La expiación de mi madre:005
ESTA confesión hizo en mi una impresión profundísima, y me dejó reflexionando en lo mucho que había debido sufrir la pobre mujer. Cuánto más virtuosa, cuánto más piadosa, tanto mayores habrían de ser las torturas de su alma. ¡Qué tormento más terrible y cruel! ¡La conciencia del pecado, la necesidad moral de purgarlo y la imposibilidad de hacerlo! Veinte y ocho años hace que aquella mujer desgraciada se atormenta, sin poder calmar sus remordimientos ni en la desgracia, ni en la dicha.
Desde el instante en que conocí esta historia, todos mis pensamientos se concentraron en buscar los medios de consolar el corazón de mi madre, esforzándome en hacerle presente, por un lado, que su pecado no había sido voluntario, y por otro, que la justicia de Dios, siempre misericordiosa, no mide el castigo por el crimen, sino que juzga según nuestros pensamientos y nuestras intenciones. Por un momento creí que mis esfuerzos habían logrado algún resultado. Sn embargo cuando, tras de una ausencia de os años, mi madre vino ú verme á Constantinopla, creí del caso hacer por ella alguna cosa más solemne.
Era yo en aquel momento huésped de una familia influyente, cerca la cual tuve ocasión de conocer particularmente al patriarca Joaquín II. Un día que nos paseábamos juntos por el jardín, conté á este prelado la historia de mi madre, y le pedí que, por medio de su elevada posición y la autoridad moral que acompañaba á sus decisiones, procurara convencer á la pobre mujer de que su pecado le había sido perdonado. El venerable viejo, alabando mi celo por la religión, se apresuró á prometerme su concurso.
Conduje, pues, á mi madre al patriarcado para que se confesara con Su Santidad. La confesión fué larga, y por lo que el Patriarca me dijo, deduje que había debido emplear todos los medios de su sencilla y clara elocuencia para obtener el resultado apetecido. Inútil creo decir cuán grande fué la alegría que experimenté.
Mi madre se despidió del santo varón con la expresión del más sincero agradecimiento, y, al dejar el Patriarcado, parecía tranquila y contenta. Cuando llegamos á nuestra casa, sacó de su vestido una cruz que el Patriarca le había dado, la cual besó y contempló, absorviéndose en sus pensamientos.
—¡Qué hombre más santo es este Patriarca! la dije, ¿no es cierto? Supongo que ahora quedarás completamente tranquila.
Mi madre guardó silencio.
—¿Por qué no me respondes, madre? le dije yo con impaciencia, para asegurarme de que la tranquilidad y la confianza habían recobrado su imperio en su alma.
—¡Qué quieres que te diga, hijo mío! me respondió ella todavía pensativa; el Patriarca es un hombre prudente y santo, conoce la voluntad de Dios, puede perdonar los pecados de todo el mundo, mas después de todo es un monje; no se ha casado nunca, y no puede saber lo que es eso de haber matado á su propio hijo.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y me callé.