La de San Quintín: 20
Escena V
editarROSARIO, EL MARQUÉS.
ROSARIO.- (Viendo alejarse a DON CÉSAR.) ¿Has visto qué cócora de hombre?
EL MARQUÉS.- Juraría que se ha prendado de ti.
ROSARIO.- Tengo esa desdicha.
EL MARQUÉS.- ¿Y se ha declarado?
ROSARIO.- Salimos a declaración por día, en diferentes formas. Ayer, en una carta larguísima, fastidiosa y con muy mala gramática, me hizo proposición de casamiento.
EL MARQUÉS.- ¡Y tú...!
ROSARIO.- ¡Cállate, por Dios! Te juro que antes me casaría, con un albañil, con un peón, con un presidiario que con ese hombre.
EL MARQUÉS.- Bien dicho. Todo antes que esta dinastía de pasteleros enriquecidos. El que inventó las rosquillas debió de ser un excelente hombre. Pero la raza ha ido degenerando, y D. César es rematadamente protervo. Tú le odias; yo más.
ROSARIO.- No; yo más. Reclamo el privilegio. Las mordeduras de ese reptil han sido más venenosas para mi familia que para la tuya.
EL MARQUÉS.- ¡Ah! tú no sabes... No quiero hablarte de la humillación en que he vivido diez años, sufriendo sus perfidias, y sin poder defenderme. Luego, el maldito, con refinada hipocresía, afectaba una adhesión servil a mi persona; y después de jugarme una mala pasada, se deshacía en cumplidos y protestas de amistad... ¡Y qué solapada astucia para fiscalizar mis actos, qué aptitudes de polizonte...! Nada, que no me dejaba vivir... Me seguía los pasos... Era mi sombra, mi pesadilla. ¿No te conté aquel caso?... ¡Ah! verás. Logró apoderarse de siete cartas mías, dirigidas a la Estéfani...
ROSARIO.- Y se las mandó a tu mujer. Lo supe, sí.
EL MARQUÉS.- Tenía que enviar a Dolores una cantidad en billetes. Dentro del sobre puso las cartas.
ROSARIO.- ¡Infamia mayor! ¿Y no le mataste?
EL MARQUÉS.- Me fui a él como un tigre... Habías de verle y oírle, tembloroso, servil, queriendo encubrir la cobardía con la lisonja... Jurome que se había equivocado... que las cartas pensaba mandármelas a mí. En efecto, bajo otro sobre me mandaba una nota de réditos...
ROSARIO.- Debiste ahogarlo.
EL MARQUÉS.- Debí... sí... pero ¡ay! aquella noche necesitaba yo dos mil duros... Cuestión de honor... cuestión de pegarme un tiro si no los tenía.
ROSARIO.- Comprendo... ¡ah!
EL MARQUÉS.- Y tuve que humillarme. Rosario de mi vida, nada envilece como cierta clase de deudas. No debas. Si para verte libre de tal suplicio, necesitas descender en la escala social, baja sin miedo, cásate con un guardia de consumos, o con el sereno de tu barrio.
ROSARIO.- Tienes razón. He sido también esclava y mártir. Gracias a Dios, estoy libre... aunque pobre.
EL MARQUÉS.- Y ahora, prima querida, resuelto a no morirme sin dar a mi verdugo un bromazo como los que él me ha dado a mí, pongo en tu conocimiento que ya se la tengo armada.
ROSARIO.- ¿Un bromazo?...
EL MARQUÉS.- Una equivocación de la escuela fina, del estilo de las suyas.
ROSARIO.- Cuéntame... ¿Qué es eso?
EL MARQUÉS.- Una cosa tremenda...
ROSARIO.- (Con vivo interés.) Pues dímelo. ¿Es algún secreto?
EL MARQUÉS.- Para ti no.
ROSARIO.- ¿Qué harás, pues?
EL MARQUÉS.- (Temeroso de ser oído.) Destruir la ilusión de su vida. Ya sabes que anda por ahí un hijo...
ROSARIO.- Sí, le conozco; está aquí.
EL MARQUÉS.- Por más señas, demagogo, sectario de la Commune, del ateísmo y del mismísimo infierno. Pues con todo, no será tan antipático como César.
ROSARIO.- En efecto, no es antipático. No parece hijo de tal padre.
EL MARQUÉS.- ¡Toma! como que no lo es... como que no lo es... ¿Lo quieres más claro?
ROSARIO.- (Estupefacta.) ¡Qué me cuentas!
(Pausa.)
EL MARQUÉS.- Lo que oyes. Puedo probarlo. Es decir, lo que puede demostrarse es que la filiación del joven reformador de la sociedad, es un enigma, una equis...
ROSARIO.- (Con ardiente curiosidad.) Explícame eso... ¿Pero es de veras que...?
EL MARQUÉS.- ¿Conociste a una tal Sarah Balbi?
ROSARIO.- ¿Italiana, institutriz en la casa de Gravelinas? A mamá oí hablar de esa mujer. Ya, ya voy comprendiendo. Y D. César la amó, y la creyó fiel...
EL MARQUÉS.- Rarezas, anomalías de los caracteres humanos.
ROSARIO.- ¡Un hombre que tan bien conoce la moneda falsa, que entre mil centenes buenos encuentra el malo, sólo con revolverlos sobre una tabla... no conocer a Sarah!
EL MARQUÉS.- ¡Y tenerla por oro de ley!... Cegueras que impone el cielo como castigo.
ROSARIO.- ¿Pero tú, cómo sabes...?
EL MARQUÉS.- Recordarás que hace pocos meses murió en casa el pobre Barinaga.
ROSARIO.- (Recordando.) Coronel de ejército, figura noble... barba blanca...
EL MARQUÉS.- Por meterse en trapisondas políticas, acabó sus días en la miseria. Yo le recogí para que no fuera al hospital.
ROSARIO.- Ya, ya... Y ese infeliz tuvo amores con la italiana...
EL MARQUÉS.- Sí.
ROSARIO.- Al mismo tiempo que D. César.
EL MARQUÉS.- Dos días antes de morir, refiriome el pobre coronel su martirio. Porque verás. La amó locamente. Conservaba siete cartas de ella... ¡siete! fíjate en el número, siete cartas, que me entregó.
ROSARIO.- ¿Y las tienes?
EL MARQUÉS.- Como que ellas serán el cartucho de dinamita que pienso poner en las manos del caballero de las equivocaciones... ¡Ah! me faltaba decirte que Barinaga padeció el suplicio de los celos...
ROSARIO.- De modo que la tal Sarah le engañaba también...
EL MARQUÉS.- Él lo creía, o lo temía... Era un misterio esa mujer... Misterio lleno de seducciones; me consta... Corramos un velo...
ROSARIO.- Sí, corrámoslo.
EL MARQUÉS.- En las siete cartas, que yo llamo las siete partidas, se ve bien claro que explotaba la ceguera de D. César...
ROSARIO.- Con el argumento de su maternidad.
EL MARQUÉS.- Que era en ella como una palanqueta para forzar aquella arca tan difícil de abrir.
ROSARIO.- ¡Horrible historia! ¡Y ese infeliz joven...! ¿Pero qué culpa tiene él? ¡Arrancarle su nombre, privarle de su fortuna!... No, no, primo, no hagas eso... déjale que...
EL MARQUÉS.- La cosa es grave. No creas... Yo también dudo a veces...
ROSARIO.- (Cambiando súbitamente de idea.) ¡Oh, qué ideas me asaltan! Pues sí, debes...
EL MARQUÉS.- ¿Opinas que...?
ROSARIO.- (Rectificándose con espanto de sí misma.) No, no...
EL MARQUÉS.- Entonces, ¿te parece que...?
ROSARIO.- (Después de vacilar, afirma de nuevo.) Sí, sí... Siento en mí impulsos rencorosos, vengativos. Merece el tal D. César un golpe duro, muy duro, y no seré yo quien le compadezca... Esta aversión la heredé de mi padre.
EL MARQUÉS.- Ya sé...
ROSARIO.- La heredé también de mi madre. Ese hombre se permitió hacerle proposiciones amorosas, y colérico y venenoso, al verse rechazado con horror, la calumnió infamemente...
EL MARQUÉS.- ¡A quién se lo cuentas...! Dijo de ella...
ROSARIO.- (Indignada, tapándole la boca.) Cállate.
EL MARQUÉS.- ¿Con que decididamente... me equivoco?
ROSARIO.- (Con firmeza.) Sí, sí.
EL MARQUÉS.- Él me ha pedido la filiación de la yegua... que también se llama Sarah... ¡Bromas del Altísimo, Rosario!... Pues este cura... se equivoca, y en vez de meter en el sobre...
ROSARIO.- Comprendido... (Turbada y confusa.) ¡Ay, no sé qué pensar... ni lo que siento sé! ¡Si supieras, primo, por qué camino tortuoso ha venido a tener esto asunto para mí un interés inmenso!
ROSARIO.- (Con resolución.) ¿Harás lo que te mande?
EL MARQUÉS.- ¿Qué es?
ROSARIO.- Dame las siete partidas.
EL MARQUÉS.- ¿Y tú...?
ROSARIO.- Déjame a mí.
EL MARQUÉS.- Te enviaré el paquetito con persona de confianza.
ROSARIO.- Tomo sobre mi conciencia el cuidado y la responsabilidad de la equivocación. (Sintiendo voces por la derecha.) Chist... Creo que el patriarca te llama.
EL MARQUÉS.- (Presuroso.) ¡Ah! sí, la sidra... Quedamos en que te mando eso.
ROSARIO.- Sí, Sí.