La copa de Verlaine: Capítulo XIII

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La copa de Verlaine de Emilio Carrere
Capítulo XIII: Nuestro amigo el alquimista

XIII. Nuestro amigo el alquimista


N

UESTRO amigo Aclayar es alquimista. No posee un laboratorio misterioso con retortas, ni usa túnica ni caperuza, como los nigromantes remotos. La alquimia se ha modernizado. Ya no quiere fabricar el oro; más modesta, se conforma con elaborar pesetas sevillanas, precioso metal en este reino de la calderilla. En lugar de arrojar materias químicas al hornillo infernal, hace números en una tarjeta, invocando a Butatar, que es la deidad del cálculo.

Nuestro amigo ha escrito un libro para ganar infaliblemente a los juegos de azar. Nosotros le decimos que todo martingala se reduce a una combinación para perder con método. El alquimista sonríe:—El azar no es una cosa diabólica. El ingenio humano puede vencer a esa diosa meretriz que se llama la Fortuna.

El alquimista tiene una llamita de ilusión en sus ojos, rojos de tejer y destejer las cifras: siniestra tela de Penélope que ha servido de sudario a tantos soñadores del número. Las matemáticas tienen tanta poesía como un bello soneto. Aclayar es un poeta del cálculo de probabilidades, un estoico de la ruleta y de sus malas artes de hembra caprichosa, un apóstol del martingala.

Ahora que se alzan en España incontables capillas del Azar, no me negaréis que mi alquimista es un personaje de actualidad. Él cree poseer el secreto para hacer oro, y este rico metal piensa extraerlo de la rueda diabólica, y como testimonio, ha escrito un curioso volumen. Yo prefiero esta lectura a otro volumen de rimas, chirles o a una novelita de Biblioteca Patria. Tiene ciertamente, más poesía y más palpitación espiritual, aunque nuestro alquimista se equivoque, lo mismo que fracasaron sus predecesores en la busca del oro.

Un hombre de pasiones y de imaginación no puede resignarse con la pobreza o con un pasar ramplón y cotidiano. Hay que ahuyentar al lívido y desarrapado espectro de la necesidad. Hay que buscar la llave mágica que abre los tesoros de la vida: la espada bruja que decapite al dragón de la miseria. Y este talismán impreciado es el oro.

Un hombre pasional e imaginativo ama a las bellas mujeres, los viajes por las tierras fabulosas y lejanas, las obras de arte, los libros inmortales. Y sueña con conquistar el oro, que es la palabra misteriosa que abre todos los paraísos y da la serenidad de espíritu necesaria para la contemplación de lo bello. La pobreza amarga el amor, el arte no es buen camarada de la necesidad, a pesar de que se dice que el hambre aguza el ingenio.

Además, nuestro alquimista sueña con obtener ganancias fabulosas que le permitan suprimir, en torno suyo, el dolor social.

Comprende que el dinero, en los contratos humanos, es el espíritu del mal. Un filántropo rico e inteligente como él sería un nivelador. Repartiría los billetes de los grandes casinos entre los pobres, los fracasados, los parias de la injusticia de esta sociedad farisea y anticristiana. Este ideal altruista merece nuestros plácemes. El dinero del juego está amasado con dolor, con sangre, con toda la turbia gama del delito. El alquimista lo trocaría en alegría, esperanza, tranquilidad. Arruinaría a todos los empresarios de juego, eso sí; pero el fin justifica los medios, según nos han enseñado los nietos de Loyola.

Nuestro amigo sabe que la Fortuna prefiere a los toreros, a los navieros contrabandistas, a los profiteurs, buitres de la carnaza europea. Él es intelectual, es un poco soñador y desdeña estos menesteres antiestéticos. Tiene alma de luchador y prefiere luchar con el monstruo del azar. Es más noble y más heroico. Como buen filósofo, sabe que es lo mismo combatir en las encrucijadas de la vida que contra el capricho de la bolita saltarina, que puede ser la dicha o el desastre para tantos espíritus ilusionados. La vida no es más que una ruleta mucho más grande, cuya bolita—fortuna o fracaso—rueda invisiblemente en torno nuestro. El alquimista aspira a ser un superhombre que domine las fuerzas ciegas o, al menos, que las sujete entre las reglas de un martingala, basado razonablemente en el cálculo de probabilidades.

Yo creo que su libro no les será útil a los lectores. En los lances del azar, como en la vida, cada uno es víctima de su temperamento. El que se arruina en el juego, es por un torbellino de locura que hay en su alma; le pasaría igual con una querida vampiro, con la política o con los negocios. Además del invisible factor de la suerte personal, es que tiene la voluntad enferma. Para vencer a los duendes del azar hay que tener un espíritu fuerte y sereno, como para dirigir multitudes. La voluntad y el ingenio pueden vencer a la mala suerte.

El libro lo vende el editor Pueyo. Pero conste que no es réclame. No tengo el menor interés por éste ni por el otro editor. El librero, comerciante del cerebro ajeno, realiza el milagro de comer de los libros sin saber leer. Sentimos hacia el hermano librero la mayor desconsideración, y lo decimos de esta manera franciscana, como pudiéramos decir el hermano lobo o el hermano buitre. El librero es el enemigo del escritor. Debería inventarse un violento insecticida para la destrucción del librero.