La copa de Verlaine: Capítulo XIV

XIV. El galán de los «ouistitis»


A

QUEL rincón de café era como un muestrario de personajes absurdos. Poetas, pintores, apaches, inventores... En los cristales amarillentos se reflejaban las chalinas y las pipas, y, a veces, como una aparición de balada germana, la linda cabecita de paje rubio de Betina Jacometi, una genial pintora holandesa, a quien la policía metió en la cárcel sin más razón que la de fumar cigarrillos por las calles y ser muy extraña. Esto, que es una cualidad de aristocracia, llevó a la pobre Betina a la prisión, de donde salió tuberculosa. Esta mujer artista, de espíritu extraordinario, dice que todo en España es idioto, menos los amigos del café silencioso. Realmente, con bastante dificultad se podría hallar un cenáculo más pintoresco y más multiforme.

El amigo Montalbán, arqueólogo y cazador de leones, nos hablaba de sus exploraciones en la India; Peñalba, el Tartarín de la cuarta plana, nos decía sus sueños de publicidad, a la americana, mientras tomaba café con media; el poeta Alberto Valero se dedicaba a cantar la romanza de Roberto, el diablo, con unas burguesitas sentimentales de la mesa contigua. Betina fumaba, fumaba, con los ojos azules e ingenuos, en un éxtasis de arte. ¿Qué pensaría aquella linda cabeza de paje provenzal, tan exquisita, tan femenina y al par tan rebelde y tan misteriosa? Después, llegaba Fantomas, el rey de los ladrones. Nosotros no le tomamos nunca completamente en serio. Nos parecía un folletín ambulante. Bien vestido, rasurado a la inglesa, con un acento también inglés (deslucido por su dejo catalán primitivo) y su monóculo, un bastón con correa y una gabardina, Fantomas era un espectáculo.

—¡Mozo!: Whisky and soda... Miri, mejor es que me traiga un five o'clock tea.

Generalmente ya era noche bien cerrada... Pero Fantomas era un hombre chic, un Brummel de la Barceloneta, y los pobres poetillas no nos atrevíamos a contradecirle en asuntos de elegancia y de buen tono. ¡Oh, él había operado en los grandes hoteles mundiales!

De todos modos, Fantomas era un tipo interesante. Tenía ojos de gato y dientes agudos de animal de presa. Era en aquellos días en que las autoridades le vigilaban celosamente—los periodistas hemos fabricado el tópico de que los policías son muy celosos—. ¡Le habían hallado una calavera y un pijama negro! Esto indicaba que se trataba de un apache peligroso, de un terrible souris de hotel. Fantomas se pavoneaba en la apoteosis de su gloria y fumaba cigarrillos turcos como una cocota. Realmente tenía un alma enferma de cocota en un cuerpo delirante de histerismo. Era un hombre marioneta, producto patológico de la vida artificial que empieza en una cena montmartresa del Palace y termina con una borrachera de éter en un burdel elegante. Valses vieneses, rameras viejas, pintadas y bien vestidas; artificio, morfina, pases de bacarrat... Todo esto formaba la careta de Fantomas la veladura de su fisonomía espiritual. En el fondo, yo creo que se trataba de un buen chico que tenía unos furiosos deseos de epatar y cogió un mal camino: el del hotel de la Moncloa. Pero él hubiera llegado a la escalerilla del patíbulo con tal de que la gente le creyese un hombre terrible. Era un enamorado de lo extraordinario, de lo singular, un sugestionado por los libros de andanzas policíacas. Aquí no se conoce bien su tipo modelo. Él mismo se encargó de descubrírmelo. Hace dos meses recibí un libro desde Lisboa. Me lo enviaba un remitente misterioso, sin una carta, sin una tarjeta. Se titulaba La dame aux ouistitis. Memoires d'un souris d'hótel.

—Esto es de Fantomas—exclamé.

Efectivamente, el protagonista de Claudio Lefaure es un ladrón de hoteles que se llama Fabricio Levrot. Fantomas sueña con emular la vida azarosa y fantástica de este personaje. Es el galán de los ouistitis.

Como todo hombre vanidoso, Fantomas se cree irresistible con las damas. Pone los ojos velados y coquetones, adopta un gesto de elegante fatiga y hace algunas conquistas entre las camareras, las cocotas del Palace y alguna gentil desequilibrada que, también enamorada de lo extraordinario, de lo detonante, le entrega sus encantos y sus alhajas.

¿Realmente Fantomas es el rey de los ladrones? Oyéndole a él hay que creer que sí. Una bella noche de luna paseábamos por las calles, fragantes de primavera. Fantomas exhaló un sollozo romántico:

—¡Qué noche tan hermosa para robar!

Lo del maillot y el gorro con borla es una invención de la fantasía folletinesca de la policía.

—Yo no robo en traje de etiqueta y zapato de charol. Estoy de antemano una hora encerrado en mi habitación, completamente a obscuras, hasta que mis ojos ven perfectamente en la sombra. Mientras introduzco el ouistitis en la cerradura, estudio la respiración del durmiente. ¡Es una emoción tan exquisita!...

Otro día, en el camerino de una cupletista, pedía a gritos—con rotos gritos de epiléptico—una jofaina de agua perfumada, porque quería morir abriéndome una vena. Esta dulce muerte romana la acababa de aprender en ¿Quovadis?, película de gran metraje que se estaba proyectando en un teatro. Quería ser Petronio, quería ser Fabricio Levrot, el gran cambrioleur, y hubiera querido ser el último personaje singular de la última lectura. Este espíritu impresionable paga caro su diletanttismo morboso, haciendo lamentables estancias en las cárceles de Europa. Ama el lujo como una cortesana y roba por amor al lujo y por amor a lo raro y a lo escalofriante, y por ese capricho de lo singular se enterró en un féretro de cristal, en el Palace, vestido de faquir, como aquel Papús de la larga perilla.

Lo malo es que la vida no se desenlaza tan a gusto como en los folletines. La vida galante, de perfumes, de joyas, de elegantes y afrodisíacos venenos, de bacarrat, de música frívola y áureo tintinear de relucientes luises, tiene este amargo contraste del calabozo y del buriel del presidiario. El grillete disipa los sueños absurdos de morfina. Esta figura desquiciada y pintoresca confieso que me es simpática y que la vería con gusto otra vez en el rincón del café de artistas. Pero Fantomas es el hombre nube, el hombre pájaro, que no vuelve a posarse en el mismo sitio. No me extrañaría recibir una carta suya diciéndome que se ha hecho mago del Tíbet o que está dirigiendo una academia de baile flamenco entre los pieles rojas. Cualquier cosa que sea arbitraria y extravagante. Lleva en el alma un viento de locura y de aventuras este pintoresco enfermo de lo maravilloso.