La expiación de mi madre:001

La expiación de mi madre (1893)
de Giorgos Viziinós
traducción de Antonio Rubió y Lluch
I
II

ANNOULA era nuestra única hermana, el niño mimado de la familia; todos la querían, pero más que todos nuestra madre. En la mesa la hacía sentar siempre a su lado; le daba la mejor parte de lo que debíamos comer, y mientras que para vestirnos, se utilizaban los antiguos trajes de nuestro difunto padre, Annoula los estrenaba siempre nuevos. Lo mismo pasaba con los estudios; nunca se la forzaba; Annoula iba á la escuela ó se quedaba en casa á su capricho, lo cual no se nos permitía á nosotros, bajo ningún motivo.

En cualquiera otra familia tan marcadas preferencias provocaran celos peligrosos entre los hijos, sobre todo siendo éstos pequeños; por lo que á mí toca, en la época en que comienzo este relato, apenas tenía siete años, y era mayor que ella, pero nos hallábamos convencidos de que el amor de nuestra madre por Annoula, en el fondo, era imparcial é igual para todos. Considerábamos tales privilegios como las manifestaciones exteriores de un sentimiento de compasión hacia la pequeñita, y hasta nos lo explicábamos perfectamente, porque Annoula desde sus más tiernos años había sido débil y enfermiza. Todos cedíamos gustosos la preferencia á nuestra hermanita, y á la verdad, se lo merecía. Nunca fué arrogante ni imperiosa con nosotros; antes al contrario, á todos nos prodigaba iguales muestras de afecto. Recuerdo perfectamente sus grandes ojos oscuros, sus cejas arqueadas y juntas que parecían más negras cuánto más pálido su semblante.

A medida que su enfermedad se agravaba, más amante y cariñosa se volvía para con nosotros. A menudo guardaba las frutas que los vecinos le regalaban para refrescarla y nos las daba cuando volvíamos de la escuela. Pero esto lo hacía siempre á hurtadillas porque nuestra madre se enfadaba de vernos comer á mandíbula batiente, lo que deseaba que tan sólo gustase su hija.

La enfermedad de Annoula empeoraba cada día y nuestra madre se concentraba cada vez más en ella. Desde la muerte de nuestro padre no salía del recinto del hogar, porqué viéndose jóven viuda, no quiso nunca hacer uso de la libertad que todo el mundo concede, hasta en Turquía, y que en rigor conviene á una madre de numerosa familia. Más desde el día en que Annoula guardó cama, dejó de lado este exagerado pudor y comenzó á correr de casa en casa, para pedir en todas partes consejos y medicinas para su querida enfermita.

El barbero principal de nuestro barrio, que era el sólo médico conocido del vecindario, no salía de casa. En cuanto le veía, debía yo de correr á toda prisa á casa del bakal (droguero), pues nunca se acercaba á la enferma sin haber vaciado su botellita de raki.

—Hija mía, ya soy viejo, decía á mi madre, que se impacientaba algunas veces; si yo no bebo, no veo bastante claro.

Y en verdad que no mentía; porque cuanto más bebía, mejor sabía distinguir la gallina más gruesa de nuestro corral, para llevársela al marcharse. Aunque al fin mi madre se cansó de valerse de sus remedios, no por eso dejaba de pagarle regularmente y sin chistar; por un lado, para no descontentarle, por otro, para oir al menos de su boca el consuelo de que Annoula se curaría muy pronto. Y en efecto, aquel imbécil, creyendo sus órdenes puntualmente ejecutadas, afirmaba que la niña no tardaría en curarse, y hallaba que la enfermedad seguía exactamente la marcha que su ciencia había previsto. Lo cual era también verdad en el sentido de que nuestra pobre hermana empeoraba cada día.

Entonces nuestra madre pareció olvidarse de que tuviera otros hijos; la enfermedad de su hija mayor la convirtió en una mujer totalmente distinta.

En nuestro pueblo, toda enfermedad que deba ser considerada como natural, ó ha de ceder á los conocimientos elementales del país, ó termina luego con la muerte. Si se prolonga mucho, toma luego para las gentes, un carácter sobrenatural, y entonces recibe el nombre de mal maligno. En tal caso creen que el enfermo, ó se ha sentado en algún lugar frecuentado, ó atravesado de noche un río, ó tropezado con un gato negro, que no debió ser tal gato, sino el mismísimo demonio disfrazado.

Mi madre era más piadosa que supersticiosa, y como es natural no creía en prejuicios de este género, negándose constantemente á emplear los sortilegios y exorcismos que se le recomendaban, por temor de cometer un pecado. Poco á poco, con todo, se dejó influir á medida que se agravaba la enfermedad de su hija, el amor maternal venció al temor del pecado y la religión tuvo que pactar con la superstición. Suspendió, junto con una cruz, un amuleto al cuello de Annoula que contenía sentencias mágicas para exorcizar los demonios; después vinieron las aguas milagrosas y tras ellas los hechizos y sortilegios de todo género; de las oraciones de los sacerdotes, pasaba á los maleficios y encantos de las brujas; pero todo en vano.

La enferma se agravaba más y más y nuestra madre se volvía desconocida. No se cuidaba de lavar nuestra ropa, ni de remendarla, ni de nada. Una mujer muy anciana, llamada Venecia, que de muchos años antes vivía en casa, se ocupaba de nosotros tanto como lo permitía su avanzada edad. Durante días enteros nuestra madre se ausentaba con Annoula. Tan pronto iba á enredar en un zarzal tenido por sagrado, un pedazo de vestido de la enferma, con la esperanza de que el mal se quedaría enganchado allí, como recorría las pequeñas iglesias de las cercanías, cuya fiesta se celebraba, llevando un cirio de cera virgen que con sus propias manos había hecho, á la medida exacta de la enfermita; pero todo inútilmente; la enfermedad de nuestra hermana se presentaba incurable.

Cuando todos los medicamentos, todos los medios se agotaron, recurrió al último recurso que en tal circunstancia se emplea. Tomó á su hijita casi moribunda ya y la condujo ella misma á la iglesia. Mi hermano mayor y yo la seguimos llevando sobre nuestras espaldas los colchones. Allí sobre las losas de mármol de la iglesia, delante de la imagen consagrada de la Virgen, tendimos aquellos colchones y en ellos echamos á nuestra hermana. Todo el mundo decía que tenía el mal maligno, y la enferma misma comenzaba á creerlo. En este caso era preciso que permaneciera durante cuarenta días y cuarenta noches en la iglesia, hasta verse libre de aquel gusano roedor que, decían, desgarraba interiormente sus entrañas. Lo sagrado del lugar, la vista de las santas imágenes, el perfume del incienso, ejercieron de pronto una excelente impresión en el espíritu melancólico de la pobre enferma, porque en los primeros momentos se reanimó y hasta se puso á bromear con nosotros.

—¿Á cual de tus hermanos quisieras tener para jugar contigo? le preguntaba tiernamente mi madre; ¿á Christaki ó á Yorghi?

La enferma le dirigió una mirada maligna expresiva, como si quisiera echarle en rostro su indiferencia para con nosotros, y le respondió lentamente y pesando las palabras:

—¿Cuál de los dos? Ninguno sin los demás. Me hacen falta todos mis hermanos.

Mi madre se sintió tocada en su corazón y calló.

Momentos después conducía á la iglesia á nuestro tercer hermano, el cual sólo estuvo allí aquel primer día; enseguida los despidió á todos y se quedó sola conmigo.