La familia de Alvareda Primera parte: 4
Primera parte
Capítulo IV
editarA la mañana siguiente estaba Ana sentada triste y abatida, cuando vio entrar al tío Pedro.
-Comadre, dijo, aquí estoy yo porque he venido.
-Sea para bien, compadre.
-Pero he venido porque tengo que hablaros.
-Hablad, compadre, y, mientras más, mejor.
-Sabréis, comadre, que a ese remolino de Ventura se le ha metido en la chola de ir a que le agujereen el pellejo esos indinos franceses que maldiga Dios.
-¡Jesús! ¡Jesús! compadre; mate Vd. a un enemigo en buena guerra; pero no le maldiga. Perico también pensaba en eso. Es amargo, compadre, es cruel para nosotros; pero es natural.
-No digo que no, comadre (¡mala rabia mate a esos traidores!); pero al fin es mi único hijo, y no quisiera perderle, ni por la España entera. No he hallado sino un medio para sujetarlo, y os lo vengo a comunicar.
Diciendo estas palabras, Pedro se había sentado cómodamente en el gran sillón de cuero, recogiendo las puntas de su capa, acercando sus pies a la lumbre, colocándose a sus anchas con toda comodidad.
-Comadre, dijo al fin, con esa profusión de frases sinónimas de los habladores. Aborrezco los preámbulos que no sirven más que para gastar saliva. Las cosas se deben tratar con pocas palabras, y ésas claras. A dentro o a fuera; esa es la mía: lo que se puede decir en cinco minutos, ¿por qué se ha de decir en una hora?: lo que se puede hacer hoy, ¿porqué dejarlo para mañana? De todos los caminos el más corto es el mejor; pero vamos al caso, pues no me gustan los circunloquios ni...
-En verdad, compadre, dijo Ana interrumpiéndolo, dais lugar a que se crea lo contrario! Vamos al caso, que me tiene Vd. en suspenso desde que entró.
-¡Poco a poco! que no soy escopeta, respondió Pedro; hablando se entiende la gente; nadie nos corre. ¡Caramba, comadre, que es Vd. más viva que una centella y más súpita que una exhalación! Le decía, señora pólvora, que no he hallado sino un solo medio para sujetar ese cohete que se quiere disparar; ese medio, es dar un paso que tarde o temprano hubiera dado: en una palabra, y para acabar pronto, vengo a pediros a vuestra Elvira para mi Ventura, deseando que el yerno que la ofrezco sea tan de su agrado como del mío lo es la nuera que solicito.
Ana no trató de ocultar la satisfacción que le causaba un enlace tan conveniente y adecuado por todos estilos, que era previsto y tan deseado de los padres como de los hijos.
Enseguida se pusieron a discutir las cláusulas del contrato, como gentes acomodadas que eran.
-Compadre, dijo Ana, sabéis tan bien como yo lo que tenemos; sólo se trata de hacer las particiones. La casa esta, siempre la ha llevado el hijo mayor. La viña le toca de derecho a Perico, porque la ha mejorado y plantado gran parte de nuevo. Mis vacas se las doy a él, pues me tiene que mantener mientras viva. La burra la necesita...
-¿Me quisiera Vd. decir, comadre de mis pecados, dijo Pedro interrumpiéndola, lo que le queda a Elvira? Pues según esas disposiciones, me parece que va a salir de vuestras manos como salió nuestra madre Eva (¡en descanso esté!) de las del Criador
-Elvira llevará el olivar, contestó Ana.
-¡Qué es una dote de princesa! exclamó el tío Pedro. ¡Vaya! ¡un olivar tamaño como un pañuelo, y que no da aceite ni para la lámpara del Santísimo!
-Daba hace veinte años más de cien arrobas, observó Ana.
-Comadre, dijo Pedro, lo que fue y no es, lo mismo que si no hubiera sido. Ahora veinte años se morían las muchachas por mí.
-Ahora cuarenta años, querréis decir, advirtió Ana.
-¡Qué menudita es Vd., comadre! prosiguió Pedro.
Vamos al caso. Al olivar le faltan más olivos que a San Pedro cabellos, y los que quedan están tan mustios, que parecen tenebrarios.
-Bien se nota, compadre, que hay mucho tiempo que no los habéis visto. Desde que sabe Perico que el olivar ha de ser para su hermana, están cuidados los árboles como rosal en maceta; cada olivo parece una plaza de armas. Llevará Elvira las tierras que lindan con él, y que beben del arroyo que las atraviesa.
-Y cate Vd., comadre, el porqué están tan secas y sedientas, pues que el arroyo está la mitad del año seco y la otra mitad sin agua. Vamos claro; que a mí me gusta el pan pan, y el vino vino. Ni quiero afrecho en aquél, ni agua en éste. Esas tierras, comadre, son pobres y haraganas, y no sirven sino para el revolcadero de un burro. Pero aquí que nadie nos oye, ¿no vendió Vd. antaño dos cochinos cebados, que pesaban cada uno quince arrobas? A peseta la libra, ajuste Vd.; cien fanegas de cebada a quince rs.; cien pellejos de vino y cincuenta de vinagre. Pues ese gato, que tendrá Vd. metido en el arca, sin respiración, ¿qué mejor ocasión para sacarlo a que le dé el aire? Cuando S. M. Carlos IV vino a Jerez, y vaya de cuento, le presentaron un rico vino; ¡pero qué vino, comadre! un poco mejor que el de la viña de Vd. S. M., que parece que lo entendía, celebró el vino a voces. Señor, dijo el alcalde, que no cabía en el pellejo de ancho (porque han de saber Vds. que los jerezanos están más envanecidos de su vino que yo de mi hijo); Señor, sepa V. R. M. que todavía lo tenemos mejor. ¿Sí? dijo el Rey, pues guardarlo para mejor ocasión. Así, comadre, esta carta te escribo; aplique Vd. el cuento.
-Pues, es claro, compadre, que todo ese dinero y algo más lo tengo yo ahorrado y junto para la hija de mi corazón, respondió Ana.
-¡Eso se llama hablar! exclamó Pedro alegremente. Comadre, a fe mía que vale Vd. un Perú. Por lo que toca a mi Ventura, todo lo que tengo le pertenece, puesto que Marcela quiere profesar. Y mire Vd. que no está descamisado: lleva mi casa...
-Que es un chiribitil, dijo Ana.
-Mis burras...
-Que son viejas, dijo Ana.
-Mis cabras...
- Que os cuestan más en multas, tan ladronas son, que os retribuyen con la leche, los quesos y los cabritos.
- Y mi huerta, prosiguió Pedro, sin responder a las chanzas de Ana, con las que se vengaba de las suyas.
Así discutiendo, arreglaron las bases del contrato, quedando antes como después, los mejores amigos del mundo.
Cuando Pedro se hubo ido, se puso Ana su mantilla de bayeta, y comprimiendo su dolor y sobreponiéndose a su violenta repulsa, se fue en casa de María.
María, que profesaba a su cuñada, que la hacía mucho bien, tanto cariño como gratitud, tanto respeto como admiración, la recibió con una alegría expansiva.
-¡Dichosos los ojos que te ven en esta casa! exclamó al verla entrar: hermana, ¿qué buen pensamiento te ha traído por acá?
Enseguida se apresuró a presentar una silla a su huéspeda.
Ana se sentó, y le manifestó el objeto de su visita.
Esta proposición llenó a tal punto de júbilo a la pobre viuda, que no hallaba voces con que expresarlo.
-¡Ay! hermana mía, exclamaba en frases entrecortadas: ¡qué dicha! ¡Perico! ¡hijo de mi corazón! ¡a San Antonio le debo esta suerte!: y tú, Ana, ¿estás satisfecha? Mira, hermana: Rita, aunque caridelanterilla, en el fondo es una buena muchacha: voluntariosilla; pero, mira hermana, yo me tengo la culpa. Si yo la hubiese criado tan bien como tú a Elvira, otra cosa sería. Ya verás: ligerilla es; pero con los años y el estado sentará. Todas esas son cosas de mis mimos y de los pocos años. Rita, Rita, gritó: acude, corre, aquí está tu tía: ¿qué digo yo? tu Madre, pues quiere serlo, casándote con su hijo.
Rita entró con el aplomo de un banquero y la calma de un diplomático.
-¿Qué dices, hija? le gritó la madre enajenada.
-Que lo sabía, respondió Rita.
-Vaya, le dijo su madre a media voz, que estás más caripareja que una duca, y más fresca que una lechuga.
-Y qué quiere Vd., ¿que me ponga a bailar el fandango porque me voy a casar? respondió Rita en alta voz.
Ana se levantó y salió.
María, a lo sumo mortificada con la desabrida conducta de su hija, acompañó a su cuñada hasta la calle, prodigándole mil expresiones de gratitud y cariño.