La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid: 18

Capítulo XVIII

Medidas políticas encaminadas a fortificar el poder central.-Fabricación y monopolio del alcohol.-Influencia capital de este importante líquido en el progreso de la nación maya.

El hombre es esencialmente salvaje mientras tiende a simplificar la vida y a prescindir de necesidades artificiales, e inhumano mientras conserva su amor al aislamiento, su odio a la solidaridad. La civilización no está, como muchos creen, en el mayor grado de cultura, sino en las mayores exigencias de nuestro organismo, en la servidumbre voluntaria a que nos somete lo superfluo; y los sentimientos humanitarios, más que de las doctrinas morales y religiosas profesadas, dependen de nuestra sumisión al poder absorbente de un núcleo social.

Superficialmente, parecía que los mayas caminaban con paso rápido hacia un estado envidiable de perfección, puesto que su sistema político era sinceramente democrático, sus costumbres cada día más suaves, su alimentación más abundante y sus vestidos más limpios; pero el exacto conocimiento que yo tenía de los medios por donde tales bellezas se habían conseguido me obligaba a ser cauto y a trabajar con prudencia para que los nuevos usos arraigaran. A veces ocurríaseme pensar qué pasaría allí si faltase mi dirección, y veía desaparecer mi obra como una decoración de teatro. Para que las costumbres sean duraderas han de ser también amadas, y para que sean amadas han de halagar los instintos, han de satisfacer una necesidad fisiológica violenta.

Faltaba, pues, a mis reformas un detalle importante: estar ligadas entre sí por algo que las asociara a la constitución espiritual y corpórea de los súbditos de Mujanda; y yo veía con inquietud que ninguna de ellas había podido tiranizar a estos hombres espartanos, que, sometidos en la apariencia, deseaban tirar, como suele decirse, la casa por la ventana, y volver a su estado primitivo, no porque les pareciera mejor, sino porque, molestándoles soberanamente pensar y trabajar, las ventajas de los adelantos que yo les impuse no les compensaban la incomodidad de sostenerlos y perfeccionarlos. Así como los animales tienen como centro principal de atracción los alimentos, los mayas, situados un escalón más arriba en la escala zoológica, tenían dos: la cocina y la alcoba. Se imponía un esfuerzo más y un centro vital más elevado: el comercio de ideas.

Devanábame los sesos para ver el modo de acrecentar sus necesidades y de despertarles algunas muy violentas que pudieran subsistir por su propia virtud, sin mi acción providencial permanente, y sirviesen de cimiento a tanta reforma útil hecha y por hacer. De las industrias creadas, las más importantes, como la fabricación de bujías y jabón y preparación de abonos, se habían convertido en monopolios reales, y ni servían para estimular la iniciativa industrial del país, ni para hacerles trabajar mucho más. Las emisiones abundantísimas de rujus fueron más beneficiosas en este sentido; pero la llegada de los accas las había compensado con exceso, y en general se veía a la simple vista que el pueblo maya era más holgazán bajo mi gobierno que bajo los gobiernos anteriores. La agricultura daba mayores rendimientos, la industria indígena había progresado notablemente en cuanto a la ejecución de sus diversas manufacturas, y el comercio era algo más activo a consecuencia de las mayores facilidades en las vías y medios de transporte; mas a pesar del crecimiento de esas fuerzas, que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para llamar fuerzas vivas de las naciones, la resultante total no cambiaba gran cosa la constitución económica del país por faltar una ley de división del trabajo, sin la que no puede haber progresos duraderos.

Los mayas continuaban considerándose como aislados en medio de aquella sociedad, que, por ser democrática, parecía deber inspirarles confianza en el porvenir; sin acertar a explicarlo, pensaban en su fuero interior que el Estado maya era una coalición impuesta por el miedo recíproco y por la necesidad de disfrutar algunos períodos de paz para consagrarse con todas sus fuerzas a la procreación, llenar los huecos dejados por las luchas pasadas, y preparar nuevas y numerosas falanges para las venideras. Y ¿quién sabe si en esta concepción nebulosa de la vida social habrá un fecundo germen de verdadero progreso, del progreso que brota de los combates, no del impuesto por una inteligencia superior arbitraria? De esta suerte, considerando como un hecho posible, y aun probable, la disolución del Estado, se tenían a sí mismos como centros de su propia vida y se educaban como si hubieran de vivir de su exclusivo trabajo. La industria y el comercio eran como accesorios de la agricultura, y nadie se consagraba a ellos por entero; todos eran agricultores en primer término, y si no disponían de tierras productivas, cazadores o pescadores. En el caso de dislocarse la nación, no existían clases sociales que quedasen en el aire y que se opusieran a la ruina y acabamiento final. Algún pequeño trastorno sufrirían los herreros o carpinteros, los vendedores de pieles o de pescado seco; pero trastorno momentáneo, pues a los pocos días los habitantes del bosque se darían por satisfechos con atracarse de frutas, los de tierra llana tendrían de sobra con sus cereales y legumbres, y los del río con los productos de la pesca.

El gran Usana debió pensar en tan importante cuestión, y sin duda para fundar la unidad nacional instituyó las fiestas religiosas y el congreso de los uagangas, que yo por mi parte había desarrollado hábilmente, con el propósito ya expresado de centralizar más el poder; pero tan firmes instituciones no bastaban, porque, habiendo sido imitadas por todas las ciudades, cada una de ellas tenía en sí los medios de vivir independientemente de la corte. Sabida es la premura con que las ciudades se apresuraban a copiar cuantas reformas se introducían en el gobierno, religión, fiestas, trajes y costumbres de la capital, y en un pueblo tan perezoso como el maya, ese apresuramiento quería decir que todo el mundo deseaba recobrar su autonomía o mantenerse en estado de disfrutar de ella una vez que la centralización actual desapareciese. Cuando la revolución promovida por Viaco y los hijos de Lopo, se vio de un modo experimental que la civilización maya había llegado ya a tal punto que repugnaba la autonomía de los ensis, bien por la imposibilidad de celebrar el afuiri y gozar de las tiernas expansiones de los días muntus, bien por la inseguridad de las personas y de los bienes, pero que aún no profesaba gran amor a la patria común, sin duda porque éste suele ser un estado superior del amor al terruño, amor que, por no haber tenido Usana el buen acuerdo de establecer la propiedad individual, los mayas no poseían. En vida del usurpador Viaco se habían reconstituido las ciudades contra el mandato de la ley, y aun después de muerto fue necesaria toda mi prudencia política para restaurar el imperio de la monarquía legítima sobre todo el país. Mi deseo, pues, había sido, y era, modificar de tal suerte la organización del Estado maya que, en caso de revolución, volviese éste por las solas fuerzas naturales a reconstituirse para presidir eternamente los destinos de la nación una e indisoluble.

A tal punto se enderezaron algunas de mis reformas, como la venta de tierras a perpetuidad y la unificación de los escalafones. Estas reformas eran, sin embargo, armas de dos filos; antes de engendrar el noble sentimiento de amor a la patria, la propiedad territorial atraviesa por fases muy peligrosas, y la primera que yo pude estudiar más de cerca fue un crecimiento formidable del egoísmo de los que poseían mucho, y un desencadenamiento de los odios de los que poseían poco o nada, y más aún de los que perdían sus propiedades. Antes de convertirse en columna de las instituciones, el propietario procura ser él mismo institución, feudalizarse, ennoblecerse y avasallar. Por fortuna, las arremetidas de los grandes propietarios y ambiciosos del poder estaban contrarrestadas por el excesivo número de funcionarios inútiles, creados por mí, y que en este período de transición fueron la tabla en que se salvó la monarquía y el país.

Es costumbre hablar mal de los funcionarios que desempeñan destinos poco o nada útiles para la marcha aparente del Estado, y se considera como ideal de una buena administración la ausencia de parásitos, que, en opinión de los mismos censores, no sólo dañan por lo que no hacen y por lo que no dejan hacer, sino más bien por lo que complican el engranaje administrativo y dificultan su ordenada marcha. Error grave, del que deben huir los estadistas deseosos de fundar instituciones duraderas, pues ninguna sociedad puede subsistir sin el parasitismo. En Maya observé yo la curiosa particularidad de que la vida de la nación estuviese principalmente sostenida y regularizada por el número, en verdad abrumador, de funcionarios públicos, que yo fui intercalando en donde quiera que las falanges administrativas me parecían poco espesas. Apenas ocurría algún trastorno, notaba que los empleados que desempeñaban una función necesaria, como los reyezuelos, eran los más inseguros, porque contaban sobre la realidad de su poder para sostenerse en el gobierno. Los particulares simpatizaban con cualquier tentativa de cambio político: los ricos, por ambición; los pobres, por descontentos; todos por variar y mejorar. Los únicos fieles defensores eran los funcionarios inútiles, que, convencidos de que la agitación nacía del deseo de turnar en el disfrute de las prebendas, se aprestaban sin vacilación a la lucha y, combatiendo por sus intereses, combatían por el Gobierno y le sostenían. El parasitismo es, ciertamente, una causa de debilidad; pero es también signo seguro de vida, porque los parásitos huyen de la muerte. Un Gobierno libre de ellos está a dos pasos de su fin, sea que termine por consunción, sea que se exponga a morir de exceso de salud; estado ideal al que los humanos deben procurar cuidadosamente no aproximarse.

Sin embargo de haber obtenido brillantes resultados de la unificación e indefinido alargamiento de los escalafones, con los que formé dos grandes grupos de funcionarios: pedagógicos y sacerdotales, que constituían la policía profiláctica, y militares, que representaban la terapéutica o represiva (amén de los numerosos mnanis o auxiliares de ambos grupos), aún no vi bastantes intereses creados a la sombra del orden y de la unidad nacional, y temía que estos numerosos funcionarios se acomodasen, en caso de necesidad, a vivir sobre estas o aquellas ciudades, en la misma forma en que lo venían haciendo sobre la nación entera, y que no tuviesen bastante interés en conservar a ésta su preciosísima unidad. En tal caso, como ellos eran el vínculo más fuerte que mantenía unidos los diferentes núcleos o cantones, la obra esbozada por Lopo, planteada por Usana y perfeccionada por mí, estaba expuesta a perecer.

Ese lazo de unión tan deseado lo hallé en un nuevo monopolio, que no fue admitido, como los anteriores, con indiferencia, sino con tan vivo entusiasmo, que vine a comprender que, en lo sucesivo, los mayas todos aceptarían y sufrirían el supremo poder de Mujanda y sus sucesores para asegurar el disfrute del nuevo producto de la industria real, el alcohol, cuya venta se inauguró la primera noche muntu. Ninguno de mis éxitos, ni el del lavado y estampado de las túnicas, ni la institución del segundo día festivo, de las luchas de circo y del alumbrado, puede compararse con el de la invención del alcohol, aceptado desde el primer momento sin oposición ni discusión.

Cuando por primera vez se me ocurrió utilizar el alcohol para afianzar los poderes públicos, anduve madurando bastantes semanas mi proyecto, examinando sus contingencias posibles, buenas y malas. El interés gubernamental no hubiera bastado a decidirme si comprendiera que había de seguirse algún daño para los individuos, o cuando menos para la raza. Dos razones, entre otras, hicieron gran mella en mi ánimo y determinaron mi decisión afirmativa. La primera fue, que si por acaso resultaban exactos los dichos de los sociólogos, y el alcohol producía grandes perturbaciones orgánicas y funcionales en los individuos que de él abusaran, y la degeneración de su descendencia, siempre habría tiempo para suprimirlo; pues siendo un monopolio, y no estando divulgado el secreto de la fabricación, bastaría para ello una decisión del poder real, que por algo es considerado por los estadistas como poder moderador. No era, sin embargo, probable que tales perniciosas consecuencias se presentaran, porque los sociólogos que yo había leído se referían en particular a la raza blanca, en la que es cierto que el alcoholismo suele terminar por la locura, el idiotismo, las deformaciones orgánicas y demás signos de degeneración. La raza negra es más robusta, y no sólo podría resistir mejor la acción de ese agente deletéreo, sino que acaso encontraría en él un estímulo para espiritualizarse; de suerte que, si el alcohol engendra el idiotismo en los seres civilizados, vendría a producir el desarrollo intelectual en estas razas primitivas, que ya poseen el idiotismo por naturaleza. En el caso de que mis suposiciones resultaran fallidas, y de que realmente hubiera que lamentar un salto atrás en estos individuos, que tan pocos habían dado hacia adelante, venía en mi auxilio la segunda razón, que me fue suministrada por el recuerdo de mis propias observaciones en el continente europeo, donde, no obstante las declamaciones de los mismos sociólogos, había notado que la prosperidad de las naciones dependía, en primer término, del embrutecimiento de sus individuos merced a varios abusos, y entre ellos el abuso del alcohol.

El progreso económico exige, como condición esencial, la sumisión de grandes masas de hombres a una inteligencia directriz. En tanto que los individuos se consideran a sí mismos como hombres enteros, completos, y se mueven independientemente los unos de los otros, y no se asocian sino contra su voluntad y para lo más necesario-en lo que los mayas pueden servir de tipo perfecto,-el trabajo no progresa; todos los hombres son libres, pero la suma de sus libertades da la instabilidad de la libertad general; ninguno es pobre, pero la reunión de sus mediocres fortunas da la pobreza colectiva. Si los individuos se transforman en fragmentos de hombres, en instrumentos especiales de trabajo, y se asocian de un modo permanente para producir la obra común, los resultados materiales son maravillosos, la obra es tanto más grande cuanto mayor es la humillación de los obreros, cuanto más completa es la abdicación de su personalidad; entonces todos los hombres son esclavos, pero la libertad colectiva es permanente; todos son pobres, pero la sociedad, representada por los que dirigen y unifican esas fuerzas brutales, desborda de riquezas. Parecíame, pues, disculpable y hasta conveniente el problemático embrutecimiento y degeneración de mis gobernados si la agricultura, la industria y el comercio, fuentes vivas del país, según indiqué antes, salían en ello gananciosas.

Aceptada la idea, preocupáme largamente la elección del líquido alcohólico que había de emplear, pues en el privilegiado clima de Maya se encuentran primeras materias para fabricarlos de todas clases. Lo más inofensivo hubiera sido introducir algunas modificaciones en las bebidas nacionales, entre las que la más usada era el vino de banano, obtenido, como todas las demás, por medio de la maceración de frutas; tanto el vino de banano, como el de spondio, el de fenezi o el tinto de amomé, eran licores ligeramente acidulados con cierto saborcillo a cosa podrida, al que no sin esfuerzo llegué a habituarme. Asimismo pensé en fabricar vino tinto, no de amomé, ni de uva, sino de materias tintóreas, que yo, como antiguo vinicultor, sabía emplear con gran habilidad. También la cerveza podía ser utilísima en este país cálido, y fácil era obtenerla por abundar la cebada de excelente calidad y multitud de plantas aromáticas muy superiores al lúpulo; pero me pareció inconveniente no pequeño la excesiva cantidad que habría que fabricar para producir el efecto apetecido; sin contar con que esta bebida lleva consigo, e infunde a los que la beben a todo pasto, el amor a las ideas plácidas, la serenidad epicúrea, no exenta de humorismo, y en particular la atrofia del sistema nervioso, que me interesaba mucho robustecer y desarrollar en mis gobernados. Por fin mereció mi preferencia el alcohol puro, que por exigir pequeñas dosis era más fácil de fabricar, conservar, transportar y vender.

Con auxilio de varios hábiles uamyeras que de Bangola se habían trasladado a Maya, construí en uno de los pabellones interiores de mi palacio un alambique de capacidad bastante para producir en un solo día hasta diez hectolitros de alcohol. El monopolio estaba reservado al rey, pero yo me hice cargo de la fabricación para poder instruir más fácilmente a los enanos a quienes la confié, así como para realzar el prestigio de mi cargo. Aunque el líquido podía expenderse sólo por la noche, el consumo fue tan considerable, que hubo que construir dos alambiques más; y cuando la venta se extendió a todo el país, el interior de mi palacio se convirtió en una inmensa fábrica, donde funcionaban veinte alambiques y tenían ocupación diaria más de doscientos enanos.

La afición al alcohol fue un estímulo nuevo y poderoso en la vida de los mayas, cuya primera aspiración unánime se cifró en obtener licencias de circulación nocturna para gozar del privilegio que antes disfrutaban unos pocos, y todo el poder de Mujanda no bastó para resistir el empuje de la opinión. Bien pronto todas las noches fueron públicas, y las escenas domésticas, que tanto me deleitaban, se transformaron en reuniones de taberna o de café, al principio entre hombres solos, luego entre hombres y mujeres.

El sexo débil, que en Maya es fortísimo por regla general, se conformó en los primeros días con salir una noche sí y otra no; pero, relajados los frenos sociales, quiso ser igual al hombre, y se vio favorecido por los excesos de aquellos poco prudentes varones, que se embriagaban hasta el punto de obligar indirectamente a sus mujeres a romper la reclusión para venir a recogerlos y llevarlos a cuestas a casa. Tales cosas vi, que se me ocurrió recomendar el empleo de un sistema que me había llamado la atención en algunos pueblos de Flandes. Es costumbre del país que el hombre lleve por delante una carretilla de mano, cuyos varales, atados a los dos extremos de una larga correa, penden del cuello, dejando las manos en libertad. Este uso es muy cómodo, porque en la carretilla se lleva el paraguas, indispensable en un país tan lluvioso, la merienda y algunas otras cosillas. Cuando el hombre de la carretilla queda atascado en una taberna, la mujer, oportunamente avisada o convenida de antemano, acude a recogerlo y lo acarrea al domicilio terciado en la providencial carretilla. Como quiera que ya había yo provisto a los mayas de este utilísimo aparato, no tuve más que apuntar la idea para que se introdujera el nuevo uso, que andando el tiempo se modificó un tanto, porque, embriagándose también las mujeres, hubo que imponer por turnos a los alumbradores la obligación de conducir a domicilio a los borrachos de ambos sexos.

No obstante estos disculpables abusos, el alcohol producía resultados benéficos, pues los mayas, para poder embriagarse por la noche, trabajaban con gran celo durante el día; salvo algunos, bastantes, que, a causa de su pereza congénita e invencible, obtenían por el robo lo que no eran capaces de ganar honradamente. En los primeros tiempos el pago del alcohol se efectuaba por medio de panochas de maíz, a razón de una por cada mcumo o pequeña vasija de barro, en la que entraba una media panilla de líquido, mezcla de alcohol puro y agua clara. Más adelante, y al mismo tiempo que se introducía en Maya el uso importantísimo de las tapaderas, hasta entonces absolutamente desconocidas, se estableció la equivalencia de varios productos para atajar el encarecimiento del maíz; y, por último, lancé a la circulación chapitas de hierro taladradas, complemento de los rujus y último grado de la evolución de la moneda, y causa originaria de un cambio trascendental en las túnicas. Me refiero a la apertura de los bolsillos laterales, que no sólo sirvieron para guardar la moneda, sino también, por una serie de gradaciones psico-fisiológicas, para albergar las manos de los mayas, y mediante la influencia refleja de la nueva y pacífica colocación de tan importantes aparatos gesticulatorios, para dulcificar el temperamento de mis gobernados y para dar a su apostura un aire más humano, más bello y más reflexivo.

Mediante los rujus se había creado plásticamente la confianza pública, y con ayuda de la excitación alcohólica surgió sin esfuerzo, y sin necesidad de acudir a Rubango, la moneda vulgar, y como consecuencia la moneda falsa, fabricada por cuenta y riesgo de los uamyeras. La moneda menuda tuvo gran influencia en la marcha económica del país, porque, no siendo ya necesario poseer productos de reserva para asegurar la vida, el trabajo se apartaba de la agricultura y buscaba en la industria y el comercio el modo de ganar más rápidamente las monedas o mcumos, llamados así porque desde el principio se los relacionó con las medidas de alcohol cuyo valor representaban. Nacieron de tan sencillo hecho los primeros asomos embrionarios de la fecunda ley de división del trabajo; y una vez que hubo hombres dedicados a una especialidad, se hizo necesaria la aparición de los comerciantes con tienda abierta, y con ellos otra ley no inferior a la precedente, la de la oferta y la demanda: las dos ruedas indispensables para que marche el carro del progreso.

Como el alcohol era el artículo más solicitado, los primeros establecimientos que abrieron sus puertas fueron los cafés y las tabernas, que no se diferenciaban, como en Europa, por la mayor o menor riqueza del decorado, o por la categoría social de los concurrentes, sino porque los cafés eran los primitivos establecimientos abiertos de orden y cuenta del rey, y dirigidos por funcionarios públicos del grupo de los mnanis, cuyo escalafón se triplicó con tan fausto motivo, mientras que las tabernas eran casas particulares, donde se vendía al menudeo el alcohol comprado al rey al por mayor y a más bajo precio. Para señalar estos establecimientos tabernarios se plantaba a la puerta un árbol frutal llamado mpafuí, que dio nombre a las tabernas en Maya.

Modificada de esta suerte la idea primera del monopolio, los mayas se acostumbraron a la de las casas de comercio, y no tardó en haber despachos de túnicas y sombreros, de cereales y legumbres, de carne, de pescado, de instrumentos de labranza y de transporte, y mil artículos nuevos que el buen ingenio de los mayas se apresuró a inventar, con arreglo a las ideas que yo les sugería, y que eran aceptadas con gusto porque facilitaban los cambios y porque venían a destruir las injusticias con que la Naturaleza les había repartido sus dones. Mientras las ciudades del bosque eran antes las más miserables, ahora prosperaban hasta sobrepujar en riqueza y cultura a las del llano, porque aplicadas al trabajo industrial, cuyos productos eran más estimados que los naturales, podían obtener éstos en abundancia y acumular el sobrante; también los pescadores ribereños del Myera y los cazadores del Unzu obtenían grandes ventajas del activo transporte de mercancías, del aumento de consumo de pescado seco y de la preparación de carnes y pieles. Las ciudades agrícolas comenzaban a perder su preponderancia, y sus habitantes, habituados a la vida fácil, con menos estímulos para aceptar desde un principio las nuevas industrias, se convertían en tributarios de las ciudades que antes les habían estado sometidas. Sólo Maya se salvó de este menoscabo por haberse iniciado en ella las reformas y poseer el monopolio del alcohol y por su privilegiada representación política; pero bien pronto hubo ciudades más ricas que ella, como Bangola, Mpizi, Calu y Muvu, merced al desarrollo de sus industrias metalúrgicas, a la perfección de sus tejidos o a sus adelantos en la construcción naval.

La única ciudad agrícola que, aparte de Maya, salió gananciosa con estos cambios, fue Boro, la ciudad de la montaña, y no por haber seguido las nuevas corrientes, sino por la industria del que allí desempeñaba el cargo de auxiliar del Igana Iguru. Sabido es que Boro disfruta en Maya de ciertos privilegios religiosos no establecidos por la ley, pero sí apoyados en la costumbre de los fieles de ir en peregrinación a la montaña donde fue construido el gran enju, y donde tuvo lugar la elevación del Igana Nionyi o hipopótamo alado; y creo haber dicho que Monyo, el reyezuelo de nariz larga y afilada como un cuchillo, había provocado graves disensiones por exigir a los peregrinos ciertos derechos de peaje. Para arreglar estos incidentes aproveché la primera combinación de cargos que se me presentó (pues solía haberlas con frecuencia),y trasladé con ascenso a Monyo a la ciudad fluvial de Unya, cuyo reyezuelo, el viejo Inchumo, flaco como una lanza, acababa de morir; al glotón Viaculia, reyezuelo de Viyata, a Boro; a Edjudju, corpulento como un elefante, desde Tondo a Viyata; a Cané, el cuarto hijo del listísimo Sungo, desde Viloqué a Tondo, cerca de sus otros tres hermanos, que seguían gobernando las ciudades uamyeras de Bacuru, Matusi y Muvu; siendo nombrado para el arrinconado gobierno de Viloqué un hermano de la gorda y malograda Mcazi, hijo mayor del honrado Mcomu, reyezuelo de Ruzozi, que había quedado en Viloqué de jefe del yaurí local, y que a su industria de triturador de trigo, o molinero, debía su nombre de Nsano. Con igual propósito trasladé a mi auxiliar en Boro a Upala, vacante por ascenso a uaganga del valiente flechero y forzudo atleta Angüé, y nombré para Boro a un quinto hijo del listísimo Sungo, el joven Tsetsé, el moscón, llamado así porque de niño era muy aficionado a matar moscas y otros insectos que, desgraciadamente, abundan en el país. Mi objeto al enviarle allí era suprimir el impuesto establecido por el impopular y narilargo Monyo, sustituyéndolo por una contribución voluntaria: la venta de amuletos o fetiches. Y fue tal la habilidad del astuto Tsetsé, que en breve plazo creó la industria más floreciente del país y convirtió un cargo de tercer orden en la prebenda más ansiada de todo el reino, más aún que el gobierno de Bangola. Todos los progresos industriales eran aceptados sin pérdida de tiempo por mi agente, que, mediante la sencilla y nada costosa imposición de manos, transformaba toda clase de objetos en sagradas reliquias, y obtenía mayores ganancias que los artífices profanos. Mis demás auxiliares no se descuidaron en imitar tan notables procedimientos, con resultados variables y sin llegar nunca todas las ciudades reunidas a obtener tan pingües beneficios como la hierática Boro.