La copa de Verlaine: Capítulo XVI

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La copa de Verlaine de Emilio Carrere
Capítulo XVI: El poema del mal poeta

XVI. El poema del mal poeta


E

L mal poeta escribe en un café solitario. Yo le profeso al poeta malo un aborrecimiento corso. Me ha apedreado los oídos con sus ripios, con sus tópicos, con su retórica. Es hombre insensible a la emoción estética, que fabrica sus versos como un jornalero: un albañil, por el cascote; un picapedrero, por su ritmo monótono, que parece que agita adoquines dentro de un cubo en vez de lapidar las piedras preciosas de las bellas rimas.

El mal poeta tiene un orgullo satánico. Es de los que hacen burla bellaca de Rubén y componen pueriles mixtificaciones de los viejos maestros románticos—fáciles becquerianas y humoradas sin el hondo espíritu campoamoriano—. El mal poeta escribe mucho. Sus versos son una infección de todos los periódicos. Su ramplonería es una bomba de gases asfixiantes. Yo os confieso que degollaría con mucho gusto al poeta malo.

Es un sujeto más de cuarentón. Posee una calva sucia, los ojos pitañosos, los dientes verdes de nicotina, y un bigote rubianco y abatido. Lleva un abominable hongo, representativo de su vulgaridad interior. Suele parlarnos de Filomela cuando complica a los sencillos ruiseñores en sus octavas reales, sin duda para despistar al ingenuo lector. El pensil ameno y el rosicler de la aurora le son tan familiares como su terno de lanilla. Ama con ansia loca, pierde la calma en cuanto tiene que rimar con alma, y todos los labios le causan agravios, sin saber por qué. El beso le parece un exceso —y a sus años, es natural—, y la luz de la luna siempre le sorprende en una laguna, cosa muy perjudicial para sus achaques reumáticos.

El poeta malo se entretiene en colocar uno sobre otro sus endecasílabos, como los ladrillos en una construcción. Luego entrega las cuartillas a una niña rubia que aguardaba para llevarlas a un periódico.

El hijastro de Apolo charla después conmigo de literatura. Me lee una oda Al Sol, un soneto A una ingrata y una elegía A la muerte de la virgen de sus amores primeros. ¡Hace ya tantos años! Este poeta tiene una memoria feliz.

El pobre hombre no acierta ni por casualidad. Tanto artificio, tanta falsificación poética, la lluvia de lugares comunes, me ponen muy nervioso. Tal vez hubiera llegado a agredirle si no llega a volver la niña rubia que llevó los versos al periódico y que retorna con cinco duros. El mal poeta la besa en la frente con sincera ternura.

—Esta es la mayor—exclama—. En casa quedan otros cinco leones. ¡Calcule usted los versos que tendré que hacer!

La niña rubia, una grácil adolescente de catorce años, tiene los ojos zarcos e ilusionados.

—Ahora le voy a comprar unos zapatos, ¿sabe usted? Los romperá en seguida, porque estas criaturas...

Sin querer, miro a los pies de la niña, unos pies lindos y pequeños de princesa china, envueltos en unas botas muy rotitas, muy rotitas...

Esta dolora no la siente ni la rima el poeta malo. Pienso en los cinco leones que quedan en casa, y este emocionante poema del mal poeta casi me hace llorar.

Y le veo alejarse, amorosamente abrazado a la niña, en cuyos ojos zarcos arde una llamita de ilusión, y en este momento, el mal poeta me parece más grande que Shakespeare y que Hugo...