Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.
XIV


Dos horas después todo era solemne en el teatro. De alto a bajo, ni una localidad vacía.

Iba siendo evidente el triunfo del autor. Pero un triunfo de dominio arisco, que tenía algo de espantoso, como el del domador en la jaula de las fieras.

La sala parecía contener una sola alma anhelosa y vencida, que le quitaba a los cuerpos la sensación de ahogo en aquel cálido aire de niebla de luz lleno de perfumes.

Contrastando con la oscura e informe aglomeración de cabezas en el patio y en las altas galerías, veíanse los escotes y los trajes claros de los palcos, en las explosiones de las cornucopias eléctricas, como sueltas guirnaldas de desnudos brazos, de sedas, de abanicos. Y la representación se deslizaba ante un silencio aterrador.

En uno de los palcos, el segundo de la izquierda, estaba Ladi, con sus padres y su prima.

«Ladi, la novia del autor!» — se había corrido por el público. Vestía de celeste, soberbiamente peinada, con una flecha de turquesas del mismo tono que sus ojos en el pelo. Quizá desmasiado rojos los labios y demasiado grandes las ojeras en su blanca faz de caprichosa, de nerviosa.

Callada y absorta, con una contracción de triunfo en los labios, era, no obstante, la única que no seguía la emoción del drama tomándola en la escena directamente. El codo, de calado y sedoso guante blanco, en la barandilla grana, el abanico en la barba y la cabeza medio vuelta al fondo del teatro — donde aspiraba con avidez voluptuosa los estremecimientos del público, observándole, recogiendo sus latidos, que acentuaban la expresión crispada, un poco diabólica, de su sonrisa.

De cuando en cuando flameaba en sus mimosos ojos de gata de Angora un relámpago de satisfacción. Era que sorprendía unos gemelos asestados a ella fijamente.

Sí, sí «¡la novia del autor!» Los iniciados, desde la expansión de su padre en el Casino, habían corrida lo noticia de que allí estaba la novia del nuevo autor. Y la noticia rodaba de butaca a butaca, de palco a palco... Y Ladi la seguía en sus zigzags por los gemelos que a cada instante la miraban, y deleitábase esta noche — sobre la victoria que siempre su belleza le daba entre las gentes de su clase — en la de una admiración más general extendida, gracias al talento de su novio, por el teatro entero. Sentíase la heroína de la fiesta, flechada por aquellos anteojos, que si eran guiados hacia ella por la curiosidad a cada hermosura del drama, conteníalos luego más de un rato en arrobos de contemplación su propia soberana hermosura.

De pronto se produjo un murmullo profundo de pasiones removidas. La dama, con su lujo de reina desde lo alto de su gran celebridad artística, acababa de llamar «¡estúpidas!» a las mojigatas burguesas que pretendieron burlarse de su libertad. Era la mujer del porvenir, triunfante. Estalló un aplauso, el primero de la noche, enérgico y nervioso; pero lo cortó un siseo lleno de imperio.

Marcó esto un paréntesis de la atención..., y otra vez muchos gemelos se volvieron hacia Ladi.

Con más descaro que ninguno el del joven duque de Aragón, el gallardo teniente coronel de la Princesa, recién vuelto de Viena, donde estuvo de atache de la Embajada. Se hallaba enfrente, en otro palco, de pie tras unos señores calvos, y guapísimo con su blanco dolmán lleno de oros.

Ladi cogió los gemelos, miró a cualquier parte, al duque luego, que la tenía clavada con los suyos, y... le oyó decir a Nita, siempre burlona y atendiendo a todo:

— ¡Te conquista el húsar!... Ten cuidado, mujer... ya casi eres la señora de Calcedonia..., ¡pero es pronto! Seguía la representación. Ladi, ávida por recoger el triunfo en el silencio de la sala, no atendía. Animaba de rato en rato con un rápido mirar de su anteojo al del joven duque, que con su tradición de riqueza fabulosa y de ranciedad aristocrática, si no bastase la suprema distinción de su figura, la estaba acabando de consagrar en la envidia de tantas envidiosas. Recordaba al mismo tiempo, excitada por la chirigota de su prima, la rabia aquella del riguroso encierro en que la tuvo su padre por la cartita de Ricardo... Sí, ¿qué había querido decir la escena familiar de esta tarde?... Breve, bien breve. Su padre se le presentó de improviso en las habitaciones que le habían convertido en cárcel allá al fondo del hotel: — «Bien, chiquita..., puesto que no hay quien te dome, puesto que tanto quieres a Ricardo..., prepárate: esta noche iremos al estreno. Desde ahora estás en libertad»— y le volvió la espalda, sin añadirle una palabra.

En cambio, el pobre León, no estaba en el teatro, cosa muy significativa de las decisiones de su padre.

¡Ah! ¡Y cómo el estreno, este formidable éxito tan predicho por la Prensa y que cada vez se adivinaba más en la atención casi angustiosa del público, le explicaba a Ladi la inesperada simpatía de su papá hacia el futuro autor ilustre, que al propio tiempo saldría de su precaria situación!... Ella le vió a su padre, en otro segundo aplauso, aplaudir con entusiasmo, con cariño, cual si estuviera presenciando el azar que hiciese a Ricardo entrar en la familia...

Y tras este aplauso, tras otro corto silencio más intenso que siguió, un frenético «¡bien!» saltó imponente... y el palmoteo general se convirtió en tempestad cerrada de bravos, de aclamaciones.

Ladi volvió de su ensimismamiento.

El telón caía.

«¡Bravo! ¡Bravo!», se oía gritar con furias secas; y entre las voces trémulas que llamaban al autor y el nutrido resonar de las palmadas, que le daban al teatro una apariencia extraña de manos que movían por todas partes, pudo ver Ladi que desde la triple guirnalda de palcos y plateas se le asestaban todos los gemelos y también los del joven duque... en una especie de inmensa corona de gloria por la gloria de su novio...

Roja de emoción, ahogándose en el ruido del aplaudir frenético, resonante en su oído como una granizada de perlas, con la nariz por la delicia dilatada en su cara ideal de caprichosa, sintió un vacío en las sienes cuando, bajo el telón a medio levantar, apareció un cómico y le arrojó al palco (¡a ella, a manera de solemnísimo homenaje!) el nombre de Ricardo..., -lo cual arreció la tormenta de entusiasmo con un griterío imperativo y tremendo de — «¡El autor! ¡El autor! ¡Que salga!...»

Volvieron a brillar sobre el telón las luces del proscenio y empezó aquél a subir con lentitud. La escena apareció desierta, deslumbradora. Ladi se ahogaba, suspendida en el profundísimo silencio de la impaciencia del público por conocer a su Ricardo. No le había vuelto a ver desde aquella noche..., desde aquella noche en que él apareció tan feliz y que ella encontró, en verdad, un poco simple... como tal revelación de cosas tan enormemente ponderadas... Pero le perdonaba la desilusión, ahora, completamente; ahora que iba a verle en la apoteosis de la electrizada multitud, en la claridad de gloria de las movibles luces de los bastidores, ofreciéndole la ovación con enamorada sonrisa! ¡Cuánto le querría!

La dama, aquella actriz elegantísima y espléndida, hermosa como una reina, y un actor buen mozo a quien el flamante frac le daba más aparatoso aspecto, tiraban del autor, que se resistía a salir y que al fin asomó por el foro entre ambos... pequeño, vistiendo una lamentable levitilla, pálido, con el asombro en los ojos y el pelo y el bigote como erizados. Junto a las graciosas reverencias de sus acompañantes, las del pobre autor, cogido por las dos manos, resultaban verdaderamente ridículas.

Ladi oyó decir en el palco izquierda:

— ¡Qué feo! — ¡Qué rayo!

Y la burlona Nita, la segunda vez que se alza el telón, le comparó con... «un ratón recién salido de una jofaina». En esto, al desaparecer el autor, de espaldas al fondo, tropezó con un mueble, y el público entero, sin dejar de aplaudir, rióse.

— Vamos, que yo te digo que si lo sacan al empezar el drama, se hunde, ¡Qué demonio de levita!

No hacía falta esta burla más de la prima, porque ya Ladi estaba descompuesta. Desde enfrente el húsar en su actitud gallarda la miraba y sonreía piadosamente...

Desvanecíase Ladi.

Se levantó con ligereza y se ocultó en el antepalco — sin que lo advirtiera apenas la familia, atenta a la ovación que siguió ruidosa mucho tiempo.

Ricardo salió a la escena siete veces. Hasta la impresión primera causada en el público por la ridiculez de su aspecto, se le tornó en simpatía fuertemente favorable a su pobreza y su humildad.

Cuando el padre de Ladi, emocionadísimo, fué a felicitarla, estrechando su mano, la encontró medio tendida en el diván del antepalco, temblorosos los labios y la mirada sin luz. ¡Pobre sensitiva tronchada por un huracán de venturas!...

— Perdóname — la dijo —; ya comprendo tu cariño por ese hombre de genio, de porvenir..., y puedes decirle que desde hoy lo tendré a orgullo, ¡a orgullo!, ¿sabes?... Mañana almorzará en casa con nosotros... Yo lo invitaré.

— ¿A quién? ¿A ese facha? — respondió Ladi terrible de desprecio —. ¡No pienso verle más en la vida! ¡¡Vamonos!!

Y al impulso de querer levantarse del diván, cayó desplomada con un ataque de nervios.

Acudieron la prima y la mamá.

Le aflojaron un poco la cintura. Se repuso Ladi.

Pero sin consentir en volver siquiera al palco, salieron del teatro, que esperaba ebrio de entusiasmo los otros dos actos del maravilloso drama.