La gañanía
de Joaquín Dicenta
Capítulo VII

Capítulo VII

-¡Quitate eso de la caeza! ¿No ves que ello es locura?

Era el rabadán quien hablaba. Juan quien oía, con los ojos en tierra y la terca voluntad de no ceder arrugándose sobre su frente.

Viejo y mozo platicaban bajo las sombras de una encina. Anchas las ramas y reprietas las hojas, eran pabellón de frescura en el medio día de Agosto. Los otros pastores andaban por el monte.

Ningún ser humano podía verles ni escucharles; ninguno que llegara, por viandante o por curioso, sorprenderles allí.

Los dos mastines, puestos al toldo de unas matas, tenían al viento las orejas.

Fue en aquella soledad donde contó el mozo al rabadán su entrevista con Malvarrosa, donde le expuso su decisión inquebrantable de concluir con Baldomero.

-¡Pero no ves que ello es locura! -exclamaba el viejo.

-¡Pero no ve que es la manera única de tenerla! ¡Y no ve que habiendo manera de tenerla, yo no renuncio a Malvarrosa! -respondía el gañán.

-Eso sí.

-Sabiendo que hay esa manera, que no habrá otra, porque ella sólo quiere que haya ésa, si fuera tan cobarde yo que no me eterminara, echaríame por un tajo a lo hondo pa no saber que, pudiendo serlo, no había sío ella pa mí.

-¡Tirarse por un tajo!... Mayor locura es entoavía. ¿Matarse uno?... Por ná se debe uno matar. Ya sé que hay hombres que se matan ellos a ellos mismos. Es que los hombres son más bestias que las bestias. ¿Sabes de bestias que se maten? Si la hambre o el celo se lo piden, las bestias no se matan: matan.

-Tal que ellas haré yo. Mataré a Baldomero. Iré en busca suya y le clavaré este cachicuerno hasta el mango. Porque voy a hacerlo; porque naide me quitará de hacerlo se lo he contao a usté, que es pozo pa los secretos nuestros y alivio pa los nuestros penares. Iré en busca suya esta noche. Mañana rematao Baldomero, y mañana con Malvarrosa yo.

-En la cárcel estarás mañana si haces como lo dices. ¿Qué t'afeguras, desgraciao? ¿Que van a dejarte marchar dempués que haigas remordío la presa? Tamién andan por el llano mastines. No suele dírseles el lobo. En la cárcel te meterán. Y de la cárcel a un presillo o a lo alto de un garrote. Piensas que no hay más que matar a un prójimo.

-Pienso que Malvarrosa ha mandao que lo mate; pienso que él ha hecho daño, mucho y mu mal daño a Malvarrosa. Pienso que si le mato, ella será pa mí; y pienso que sin ser ella pa mí, no quieo vivir yo.

-Enantes vivías.

-Vivía porque lo contaba imposible. Sé que pué ser. Dende que lo sé, ya no vivo.

-¡Matar!... ¡Matar!... Claro que matar pué ser de ley algunas veces. Claro que Baldomero es ruin. Claro que en ese tumbamozas del llano, casi, casi que el matar fuera de justicia. ¡Pero matar al descubierto, dando carne a la argolla pa que se atraque de hombre!... Cuando hay ganas de matar se mata de otro mó... Como haber móos, muchos háilos... Mira tú, al padre de Baldomero lo mataron y naide supo quién...

Una sonrisa fría rasgó la boca desdentada del rabadán.

Dando un golpe en el hombro de su interlocutor, añadió:

-De toas suerte, mala faena es. Procura echar de tu caeza el mal pensamiento. Hazte el empeño de no golver a Malvarrosa. Tó está empeñarse en una cosa pa verla conseguía.

Empeñao hasta el alma ando yo en mi idea, tío Roque.

Hubo una pausa larga, muy larga. Los dos hombres miraban al infinito, cada cual por un lado.

Un viento mansurrón agitaba la hojarasca gris de la encina; vahos calientes salían por las hendiduras de las rocas. Sordo sonaba el río en el cauce de la vecina torrentera. Grande era la quietud en la meseta solitaria. Por ella cruzaban alientos misteriosos de oración o de crimen.

-Mañana a la primera hora del sol, han de apartarse los ganaos -dijo el rabadán.

-¿Y eso?

-¿No lo sabes? Cierto que no estabas en la gañanía cuando trajo aviso el peatón. Viene a compra de un centenar de reses.

-¿Quién?

-¿Quién ha de ser? Quien acapara tó el ganao en la sierra pa revenderlo en la ciudá.

-¡Baldomero!...

-A medio día le tendremos aquí. Aquí hará noche pa salir en el día siguiente con los pastores y las reses. Él se anda solo por la sierra como por tierra suya. ¡Así que tié mal caballo!... De manera que dormirá acá, en un chozo cualquiera. Nosotros hemos de dormir en el monte. El cuío del ganao lo manda.

-¡Baldomero!...

-¡Sí, es buen caballo el suyo! Y loco! Apostara que poniéndole; al ser ya noche, en el callejón que va pa el «Tajo de la encina» y azuzándole, tal de loco se iba a poner, que no parara diquiá caer al tajo de caeza. Esos animales tién mucha sangre y se ciegan en cuanto los castigan.

-Verdá.

-¡Maldecío «Tajo de la encina»! Ya te dije una vez que no durmieses a su vera. Cuesta tiene el terreno. El que rodara por allí, mal despertar tendría. ¡Un hombre dormío es tan fácil de caer!...

Tan fácil como caer un caballo loco. Aluego, ¡lo que son aparencias!; si la cosa ocurriera a hombre y a caballo, cá uno por un lao, quizás que dijeran que habían saltao juntos.

Juan continuaba mirando hacia el fondo del horizonte. No parecía oír.

-¡Ea! -bostezó el rabadán, levantándose-. Vete pa el ganao tuyo, que lo traes muy descuidaejo estos días. Yo a mi chozo me voy. He de cocer hierbas dormilonas pa la hija de Ruperto, el de la hondoná, que anda podría de dolores. En tomándolas que las tome, seis horas de sueño no hay demonio que se las quite. Y que mezclao el cocimiento mitá por mitá a una jarra de vino, no se echa de ver. Es del mismo color. Como saber, a ná sabe. A la parte fuera de mi chozo pondrélo a serenar en cuanto sea noche. El sereno aumenta su virtud.

Los dos hombres se separaron.

Los mastines echaron tras sus amos.

Dueñas absolutas del encinar son las voces del aire. Como charloteo de brujas, van por la soledad.

Con ellas cuenta el aire los misterios trágicos de la sierra.