha colocado la providencia; pero da tanta importancia a la pureza de su sangre, como a su honra; sobre todo en las provincias del Norte, cuyos habitantes se jactan de no tener mezcla de sangre morisca. Esta pureza se pierde por un nacimiento ilegítimo; por la menor y más dudosa alianza con sangre mulata o judía, así como por los oficios de verdugo y pregonero, o por castigos infamantes.
-¡Válgame Dios -dijo Rita-, qué fastidiosos están ustedes con su nobleza! ¿Quieres, Rafael, hacernos el favor de continuar la historia del tío?
-¡Dale! -exclamó la marquesa.
-Tía -respondió Rafael-, no hay cuento desgraciado, como el que lo cuente sea porfiado. Conque, don Federico, Santa María y Cabeza de Vaca se unieron como dos palomos. Muchas veces he oído decir que mi tía, que está aquí presente, lloró de placer y de ternura al ver tan bien concertada unión. Mi tío tranquilizó los recelos que hubiese podido inspirarle el nombre de su cara mitad sólo con verla.
-¡Rafael, Rafael! -exclamó la marquesa.
-Pero quien quedó asombrado -prosiguió Rafael fue todo el mundo, y más que nadie, mi tío, cuando al cabo de nueve meses la Cabeza de Vaca dio a luz un pequeño Santa María, tamaño como un abanico, y que parecía engendrado por una X y una Z, La Cabeza de Vaca se puso más oronda que la de Júpiter cuando produjo a Minerva. Hubo, con este motivo, un gran debate matrimonial. La señora quería que el dulce fruto de su amor se llamase Pancracio, nombre que, desde la batalla de las Navas de Tolosa, había sido el de los primogénitos de la familia. Mi tío se empestilló en que el futuro representante de los venerables Santa María no llevase otro nombre que el de su padre, nombre sonoro y militar. Mi tía los puso de acuerdo, proponiendo que se bautizase la criatura con los nombres de León Pancracio, de lo que ha resultado que su padre lo ha llamado siempre León y su madre siempre Pancracio.
De repente interrumpió esta narración el general, entrando en la sala, pálido como un muerto, con los labios apretados y lanzando rayos por los ojos.
-¡Santo Dios! -dijo Rafael a Rita en voz baja-, quisiera estar ahora siete estados debajo de tierra, con las estatuas romanas que sirvieron a los moros para hacer los cimientos de la Giralda.
-Estoy furioso -dijo el general.
-¿Qué tenéis, tío? -le preguntó la condesa, colorada como un tomate.
Rita bajaba la cabeza sobre su bordado, mordiéndose los labios para sofocar la risa.
La marquesa tenía la cara más larga que la de Don Quijote.
-Esto es peor que burlarse de la gente -continuó el general con voz temblona-: ¡es un insulto!
-Tío -dijo la condesa suavizando la voz lo más posible-, cuando no hay mala intención, cuando no hay más que ligereza, atolondramiento, gana de reír...
-¡Gana de reír! -interrumpió el general-: ¡reírse de mí!, ¡reírse de mi mujer! Por vida mía, que se le ha de pasar la gana. Ahora mismo voy a presentar mi queja a la policía.
-¡A la policía! ¿Estás en tu juicio, hermano? -exclamó la marquesa.
-Si salgo con bien de esta -dijo Rafael a Rita-, hago voto a San Juan el Silenciario de imitarle durante un año y un día.
-Mi querido León -prosiguió la marquesa-, por Dios te ruego que no des tanta importancia a una niñería. Cálmate. Yo sé que te ama y te respeta. ¿Quieres dar un escándalo? Las quejas de familia no deben salir al público. Vamos, León, hermano, quédese eso entre nosotros.
-¿Qué estás hablando de quejas de familia? -replicó el general volviéndose hacia su hermana-. ¿Qué tiene que ver la familia con las insolencias inauditas de ese desaforado inglés, que viene a insultar a la gente del país?
Al oír estas palabras, la hermana y los sobrinos del general respiraron con holgura, como si se les hubiera quitado una piedra de sobre el corazón. Su temor de que nuestro cronista hubiese sido oído por el inflexible veterano, carecía de fundamento, y Rafael preguntó con los tonos más sonoros de su voz:
-¿Pues qué ha hecho ese gran anfibio?
-¿Lo que ha hecho? -contestó el general-. Voy a decírtelo. Sabéis que, por desgracia mía, ese hombre vive enfrente de mi casa. Pues bien: a la una de la noche, cuando todo el mundo está en lo mejor de su sueño, el míster abre la ventana y se pone... ¡a tocar la trompa!
-Ya sé que es furiosamente aficionado a ese instrumento -dijo Rafael.
-Además de eso -continuó el general-, lo hace malísimamente y el soplo de su vasto pecho saca del instrumento sonidos capaces de despertar a los muertos de veinte leguas a la redonda; de modo que se ponen a aullar todos los perros de la vecindad. Con esto tendréis una idea de las noches que nos hace pasar.
Todos los esfuerzos que habían hecho hasta allí los oyentes para contener la risa, fueron infructuosos. La carcajada fue tan simultánea y tan estrepitosa, que el general calló de repente y les echó una mirada indignada.
-¡No faltaba más, sobrinos!, no faltaba más sino que os parezca asunto de risa tan descarada insolencia, tal desprecio de las gentes. ¡Reíos, reíos!, ya veremos si se reirá también tu recomendado.
Dijo, y se salió de la pieza tan denodadamente como en ella había entrado, con dirección a la policía.
Rita se desternillaba de risa.
-¡Válgame Dios, Rita! -dijo la marquesa, que no estaba para fiestas-. Más propio sería que te indignases de tamaña falta de seso, que no reírse de ella.
-Tía -contestó la joven-, bien sé lo que el caso merece; pero aunque estuviese en el ataúd, me había de reír. Os prometo que, para vengar a mi tío, cuando el mayor moscón venga a chapurrearme piropos, no me contentaré con volverle la espalda, sino que he de decirle: guardad vuestro resuello para tocar la trompa.
-Mejor harías -dijo Rafael- en imitar a las señoritas extranjeras, que se ponen coloradas para dar los buenos días y pálidas para dar las buenas noches.
-Eso sería mejor -contestó Rita-; pero yo prefiero hacer lo peor.
-A todo esto -dijo Stein con su perseverancia alemana-, me habíais prometido, señor de Arias, contarme un rasgo de valor de José María.
-Será para otro día -respondió Rafael-. He aquí a mi general en jefe -añadió sacando el reloj-: son las tres menos cuarto y a las tres estoy convidado a comer en casa del capitán general. Doctor, si yo fuera vos, iría a suministrar los socorros del arte a mi tía Cabeza de Vaca en el estado crítico en que la ha puesto la trompa del mayor.