La gañanía
de Joaquín Dicenta
Capítulo V

Capítulo V

Tres meses fueron para Juan de ignorancia absoluta sobre el paradero de Malvarrosa.

Cada vez más triste y huraño, andaba por el monte como un alma en pena. Allá, en las soledades verdes, pasábase horas y horas sin atender al ramonear de sus corderos. Con su cuchillo esculpía sobre cachos de árbol tallas bárbaras. Todas tenían hechura de mujer; recordaban, por su tosquedad, la imaginería primitiva. Apenas hechas, las miraba y las remiraba, como si buscase en sus líneas memorias de alguien. Luego las echaba lejos de sí con un gesto desesperado.

¡Tres meses!... Al principio, gracias a las complacencias del rabadán, bajaba al llano con un pretexto u otro. Inútiles fueron sus preguntas e indagaciones:

«Hízose noche Malvarrosa», decíanle invariablemente.

En dos ocasiones se tropezó con Baldomero. Iba éste a caballo, en el potro loco que sólo él sabía dominar. Caracoleaba la bestia de andaluza progenie, y el buen mozo, columpiándose en la vaquera silla, sonreía. ¿A quién? Por seguro a su propia vanidad satisfecha.

Pasó junto al gañán sin verle. Éste le siguió con los ojos hasta mirarle desaparecer.

La inutilidad de sus pesquisas acabó por hacerle el llano aborrecible. ¿A qué bajar si nadie le daba cuenta de ella, y sólo por ella eran sus ires y venires? Otro gañán se encargaría de las provisiones. Tal vez sin abandonar la montaña, cuando no lo esperara, vendrían, por sortilegio demoniaco o por bondad celeste, las noticias que inútilmente buscó en las poblaciones del valle.

¿Quién sabe si allá, frente al casuco arruinado del Ronco, al pie del «Tajo de la encina» oiría voces de misterio que le guiaran al encuentro de Malvarrosa?

Y allá iba todos los anocheceres del sol, a la hora gris propia de las apariciones. Y allá lo supo; allá oyó la voz indicadora, durante tres meses aguardada.

Fue en la época del esquileo, cuando se llena la gañanía de tijereteros y feriantes. El amo subió por la tarde a realizar el trato de la lana. Con él subieron unos pocos amigos.

Próximo al «Tajo de la encina», a la sombra anchurosa de ésta, dispuso el amo que les sirvieran el yantar.

A los postres, satisfecho el estómago con los manjares, caldeados los sesos con el vino, comenzaron a hablar los hombres de mujeres.

Desfilaron por sus bocas los nombres de todas las traídas y llevadas en aquella provincia, sus trapacerías, sus aventuras y trajines.

Claro que al nombre de las mujeres acompañaban el de sus amantes; y claro que el nombre de Baldomero sonaba en tales acompañamientos con triunfadora asiduidad: una mujer sí y otra lo mismo.

-¡Mira tú -exclamó uno-, que lo que hizo con Malvarrosa!...

En aquel punto llegaba Juan. Era el crepúsculo. La hora de su viaje diario.

Al oír aquel nombre ocultóse tras la espesura de un jaral y escuchó la nueva, minuto a minuto aguardada en el largo espacio de tres meses.

-¡Ah, la Malvarrosa!... Bien hizo en sacudírsela Baldomero; ¡tenía sangre de loba y mala condición! ¡Salvaje como ella!

Ahora estaba hermosa, más hermosa que nunca. El platicador la había visto. En la ciudad paraba. En una casa, vamos, en la casa de la Juanuca, ya sabían todos en cuál, no precisaba dar las señas.

Allí la encontró vestida como una reina de teatro. Y muy cara, naturalmente; como carne fresca y novicia. Por bajo de cinco duros, no había de qué. Ahora que por los cinco duros hallábase al alcance de todos.

Ya podía ser regalo de todos la fantesiosa, que despreció a todos mientras vivió con Baldomero.

Juan no quiso oír más. Arrastrándose por los jarales se alejó sin que notaran su presencia.

La noche entraba cuando el gañán tocó la puerta de su chozo.

Una vez dentro, echó mixtos y prendió luz en un candil. Atrancó la puerta, cerciorándose antes de que ninguno andaba por los alrededores, y fue, sigilosamente, al último rincón del chozo.

Ya en él, sacó de la faja el cuchillo y comenzó a escarbar la tierra. No tardó en abrir hoyo. Sus manos tantearon el hueco y aparecieron sujetando un bolsillo de estambre.

Juan lo abrió y se puso a contar despacio, muy despacio, deteniéndose en cada moneda, la cantidad justa de sus ahorros.

Monedas había de todas las clases corrientes, empezando por una moneda de dos duros.

Duros, pesetas dobles, pesetas sencillas, medias pesetas, piezas en cobre, desde la perra grande al céntimo... Total, veintidós duros y seis reales.

Rayos de alegría despidieron las pupilas de Juan contemplando el tesoro. Metió juntos acero y bolsillo en su faja; recompuso la removida tierra; desatrancó la puerta; salvó en dos saltos la explanada, y tomando el atajo más peligroso, por más breve, hizo rumbo al llano.

Ni aun dijo adiós al rabadán. Ahuyentó de un cantazo a su mastín, que ponía empeño en seguirle, y tiró monte abajo, entre sombras, con el alma llena de luz.