La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid: 20

Capítulo XX

De cómo Asato fue nombrado Igana Iguru, y del draconiano proyecto que concibió para corregir la creciente inmoralidad de las costumbres.-Sublevación de los accas.-Paz con el Ancori.

La reina Mpizi no podía acostumbrarse a la soledad en que la había dejado, con la muerte de su hijo mayor, la brusca desaparición de sus ciento cincuenta y cinco nueras; por respeto a las tradiciones no intentó oponerse al para ella tan doloroso sacrificio; pero habíala impresionado vivamente, al regresar a su palacio, el profundo silencio que en todo él reinaba, turbado sólo por el ir y venir de los enanos. La infecundidad del rey había impedido que el palacio real disfrutara del mejor ornamento de una casa maya: los numerosos niños, traviesos, graciosos, juguetones, que inspiraban una dulcísima afección, exenta de penosos cuidados por abundar a bajo precio los artículos de primera necesidad; para mayor desgracia, los hijos que Mujanda había adquirido por accesión habían sido reclamados, al cumplir la edad legal, por los jefes de las familias de que por parte de padre procedían; y las gracias precoces del rey Josimiré, aunque consolaban un tanto a su afligida madre, no podían remediar los inmensos estragos causados por la muerte.

Este particular estado psicológico de la reina Mpizi no es anotado aquí por simple curiosidad o por presentar una excepción del tipo de la suegra, eternamente zaherido de la alocada juventud, sino por las consecuencias políticas que produjo; pues la tristeza y el aburrimiento hicieron concebir a la reina la idea de atraerme al palacio real, y de dar fin a la situación anómala en que, por altos respetos, habíamos ella y yo hasta entonces vivido. La ley maya ordena que la esposa siga al esposo, pero no se opone a que el esposo siga a la esposa; y ya que lo primero no había podido ser, era conveniente realizar lo segundo, ahora que tan gran parte del palacio había quedado desocupada. Yo expuse ante mis mujeres los deseos de Mpizi, y todas se mostraron bien dispuestas al cambio de domicilio, en el que salían mejoradas; en cuanto a la reina Muvi, su entusiasmo no podía ser mayor, pues su naturaleza vehemente atesoraba un inmenso caudal de ternura, de admiración y de orgullo por aquel inocente Josimiré, a cuya gloria y grandeza había ella sacrificado los augustos derechos de la maternidad.

Como en Maya los cargos públicos están ligados muy fuertemente a los atributos exteriores, no era posible que yo continuase ejerciendo el mío una vez que abandonara mi palacio, y con él todas sus pertenencias propias, entre las que ocupaba un lugar preeminente el sagrado hipopótamo, y había que pensar en el nombramiento de un Igana Iguru; y quizá la razón que me decidió más que ninguna otra a acceder a la mudanza, fue el deseo de apartarme de los negocios públicos, de ver desde lejos cómo funcionaba el organismo fabricado por mí. Puesto que un día u otro la muerte podía sorprenderme y la nación se había de ver privada de mis servicios, era prudentísimo hacer antes estos ensayos para corregir lo defectuoso, suprimir lo perjudicial y completar lo deficiente, con lo cual yo podría abandonar el mundo con la conciencia tranquila y con la satisfacción de haber realizado una obra buena y durable.

La elección de nuevo Igana Iguru correspondía a los regentes, y de buena gana hubiera yo influido sobre éstos para que designasen una de las dos personas en quienes tenía más confianza: el listísimo Sungo o su hijo, el astuto Tsetsé; pero la ley exigía que el Igana Iguru fuese hijo o nieto de rey, y Sungo era sólo bisnieto, y Tsetsé tataranieto. Quedaban numerosos descendientes próximos del corpulento Viti, del ardiente Moru y del fogoso Viaco; pero tenían derecho preferente los del último y cabezudo rey Quiganza, entre los que había un solo hijo varón, el regente Asato; y en edad de desempeñar el cargo, varios nietos de línea femenina. Hice elegir, pues, a Asato por respeto a la ley y por apartarlo de la regencia. Los regentes tenían libre entrada en el palacio real, y vivían en la intimidad de Josimiré; y como Asato era presunto heredero de la corona, parecíame arriesgado mantenerle en un puesto en que le sería muy fácil matar a su primito Asato aceptó con gran júbilo la dignidad de Igana Iguru, así como la designación de dos nuevos auxiliares o Igurus que le ayudasen a llevar el pesado fardo de sus atribuciones: el bravo uaganga Angüé, el flechero, antes auxiliar mío en Upala, fue comisionado particularmente para la preparación de los abonos, y el astuto Tsetsé para la fabricación del alcohol. Yo sólo me reservé, por razón de Estado, la facultad de crear los misteriosos rujus y de fabricar las tinturas y la pólvora.

El puesto vacante por el nombramiento de Asato fue concedido a Sungo, con lo cual la regencia quedaba en manos de los tres hermanos, Sungo, Catana, y Mjudsu; y para la prebenda de Boro, en la que el astuto Tsetsé había acumulado tantas riquezas, nombré al jefe de los pedagogos de Maya, al ilustre geógrafo Quingani, que había figurado en la expedición científica al Ancori, y que era el primer ejemplo de lo que pueden el talento y la perseverancia en un Estado democrático. Quingani era natural de Mbúa e hijo de siervos; su madre fue condenada, por robo, a trabajar en los campos del reyezuelo Muno, famoso por su crueldad y por sus tremendos labios, no menores que los de un hipopótamo; y en vista de su holgazanería, los capataces que vigilaban a los siervos la arrojaron viva, sin consideración a lo avanzado de su preñez, en una fosa que había en el valle del Unzu, para que allí muriese de hambre. Pero la fortuna quiso que por aquellos días ocurriese la rebelión de Muno, su deposición y muerte, y la proclamación del nuevo reyezuelo Lisu, y por incidencia la liberación de la pobre sierva; la cual, durante su encierro en el impace, había dado a luz el niño que por esta razón recibió el nombre de Quingani, «el hijo del valle». Quingani, no obstante su ruindad y servilismo, llegó a ser el más hábil pedagogo de Lisu y el encargado de la educación de Mujanda, quien, al ser proclamado rey, le recompensó nombrándole pedagogo público y allanándole el camino para más altos honores.

Quedaban cuatro vacantes de consejeros, y antes de abandonar los negocios públicos quise proveerlas entre los más merecedores, para dejar un último y agradable recuerdo de mi influencia. Para la de Sungo, que era del orden de reyezuelos, hice designar al hermano de la reina, Lisu, reyezuelo de Bangola, con obligación de marchar a Unya a dirigir la banda musical; al puesto de Lisu fue ascendido el corredor Churuqui, reyezuelo de Mbúa; el valiente Ucucu pasó de Upala a Mbúa; el narilargo Monyo vino a Upala, en recompensa de los méritos contraídos en la defensa de Unya; a Unya fue el veloz Nionyi, reyezuelo de Ancu-Myera, deseoso de tomar parte en la lucha contra el Ancori; a Ancu-Myera pasó el pacífico Mtata, reyezuelo de la decadente ciudad de Misúa, y este gobierno, rechazado por los reyezuelos de Mpizi, Urimi y Cari, a quienes lo ofrecí, fue admitido por el reyezuelo de Rozica, el despejado Macumu, llamado así por su extremada afición a las habas verdes que en las vegas de Misúa se crían en abundancia; por último, a Rozica fue un reyezuelo de nueva creación, el famoso cantor de las palmeras, Uquindu, siervo de Upala que me fue regalado por el corredor Churuqui, y que, casado con la viuda del siervo Enchúa, víctima de la revolución, había quedado en mi casa como primer pedagogo después de la liberación de los siervos.

Para la vacante de Asato, que era del orden de generales, elegí al prudente Uquima, que, aunque reyezuelo de Lopo, había intervenido en la guerra como general de las tropas voluntarias, dejando interinamente su gobierno al dormilón Viami, viejo jefe del partido ensi, elevado por su popularidad al cargo de presidente del yaurí local de Lopo; el mando de las tropas voluntarias fue concedida al nuevo reyezuelo de Unya, el veloz Nionyi; y Viami, el dormilón, fue nombrado en propiedad reyezuelo de Lopo, con lo cual quedó coronada la célebre transacción que dio vida a esta ciudad en los comienzos del reinado de Mujanda.

Las otras dos vacantes, del mímico Catana y de Mjudsu, el de la trompa de elefante, como eran del orden de uagangas, me sirvieron para demostrar más aún mi agradecimiento a los reyezuelos Mcomu y Ucucu. Para la primera elegí a un hijo del viejo y honrado Mcomu, el gangoso Nganu, notable, como el mímico Catana, por la perfección con que remedaba los gritos de toda especie de animales; y para la segunda, a un hijo del valiente Ucucu, celebrado por lo descomunal de sus narices, heredadas de su ilustre padre, así como su nombre de Nindú, que se recordará fue el primer apodo de Ucucu. En el narigón Nindú concurrían además, dos circunstancias muy recomendables: la de haber sido el que me acompañó en mi primer viaje desde Ancu-Myera a Maya, y la de ser hermano del bello Rizi, cuya sangrienta muerte en el circo dio entrada en el consejo a mi hijo el morrudo Mjdsu. Había, pues, en este caso justa compensación, y los mayas aplaudieron el nombramiento. Tan extensa promoción produjo, en últimas resultas, varios huecos en el cuerpo de ugagangas y en el de pedagogos; mas conviniendo dejar siempre una puerta abierta a la esperanza, aplacé el resto de la combinación hasta el término de la guerra, en la que podrían aquilatarse los méritos de los infinitos pretendientes. Faltábame, pues, sólo, para retirarme con brillantez a la vida privada, idear una ceremonia solemne; y para ello, una vez instalado en el palacio real con mis cincuenta mujeres, los treinta y dos hijos con que contaba a la sazón, mis pedagogos, y accas, y ganados, y objetos de mi propiedad privada, me dediqué a levantar en los frescos prados del Myera, junto al templo de Igana Nionyi, una estatua del rey Mujanda por el estilo de la erigida en honor del radiante Usana. Sólo difería esta segunda estatua de la primera en que el pedestal era mucho más alto, para suplir la falta de jumento, y adornado con inscripciones alusivas a la batalla de Unya. Mujanda estaba representado de pie, en actitud heroica, enarbolando en su diestra un asta bandera, donde debía ondear la túnica verde de Quiganza cuando la rescatásemos del Ancori. Recordando el feliz éxito que tuvo en la estatua de Usana la intervención del piojoso can Chigú, quise también introducir algún elemento alegórico en la de Mujanda; y como de éste no se supo jamás que tuviese predilección por ningún animal, decidí colgarle del brazo izquierdo una gran marmita de las que servían para conservar el alcohol. Esta ocurrencia fue inspiradísima, puesto que obtuvo apasionados elogios, lo mismo de las personas inteligentes que de las masas populares.

En el primer día muntu celebrado antes de la ceremonia del afuiri se verificó el descubrimiento de la estatua, y al pie de ella entregué a Asato las insignias de mi autoridad, para que ejerciera por primera vez las funciones sacerdotales, no sin dirigir antes una breve arenga a la muchedumbre, atónita ante mi singular desprendimiento. Hasta aquel día no registraban los anales del país el ejemplo de que un hombre abandonase un puesto lucrativo por pura longanimidad. En Maya había varios medios para ingresar en los cargos públicos; pero no había para salir de ellos más que uno: la muerte natural o violenta; el que allí cogía una tajada, sólo la soltaba junta con los dientes.

El nuevo Igana Iguru inauguró sin tropiezo su pontificado asistido por sus dos adjuntos, en quienes me parecía ver ya el núcleo de un futuro colegio cardenalicio, y la numerosa concurrencia descuidó algún tanto aquel día los espectáculos y regocijos de costumbre para comentar con extraordinario interés los acontecimientos del día, tan inesperados como sorprendentes. La alegría era tan íntima, que no hallaba medio de desbordarse; de corazón en corazón, y de cara en cara, iba circulando, como por red telegráfica invisible, una corriente de sentimientos nuevos y misteriosos, engendrada por tantos y tan admirablemente combinados sucesos: la pacífica transmisión de los poderes públicos, garantía de un orden y estabilidad hasta entonces ni soñados; la estatua de Mujanda, símbolo de la justicia, de la gratitud y de la inmortalidad; la infantil figura de Josimiré, rodeada de sus austeros regentes, signo de la debilidad amparada por la ley y por la fuerza. No debe extrañar que después de la retirada las reuniones se prolongaran en cafés y tabernas, y que hasta muy altas horas de la noche los mnanis, inspectores del alumbrado, tuviesen que ocuparse en el acarreo de los que se habían excedido, más que de costumbre, en sus libaciones.

Al día siguiente, viendo el orden admirable que por todas partes reinaba, decidí ausentarme de la corte y encaminarme a Unya, donde el zancudo generalísimo Quiyeré daba la última mano a los preparativos para la segunda expedición militar al Ancori. Mi deseo era presenciar el funcionamiento de los dos nuevos organismos creados por mí, y de paso apartarme aún más del gobierno, para que los políticos indígenas se acostumbraran a prescindir de mi concurso y de mi consejo. Mi decisión fue esta vez imprudente, pues, a poco de llegar a Unya (después de haberme detenido algunos días en Mbúa y Ruzozi por invitación de los excelentes reyezuelos Ucucu y Mcomu, y en Ancu-Myera para ver cómo gobernaba el pacífico Mtata), el astuto Tsetsé, montado en un velocípedo, vino a decirme que en la reunión de uagangas que había seguido al último día muntu, el inconsiderado Asato había propuesto la castración general de todos los siervos enanos, y, que muchos de éstos habían huido a Misúa, dispuestos a abandonar el país antes que sufrir tan bárbara mutilación.

Para comprender el draconiano proyecto del nuevo Igana Iguru es preciso presentar algunos antecedentes. La relajación de las antiguas costumbres había ido poco a poco poniendo más en contacto a hombres y mujeres, a señores y siervos; y del mayor contacto, en particular de las relaciones nocturnas, había surgido un aumento considerable en los delitos de adulterio; y en el aumento se atribuía a los accas la parte principal, no sólo porque así era realmente, sino porque los resultados, sin ningún género de duda, lo confirmaban. Aunque no habían estudiado etnografía, los mayas habían aprendido a distinguir a primera vista un niño del país de un niño acca o de un niño mestizo, y de esto a inducir que los niños mestizos procedían del cruce de razas, no había más que un paso. Si la superchería ideada en beneficio de Josimiré y de la nación no fue descubierta, no fue ciertamente porque tomasen al rey por puro ejemplar de raza humana, sino porque atribuían la rareza de su tipo a ser hechura mía, a estar aún bajo la influencia de las mutaciones sufridas por mí en las obscuras mansiones de Rubango.

Lo incomprensible era que, a pesar de la condición inferior de los accas, las mujeres del país, venciendo el desprecio y repugnancia que al principio les habían tenido, les mostraran después tan marcada predilección. Ocurría un hecho muy digno de estudio: los uamyeras, cuyo tipo se apartaba del de los niayas en detalles secundarios, cuya situación era la de hombres libres e industriosos, representaban un papel semejante al de los gitanos en Europa. Muchos se habían trasladado desde las ciudades de Bangola, Bacura, Matusi y Muvu a otras del país, a consecuencia del gran desarrollo que adquirió la industria metalúrgica; pero formaban en ellas rancho aparte, como suele decirse, y sin estar prohibida su unión con las indígenas, era raro que un maya comprase una uamyera, e inaudito que una maya fuese dada en matrimonio a uno de estos extranjeros. En cambio, los accas, siervos y enanos, tendían a desaparecer en dos o tres generaciones por el cruce con los indígenas; los hombres tenían todos mujeres enanas, y las mujeres, no pudiendo ni queriendo casarse con los accas, adulteraban con ellos, en virtud de un impulso fisiológico superior a su voluntad y a su recato. De esto inferí yo que existe una ley fisiológica en todas las sociedades, que obliga a sus diversos miembros a procrear, según una concepción sincrética, hasta fundir todos los tipos en uno solo. En virtud de esta ley, y teniendo en cuenta la fecundidad de los enanos, la raza acca y la indígena estaban condenadas a desaparecer, como desaparecieron, siglos atrás, la raza nyavingui, que yo he llamado etiópica, y la raza primitiva africana, dando vida al tipo huma, del que todavía difieren algunos individuos, cuyos rasgos reflejan el influjo predominante de uno u otro de los elementos de la amalgama. Dicha ley, sin embargo, no es absoluta ni se aplica por igual a los dos sexos. Si la raza invasora es la más fuerte, el cruce es más seguro, porque el invasor tiene interés en no destruir por completo al invadido, cuyo conocimiento del país suele ser útil; por regla general, se prefiere esclavizarle y hacerle trabajar; pero, aun en tan triste situación, la mezcla de las dos razas no deja de verificarse con el tiempo. Si la raza invasora es la más débil, supuesto que, en tal caso, la que ya estaba establecida no se oponga a la inmigración, el cruce es más difícil, porque, prohibidas por orgullo patriótico las uniones mixtas, no quedan más caminos que los extralegales, y suelen salir al paso medidas de brutal represión, como la ideada por el terrible Asato. Aparte de esto, resulta, según pude observar, que la potencia prolífica de los dos sexos depende, en primer término, de la relación de sus estaturas. Cuanta más diferencia hay entre las del hombre y la mujer, los crímenes pasionales son más frecuentes y violentos; pero el resultado útil no es siempre el mismo, porque el principio fundamental de la buena generación es la supremacía de la hembra. Así en Maya las uniones adulterinas en que intervenían los enanos eran indefectiblemente fecundas, mientras que las de los mayas con las mujercillas accas, o eran estériles, o, si fecundas, ocasionadas a producir la muerte de muchas de las parturientes. En la primera especie de cruce notábase que tres cuartas partes de las crías eran de sexo femenino, con lo cual, en el porvenir, se acentuaría aún más el crecimiento de la población; en la segunda especie, por predominar el elemento activo o masculino, la producción era principalmente masculina y de superiores condiciones intelectuales. La sabia Naturaleza preparaba en ellas una aristocracia intelectual que gobernase y dirigiese hacia el bien las masas humanas que brotaran del primer grupo.

De los detalles expuestos no debe deducirse, como deducen los pesimistas en materia de amor, que el sexo y demás cualidades de los recién nacidos dependan de la estatura o diferencia de tipo de sus progenitores; entre los indígenas, por ejemplo, la regla no era aplicable. Ahondando más en tan complicado problema, se llega a ver muy a las claras que las diferencias de tipo o de estatura obran sólo como aperitivo pasional; que no influyen en el sexo, pues lo que en realidad influye en éste es la energía de la raza. Los enanos eran más jóvenes, más tiernos, y por esto su influjo sexual quedaba debilitado o anudado por el contacto con las mayas.

De esta observación podrían sacarse abundantes leyes de extremado valor científico. La psicología de la mujer maya (y acaso de todas las mujeres) parece estar concentrada en este principio: su tendencia fatal, invencible, a crear nuevos seres de su propio sexo. La hembra maya no es igual, ni inferior, ni superior al varón; ni menos activa, ni más receptiva, ni más amante de las tradiciones; es simplemente un molde siempre dispuesto para la generación, el cual, por instinto, busca una fuerza complementaria poseedora de la indispensable virtud fecundativa, pero no en tal grado que imponga su sexo al nuevo ser. De aquí los éxitos amorosos de los siervos accas. Como si no fuera suficiente la exigencia específica que obligaba fatalmente al cruce para destruir las desigualdades y crear una raza común, venía aún a incitar a las mujeres su propio instinto, que veía en los enanos el medio de conseguir el ideal de la generación. Alrededor de esta idea madre giraba siempre la vida entera de la mujer, y ahora con mayor violencia que nunca, porque, en una sociedad muy bien amalgamada, el instinto camina a ciegas, como perro sin olfato que no puede ventear la caza; mas en presencia de tipos notablemente diversos y que se prestan a satisfacer los recónditos ideales de la naturaleza humana, la sensibilidad adquiere una tensión portentosa. Todo hubiera ido a la perfección si los varones mayas, que por su parte están también sujetos a un instinto análogo al de las hembras, hubieran hallado en la llegada providencial de los accas una ocasión para realizar ellos y sus mujeres respectivas sus ideales en el comercio amoroso con aquella raza tierna y servil, librándose del disgusto permanente en que hasta entonces, por el equilibrio de sus antagónicas aspiraciones, habían vivido. Pero, dueños de la fuerza, querían disfrutar de sus antiguas mujeres por tradición, y de las nuevas por instinto, sin cuidarse de la posición delicada en que colocaban a los siervos, poco castos de suyo, y a las hembras mayas, cuya psicología era tan peligrosa. Resultó, pues, una mansa corrupción de las costumbres y una adulteración visible del tipo nacional.

Aunque yo, extraño a unos y a otros, no me alarmé por tales hechos, tenía que aplicar las leyes del país y condenar a muchos delincuentes pasionales, que no podían negar por haber sido cogidos in fraganti, a combatir en el circo con los búfalos. Pero los adulterios menudeaban cada día más, y no era posible destruir del todo a los trabajadores accas sin daño de la agricultura, la industria y el comercio; hubo, pues, que dulcificar las penas; las mujeres, caso nuevo, en la historia de las legislaciones, fueron consideradas como irresponsables, y a los adúlteros se les imponía una multa de diez mcumos, o diez palos en el vientre, a elección de los condenados. Sólo se imponía la pena de circo a los que adulteraban con las mujeres del rey, consejeros y reyezuelos, pues a tanto llegó la osadía de los accas que nadie se vio libre de sus ultrajes. Yo mismo podría citar numerosos atentados contra mi honor, cometidos por la mayor parte de mis mujeres con los centenares de siervos empleados en mi servicio personal o en las industrias que corrían a mi cargo; y era tan exagerada la parsimonia con que yo les castigaba, que me conquistó entre ellos una inmensa popularidad. Para conciliar aún más la severidad de la ley, respecto de los adúlteros del último grupo, con la conveniencia de no quitar brazos activos al trabajo nacional, tuve el mal acuerdo de sustituir, en los casos en que el agraviado era un alto personaje, la pena de muerte en el circo por la castración, desconocida de los jurisconsultos mayas; y de algunas contadas sustituciones de pena, por una generalización peligrosa, había inducido Asato el grave y cruelísimo plan que motivó la huida de los siervos a Misúa.

Si alguna justificación tenía el proyecto de Asato, era la insolencia con que mujeres y accas, aprovechando la ausencia forzada de los guerreros, que combatían en el Ancori por la gloria del país, se entregaban a los livianos placeres. Los que tal veían se imaginaban, no sin fundamento, que al ausentarse serían víctimas de iguales infamias, y no se conformaban con la penalidad de los diez palos en el vientre, que a la segunda o tercera vez ya no producían efecto; ni con la multa, que, las más de las veces era pagada indirectamente por el mismo que había recibido la ofensa. Y como la pena de muerte no convenía a los intereses creados, se hubo de pensar en la castración, no ya represiva, sino general y preventiva, y Asato fue el rápido y fiel intérprete del pensamiento nacional.

Mi primer impulso fue marchar a la corte sin tardanza para resolver tan grave conflicto; pero después me contuve, y decidí enviar al astuto Tsetsé con instrucciones secretas, para ver si ya que los regentes se habían dejado sorprender por los acontecimientos, sabían al menos dominarlos. Para mayor seguridad, y comprendiendo que sería preciso dictar algunas leyes, aconsejé al calígrafo Mizcaga que acompañase al astuto emisario.

Al día siguiente, apresurando un poco los sucesos, conseguí que saliese de Unya la nueva expedición militar. Al frente de ella, en la vanguardia, iba el veloz Nionyi con media brigada de voluntarios, batidores armados de hachas y de hocinos para aclarar la vía al grueso del ejército, y entre éste y la vanguardia, para asegurar las comunicaciones, un destacamento de velocipedistas. Seguía la banda musical, dirigida por el consejero Lisu, el de los grandes y espantados ojos, y bajo la protección, a falta del estandarte de Maya, de los de Lopo, Viti y Unya; después, cien porteadores de comestibles y quinientas cantineras, a razón de cinco para cada carretilla y para cada cincuenta soldados; y, por último, el ejército regular, bajo el mando supremo del firme y zanquilargo Quiyeré. El gobierno interino de Unya, y el mando de dos mil hombres de reserva que allí quedaban, fueran confiados al hijo primogénito de Nionyi, habilísimo en la natación y experto navegante, conocido en todo el país bajo el nombre de Anzú, «el pez». De estos hombres de reserva, algunos fueron instruidos en el manejo del fusil, para que, en el caso probable de nuevas derrotas de nuestro ejército, pudiesen acudir en su auxilio. Mi deseo no era que nos derrotasen, ni tampoco vencer en toda la línea, sino un término medio, una alternativa de derrotas y triunfos que prolongasen la guerra, y con ella la paz interior del país y el movimiento de las escalas. De esta suerte se realizaría en Maya mi ideal político: la paz permanente en el interior, combinada con la guerra constante en las fronteras; la prosperidad material realzada por el brillo de las acciones heroicas.

De regreso a Maya por el camino de Lopo, entré en esta ciudad para saludar al dormilón reyezuelo Viami e inspeccionar el hospital recientemente fundado, donde, asistidos por varios pedagogos, médicos y cirujanos de la corte, convalecían más de cien heridos de la batalla de Unya. En Lopo vino nuevamente a consultarme el astuto Tsetsé, trayéndome noticias que me llenaron de júbilo. La primera y más sorprendente era la muerte del terrible Asato, llevada a feliz término, en la noche anterior, por el siervo Bazungu, rey acca y esposo que fue de la reina Muvi, al cual, por ambos conceptos, había yo reservado una situación preponderante, tanto en mi antigua casa como en el palacio real. Los regentes y los consejeros habían aprobado el crimen del enano Bazungu, y habían resuelto que en adelante el Igana Iguru fuese libremente elegido por la asamblea de los uagangas. Reforzada ésta por gran número de pedagogos, nombrados para cubrir las vacantes no provistas, había elegido al listísimo Sungo, que en el acto dejó su puesto de regente al consejero Mizcaga, cuyos trabajos caligráficos eran de suma necesidad. La vacante de Mizcaga, que era del orden de pedagogos, fue concedida, por recomendaciones vivísimas de la vieja Mpizi, al distinguido geógrafo Quingani, recién instalado en Boro. Esta designación me confirmó la exactitud de ciertos vagos rumores, que señalaban al antiguo preceptor del malogrado Mujanda como uno de los amantes que Mpizi había tenido durante su larga viudez. La prebenda de Boro tocó en suerte al reyezuelo de Tondo, Cané, que deseaba enriquecerse para igualar a su hermano menor, Tsetsé, y a sus tres hermanos mayores, que gobernaban las prósperas ciudades uamyeras del Sur. El vegetalista Macumu fue trasladado desde Misúa a Tondo, donde la cosecha de habas era también considerable; y, por último, para Misúa fue habilitado como reyezuelo, a pesar de lo dispuesto por las leyes, el enano Bazungu, con misión expresa de sofocar la naciente rebelión de sus congéneres accas refugiados en aquella ciudad. Tan vasta combinación acreditaba el talento político de los regentes indígenas; y en particular el nombramiento de Bazungu, era una medida gubernamental de primer orden. Por desgracia, la idea lanzada por el inconsiderado Asato continuaba su sorda labor en la corte y en el resto del país, y apenas pasaba día sin que se registrara alguna bárbara mutilación; los dueños de siervos eran a la vez jueces y verdugos, y los infelices accas no tenían más remedio que huir, en busca de seguridad y amparo, a la única ciudad amiga con que contaban. En vano, cuando regresé a la corte, hice publicar edictos severos, y en vano hice ver que aquellas cobardes ejecuciones producirían, en un porvenir próximo, la extinción de la raza acca, y con ella la necesidad de que todo el mundo trabajase, como ocurría en lo antiguo. Los mayas no se interesaban por lo que pudiera acontecer a sus descendientes, y seguían encariñados con la idea de la castración, que les aseguraba por el momento una servidumbre sumisa, fiel y exenta de apetitos carnales.

Sin embargo, la paciencia de los accas debía tener un límite. Después que, atraídos por persuasión a las ciudades, se convencieron de que los atentados no cesarían por completo, y de que constantemente peligraba la integridad de sus personas, comenzaron colocarse en actitud díscola, y un hecho vino a provocar la rebelión. Los habitantes de Misúa juzgándose agraviados por el nombramiento del enano Bazungu y por la intrusión de los accas fugitivos, se amotinaron contra su pequeño reyezuelo, le prendieron y le mutilaron atrozmente. Bazungu y los suyos se defendieron con heroísmo y causaron gran mortandad en las filas contrarías; pero tuvieron que escapar y refugiarse en la ciudad de Mpizi, cerca de la frontera. La noticia cundió por el país, y en todo él se repitieron los motines y las escenas de carnicería, terminando por una deserción general de los accas hacia la frontera Norte, de cuyas guarniciones se apoderaron.

Tan imprevistos acontecimientos hacían necesaria la presencia de las tropas en el interior, y yo envié al prudente Uquima, al geógrafo Quingani y al astuto Tsetsé para que negociaran la paz con el Ancori. Al mismo tiempo era indispensable restablecer el principio de autoridad en Misúa, y no encontrando otro mejor a quien encargar tan difícil empresa, hice que los regentes nombraran reyezuelo a mi antiguo vecino, el gran innovador y ladrón Chiruyu, quien salió sin tardanza para Misúa con un fuerte destacamento de mnanis.

A los cinco días regresaron los embajadores, y el prudente Uquima anunció que la paz había sido concertada mediante la restitución de la túnica verde del cabezudo Quiganza y una demarcación de los límites de ambos países, con la cual el reino de Maya salía altamente ganancioso. Esta última parte del tratado me hizo sospechar que el prudente Uquima no decía verdad, porque Maya y Ancori no tienen límites comunes; y, en efecto, el astuto Tsetsé me confirmó mi sospecha. Los tres embajadores no habían ido siquiera al Ancori, sino que, guiados por Tsetsé, habían encontrado en el bosque de Unya la bandera nacional, escondida allí por el sagacísimo portaestandarte. Una vez en posesión de ella marcharon en busca del ejército, que se había apartado apenas dos leguas del cuartel de Viti y establecido en un paraje muy pintoresco, donde consumía alegremente las abundantes provisiones que mi buena industria le había asegurado. Sólo el veloz Nionyi parece que había avanzado más, y en su opinión, el Ancori no se preparaba para continuar la guerra; sus reyezuelos consideraban como un bien inapreciable la derrota de Unya, que les libraba de sus feroces mercenarios, y los contados rugas-rugas que lograron escapar habían sido víctimas del malquerer de los ancorinos. La batalla de Unya, estuvo a pique de ser una doble derrota, se convirtió, pues, en una doble victoria.