La copa de Verlaine: Capítulo XV

La copa de Verlaine
de Emilio Carrere
Capítulo XV: Sindulfo, arqueólogo y cazador de alimañas

XV. Sindulfo, arqueólogo y cazador de alimañas


H

A venido a verme el señor Sindulfo del Arco, arqueólogo y cazador de jirafas. Como comprenderéis es un personaje inquietador. Yo le conocí este verano en una juerga en la Bombilla, porque Sindulfo es un arqueólogo flamenco.

Desea que yo llame la atención de las Academias acerca de la calavera de Atahualpa, el inca infeliz que Sindulfo ha descubierto y cuya autenticidad prueba en un volumen de quinientos folios. Lo que creo es que intenta vender en buen precio la ilustre osamenta, y esta adquisición me parece inestimable para la colección del Museo Arqueológico. Un hallazgo tan importante haría la felicidad de cualquier docta Corporación.

Sindulfo es un sabio y un valeroso cazador de jirafas, y, aunque parezca raro, es dulcemente enamoradizo. Como todos los hombres extraordinarios, anda por el mundo caballero en una nube, y se le antoja ver ángeles domésticos en cada dama andariega y aficionada al acre aroma de varón.

—Mi querida Isabel, usted es la mujer que yo he soñado para formar un hogar...

Como veis, Sindulfo es un doncel romántico, digno de ser cantado por Walter Scott.

Y lo melancólico es que dice estas inflamadas palabras cuando ya tiene muchos hilos blancos en las barbas proféticas.

Este hombre extraño ha recorrido el mundo a pie y cuenta las cosas más desconcertantes.

—Yo he comido carne de indio guarany; es muy dulzona... Estaba perdido en un bosque del Chaco central. Otra vez, los indígenas me condenaron a muerte y me salvé a lomos de un jaguar. Así llegué a una tribu de indios pirios, que me creyeron un ser sobrenatural. Hicieron fiestas en mi honor y me regalaron una doncella joven para mi holgorio; se llamaba Atarbelia, morenita ella, bien formada. Luego la quemaron viva para que no tuviese descendencia de blanco. Es una costumbre.

Yo no sé si Sindulfo dice la verdad o si es folletín ambulante. Tengo motivos para creer que la imaginación es su facultad predominante. Un día que dábamos un paseo por la Moncloa se nos acabó el tabaco. Era otoño. Sindulfo cogió un puñado de hojas secas de chopo, las estrujó y las metió en su pipa. Después dejó errar su mirada por las lejanías de El Pardo, añorando sin duda los bosques vírgenes del Arauco. De pronto se detuvo y exclamó:

—Verdaderamente, el mejor tabaco para la pipa es este tabaco turco. Tiene un aroma muy delicado.

—¡Sindulfo, por Dios, que son hojas de chopo! ¿No recuerda que las hemos cogido cerca del caño gordo?

—Usted está soñando, amigo mío. Esto que fumamos es tabaco turco. Compré yo diez kilos en Constantinopla hace dos meses. Por cierto que aquella noche el Bósforo parecía un espejo. La luna rielaba sobre su superficie, y a lo lejos...

Sus ojos se entornaron y el ánima se fué en pos de aquel recuerdo otomán que él acababa de crear... Yo respeté su ensimismamiento y pensé que con esta fantasía Sindulfo era feliz.

Presenta certificados de los sitios por donde ha pasado. Realmente ha recorrido el mundo; pero ha viajado sin enterarse de lo que sucedía ante sus ojos, como hundido en si mismo, mirando hacia adentro, inventando paisajes, personas y episodios, sin tomarse el trabajo de mirar lo que le rodeaba. Lo mismo hubiese sido que no se moviese de la cama durante diez años.

—Otra vez, en África, me encontré a un cazador que llevaba sobre su camello un magnífico león muerto.

—No diga usted más—le atajé, sonriendo—. Era el gran Tartarín de Tarascón.

—Fuimos muy amigos. Juntos cazamos jirafas, caimanes... Y figúrese que cierta noche...

—En medio del desierto de Sahara...—interrumpí—. Naturalmente, amigo Sindulfo. Usted es un grande hombre. Yo exigiré que las Academias le compren su calavera de Atahualpa y nos gastaremos los cuartos en la Bombilla, con aquellas dos chulonas modistillas que a usted le parecerán dos sacerdotisas de Vesta.

Porque, como dije al principio, Sindulfo gusta de los gachones deliquios del baile. Yo le he visto marcarse un schotis, cosa que es compatible con la arqueología y con Atahualpa, mientras cantaba, con una voz cavernosa que parecía la del propio inca difunto, este estribillo flébil:

Con mi muñequita
sobre el corazón,
esta hora tan dulce
me embriaga de amor.

Ahora voy a responder a una pregunta que está en la mente de los lectores. Sí, señor, el amigo Sindulfo existe, y no diré que es de carne y hueso, porque más bien parece de nube. Va todos los días a verme al café, y espero que dentro de poco será académico de la Historia. No olvidéis que ha descubierto la calavera de Atahualpa.

Clamaría a Dios y se hundirían las esferas si la docta Corporación le pretiriese. Sindulfo estaría muy bien exclamando en plena sesión:

—Señores académicos: Habéis de saber que el juego de carambolas, entre los antiguos persas...