La expiación de mi madre:003

II
​La expiación de mi madre​ (1893) de Giorgos Viziinós
traducción de Antonio Rubió y Lluch
III
IV

CUANDO al fin volvió á tomar mi madre la dirección de nuestra casa, vió entonces á que estado nos había reducido la enfermedad de nuestra hermana. Se puede decir que cuanto dinero teníamos lo habían consumido los médicos y los medicamentos.

Casi todos los tapices y las demás obras de sus manos, vendiéronse bajo precio ó diéronse como regalo á charlatanes y brujas; otros objetos nos fueron robados por esas gentes ú otras de la misma lava, aprovechando el desorden que en nuestra pobre casa reinaba.

Agotáronse bien luego los recursos no nos quedó de que echar mano para comer. Entonces mi madre se puso á trabajar fuera de casa, y por algún tiempo nos mantuvo de lo que ganaba con el sudor de su frente. Poco más tarde mi hermano mayor hubo de dejar la escuela para aprender un oficio y librar á mi madre de una boca más que mantener. Después llegóme el turno de partir para el extranjero y de suprimir otra boca más en la casa. Todo esto hubiera sido sin duda un alivio considerable; pero al propio tiempo que iban mal todos los negocios, que se perdían las cosechas y todo se encarecía, nuestra madre, cuyo trabajo apenas bastaba para su propio sustento, trajo á nuestra casa una niña extraña y se puso á prodigarle más cuidados de los que nunca nos prodigara á nosotros, cuando teníamos su edad v cuando las circunstancias eran mucho más dichosas. Y entretanto que, poco tiempo después, nosotros, sus propios hijos, nos veíamos obligados á expatriarnos, ó á pasar malas noches en los talleres, la pequeña extranjera crecía y gozaba de nuestro hogar, como si fuera su verdadera casa paterna.

Años más tarde las cosechas mejoraron. Lo que ganaban mis dos hermanos era lo suficiente para librar á mi madre de todo trabajo exterior; pero en lugar de guardar este dinero para ella, lo depositaba con objeto de preparar el dote de su hija adoptiva, y ella continuaba ganándose, como siempre con grandes esfuerzos, su sustento.

En cuanto á mí, ausente como me hallaba y lejos, muy lejos, ignoré durante muchos años lo que en casa pasaba. Antes de mi regreso la pequeña extranjera se había hecho grande y se la casó y dotó como una hija de nuestra familia. Su matrimonio fué para mis hermanos una verdadera fiesta; los pobres se veían libres de esta carga unida á tantas otras, y tenían razón de estar contentos, porque aquella muchacha no les manifestó jamás el menor afecto. Hasta ingrata se mostró para quien rodeó su infancia abandonada de más amor que muchos hijos verdaderos no hallan jamás en sus propios padres.

Tenían, pues, motivo mis hermanos de alegrarse; podían esperar que nuestra madre, aleccionada por esta ingratitud no pensaría en exponerse á ella por segunda vez. ¿Más cuál no sería su sorpresa, cuando pocos días después del matrimonio, la vieron que volvía á su casa estrechando tiernamente en sus brazos otra niñita envuelta en sus pañales, y forastera también como la primera?

Todos nosotros sentimos por nuestra madre un respeto profundo. Con todo, la paciencia de mis hermanos llegó á sus últimos límites al tener que tolerar de nuevo la presencia de una niña forastera en el seno del hogar. Probaron, pues, de persuadir respetuosamente á nuestra madre á que abandonara su propósito, pero la hallaron inflexible. Entonces manifestaron claramente su descontento y se negaron á continuar dándole el producto de su trabajo; mas todo fue inútil.

—No me déis nada, les dijo; yo trabajaré para mantenerla y cuando mi Yorghi volverá del extranjero, la dotará y la casará. ¿No lo creéis? Pues él me lo prometió, diciéndome al marcharse: «Yo seré, madre, quien te mantendré A tí y á tu hija adoptiva.»

Yorghi, era yo: la promesa, es cierto, se la había hecho solemnemente antes de mi partida para el extranjero, en la época en que mi madre trabajaba para mantenernos, y en la que la acompañaba ordinariamente, jugando á su lado, mientras se ganaba nuestro sustento en el campo, con gran fatiga. Un día el exceso de calor y de cansancio la desvaneció y la obligó a dejar la penosa labor. Campos á traviesa regresábamos a casa, cuando nos sorprendió una de esas lluvias torrenciales, que en nuestro país son la consecuencia ordinaria de un calor intenso. Teníamos que atravesar un arroyuelo que acrecentado por la lluvia, era un torrente impetuoso. Mi madre me quería llevar sobre sus espaldas, á lo que yo me negué, diciéndole:

—Apenas estás restablecida y me dejarías caer.

Y, levantando mi vestido, entré resueltamente en el agua antes que pudiera detenerme. Bien pronto me convencí de que había contado demasiado con mis fuerzas; apenas tuve tiempo de pensar en volver sobre mis pasos, cuando sentí doblegarse mis piernas, faltarme el pié, caerme y que la corriente me arrebataba como una cáscara de nuez vacía. Todavía me pareció oir un grito, un grito desgarrador de angustia. ¡Después nada más! Aquel grito lo dió mi madre al arrojarse atrevidamente al torrente para salvarme. ¡Como ella no se ahogó por mi causa, es un milagro! porque aquel torrente es uno de los más peligrosos, y sobre todo en aquel lugar.

Mi madre, no bien curada de su desmayo, fatigada por el cansancio, embarazada con su traje de aldeana, bastante pesado para sumergir al hombre de más resistencia, sobre todo al llenarse de agua, no dudó en precipitarse en el terrible elemento y en exponer su vida á un peligro cierto para salvar á su hijo, al hijo, cuya vida ofreció en otro tiempo en cambio de la de su hija! Cuando una vez en casa, me hubo dejado en el suelo, me encontraba todavía atontado. Pero en lugar de acusar mi loca temeridad sólo pensaba entonces en que aquella terrible escena no tuviera lugar si mi madre no se viera obligada á trabajar en casa de los demás.

—¡No quiero que vayas á trabajar á fuera! le dije; y entretanto ella, después de haberme secado, rizaba con sus dedos mis cabellos mojados todavía.

—¿Y quién nos mantendría, hijo mío, si yo no trabajara? me replicó suspirando.

—Yo mamá, le dije con orgullo infantil.

—¿Y á la otra niña?

—También yo.

Mi madre á pesar suyo sonrió, contemplando la actitud heroica que yo había tomado, para decir aquellas sencillas palabras, y cerró la conversación de esta suerte:

—¡Comienza por bastarte á ti mismo y luego veremos!

Poco tiempo después partía para el extranjero.

Todo esto mi madre hacía tiempo que lo había olvidado; yo en cambio jamás olvidé que su amor me había dado por segunda vez la vida. En el fondo del corazón quedó siempre guardada mi promesa.

—Desde hoy, le dije al alejarme, yo cuidaré de mantener á tí y á tu hija adoptiva.

No sabía entonces que un niño de diez años, por grande que sea su buena voluntad, no puede mantener á su madre ni á sí propio; ¿cómo había de conocer las terribles pruebas que me aguardaban y la amargura en que debía sumergir á mi madre con mi ausencia?

Durante largos años, no sólo no pude enviar mi madre ningún socorro, más ni siquiera noticia alguna. Hubo un tiempo en que no sabíamos, yo, si tenía una madre; ella si tenía aún un hijo. Tan pronto le decían que había sucumbido á la desgracia en Constantinopla, como que me había hecho musulmán; que había naufragado en las costas de Chipre, como que mendigaba el pan por las calles... Mi pobre madre trataba de persuadirse de que estas tristes noticias eran falsas, mas al propio tiempo rogaba á Dios, llorando, que me iluminara y me hiciera volver á las creencias de mis padres; á veces importunaba á preguntas á los pobres que pasaban ó á los náufragos que volvían, con el temor de descubrir á su propio hijo bajo sus tristes andrajos; otras, en fin, daba á los pobres algo de su miseria, con la esperanza de que otras caritativas almas harían lo propio conmigo.

¡Sin embargo, cuando se trataba de su hija adoptiva, lo olvidaba todo, y decía á mis hermanos que mi generosidad les causaría un día vergüenza; que yo la casaría y la dotaría...!