La de los ojos color de uva/XIII
Llegó a casa de Rodríguez.
— Rodríguez, ¿quieres hacerme un favor?
— Hombre, ya lo creo... ¡Caramba con tu suerte, chico!... Llegar, topar, drama en ensayo..., y en el ensayo general, ¡pum!, toda una consagración anticipada. ¡Hoy eres la figura en los periódicos!
— Bueno... A propósito de esto es... Debías prestarme la levita.
— Para salir. Me lo figuro.
— Sí, ya ves... Por si me llaman a escena.
— ¡Tanto que te llamarán
— Y la Comedia es un teatro de fuste..., y como se pone en los estrenos... Haría mal que me presentase de chaqueta.
— ¡Pues, sí! ¿Tienes pantalón negro?
— Puede servirme éste, mira: rayado y oscuro.
— ¡Quítate, hombre!... Te pones el mío también. Todo el traje. El chaleco es el que está un poco zurcido, pero te abrochas, ¡Nada, nada, conviene que el público te vea hien..., y, sobre todo, tu... Ladi!
— ¡Mi Ladi!
— ¿Te asombra?... ¡Qué secreto lo tenías!... No obstante, desde que vas siendo célebre..., lo sabe medio Madrid. Hubo quien oyó anteanoche hablar a tu futuro suegro en el Casino.
— ¿El... lo ha dicho?
— Sí. Ayer tarde se comentó en el saloncillo, cuando tú saliste del teatro. Parece ser que se oponía, porque eras pobre, y que tenía encerrada a la muchacha..., y que ahora deja de oponerse, porque vas a ser un autor de porvenir... ¡Tú sabrás si es cierto todo eso!
Ricardo, mientras el amigo complaciente sacaba de un armario la levita, permaneció asombrado de la revelación. Concordaba, en efecto, con la extraña y breve esquela que acababa de recibir de Ladi, como un grito de liberación y de alegría, después de aquel horrible mes de silencio, después de aquel mes espantoso sin verla y sin poder saber de ella siquiera. ¡Ah, sus relaciones, tan llenas de paréntesis y de saltos imprevistos!, desde la luz a las tinieblas, desde las tinieblas a la luz! Decía la esquela:
«Me han soltado. Están contentos de ti. Esta noche iremos todos a tu estreno.»
Quiso saber, inquirir detalles, y no sabía más Rodríguez. En cambio, con la prisa del estreno, que iba a ser dentro de un rato, y en tanto el feliz mortal vestíase el traje, tuvo que saciar atropelladamente la gran curiosidad del camarada.
— Sí, nos conocimos en Salinas, y desde agosto somos novios. Yo no os había dicho nada por... Oye, ¿no me está algo largo el pantalón?... Los padres no querían, y al volver hablamos por la reja dos noches... Se conoce que supieron esto y la encerraron a los tres días o la mandaron fuera de Madrid... No sé, chico, no lo sé... ¡Dame el chaleco! Yo creía que estaba enferma, más bien; pero digo ahora que debieron encerrarla, porque... léelo, verás qué esquela acaba de mandarme..., ahí la tengo en la chaqueta; dice: «Me han soltado...», luego estaba en un encierro... ¡La pobre! No te puedes figurar cuánto me quiere. Por eso, a pesar de mi buena suerte por haberme admitido el drama, me habéis visto triste en este tiempo... He sufrido lo indecible. No podía explicarme su desaparición y su silencio. Me moría. Sin embargo, ¿sabes?..., por... ciertas cosas... estaba bien seguro de ella... completamente seguro. Su casa, desde la segunda noche misma en que... hablamos por la reja, estaba cerrada para mí. No conocía ningún amigo de su esfera que me pudiese informar. Iba, y el portero me mandaba a poco menos que hacer gárgaras. Vigilaba y no me atendían siquiera las criadas al abordarlas por la calle... ¡Oh, estos estúpidos sirvientes de los ricos!... Sólo un amigo, en fin, un tal León Rivalta, vizconde, creo, de Torrecilla de Alfaro, me habría podido dar noticias..., pero es justamente mi rival..., mi testarudo y estúpido rival, a quien desprecia Ladi, y que, no obstante, sigue frecuentando la casa. ¡Imagina mi tormento!... Veía salir el coche de ellos y no iba Ladi... Los encontraba en los teatros, sin Ladi... ¿Estaba enferma? No, puesto que no iría entonces a divertirse su familia. ¿Estaba fuera? No, porque me hubiese escrito..., a menos de haberla hundido en un conventó... ¡Y ya ves. Rodríguez, qué rabia no verla después que me he gastado en coches del Círculo un caudal y otro en ese traje... con el que no me ha visto ella tampoco, por lo que puedo decir que fué un derroche inútil e importuno!
— ¡Mejor! Así ya, cuando te vea, estarás hecho un dandy, con lo que ganes. Desabróchate un botón; me parece que la levita te está estrecha... ¡sí, te hace fuelles en el talle!
— Pero si me desabrocho...
— ¡Qué?
— Se me verá el chaleco.
— Bueno, ten cuidado de tirarte, nada más.
— Lo que la creo es algo corta, ¿no?
— ¡Puede pasar ! Tiene un buen paño; era de mi padre. Tú has debido pedirle a cuenta al empresario y hacerte ropa.
La chistera fué lo grave. Se le quedaba en la coronilla. Rodríguez tenía la cabeza muy pequeña. — Bueno, mira, déjame... ¡adiós!... ¡Me compro una!...
— Pero... ¡tonto! ¿para qué?... ¿Vas a salir cubierto?...
Ya no le oía Ricardo. Había escapado.
En la calle se acordó de que podía haberse traído en el coche a Rodríguez. Bien...; él vendría... Tenía prisa. Pidió en la primera sombrerería del camino una chistera; se la dieron por tres duros y se volvió al coche.
Hasta el teatro fué pensando que todo se le ponía que ni de encargo. Incluso lo que se le figuraba al pronto una catástrofe..., como el eclipse o el encierro de su novia, para soltarla tan oportunamente y con el perdón de los padres, por lo visto, para él; en efecto, si se había empeñado en dos pagas con El Liberal, sólo por espiarla en coches y buscarla en los teatros durante este hundimiento de ella inverosímil..., ¿qué no habría ocurrido si le acoge antes la familia y tiene él que alternar en sus reuniones; en la intimidad de sus paseos, de su landó..., con flores, con frac, con trajes de tarde y de mañana, con... demonios coronados?... Desde hoy, su triunfo teatral le haría para lo sucesivo menos difícil todo esto — y temblaba al miedo del fracaso procurando confiarse en los fervorosos y anticipados aplausos de la Prensa,
¡Pobre Ladi! No pudó dudar de ella... ¡Cómo! ¡La dulce virgen ! ¡La bella ex virgen, después del sacrificio!... ¿Acaso su proceder no había sido el de una gran voluntad enamorada?... Al despedirle aquella noche, le había dicho, rechazándole a él con dulzura la intención de reincidencia: — «No, Ricardo; no volverás a entrar. He querido únicamente probarte que te quiero, y ya está. Hablaremos por la reja..., pero no vengas mañana, porque estoy fatigadísima. Yo te escribiré.» — Y sin duda, la culpa del encierro, del nuevo y más grande enfado de los padres, la tuvo él; la vió por la tarde en la Castellana, cruzándose un par de veces, con el landó en esta misma berlina que entre vidrios y cortinas le ocultaba por suerte el gabancete; pero loco, con imprudencia insigne de dichoso, con insensatez que parecíale ahora incomprensible, ¡cuánto le pesaba!...; la envió a la mañana siguiente unos renglones de salutación — incapaz de pasarse veinticuatro horas después de aquello sin que supiese ella cuánto más la idolatraba. Claro que no aludía al... asalto venturoso y sí solo, sin embargo — se acordaba, ¡qué mentecatez! —, a los besos y la reja... «tu imagen está viva en mis ojos, impresa a fuego de tus labios y llena de luz de luceros...» Enviada tal esquela con un continental, debió de cogerla el padre..., y no volvió Ricardo a ver ni a saber más de su Ladi, desde entonces.
¿Fué por esto? ¿Fué si no que Ladi, sufriendo tal vez rápidamente en su temperamento de nerviosa los síntomas precoces de... las fisiológicas consecuencias de aquella noche... se había descubierto a su familia?... Mejor, en cualquiera de ambos casos — alegrábase Ricardo ahora —: porque así habrían sabido sus futuros suegros, con imposición definitiva, qué puntos calzaba la amorosa locura de su hija...
Paró el coche.
Estaba ante el teatro — en cuyas puertas empezaba ya la animación, y en cuyas taquillas volvió Ricardo a ver, como a media tarde, el halagador cartel de