La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid: 19

Capítulo XIX

Florecimiento de las bellas artes y de las ciencias.-Exaltación de los sentimientos patrióticos.-Guerra con el Ancori.-Muerte repentina de Mujanda e interesante sacrificio humano en la gruta de Bau-Mau.

Con ser tan considerable el progreso material de los mayas, no admitía comparación con el espiritual. Entregado el país, con su rey a la cabeza, a la alcoholización gradual y sistemática, sobrevino una especie de recalentamiento de aquellas vigorosas naturalezas; y, según mis previsiones, comenzó a echar chispas y a lanzar vivos destellos el espíritu nacional, hasta entonces esclavizado bajo el rudo imperio de las funciones animales; y como la vida social nocturna en cafés y tabernas facilitaba el cruce de las ideas, el despertar de las pasiones, el desgaste de los brutales sentimientos primitivos y el afinamiento de la palabra y de la gesticulación, las artes no tardaron en adquirir gran vuelo. De mí partían siempre las iniciativas, pero los mayas se apresuraban a recibirlas y a hacerlas fructificar.

En el orden de evolución de las artes, correspondió la prioridad a la escultura, no sé si porque el hombre primitivo encuentra más facilidad para cultivar este arte, en el que la cantidad de materia empleada es mayor, o si a consecuencia de una feliz invención mía encaminada a despertar en los mayas el deseo de amar y glorificar a sus héroes, cual fue la erección, frente al antiguo palacio de los uagangas, convertido después en lavadero nacional, de una estatua del gran rey Usana. Para construirla coloqué sobre cuatro columnas de hierro una montera muy sólida, cubierta de pizarra a fin de que la lluvia no destruyese mi obra, que tenía que ser de barro, porque, dada mi insuficiencia, yo no podía trabajar en otras materias menos dóciles. Después cubrí por los cuatro costados aquel cobertizo, para que los mayas no viesen el monumento hasta que estuviese acabado, y la impresión fuese más profunda.

Construí una plataforma de dos varas de altura, y sobre ella monté una armazón de madera, que representaba como el esqueleto de un hombre montado sobre el esqueleto de un asno (pues caballos no se crían en el país, y no había medio de que la estatua fuera completamente ecuestre), y por último, retapé, rellené y redondeé, como mejor pude, la armazón con blanda arcilla, hasta sacar, después de muchos tanteos, un conjunto suficientemente claro y expresivo. Para animar la composición, y para desvanecer las dudas que pudieran quedar acerca de quién fuese aquel personaje, coloqué entre las patas del asno la figura de un perrillo ratonero, pues, según las tradiciones populares, Usana iba siempre acompañado de un can, que los vates caseros celebran aún bajo el nombre de chigú, «el piojo», probablemente porque estaría plagado el pobre animal de estos parásitos cosmopolitas.

El día del descubrimiento de la estatua, que fue un segundo ucuezi, quedará inscripto entre los más famosos de los anales mayas, y sirvió de punto de partida a una revolución en el decorado de las habitaciones, y más tarde en la construcción de los edificios, por el deseo de sustituir los objetos simplemente útiles por otros que fueran a la vez útiles y figurativos. Yo he visto, y nunca lo olvidaré, ese estremecimiento de la naturaleza humana, esa invasión de la ardiente fe en un pueblo primitivo, que comienza a ver plásticamente reproducidas, por obra de la mano del hombre, las obras de la Creación. Primer «eureka» mezclado de alegría y de estupor; primer enlace espiritual del hombre con el mundo, para elevarse desde la ciega reproducción sexual a la creación libre de toda especie de seres, en la matriz infinita de la materia.

Después de la escultura y la arquitectura, florecieron la música y el canto. Conatos hubo antes de reproducciones pictóricas; pero yo logré ahogarlos prontamente, por temor a que sobreviniera la falsificación de los preciosos rujus, instrumento principal de mi gobierno. La música apareció por primera vez en los acompañamientos funerales de los héroes que morían en el circo. Con el tiempo hubo banda y orfeón nacionales, instituidos por mí, que amenizaban las fiestas de los días muntus juntamente con los mimos, danzas y juegos acuáticos. La mayor parte de los instrumentos musicales empleados eran, por su fácil construcción, tambores, zambombas, platillos de hierro y triángulos; pero no faltaban tampoco flautas y otros instrumentos de viento de difícil clasificación, así como de cuerda de forma rudimentaria, como el laúd y la chicharra. Con tan heterogéneos sonidos el conjunto era angustiosamente inarmónico; mas a ratos producía la impresión de profunda, pesada y monótona melancolía, de que están impregnados todos los aires populares mayas. Como entre éstos no había ninguno que pudiera servir para la marcha triunfal, indispensable después de las victorias de los gladiadores, hice que la banda y el orfeón aprendiesen el himno de Riego, que, una vez pegado bien al oído, se convirtió en himno nacional, cuya letra, naturalmente, no era la del himno español, sino una apología de las reformas de Usana, entre las que yo hábilmente enumeraba las mías para darles el indispensable sello tradicional. Las estrofas eran seis, y todas terminaban por un estribillo consagrado a dar gracias a Rubango por la felicidad que produce la embriaguez alcohólica.

En las danzas y mimos mi intervención no fue tan necesaria, porque ya existían y se iban desarrollando espontáneamente, conforme los hábitos de sociedad se afinaban. Sin embargo, yo fui el iniciador de los bailes combinados con los mimos, de donde salió el arte teatral, cuya forma primera fue el episodio, coreado por el público. En realidad, las artes aparecieron allí como han debido aparecer en todos los pueblos, como expansiones del espíritu público, que ansía desahogarse de las penalidades de la vida individual por medio de la algazara y del escándalo; y si alguna particularidad merece registrarse en la evolución de las artes mayas, es sólo la rapidez con que se realizó, por tener dos grandes fuerzas auxiliares: mi iniciativa y el alcohol. Las primeras tragedias fueron, más que otra cosa, motines populares, como aquel en que la tejedora Rubuca dio muerte al usurpador Viaco. No faltaba en ellas más que el público pasivo, que fue formándose poco a poco con los incapacitados y los inhábiles. De las masas informes, desenfrenadas, se destacaron por selección natural los especialistas de cada grupo de juegos artísticos, que venían a constituir ya verdaderos cuadros de ejecutantes, cuyo mérito forzaba a los demás a abstenerse con cierta inquieta resignación; entre el deseo de figurar y el de recrearse en el espectáculo, que le subyuga por su perfección, el hombre concluye siempre por dominar los arranques de su egoísmo. Sólo existe un arte, el de la danza, en el que a hombres y a animales es dificilísimo contener las violentas sacudidas de los más importantes aparatos nerviosos; y así, cuando después de las ceremonias del ucuezi y de la representación de alguna farsa y ejecución de alguna pieza de música, llegaba la hora de bailar, los frescos prados del Myera, que hasta entonces habían ofrecido el golpe de vista de un teatro al aire libre, se transformaban en confuso salón de baile, donde no sólo las personas, sino también los animales que solían acompañarlas, como los asnos, que servían de porteadores, los perros guardianes, las cabras y vacas de leche, ejecutaban tan complicados e incongruentes valses y galops, que jamás los concebiría el más robusto genio coreográfico.

El esplendoroso florecimiento del espíritu maya, que voy reseñando sumariamente, se extendió también a las ciencias; pero como éstas no despertaban tanto entusiasmo como las artes, fue necesario estimular su cultivo con recompensas metálicas. Todos los trabajos científicos eran considerados como funciones públicas, y sea por obtener los sueldos consiguientes, sea por curiosidad natural, que en este punto estoy en duda, los mayas demostraron gran afición a todo género de investigaciones. Aparecieron gran número de naturalistas, y se emprendió la construcción de un museo para coleccionar todas las especies de la fauna y flora del país; en Boro fue edificada una nueva torre, no para elevar otro Igana Nionyi, sino para observar el curso de los astros, comisionándose a este efecto a doce pedagogos, bajo la hábil dirección del enciclopédico Tsetsé; se instituyó un cuerpo de médicos para que estudiaran las nuevas enfermedades que iban apareciendo y para curarlas por el sistema hidroterápico, en el que yo les instruí rápidamente; y hasta se dio el primer paso en los estudios metafísicos, siendo iniciado en ellos el consejero y hábil calígrafo Mizcaga, el cual mostró desde un principio gran apego a la filosofía aristotélica. Pero la ciencia que atrajo mayor número de cultivadores, fue la ciencia geográfica.

Aunque tenían conocimiento de la existencia de otros pueblos, los mayas no habían sentido nunca curiosidad por conocer quiénes eran y cómo vivían. Las forestas que limitaban el país, y los cuarteles en ellas establecidos, fueron siempre considerados como una valla tras la cual el pensamiento, si penetrara, se extraviaría, como se extraviaba en el tenebroso y nunca surcado Océano, la imaginación de los europeos anteriores al descubrimiento de América. Una vez que yo tracé el primer mapa del país ante aquellos incipientes geógrafos, comenzó a tomar cuerpo la idea de averiguar qué había más allá de los bosques, en los inmensos territorios que yo señalaba como habitados por otros seres humanos y variadas especies de animales. Parece como que se les picó él amor propio al verse reducidos a un punto imperceptible en medio de tan vastas tierras, y acaso deseaban traspasar las fronteras de la nación, para convencerse de que los asertos que yo les presentaba como adquiridos en la sombría morada de Rubango eran una estúpida ficción. Los geógrafos, pues, lanzaron la idea de explorar los países vecinos, y crearon una corriente momentánea que yo procuré utilizar para resolver definitivamente el grave problema del orden interior. Porque la permanente excitación en que vivían los mayas, tan favorable para mantenerles en la vía del progreso, era más favorable aún para enconar las rivalidades y conflictos personales y locales, de que estaba sembrada la nación, y que, como ya dije, me apesadumbraban por un lado y me proporcionaban por otro el placer de gobernar a un pueblo enérgico y capaz de grandes empresas.

Por esto decidí hacer la guerra al extranjero, único recurso que tenía a mano para reunir las energías dispersas en una corriente nacional. Parecíame injusto hacer mal a unos hombres para asegurar el bien de otros; pero pensaba al mismo tiempo que la verdadera civilización exige imperiosamente, ya que no sea posible extinguir los odios entre los hombres, ir agrandando cada vez más las filas de combate, hasta llegar a destruir todos los odios parciales y a congregar a todos los hombres en dos grandes masas enemigas, que, o bien se destruyan recíproca y definitivamente, o bien se decidan a vivir en paz a causa del miedo mutuo y permanente.

Como pretexto para la guerra ideé un pequeño artificio de resultado seguro. Entre las mujeres de Mujanda figuraban, como es sabido, muchas que antes pertenecieron al cabezudo Quiganza, las cuales formaban una importante camarilla bajo la dirección de la obesa Carulia. Estas mujeres habían conservado como instrumentos para asegurar su poder, y como reliquias piadosas, algunos objetos usados por su infeliz señor, entre ellos una túnica verde de las que se usaban antes de mis reformas. Yo exhumé esta prenda, que tan dolorosos recuerdos despertaba, y después de dibujar en ella la cabeza de un asno y de bendecirla en la ceremonia del afuiri, al tiempo de degollar la vaca (porque desde la institución de la fiesta del circo, éste era el único sacrificio cruento, continuado por respeto a las tradiciones) la até al extremo de un palo muy largo, y la entregué, convertida ya en estandarte, al listísimo consejero Sungo. La costumbre había lentamente establecido que el desfile, en los días muntus, fuese iniciado por la banda y el orfeón, capitaneados por Sungo, como consejero del orden de muanangos y director de Bellas Artes; siguiendo por orden jerárquico el rey y su familia, el Igana Iguru y la suya, los consejeros, uagangas, pedagogos y demás rmnanis, el pueblo (en el que ya se empezaba a distinguir a los ricos o nobles, de los pobres o plebeyos), y, por último, los accas. Así, pues, la flamante bandera nacional marchaba, con Sungo, al frente, y por necesidad óptica venía a ser el punto adonde convergían las miradas de todos los desfilantes, que por un curioso fenómeno de autosugestión quedaban al instante sometidos al influjo de un sentimiento único, nuevo, extraño: el sentimiento patriótico. Porque así como existe un amor patrio, un amor al pedazo de tierra donde se nace y se van adquiriendo los sucesivos desarrollos, amor común a hombres y animales, así existe también un sentimiento patriótico impuesto por el hábito de caminar juntos los hombres de diversos territorios en una misma dirección o hacia un mismo ideal, dirigidos sus ojos o sus corazones hacia un punto fijo; un lugar: la Meca, el Sinaí, el Gólgota; un hombre: Alejandro, César; una demarcación geográfica: ¡cuántas naciones!; una etiqueta genérica: latinos, germanos, eslavos; una bandera hábilmente tremolada, una túnica verde, como la que a mí me servía, a falta de otra cosa, para imprimir cierta cohesión a los mayas, indisciplinados, rebeldes al sentimiento de solidaridad nacional. La túnica verde del tan desventurado como cabezudo Quiganza, fue un precioso símbolo del primer embrión de patria; todas las ciudades y guarniciones, llevadas de su manía imitativa, quisieron tener también una bandera, y Mujanda accedió, por indicación mía, a sus deseos, distribuyéndoles cuantas túnicas fueron menester; pero todas quedaron sometidas a la influencia centralizadora de la túnica primitiva, que, a la ventaja de ser única, reunía la de haber pertenecido a un rey mártir.

Organicé una expedición científica para que varios notables geógrafos explorasen los territorios comarcanos, y se decidió comenzar por el lado oriental, navegando contra la corriente del Myera y saliendo del país también por la vía fluvial, con un ligero destacamento de ruandas, tomado de la guarnición de Unya. La expedición iba dirigida por el listísimo consejero Sungo, y llevaba como secretario al consejero y calígrafo Mizcaga. Para asegurar el éxito se juzgó indispensable colocar la empresa bajo la bandera nacional, que yo confié a mi hábil auxiliar en Boro, a quien puse al corriente de mis secretos designios. Los días que estuvimos en Maya sin noticias de la expedición, la inquietud fue vivísima en todos los ánimos, y más aún en el mío, porque, falto de noticias sobre el estado de África durante mi largo período de aislamiento, había decidido a ciegas el camino que debía seguirse, y temía que, si los europeos ocupaban ya la región de los grandes lagos, ocurriese algún serio contratiempo y concluyese bruscamente mi ensayo político experimental. Al cabo de diez días se presentó un correo de Lopo anunciando el regreso de los expedicionarios y el fracaso de su misión: una tribu del Ancori les había sorprendido y atacado a traición, mientras el hábil calígrafo Mizcaga tomaba notas de gran interés científico, y les había obligado a buscar la salvación en la fuga, no obstante el probado valor de los ruandas; y al huir, el portaestandarte Tsetsé, en un momento de debilidad, había abandonado la túnica verde del cabezudo Quiganza. En vista de tan graves acontecimientos, el reyezuelo de Lopo, el prudente Uquima, concertado con el narilargo Monyo, reyezuelo de Unya, había decidido partir en guerra contra el Ancori para rescatar la bandera y devolverla al afligido Tsetsé.

Estas noticias produjeron tan honda impresión en todos los espíritus, que los uagangas, tanto los que deliberaban por la mañana como los que danzaban por la tarde, tuvieron una junta extraordinaria y declararon la guerra al Ancori, con la entusiasta aprobación de Mujanda, a quien los excesos alcohólicos iban compenetrando cada día más con el pensamiento de su nación. El gigantesco consejero Mjudsu, el de la trompa de elefante, fue el encargado de movilizar las fuerzas de las guarniciones, dejando en cada una un pequeño destacamento; y al consejero Quiyeré, el de las descomunales patazas, padre de la bella Memé, le fue confiada la dirección suprema de la guerra. También se abrió banderín de enganche para los que quisieran sentar plaza de voluntarios, y se activó considerablemente la fabricación de armas. Como por encanto cesaron las luchas intestinas, y la nación, con patriótica unanimidad, se puso al lado del Gobierno para sostenerle en este momento crítico en que había de habérselas con las tribus valerosísimas del Ancori.

Los primeros encuentros, según noticias recibidas con gran retraso, eran fatales para nuestras tropas. En ocho días habíamos sufrido ocho derrotas, ocasionadas por la cobardía de los ruandas, afeminados tras largo período de paz y de cobro puntual de pingües salarios, y por la valentía de las bandas de rugas-rugas a sueldo de los reyezuelos del Ancori. Estos mercenarios combatían con armas mortíferas que inspiraban profundo terror a los ruandas, quienes las consideraban como una invención diabólica de los nyavinguis u hombres del Norte. Sin duda las tribus del Ancori, en su comercio con las del Uganda, donde los europeos habían penetrado desde hacía muchos años, se habían provisto de armas de fuego, y en tal caso, la partida era más arriesgada para nosotros. Pero la opinión pública, que no podía razonar así, atribuía las derrotas a la impericia del zancudo Quiyeré y a la ausencia de Mujanda, cuyo primer deber, según costumbre nacional, era ponerse al frente de sus ejércitos.

Para robustecer el prestigio de las instituciones, y no obstante mi convicción de que el rey, entregado como estaba a la embriaguez, no serviría para nada de provecho, le aconsejé entrar en campaña; yo debía acompañarle y asegurarle la victoria con el auxilio del omnipotente Rubango. Mientras tomábamos estas decisiones, las derrotas sucedían a las derrotas, y cuando llegamos a Unya había sufrido nuestro ejército quince consecutivas. Su primer ataque al enemigo tuvo lugar muy en el interior del Ancori, y su último revés le había encerrado en Unya, que los rugas-rugas, después de destruir los cuarteles fronterizos, intentaban tomar por asalto. En tan desesperada situación adopté un rápido plan de defensa, cuya primera parte fue pronunciar, ante nuestras desmoralizadas tropas, una enérgica arenga, digna del verdadero Arimi, ofreciéndoles el apoyo de la divinidad para la próxima y decisiva batalla; les hice salir de la ciudad y situarse en las márgenes del Myera en correcta formación, bajo el mando del zanquilargo Quiyeré, y con orden expresa de que, en cuanto el enemigo intentase dar el asalto, se dirigieran a marchas forzadas por el camino de Viti, hacia el bosque, donde debían estar apercibidos para cortarle la retirada. Aparte de este cuerpo de ejército, de más de ocho mil hombres, quedaban dentro de la ciudad dos compañías escogidas, a las órdenes del prudente Uquima y del narilargo Monyo, la banda de música, que venía en el séquito del rey, dirigida por el listísimo Sungo, y un numeroso grupo de accas a las órdenes del astuto Tsetsé, quien me auxilió en la parte más delicada de mi plan, la preparación de morteros en el costado más desguarnecido de Unya, por donde era seguro que el enemigo nos atacaría, sin prever el movimiento rápido y envolvente de las fuerzas del zancudo Quiyeré, a las que, después de quince derrotas, los rugas-rugas considerarían como cantidad despreciable. En efecto, los enemigos, cuando fue bien de día y pudieron hacerse cargo de nuestras posiciones, nos atacaron briosamente por el lado oriental, y después de hacer algunos disparos al aire para producir el espanto en los ruandas, rompiendo las vallas exteriores, penetraron en la ciudad en número como de seis mil, sin encontrar resistencia, porque el narilargo Monyo y el prudente Uquima, siguiendo los consejos del astuto Tsetsé, se habían retirado al extremo opuesto, en donde nosotros estábamos para rehuir el primer choque. Entonces fue cuando, transmitido el fuego por conductos hábilmente preparados, comenzó la formidable y para todos, menos para mí, horripilante y terrorífica explosión de los morteros, que, sin producir gran mortandad, esparcieron el pavor en las filas de los rugas-rugas y en las de los ruandas, con su rey al frente; y es probable que se hubiese dado el caso original de huir ambos ejércitos, derrotados, en opuestas direcciones, si no hubiese impedido yo la desbandada con la oportuna invocación del nombre de Rubango, dios de nuestra bandería. Los ruandas, dominando su terror ante aquellos retumbantes estampidos, exaltándose ante mi ejemplo y el de los jefes, enardeciéndose con el ruido de los tambores, que repiqueteaban, y de los platillos, que metían el escalofrío en los huesos, cayeron sobre el enemigo, rompieron sus cuadros y le obligaron a huir hacia el bosque, donde las tropas del zancudo Quiyeré, allí apostadas, y las del narilargo Monyo y el prudente Uquima, que le perseguían, le infligieron una sangrienta derrota. Más de mil muertos, entre los que se contaba por anticipado a los heridos, rematados sin piedad, fueron recogidos entre la ciudad y el bosque, y arrojados al río para pasto de los peces; y más de tres mil hombres fueron hechos prisioneros y conducidos como esclavos a Zaco, Talay, Rozica y Nera, en el extremo occidental de la nación, donde, por imperar la poliandria, la población tendía constantemente a decrecer y necesitaba mucho de estos refuerzos. Como precioso botín de guerra, además de las flechas, cuchillos y demás armas blancas, recogimos cuarenta fusiles, que, aunque bastante deteriorados, serían utilísimos para continuar la campaña. Por nuestra parte hubo sólo ochenta muertos, que fueron enterrados al son de la música al pie del baobab funerario de Unya, en el que grabé una inscripción conmemorativa de la victoria; y ciento cincuenta heridos que fueron trasladados en carretillas a Lopo, donde organicé el primer hospital maya, deseando aprovechar en bien de la ciencia los funestos resultados de la guerra y valerme de estos héroes para ensayar algunas operaciones quirúrgicas.

Aunque la gloriosa batalla de Unya, que colocó a Mujanda a la altura del inmortal Usana, parecía resolver la contienda a nuestro favor, las tropas desearon tomar de nuevo la ofensiva, particularmente cuando se supo que entre las quince derrotas y el triunfo final habían muerto dos generales, cinco centuriones, cuarenta jefes de escuadra y más de mil soldados de número, con cuyas vacantes hubo gran movimiento en las escalas e ingresaron cerca de mil cien soldados voluntarios en el ejército regular, previo el juramento de la poliandria. Pero antes de proseguir las operaciones creí preciso remediar dos deficiencias capitales notadas, entre otras muchas, en la organización de nuestras tropas. Faltaba un cuerpo de administración militar que las abasteciese de todo lo necesario y evitase las numerosas deserciones ocasionadas por la carencia de mujeres, de alimentos y en particular del tan apetecido alcohol, y faltaba, asimismo, un servicio de información rápida entre el ejército y las ciudades más próximas al centro de operaciones.

Al regresar a Maya tomé el camino de Bangola, y asesorado por su reyezuelo Lisu, el de los grandes ojos, encargué a los más hábiles herreros la construcción de cien carretillas con tapaderas de cierre muy ajustado, que pudiesen servir para el transporte de líquidos, y ordené que las confiarán a las mujeres de los ruandas, para que acompañaran al ejército como cantineras. Para el servicio de correos utilicé, con excelente inspiración, el velocípedo, que después sirvió también para la exploración en las avanzadas, y vino a suplir la falta de caballería. Con dos ruedas, poco más grandes que las que se hacían para las carretillas, y un montaje lo más sólido y sencillo posible, quedaba formada una bicicleta, de marcha un poco brusca pero de gran duración. Esta novedad se extendió al vuelo por todo el país, y los mayas, cuyas aptitudes eran universales, hicieron grandes progresos; en este género de locomoción. Al poco tiempo pude notar, sin embargo, que el nuevo ejercicio les dañaba en su constitución física, pues el hábito de andar muy inclinados sobre ruedas les infundía vehementes deseos de andar luego a cuatro pies. También sus facultades intelectuales, y esto es más sensible, se debilitaban, y llegué a deducir de ello que la evolución cerebral debe depender de la posición del cuerpo y que si el hombre abandonara la estación bípeda por la cuadrúpeda, volvería prontamente a su estado originario de animalidad. Estas observaciones no pretendo generalizarlas; ni creo que hallen comprobación en los velocipedistas civilizados; los mayas están más cerca que éstos del estado animal, y vuelven a él más fácilmente.

Realizadas tan importantes comisiones, regresé a la corte para celebrar el segundo ucuezi, el cual fue turbado por un acontecimiento trascendental y previsto por mí, aunque no para tan cercana fecha: la muerte repentina de Mujanda en pleno día y rodeado de sus súbditos, primera e ilustre víctima de una enfermedad desconocida hasta entonces: el delírium tremens. Acto seguido procedí a la proclamación del nuevo rey, Josimiré, y a la designación de regentes que, durante su menor edad, rubricasen los acuerdos del Real Consejo. Como las mujeres están excluidas de los cargos públicos, no había que contar con la vieja Mpizi, a la que yo hubiera dado la preferencia, y entre los hombres, dada la importancia del cargo y la conveniencia de proveerlo sin tardanza, la elección debía recaer sobre uno de los tres consejeros que se hallaban presentes, el gran mímico Catana y el gigantesco Mjudsu, hijos del elocuente Arimi, y Asato, hijo del cabezudo Quiganza y aspirante al trono. Para no elegir sólo a Asato y para no desairarle tampoco, así como para dejar más vacantes de consejeros, opté por la regencia trina, y Catana, Mjudsu y Asato fueron proclamados regentes por el pueblo, con lo cual la mayoría estaba asegurada a mi favor.

Felizmente consumada la transmisión legal del poder, di permiso a todos los súbditos del nuevo rey para que se entregasen sin reserva a su sincero dolor por la pérdida del gran héroe de Unya, muerto en el apogeo de su grandeza y de su popularidad. Suspendiéronse las fiestas en el circo y todos los espectáculos anunciados para aquel día, y diose libertad a cuarenta siervos accas, acusados de adulterio y destinados a sufrir, unos, la muerte en las astas de los búfalos; otros, el apaleamiento. Después comenzose a formar, en el orden acostumbrado, el cortejo que antes de regresar a la ciudad debía dirigirse a la gruta de Bau-Mau para presenciar el sepelio de los reales despojos (que en Maya sigue inmediatamente a la defunción) y el sacrificio de las mujeres de Mujanda que quisieran acompañar a su esposo al reino de las sombras. Privilegio envidiable, de que gozan sólo las mujeres del rey en el momento preciso en que éste es arrojado en la gruta, pues según las creencias del país, el enterramiento al pie o en el tronco de los baobabs es una especie de purgatorio, que termina cuando la persona enterrada logra llegar por caminos subterráneos a la sima de Bau-Mau, mientras que el sepelio en la gruta representa la gloria inmediata, el más rápido acceso a la mansión de Rubango. Por esto todas las mujeres apetecen ser sacrificadas, y lo serían si no fuera por la oposición del rey sucesor, que retiene a muchas de ellas para ornamento de su harén; pero a la muerte de Mujanda, por la tierna edad de Josimiré, no había obstáculo para que todas realizasen su deseo, avivado aún más porque las muertes violentas del cabezudo Quiganza y del fogoso Viaco no habían permitido la celebración de los sacrificios.

Llegados a la gruta de Bau-Mau, que está cerca de la catarata, los tres consejeros regentes y yo, conductores del cadáver, le despojamos de la túnica, sandalias, penacho, collares, brazaletes y demás adornos, para devolverlo a la tierra en su pureza original, y separando las grandes piedras, que cerraban la ancha abertura de aquel profundísimo agujero, le dejamos caer de cabeza, en medio de la general suspensión de los ánimos. Yo apliqué el oído; y como el silencio era tan solemne, pude percibir un lejano eco, semejante al que produce un acetre al caer en lo hondo de una tinaja; por donde comprendí que la gruta era una especie de pozo natural, en comunicación con el río o quizás con el lago Unzu, por debajo del lecho del Myera.

Encaramándome sobre una de las enormes piedras que habíamos quitado de la boca de la gruta, con el cuchillo reluciente en la diestra, como un viejo druida, me apercibí a consumar el generoso sacrificio de las mujeres del malogrado Mujanda, las cuales se habían puesto presurosas delante de mí, separadas en cuatro grupos, como indicando que hasta la muerte conservarían los odios que en vida se habían tenido. Adelantose la primera la aguanosa Midyezi, hija de Memé, y se despojó rápidamente de todos sus atavíos, y por último de su túnica; ya no era aquella candorosa adolescente que representó con su hermana, la noche de mi llegada a la corte, el patético episodio de la vida del rey Sol, aquel en que el rey de Banga, vencido por Usana, descubre la ficción de su sexo y conquista el corazón del vencedor, sino que era una bella y robusta matrona, de nobles líneas ondulantes, a la que, no sin pena, descargué el golpe fatal, que la envió a la mansión de los muertos. Siguió el segundo grupo, de unas treinta mujeres, capitaneadas por la obesa Carulia, y luego más de cincuenta, agrupadas en torno de la tejedora Rubuca, y por fin otras setenta, dirigidas por la simple Musandé, la hija del carnoso Niama, reyezuelo de Quetiba, y todas fueron una, a una, inmoladas como lo había sido Midyezi, y arrojadas a la insaciable sima de Bau-Mau. Y no se oyó ningún lamento, ni se turbó la sublimidad del espectáculo con ningún acto de cobardía; y aun yo mismo llegué a creer que acaso sea preferible adelantar un poco el momento de la muerte si se ha de morir como morían las ilustres esposas de Mujanda, con tanta nobleza en la actitud y tanta felicidad en el semblante. Así como me repugnaba la muerte impuesta por mandato de la ley, me entusiasmó este sacrificio humano voluntario, y si de mí dependiera, lo restablecería sin vacilar en las naciones civilizadas. En cuanto se dificulta el único sacrifico noble que puede hacer el hombre, el de su vida en aras de su creencia o de su capricho, el ideal se desvanece, y no quedan para constituir las sociedades futuras más que cuatro pobres locos, que aún no han acertado con el modo de suicidarse, y un crecido número de seres materializados por completo, embrutecidos por sus demasiado pacíficas y prolongadas digestiones.