La familia de Alvareda Segunda parte: 8
Segunda parte
Capítulo VIII
editarHabíanse reunido las mujeres en la sala de Ana; y aunque ninguna, excepto Rita, sabía los sucesos de la noche anterior, reinaba entre ellas un triste silencio, pues aun les faltaba la sencilla locuacidad de María.
-No sé por qué, dijo ésta al fin, ni sé lo que tengo; pero hoy no me cabe el corazón en el pecho.
-A mí me sucede lo propio, añadió Elvira; no respiro bien, no parece sino que tengo una losa sobre el corazón. ¿Será el aire? ¿Irá a haber tormenta, tía María?
-¡Pobre hija mía, pensó Ana, el remedio viene tarde! ¡La tierra llama a su cuerpo, y el cielo a su alma!
-Pues yo estoy como siempre, dijo Rita, y ella era la que realmente no podía parar de inquietud.
Ángela había hecho una muñeca de trapo, la había acostado en una teja a guisa de cuna, y el mustio silencio que siguió a estas pocas palabras, sólo fue interrumpido por la vocecita de la niña que cantaba, en la suave y monótona melodía de la nana, a la que algunas madres prestan un sencillo encanto y una dulzura infinita, estas palabras:
Entre mis brazos te tengo, |
Fue interrumpido el infantil y dulce canto por un fuerte y grave tañido de la campana de la iglesia; y su vibración se desvaneció lenta y gradualmente en el aire, como si se alzase a otras regiones.
-¡Su Majestad! dijeron todos poniéndose en pie.
Ana rezó en alta voz por el que iba a recibir los Santos Sacramentos.
-¿Para quién podrá ser? dijo María; yo no sé de nadie que esté malo de gravedad en el lugar.
Rita se asomó a la ventana, y preguntó a una mujer que pasaba quién era el enfermo.
-No lo sé, contestó ésta; pero es fuera del pueblo.
Otra mujer se acercó diciendo: ¡Jesús! Es una muerte; en seguida del cura han salido a toda priesa la justicia y el cirujano.
¡Jesús! ¡Jesús! Dios le asista, esclamaron todas con aquella profunda emoción y horroroso espanto que infunde la terrible palabra: ¡una muerte!
-¿Y quién podrá ser? preguntó Rita.
-¿Quién puede saberlo? contestó la mujer.
Tocó entonces la campana el toque de la agonía. Toque solemne, toque lúgubre, voz de la iglesia que avisa al hombre que uno de sus hermanos lucha entre angustias, fatigas y congojas, y va a comparecer ante el tremendo tribunal. Grave saeta con la que la iglesia dice a la multitud que bulle encenagada en intereses frívolos que tiene por importantes, en pasiones pasajeras que sueña eternas: «Paraos un momento por respeto a la muerte, por consideración a vuestro semejante que va a desaparecer de la tierra, como desapareceréis vos mañana». Pero esa voz que hablaba de muerte, esa voz que decía: ¡rogad y acordaos! era intempestiva en el siglo de las luces. ¡La ilustración acordarse de la muerte! ¡Eso queda bueno para los cartujos! Y la ilustración mandó callar a la iglesia, porque su voz le importunaba.
Habían quedado sumidas en un profundo silencio; pero estaban hondamente conmovidas, como acontece a veces en la mar, la que guardando una superficie calma, hincha su seno en olas interiores y profundas, a lo que llaman los marinos mar de fondo. Pero no eran ellas solas; todo el pueblo estaba consternado, porque es aterrador el espanto que infunde una muerte causada por mano de un hombre, puesto que el anatema que Dios lanzó a Caín subsiste con toda su solemnidad por todas las generaciones.
-¡Qué largo se me hace el tiempo! dijo al fin María; parece que el día se ha quedado cuajado.
-Y el sol clavado en el cielo, añadió Elvira; y que el que no sabe es como el que no ve, se desatienta. ¿Si habrán sido ladrones?
-Puede que haya sido sin querer, repuso María.
-Mae Ana, ¿quién y por qué han matado a un hombre? preguntó Angelita.
-¿Quién puede saber, respondió Ana, cuál es la causa, ni cuál es la mano atrevida que se antepone a la de Dios para apagar una antorcha que él ha encendido?
En aquel instante se oyó un rumor lejano. Las gentes, movidas de interés y curiosidad, corrían por la calle. Llegaban confusas esclamaciones de asombro y lástima.
-¿Qué es? preguntó Rita acercándose a la ventana.
-Que ahí traen al muerto, contestaron.
Elvira se sintió irresistiblemente impulsada a asomarse también.
-Quítate, Elvira, le dijo su madre; ¿no sabes que no puedes resistir la vista de un muerto?
No la oyó Elvira, pues ya se acercaba el tropel de gente, que por amistad, curiosidad e interés rodeaba al muerto y su séquito.
También Ana y María se pusieron en la reja. El muerto venía atravesado sobre un caballo y tapado con una manta.
Sostenido por dos hombres le sigue un anciano, cuya cabeza está caída sobre su pecho.
Le miran... -¡Dios poderoso!... ¡Es Pedro!
Lanzan simultáneamente un grito.
Levanta al oírlo Pedro la cabeza, y ve a Rita... La desesperación y el despecho lo animan. Se desprende con violencia de los brazos que lo sostienen, se abalanza al caballo:
-¡Mira tu obra, liviana! Perico le mató.
Diciendo esto levanta la manta y descubre el cadáver de Ventura, pálido, ensangrentado, con una profunda herida en el pecho.
FIN DE LA PARTE SEGUNDA