La gaviota (Caballero)/Parte segunda/Capítulo II

Capítulo II

El duque había proporcionado a Stein y a su mujer una casa de pupilos, a cargo de una familia pobre, pero honrada y decente. Stein había encontrado en una cómoda, cuya llave le entregaron al tomar posesión de su aposento, una suma de dinero, bastante a sobrepujar las más exageradas pretensiones. Adjunto se hallaba un billete, que contenía las siguientes líneas: «He aquí un justo tributo a la ciencia del cirujano. Los esmeros y las vigilias del amigo no pueden ser recompensadas sino con una gratitud y una amistad sincera.»

Stein quedó confundido.

-¡Ah, María! -exclamó, enseñando el papel a su mujer-. Este hombre es grande en todo: lo es por su clase, lo es por su corazón y por sus virtudes. Imita a Dios, levantando a su altura a los pequeños y los humildes. ¡Me llama amigo, a mí, que soy un pobre cirujano; y habla de gratitud, cuando me colma de beneficios!

-¿Y qué es para él todo ese oro? -respondió María-; un hombre que tiene millones, según me ha dicho la patrona, y cuyas haciendas son tamañas como provincias. Además, que si no hubiera sido por ti, se habría quedado cojo para toda la vida.

En este momento entró el duque y, cortando el hilo a los desahogos de agradecimiento en que Stein se deshacía, le dijo a su mujer:

-Vengo a pediros un favor: ¿me lo negaréis, María?

-¿Qué es lo que podremos negaros? -se apresuró a contestar Stein.

-Pues bien, María -continuó el duque-, he prometido a una íntima amiga mía que iríais a cantar a su casa.

María no respondió.

-Sin duda que irá -dijo Stein- María no ha recibido del cielo un don tan precioso como su voz, sin contraer la obligación de hacer participar a otros de esa gracia.

-Estamos, pues, convenidos -prosiguió el duque. Y ya que Stein es tan diestro en el piano como en la flauta, tendréis uno a vuestra disposición esta tarde, así como una colección de las mejores piezas de ópera modernas. Así podréis escoger las que más os agraden y repasarlas; porque es preciso que María triunfe y se cubra de gloria. De eso depende su fama de cantatriz.

Al oír estas últimas palabras, los ojos de María se animaron.

-¿Cantaréis, María? -le preguntó el duque.

-¿Y por qué no? -respondió esta.

-Ya sé -dijo el duque- que habéis visto muchas de las buenas cosas que encierra Sevilla. Stein vive de entusiasmo y ya sabe de memoria a Ceán, Ponz y Zúñiga. Pero lo que no habéis visto es una corrida de toros. Aquí quedan billetes para la de esta tarde. Estaréis cerca de mí, porque quiero ver la impresión que os causa este espectáculo.

Poco después el duque se retiró.

Cuando por la tarde Stein y María llegaron a la plaza, ya estaba llena de gente. Un ruido sostenido y animado servía de preludio a la función, como las olas del mar se agitan y mugen antes de la tempestad. Aquella reunión inmensa, a la que acude toda la población de la ciudad y la de sus cercanías; aquella agitación, semejante a la de la sangre cuando se agolpa al corazón en los parasismos de una pasión violenta; aquella atmósfera ardiente, embriagadora, como la que circunda a una bacante; aquella reunión de innumerables simpatías en una sola; aquella expectación calenturienta; aquella exaltación frenética, reprimida, sin embargo, en los límites del orden; aquellas vociferaciones estrepitosas, pero sin grosería; aquella impaciencia, a que sirve de tónico la inquietud; aquella ansiedad, que comunica estremecimientos al placer, forman una especie de galvanismo moral, al cual es preciso ceder o huir.

Stein, aturdido y con el corazón apretado, habría de buena gana preferido la fuga. Su timidez le detuvo. Veía que todos cuantos le rodeaban estaban contentos, alegres y animados, y no se atrevió a singularizarse.

La plaza estaba llena; doce mil personas formaban vastos círculos concéntricos en su circuito. La gente rica estaba a la sombra; el pueblo lucía a los rayos del sol el variado colorido del traje andaluz.

En los grandes teatros donde brillan la Grisi, Lablache, la Rachel y Macready, la sala no se llena sino cuando le toca salir al artista favorito; pero la función bárbara que se ejecuta en este inmenso circo, no ha pasado jamás por semejante humillación.

Salió el despejo, y la plaza quedó limpia. Entonces se presentaron los picadores montados en sus infelices caballos, que con sus cabezas bajas y sus ojos tristes parecían (y eran en realidad) víctimas que se encaminaban al sacrificio.

Sólo con ver a estos pobres animales, cuya suerte preveía, la especie de desazón que ya sentía Stein se convirtió en compasión penosa. En las provincias de la Península que había recorrido hasta entonces, desoladas por la guerra civil, no había tenido ocasión de asistir a estas grandiosas fiestas nacionales y populares, en que se combinan los restos de la brillante y ligera estrategia morisca con la feroz intrepidez de la raza goda. Pero había oído hablar de ellos y sabía que el mérito de una corrida se calcula generalmente por el número de caballos que en ella mueren. Su compasión, pues, se fijaba principalmente en aquellos infelices animales, que, después de haber hecho grandes servicios a sus amos, contribuido a su lucimiento y quizá salvándoles la vida, hallaban por toda recompensa, cuando la mucha edad y el exceso del trabajo habían agotado sus fuerzas, una muerte atroz, que por un refinamiento de crueldad les obligan a ir a buscar por sí mismo: muerte que su instinto les anuncia, y a la cual resisten algunos, mientras otros, más resignados, o más abatidos, van a su encuentro dócilmente, para abreviar su agonía. Los tormentos de estos seres desventurados destrozarían el corazón más empedernido; pero los aficionados no tienen ojos, ni atención, ni sentimientos, sino para el toro. Están sometidos a una verdadera fascinación; y esta se comunica a muchos de los extranjeros más preocupados contra España y en particular contra esta feroz diversión. Además, es preciso confesarlo y lo confesaremos con dolor. En España, la compasión en favor de los animales es, particularmente en los hombres, por punto general, un sentimiento más bien teórico que práctico. En las clases ínfimas no existe. ¡Ah, míster Martín! ¡Cuánto más acreedor sois al reconocimiento de la humanidad, que muchos filántropos de nuestra época, que hacen tanto daño a los hombres, sin aumentar ni en un ápice su bienestar!

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Los toros deleitan a los extranjeros de gusto estragado o que se han empalagado de todos los goces de la vida, y que ansían por una emoción, como el agua que se hiela, por un sacudimiento que la avive; o a la generalidad de los españoles, hombres enérgicos y poco sentimentales, y que además se han acostumbrado desde la niñez a esta clase de espectáculos. Muchos, por otra parte, concurren por hábito; otros, sobre todo las mujeres, para ver y ser vistas; otros que van a los toros, no se divierten, padecen, pero que quedan, merced a la parte carneril, de que fue liberalmente dotada nuestra humana naturaleza.

Los tres picadores saludaron al presidente de la plaza, precedidos de los banderilleros y chulos espléndidamente vestidos y con capas de vivos y brillantes colores. Capitaneaban a todos los primeros espadas y sus sobresalientes, cuyos trajes eran todavía más lujosos que los de aquellos.

-¡Pepe Vera! ¡Ahí está Pepe Vera! -gritó el concurso-. ¡El discípulo de Montes! ¡Guapo mozo! ¡Qué gallardo! ¡Qué bien plantado! ¡Qué garbo en toda su persona! ¡Qué mirada tan firme y tan serena!

-¿Saben ustedes -decía un joven que estaba sentado junto a Stein- cuál es la gran lección que da Montes a sus discípulos? Los empuja cruzado de brazos hacia el toro y les dice: no temas al toro.

Pepe Vera se acercó a la valla. Su vestido era de raso color de cereza, con hombreras y profusas guarniciones de plata. De las pequeñas faltriqueras de la chupa salían las puntas de dos pañuelos de holán. El chaleco de rico tisú de plata y la graciosa y breve montera de terciopelo, completaban su elegante, rico y airoso vestido de majo.

Después de haber saludado con mucha soltura y gracia a las autoridades, fue a colocarse, como los demás lidiadores, en el sitio que le correspondía.

Los tres picadores ocuparon los suyos, a igual distancia unos de otros, cerca de la barrera. Los matadores y chulos estaban esparcidos por el redondel. Entonces todo quedó en silencio profundo, como si aquella masa de gente, tan ruidosa poco antes, hubiese perdido de pronto la facultad de respirar.

El alcalde hizo la seña; sonaron los clarines, que, como harán las trompetas el día del último juicio, produjeron un levantamiento general, y entonces, como por magia, se abrió la ancha puerta del toril, situada enfrente del palco de la autoridad. Un toro colorado se precipitó en la arena y fue saludado por una explosión universal de gritos, de silbidos, de injurios y de elogios. Al oír este tremendo estrépito, el toro se paró, alzó la cabeza y pareció preguntar con sus encendidos ojos si todas aquellas provocaciones se dirigían a él, a él, fuerte atleta que hasta allí había sido generoso y hecho merced al hombre, tan pequeño y débil enemigo; reconoció el terreno y volvió precipitadamente la amenazadora cabeza a uno y otro lado. Todavía vaciló: crecieron los recios y penetrantes silbidos; entonces se precipitó, con una prontitud que parecía incompatible con su peso y su volumen, hacia el picador.

Pero retrocedió al sentir el dolor que le produjo la puya de la garrocha en el morrillo. Era un animal aturdido, de los que se llaman en el lenguaje tauromáquico, boyantes. Así es que no se encarnizó en este primer ataque, sino que embistió al segundo picador.

Este no le aguardaba tan prevenido como su antecesor, y el puyazo no fue tan derecho ni tan firme; así fue que hirió al animal sin detenerlo. Las astas desaparecieron en el cuerpo del caballo, que cayó al suelo. Alzóse un grito de espanto en todo el circo; al punto todos los chulos rodearon aquel grupo horrible; pero el feroz animal se había apoderado de la presa y no se dejaba distraer de su venganza. En este momento, los gritos de la muchedumbre se unieron en un clamor profundo y uniforme, que hubiera llenado de terror a la ciudad entera si no hubiera salido de la plaza de los toros.

El trance iba siendo horrible, porque se prolongaba. El toro se cebaba en el caballo; el caballo abrumaba con su peso y sus movimientos convulsivos al picador, aprensado bajo aquellas dos masas enormes. Entonces se vio llegar, ligero como un pájaro de brillantes plumas, tranquilo como un niño que va a coger flores, sosegado y risueño, a un joven cubierto de plata, que brillaba como una estrella. Se acercó por detrás del toro; y este joven, de delicada estructura y de fino aspecto, cogió de sus manos la cola de la fiera, y la atrajo a sí, como si hubiera sido un perrito faldero. Sorprendido el toro, se revolvió furioso y se precipitó contra su adversario, quien, sin volver la espalda y andando hacia atrás, evitó el primer choque con una media vuelta a la derecha. El toro volvió a embestir y el joven lo esquivó segunda vez, con un recorte a la izquierda, siguiendo del mismo modo hasta llegar cerca de la barrera. Allí desapareció a los ojos atónitos del animal y a las ansiosas miradas del público, el cual, ebrio de entusiasmo, atronó los aires con inmensos aplausos, porque siempre conmueve ver que los hombres jueguen así con la muerte, sin baladronada, sin afectación y con rostro inalterable.

-¡Vean ustedes si ha tomado bien las lecciones de Montes! Vean ustedes si Pepe Vera sabe jugar con el toro -clamó el joven sentado junto a Stein, con voz que a fuerza de gritar se había enronquecido.

El duque fijó entonces su atención en Marisalada. Desde su llegada a la capital de Andalucía, ahora fue la primera vez que notó alguna emoción en aquella fisonomía fría y desdeñosa. Hasta aquel momento nunca la había visto animada. La organización áspera de María, demasiado vulgar para admitir el exquisito sentimiento de la admiración y demasiado indiferente y esquiva para entregarse al de la sorpresa, no se había dignado admirar ni interesarse en nada. Para imprimir algo, para sacar algún partido de aquel duro metal, era preciso hacer uso del fuego y del martillo.

Stein estaba pálido y conmovido.

-Señor duque -le dijo con aire de suave reconvención-. ¿Es posible que esto os divierta?

-No -respondió el duque con bondadosa sonrisa-, no me divierte; me interesa.

Entre tanto habían levantado al caballo. El pobre animal no podía tenerse en pie. De su destrozado vientre colgaban hasta el suelo los intestinos. También estaba en pie el picador, agitándose entre los brazos de los chulos, furioso contra el toro y queriendo evitar a viva fuerza, con ciega temeridad, y a pesar del aturdimiento de la caída, volver a montar y continuar el ataque. Fue imposible disuadirle; y volvió, en efecto, a montar sobre la pobre víctima, hundiéndole las espuelas en sus destrozados ijares.

-Señor duque -dijo Stein-, quizá voy a pareceros ridículo; pero en realidad me es imposible asistir a este espectáculo. ¿María, quieres que nos vayamos?

-No -respondió María, cuya alma parecía concentrarse en los ojos-. ¿Soy yo alguna melindrosa y temes por ventura que me desmaye?

-Pues entonces -dijo Stein-, volveré por ti cuando se acabe la corrida.

Y se alejó.

El toro había despachado ya un número considerable de caballos. El infeliz de que acabamos de hacer mención, se iba dejando arrastrar por la brida, con las entrañas colgando, hasta una puerta, por la que salió. Otros, que no habían podido levantarse, yacían tendidos, con las convulsiones de la agonía; a veces alzaban la cabeza, en que se pintaba la imagen del terror. A estas señales de vida, el toro volvía a la carga, hiriendo de nuevo con sus fieras astas los miembros destrozados, aunque palpitantes todavía, de su víctima. Después, ensangrentadas la frente y las astas, se paseaba alrededor del circo en actitud de provocación y desafío, unas veces alzando soberbio la cabeza a las gradas, donde la gritería no cesaba un momento; otras, hacia los brillantes chulos, que pasaban delante de él, a manera de meteoros, clavándole las banderillas. A veces, una red oculta entre los adornos de la banderilla, salían unos pajarillos y se echaban a volar. ¿Quién sería el primero a quien se le ocurrió la idea de producir este notable contraste? No tendría, por cierto, intención de simbolizar a la inocencia indefensa, alzándose sin esfuerzo sobre los horrores y las feroces pasiones de la tierra. Más bien sería una de esas ideas poéticas, que brotan espontáneas, aun en los corazones más duros y crueles del pueblo español, como una planta de resedá 'florece espontáneamente en Andalucía entre los cantos y la cal de un balcón.

A una señal del presidente, sonaron otra vez los clarines. Hubo un rato de tregua en aquella lucha encarnizada y todo volvió a quedar en silencio.

Entonces Pepe Vera, con una espada y una capa encarnada en la mano izquierda, se encaminó hacia el palco del Ayuntamiento. Paróse enfrente y saludó, en señal de pedir licencia para matar al toro.

Pepe Vera había echado de ver la presencia del duque, cuya afición a la tauromaquia era conocida. También había percibido a la mujer que estaba a su lado, porque esta mujer a quien hablaba el duque frecuentemente, no quitaba los ojos del matador.

Este se dirigió al duque, y quitándose la montera: «Brindo -dijo- por vuestra excelencia y por la real moza que tiene al lado.» Y al decir esto, arrojó al suelo la montera con inimitable desgaire y partió adonde su obligación le llamaba.

Los chulillos le miraban atentamente, prontos a ejecutar sus órdenes. El matador escogió el lugar que más le convenía; después, indicándolo a su cuadrilla:

-¡Aquí! -les gritó.

Los chulos corrieron hacia el toro para incitarle, y el toro persiguiéndolos vino a encontrarse frente a frente con Pepe Vera, que le aguardaba a pie firme. Aquel era el instante solemne de la corrida. Un silencio profundo sucedió al tumulto estrepitoso y a las excitaciones vehementes que se habían prodigado poco antes al primer espada.

El toro, viendo aquel enemigo pequeño, que se había burlado de su furor, se detuvo como para reflexionar. Temía sin duda que se le escapase otra vez. Cualquiera que hubiera entrado a la sazón en el circo, no habría creído asistir a una diversión pública, sino a una solemnidad religiosa. ¡Tanto era el silencio!

Los dos adversarios se contemplaban recíprocamente.

Pepe Vera agitó la mano izquierda. El toro le embistió:

sin hacer más que un ligero movimiento, él le pasó de muleta, y volviendo a quedar en suerte, en cuanto la fiera volvió a acometerle, dirigió la espada por entre las dos espaldillas de modo que el animal, continuando su arranque, ayudó poderosamente a que todo el hierro penetrase en su cuerpo, hasta la empuñadura. Entonces se desplomó sin vida.

Es absolutamente imposible describir la explosión general de gritos y de aplausos que retumbaron en todo el ámbito de la plaza. Sólo pueden comprenderlo los que acostumbraban presenciar semejantes lances. Al mismo tiempo sonó la música militar.

Pepe Vera atravesó tranquilamente el circo en medio de aquellos frenéticos testimonios de admiración apasionada, de aquella unánime ovación, saludando con la espada a derecha e izquierda, en señal de gratitud, sin que excitase en su pecho sorpresa ni orgullo un triunfo, que más de un emperador romano habría envidiado. Fue a saludar al Ayuntamiento y después al duque y a la real moza.

El duque entregó disimuladamente una bolsa de monedas de oro a María, y esta, envolviéndola en su pañuelo, las arrojó a la plaza.

Al hacer Pepe Vera una nueva demostración de agradecimiento, las miradas de sus ojos negros se cruzaron con las de María. Al mentar este encuentro de miradas, un escritor clásico diría que Cupido había herido aquellos dos corazones con tanto tino, como Pepe Vera al toro. Nosotros, que no tenemos la temeridad de afiliarnos en aquella escuela severa e intolerante, diremos buenamente que estas dos naturalezas estaban formadas para entenderse y simpatizar una con otra, y que en efecto se entendieron y simpatizaron.

En verdad, Pepe Vera había estado admirable. Todo lo que había hecho en una situación que le colocaba entre la muerte y la vida, había sido ejecutado con una destreza, una soltura, una calma y una gracia que no se habían desmentido ni un solo instante. Es preciso para esto, que a un temple firme y a un valor temerario, se agregue un grado de exaltación que sólo pueden excitar veinticuatro mil ojos que miran y veinticuatro mil manos que aplauden.