La familia de Alvareda Tercera parte: 1
Tercera parte
Capítulo I
editarUna noche borrascosa cubría el cielo de volantes nubes, que perseguidas por el viento, iban más allá a descargar sus raudales. Separábanse a veces en su fuga, y entonces aparecía suave y tranquila la luna, cual heraldo de concordia y paz en la refriega.
En los cortos instantes en que aclaraba esta plácida luz el cielo y la tierra, hubiérase podido distinguir en un camino solitario a un hombre macilento y pálido. Su andar incierto, sus ojos asombrados, la agitación de los músculos de su semblante, manifestaban claro que ese hombre huía.
¡Sí, huía! huía de los sitios habitados; huía de sus semejantes, huía de la justicia humana, huía de sí mismo y de su conciencia, porque ese hombre era un asesino, y nadie, al verlo huir sombrío y agitado cual las nubes arriba ante la invisible fuerza que las perseguía, hubiese reconocido en él al hombre honrado, al hijo sumiso, al marido amante, al padre tierno que había sido pocos días antes, ese ente miserable, sobre el cual la ley echaba el irremisible fallo de espiación.
Sí, ese hombre era Perico: no buscando una paz ya para siempre perdida, sino huyendo de lo presente y espantado de lo porvenir.
Días desesperados y noches horrorosas había pasado en los sitios más solitarios, sin más sustento que bellotas y raíces, evitando los ojos de los hombres como jueces, y la luz del día como acusadora. Pero no había oscuridad que desvaneciese las imágenes que ante sí tenía claras y vivas, ni silencio que acallara sus clamores. Eran aquéllas el cadáver sangriento de Ventura, el desconsuelo de su pobre madre, el dolor de su infeliz hermana, el abandono de sus hijos, la desesperación del anciano amigo de su padre, la reprobación de su honrada raza, y sobre todo esto sonaba de continuo a sus oídos a los que llegó, el fúnebre, terrible y solemne toque de agonía con que la iglesia amparaba a su víctima.
En vano le insinuaba el orgullo por su órgano más seductor, la honra, que lo que hizo lo debió hacer, que no hacerlo hubiese sido un baldón, que más eran las ofensas que la represalia. Una voz, que habían acallado los gritos de las pasiones, pero que se hacía más distinta y más severa a medida que aquéllas, cual todo lo humano, iban cediendo y desmayando, la eterna voz de la conciencia le decía: ¡Oh, si no lo hubieses hecho!
El viento traía consigo un estraordinario sonido, a veces más recio, a veces más desvanecido, según eran más o menos fuertes sus ráfagas. ¡Qué podría ser! ¡Todo asombra al culpable! ¿Era el rugido del viento, una flauta o un quejido? Mientras más a él se aproximaba Perico, más inesplicable se le hacía. La dirección que seguía el mísero, lo acercaba hacia su procedencia. Llega. Su asombro se llena cuando, sin poder distinguir nada, pues una negra nube cubría la luna, oyó ese portentoso sonido sobre su cabeza. ¡Sonaba tan triste, tan vago, tan pavoroso!
En este momento se rompieron las nubes; clara y blanquecina se esparció la luz de la luna, como una capa de trasparente nieve. Todo sale fuera de los misterios de las sombras. A sus ojos se presenta Écija, dormida en su valle como una ave blanca en su nido. Alza la vista hacia donde suena el misterioso clamor. ¡Qué horror! ¡Sobre cinco postes ve cinco cabezas humanas! Ellas son las que despiden el doloroso quejido, cual una amonestación del muerto al vivo.
Perico retrocede despavorido y repara entonces que no está solo. Junto a uno de los postes está parado un hombre. Este hombre es alto y vigoroso, de porte varonil y erguido. Viste ricamente a la manera de los contrabandistas; su rostro tostado es duro, osado y sereno. Tiene en la mano su sombrero, descubriendo ante esos postes de ignominia una cabeza que no se descubre jamás; puesto que esa cabeza es la de un hombre fuera de la ley, de un hombre que ha roto todos los vínculos con la sociedad, y que no respeta ya nada en ella; pero ese hombre, aunque desalmado, cree en Dios, y aunque criminal, es cristiano, y reza.
Cuando de esta enérgica e indómita naturaleza, emancipada de todo, sale un destello de adoración religiosa, cual de una roca un chorro de agua viva, ¿qué diréis incrédulos? ¿Es temor supersticioso?
Para ese hombre es el temor una palabra vana de sentido.
¿Es hipocresía?
No lo ven sino cinco cabezas de muerto.
¿Es debilidad moral?
Ese hombre tiene una fuerza de alma desconocida en la sociedad, en que todos se apoyan en algo, él, que no se apoya en nada.
¿Es recuerdo de infancia? ¿Holocausto a la madre que le enseñó a rezar?
No existen éstos para el desamparado huérfano, criado entre los toros bravos que guardara.
¿Qué es pues, lo que dobla aquella cerviz, y la detiene a orar ante la muerte de su semejante?
Al cabo de algunos minutos ese hombre concluyó su oración, se tocó el sombrero, se remangó la manta sobre el hombro, y dirigiéndose a Perico, le dijo:
-¿Dónde se va, caballero?
Perico ni quiso, ni pudo responder. Un vértigo le había acometido.
-Que dónde se va, digo, volvió a preguntar el desconocido.
Perico permaneció callado.
-¿Es, prosiguió el que interrogaba, es que sois mudo, o que no os da gana de responder? Si es esto, aquí hay una boca, añadió señalando su trabuco, que saca razones cuando no lo logra la mía.
La desesperada situación en que se hallaba Perico le había exasperado a punto que ya no obraba en él la reflexión, y la mancha de cobarde que se le había infligido, estaba aún roja y ardiente en su frente como la marca reciente del hierro candente que imprime la ignominia; así fue que respondió sin detenerse y agarrando su escopeta:
-Pues aquí hay otra que contesta en el tono que preguntan.
La intención del desconocido no era hostil, ni tampoco la de llevar a efecto su amenaza; mas no porque le faltase ánimo, puesto que era aquel hombre el más valiente que pisara las llanuras y las sierras de Andalucía. Y así, lejos de irritarle la arrogancia de aquel joven delgado y macilento, le agradó; por lo tanto le dijo:
-Camarada, a mí me gusta quitarme el sombrero antes de sacar la espada; pero pláceme saber con quién hablo y a quién encuentro en mi camino. Ánimo tenéis, si pisáis éste, pues dicen anda por aquí Diego y su partida, y ya sabréis, como toda España, quién es Diego: donde pone el ojo pone la bala: a su vista tiemblan hasta las hojas sobre los árboles, y al oír su nombre hasta los muertos en sus hoyos.
Todo esto lo dijo sin la jactancia andaluza, tan grotescamente exagerada hoy día; sino con la naturalidad de la convicción, con la serenidad de la verdad.
-¿Qué se me da a mí de Diego y su partida? exclamó Perico, no con osadía, sino con el más profundo desaliento.
Diciendo esto con débil voz, se tambaleó, y apoyó su cabeza sobre su escopeta:
-¿Qué os da? ¿Qué tenéis? preguntó el desconocido al notar su desfallecimiento.
Perico no respondió, porque era tal su debilidad y el efecto que habían causado en él sus recientes emociones, que cayó al suelo sin sentido.
El desconocido se arrodilló junto a él, y levantó su cabeza. La luna alumbró de lleno aquella cara, hermosa aun al través de su mortal palidez y de las señales que las pasiones, angustias y dolores habían impreso en ella.
-¡Ha muerto! murmuró poniendo su tosca mano sobre el corazón de Perico, que pocos días antes era puro como el cielo de mayo.
-No, prosiguió, no ha muerto; pero morirá aquí como un perro si no se le socorre.
Y lo volvió a mirar, sintiendo despertarse en él aquel noble imán que arrastra la fuerza hacia la debilidad, el poder hacia el desamparo: porque, digan lo que quieran los optimistas, el destello divino está en toda naturaleza humana.
Púsose en pie, y silbó.
Oyóse el vivaz y juvenil galope de un hermoso potro, que moviendo el cuello y dando al viento sus crines, llegó, y con un alegre relincho se plantó delante de su amo, volviendo su cara fina y sus brillantes ojos como para ofrecerle el estribo.
El desconocido levantó a Perico inánime en sus robustos brazos, lo terció sobre el caballo, saltó a su lado, apretó suavemente las rodillas a los hijares del caballo, y el noble animal partió gallarda y ligeramente, sin cuidarse del peso de su doblada carga.