La gañanía
de Joaquín Dicenta
Capítulo VI

Capítulo VI

Juan nunca estuvo en la ciudad. Como tonto iba por aquellas vías anchurosas, tropezando a cada minuto, él que no tropezó jamás en los vericuetos de la sierra.

Con asombro infantil seguía el ir y venir de la gente, el rodar de los coches, el resbalar de los tranvías, el trepidar de los automóviles, «aquellos carros que se rodaban solos.»

En otra ocasión le desvaneciera el espectáculo; horas y horas pasara disfrutándolo.

Ahora no. Ahora iba a lo suyo, a la idea fija, marcada con una arruga perpendicular entre sus dos cejas.

¿A quién preguntaría? Tuvo unos minutos de duda. ¡A cualquiera! Después de todo, cualquiera le daría razón.

Un mozo que fumaba perezosamente, recostado contra una farola, le inspiró confianza.

-Por un casual, buen hombre: ¿sabe ande está casa la Juanuca? -preguntó el montañés.

-¿La Juanuca?...

-Sí, señor. Soy forastero. Acabo de llegar y me hace falta de enterarme.

-¿Acaba de llegar y ya le corre prisa? No es lerdo el hombre, que digamos. Como saberlo, sí lo sé. Ahora que usté debe venir equivocao. Casa de la Juanuca es mucho postín. A usté le convendría más otro sitio. Pongo por caso, allá en las callejas de la ronda.

-Es cá la Juanuca la que yo necesito.

-Bueno, hombre. Tire por esa calle larga. Vuelva la tercera a la derecha. En el número veintidós.

Y el mozalbete, encogiéndose de hombros, volvió la cabeza y siguió el chupeo del cigarro.

Chocóle mucho la contrapuerta enrejada que se descubría al fondo del zaguán entre rayos de luz. No vio más que una semejante en el lugarón, en la cárcel donde encierran a la gente dañina. Sólo que, tras la reja de la cárcel, no había luz: había lobregueces siniestras. De tiempo en tiempo, el bulto de un hombre recortaba la semisombra, resonando unas llaves.

Junto a la reja iluminada sonaron también llaves, respondiendo al llamamiento del gañán. Una vieja de mal encare asomó tras los hierros.

-¿A quién buscas?

-¿Vive aquí Malvarrosa?

-¿Malvarrosa?... ¡Ah, vamos, tú quieres decir la serrana! Aquí la llamamos Estrella.

-Es lo mismo. ¿Vive aquí Malvarrosa? Si vive, dígale que está Juan el feo, el de la montaña.

-Bien te pusieron el apodo. Pasa, hombre, pasa -gruñó la vieja, abriendo la cancela-. Yo le entraré recao. Tú entra ahí, en el gabinete amarillo.

Y, empujando al gañán, dio luz en el gabinete y cerró la puerta.

No se atrevió a moverse. El lujo trapero, propio a tal género de viviendas, era asombro para el hombre de la montaña.

Seda como la que tapizaba sillas y divanes nunca la miró en casa de persona. Si acaso, algún domingo, cuando iba al lugarón y entraba a la iglesia a punto de la misa. Al estilo de aquellas sedas era la casulla del cura.

Andar quisiera por el aire al fin de no manchar la alfombra con sus pies, hechos al roce de los guijos.

¡Y los cuadros!... ¡Aquellas mujeres que salían por las paredes, sonriéndole, mal tapado el pecho, con sus cabelleras rubias o negras!... Contemplándolas sentía erizársele el vello áspero de la piel.

Luego la cama, con sus encajes blancos y su cobertura de damasco, y sus pabellones que caían desde lo alto del techo, pasando por una corona de metal. Allí dormiría Malvarrosa.

Agazapado en un ángulo del gabinete, temblante, con las pupilas dilatadas, aguardó que viniera.

Al entrar Malvarrosa, las manos del gañán se juntaron. Estuvo a punto de hincarse de rodillas.

Una ancha bata azul caía de sus hombros hasta el remate de sus pies, dejando libres el albo y opulento descote y los brazos redondos. Alzábase en rizos la cabellera rubia sobre la cabeza gentil; una sonrisa desplegaba su boca, y una luz, quemadora de hombres, brillaba en sus ojos azules, agrandados por la pintura.

La carne en venta, pintarrajeada, sahumada, puesta al aire en espoleo de sus licitadores, fue nueva aparición, nueva criatura de ensueño para el salvaje hollador de cumbres.

-¿Tú? -dijo ella-. ¿También te llegó la noticia? ¿Qué buscas? ¿Qué deseas de mí?

Había en su voz la amargura cruel de confesar que Juan el feo, Juan el bruto, el esclavo despreciado por ella en el monte, tenía derecho, como todos en aquella casa, a ser amo, a mandar en señor.

Él no habló. Arrastrándose, apoyándose en las rodillas y en los codos, como la noche de San Juan, llegó a los pies de Malvarrosa, sacó de la faja el bolsillo de estambre y volcó, en la alfombra las monedas.

Volcólas y, agarrándose con las dos manos al borde de la falda azul, hundió en ella el rostro y aspiró en ella el olor de la mancebía.

-¿Fueron a contártelo? -dijo Malvarrosa, tras un largo silencio.

-Supe -respondió él sin alzar la cabeza- que Baldomero te ha esamparao... Supe que te hallabas aquí...

-¿Y vienes?

-Vengo a darte esto. A que seas mía, ya que, según dicen, hay manera de que tú seas mía.

Y Juan, despacio, muy despacio, comenzó a recoger las monedas, que habían rodado por la alfombra.

Ella le miró de hito en hito. Luego dirigió los ojos al techo, tal que si interrogara. Aquellos ojos fueron adquiriendo reflejos lívidos, asesinos; el cutis palideció bajo la pintura; los dientes puntiagudos mordieron el colorete de los labios.

Lenta, fatídica, se puso en pie. Notábase en la crispación de sus puños que las uñas entraban en la carne.

-¡Recoge eso! -gritó a Juan, señalándole las monedas-. ¡Recógelo pronto! ¡Guárdalo, no lo quiero!

-¿No? -repuso el gañán, alzándose a medias y mostrando en su gesto un dolor agudo. ¿No es esta la manera de que tú seas mía? ¿Es que para mí no ha de haber ninguna?

-Una hay. El dinero que traes no me sirve. ¿Quieres que sea tuya?

-¿Preguntas eso, Malvarrosa? Di cuál es la manera.

-Mata a Baldomero y me tendrás, no una vez, todas las veces de tu gusto.

Abrió la puerta, y mirándole terca entre los dos ojos, como si por entre ellos quisiera meter su voluntad en el corazón del pastor, murmuró roncamente:

-Sal. El volver está en ti.