La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid: 17

Capítulo XVII

Reformas en el alumbrado.-Las lamparillas de aceite y las velas de sebo.-Primeros ensayos de alumbrado público.-Institución de las fiestas nocturnas.

Intento referir en este lugar un ciclo entero de combates heroicos sostenidos contra un pueblo enemigo de la luz, y rematados con una victoria que reputaré siempre como la más grande de todas las que conseguí sobre el natural refractario e indomable del pueblo maya. No es privilegio exclusivo de esto el horror a las innovaciones en el alumbrado. Todos los pueblos son fotófobos en mayor o menor escala, y aun aquellos que figuran a la cabeza de la civilización han pasado por días de prueba al sustituir unas luces por otras. Dentro de las casas, el candil se defendió siglos y siglos contra el velón, el velón contra el quinqué y las lámparas de petróleo, el petróleo contra el gas, el gas contra la luz eléctrica. En los lugares públicos, la obscuridad tardó miles de años en ser turbada por las linternas portátiles y las débiles lamparillas de aceite, colgadas en algunos lugares piadosos, como ofrendas de la fe; y ¡cuántos esfuerzos para establecer el alumbrado regular con candilejas de aceite, para pasar de las candilejas a los faroles de gas, de los faroles a la lámpara incandescente y al arco voltaico!

Todo en el hombre es apegado a la tradición; pero la retina es, sin duda, la parte del organismo humano más refractaria al progreso; quizás el instinto, que silencioso vigila dentro de nosotros, siente con vigor, por medio del aparato óptico, una pena que nosotros sentimos vagamente: la pena de ver bien a nuestros semejantes. Amamos el día por oposición a la noche, símbolo de la muerte; pero amamos las tinieblas por oposición a la luz, emblema del conocimiento real de la vida que nos duele poseer. El ideal de la humanidad sería vivir semi a obscuras. Los mayas toleraban la luz del sol como la toleran todos los hombres, porque es fuerza que alumbre y vivifique la tierra; pero cuando el sol se ponía y suspendían sus faenas, y se refugiaban en sus hogares, no sentían la nostalgia de la luz: antes se hubieran entristecido si por acaso el sol se dignase venir a iluminar las escenas de su vida íntima, que con la turbia y humosa luz de las teas gozaba de poéticos encantos, y podía inspirar, aun a hombres de mi raza y de mi temple, sentimientos de benevolencia, mezclados, bien es cierto, con no pequeña dosis de amargo pesimismo.

Sin embargo, yo deseaba librarme del humo asfixiante y de la tizne pegajosa de las teas, y acudí esta vez, sin miras de reformador de las costumbres, a medios simplicísimos: cuatro cazuelas de barro, llenas de aceite; cuatro discos de corteza de miombo, taladrados y atravesados por torcidas de hilaza, y cuatro rinconeras que coloqué en los ángulos de mi sala familiar, donde antes estaban clavados los cuchillos portateas. Todo esto lo hice sin preparar los ánimos, creyendo dar una agradable sorpresa a mis mujeres; pero, como suele decirse, la erré de medio a medio. La primera noche que penetraron en la habitación familiar, que debió parecerles un ascua de oro, todas se llevaron las manos a la cara, como si obedecieran a una consigna. Aquella luz era demasiado fuerte para sus ojos, y las lastimaba tan cruelmente que tuve que apagar dos de las lamparillas, temiendo que se les produjera alguna peligrosa oftalmía. Mas a pesar de mi previsión no desapareció el malestar, pues, influido todo su organismo por los ojos, mis pobres esposas estaban como desasosegadas por una tremenda zozobra; no sabían sentarse bien, ni mantenerse con aplomo, ni hablar con acierto, ni mirarse sin desconfianza. Parecía que la luz, interponiéndose entre los cuerpos, separaba también los espíritus, individualizaba más las personas y abría entre ellas abismos infranqueables. Era una curiosa observación psicológica. El goce inefable que inundaba el alma de los mayas cuando se reunían en sus nocturnos hogares no provenía (como yo había creído, y era natural que creyese) de que se vieran todos juntos en amor y compaña, sino de que se veían confusamente, emborronados, sin personalidad, como siendo parte de un organismo humano complejo, semejante a una mancha de color, en la que, apenas indicados los perfiles, se adivinara la composición total, sin distinguir una a una, con su propia expresión y significado, las diversas figuras que la formaran.

De tal suerte determina la luz la conciencia de la personalidad, que con el antiguo alumbrado y que era la menor cantidad de alumbrado posible, ocurría un fenómeno extraño, que alguien pretenderá explicar por medio de la sugestión, hoy tan en candelero: en un mismo instante, cuando las teas se iban a extinguir, todas mis mujeres eran invadidas por el más profundo sueño. Con las lamparillas, que podrían alumbrar muchas horas seguidas, esta noble armonía se quebrantó dolorosamente, y la noche del ensayo nadie supo cuándo debía dormirse; algunas mujeres que estaban fatigadas por el trabajo del día, y la primera de todas la lavandera Matay, empezaron a dar cabezadas mucho antes de la hora de costumbre; las favoritas, que habían pasado el tiempo holgando, y que quizás habían dormido la siesta, no sintieron deseos de acostarse ni cuando yo di la orden de retirada. En las tinieblas, todos los cuerpos funcionaban a compás, como si fueran impulsados por un mismo motor; a la luz clara, aunque débil, de las mariposas, cada organismo recobraba su imperio y medía las horas con su propia medida, según su temperamento y necesidades. ¡Con cuánta razón se ha dicho siempre que la luz es el fundamento de la libertad!

Pero los mayas, aunque amantes de la libertad, atribuyen a esta palabra un sentido impropio, precisamente el contrario del que nosotros le damos, y encontraron en esta variación un achaque para renovar sus censuras. Pasada la primera desagradable impresión, los ojos se habituaron a la nueva luz, y no faltó quien comprendiera que las túnicas saltan ganando con el cambio; pero la opinión general se condolía del trastorno que yo había introducido en las veladas, de la inquietud que se apoderaba de los ánimos, por no saber cuándo era llegado el momento preciso de dormir. La innovación tenía carácter particular, y yo nunca pretendí imponerla; pero mis mujeres y mis siervos propalaron la noticia, y como el invento estaba al alcance de todo el mundo, se extendió con gran rapidez. Había yo llegado a ser algo así como un tirano de la moda, y, bien que a regañadientes, hasta mis más encarnizados enemigos me imitaban. Así son los mayas de ambos sexos, y así es la humanidad. En Europa, por ejemplo, existen dos grandes partidos: el uno favorable, el otro, el más numeroso, contrario al miriñaque. ¿Quién duda que si, por uno de esos infinitos azares que la guerra ofrece, la minoría se impusiera por un momento, todas las mujeres sacrificarían sus opiniones personales y aceptarían el miriñaque, aunque fuera a costa de su tranquilidad íntima y haciendo constar sus protestas más solemnes? Esto ocurriría, y ocurriría también que, mientras las más audaces exageraban la moda, usando miriñaques como piedras de molino aceitero, las menos osadas la atenuarían, llevándolos en forma de lavativas. Los mayas aceptaron sin necesidad las nuevas lamparillas, zahiriéndome muchos de ellos y alabándome algunos pocos, y las modificaron a su capricho. Quiénes las hicieron tan pequeñas que ardían con dificultad; quiénes las agrandaron desmesuradamente, con lo cual las rinconeras, no pudiendo soportar el peso, se desprendían y daban lugar a escenas de familia muy dolorosas. Entre los exagerados se llevó la palma el zanquilargo consejero Quiyeré, el cual llegó a construir lámparas cuyo depósito era un onuato, en el que navegaban con holgura docenas de lucecillas.

Con estos extremos, los males del alumbrado de aceite (que, como toda obra humana, debía traer algunos) se agravaban y se multiplicaban, siendo siempre el principal caballo de batalla el no poder fijar las horas. A falta de relojes, que jamás quise inventar porque los odiaba y los odio con todas mis fuerzas, tuve que acudir, por primera providencia, a una imprudente transacción, que consistía en encender al mismo tiempo que las lamparillas una tea, cuyo papel no era el de alumbrar, sino el de servir de cronómetro. Esta componenda produjo, contra mis esperanzas, un estúpido dualismo en el alumbrado: sin abandonar las luces de aceite, se restableció, como existía en lo antiguo, el uso de las teas; por estos caminos la reforma se desnaturalizaba, y venía a ser inútil y aun perjudicial. De aquí surgió la necesidad de mi segundo invento, el de las velas de sebo, que, a mi juicio, había de sentar las bases de una nueva industria. Los mayas poseían ciertos conocimientos rudimentarios sobre varias ramas de la metalurgia, pero ignoraban en absoluto cuanto se refería a la fundición; no tenían idea de lo que es un molde, ni pensaron jamás en derretir ninguna substancia mineral ni vegetal. Enseñándoles yo el procedimiento para construir moldes y para rellenarlos de materias derretidas, lo mismo podían fundir el sebo para hacer velas, que el plomo o el hierro para hacer estatuas.

En lo que aventajaban sobre todo las bujías a las luces de aceite, era en la mayor posibilidad de hacerlas, como yo las hice, de modo que viniesen a durar unas cinco horas, poco más o menos, que eran las que los mayas vivían de noche, no contando, naturalmente, como vividas las dedicadas al sueño. El sueño, que es en todas partes una interrupción de la vida consciente, es en Maya una anulación completa del vivir. Ningún pueblo iguala a éste en las facultades dormitivas. Un maya dormido era un ser inanimado, y luego de aclimatarse el catre de tijera, no habría inconveniente en llamarle inorgánico. Por esto los servicios de vigilancia nocturna, como vimos en otro lugar, corrían a cargo de los gallos, verdaderos serenos del país.

Aunque la manufactura de las velas era más complicada que la de las lamparillas, su uso era más fácil, más cómodo y menos dado a accidentes; así, pues, no tardaron en imponerse, condenando para siempre al olvido el antiguo alumbrado nacional. Cada familia, según sus posibles y su grado de resistencia óptica, se alumbraba con una vela o con una docena, sin grandes dispendios. Al principio la fabricación era libre y el precio muy inseguro; pero en vista de los bellos rendimientos del negocio, Mujanda, aconsejado por mí (bien que en esta ocasión mi consejo coincidiera con su real parecer), lo monopolizó en su favor, y dispuso que, tanto en la corte como en el resto del país, no se gastaran otras velas que las de procedencia real, señalando el precio fijo de un onuato de trigo por cada ochenta y cuatro velas. El número ochenta y cuatro representa en Maya, lo mismo que entre nosotros la centena, una cifra redonda que se obtiene sumando los días de tres meses lunares. La renta del lavado, se recordará, se cobraba por número doble de días, o sea por semestres, y la de los abonos por cuádruple, o sea por años lunares. A los contraventores de este edicto se les imponía, como a todos los que violaban los demás referentes a rentas reales, la pena de muerte, según los nuevos usos jurídicos. Más de cien siervos trabajaban continuamente en los patios del palacio real fabricando la nueva manufactura, y más de otros cien se ocupaban en transportarla en carretillas a todas las ciudades, donde los reyezuelos se encargaban de expenderla, con lo que obtenían beneficios no del todo ilícitos, y ganaban en prestigio y en autoridad.

El uso de las velas de sebo, al mismo tiempo que daba fin a la larga y ominosa dominación de las teas, hubiera ahogado en sus comienzos el incipiente reinado de las lamparillas sin un recurso ingenioso de que me valí para continuar utilizando éstas en nuevos y más importantes servicios. Como el gasto estaba ya hecho y el aceite era abundantísimo en el país, y se obtenía casi de balde, se me ocurrió colocarlas en la fachada de mi casa para que alumbraran por la noche. A una altura como de un hombre de talla ordinaria, y a trechos regulares, puse las cuatro cazuelas de aceite, sostenidas por estacas y cubiertas por piramidales sombreros en forma de pantallas. La cara delantera tenía una abertura ovalada, por donde salía la luz, y las superficies interiores estaban revestidas de yeso blanco para que hicieran las veces de reflector como por ensalmo, todas las casas de la ciudad aparecieron adornadas con estas originales farolas, que por la noche alumbraban sin molestia para nadie; pues si mis conciudadanos se apresuraron a imitarme, no pudo ocurrírseles aprovechar el alumbrado público para romper de un golpe sus arraigados hábitos de aislamiento nocturno.

La poligamia, creando una vida de familia más bella y variada que la de nuestras sociedades, comprimidas por los usos monogámicos, había hecho innecesaria la vida social nocturna; pero hay siempre elementos enemistados con las costumbres y prestos a ir contra la corriente, y en Maya los había, y se darían a conocer cuando las condiciones del medio social les fuesen favorables. Donde la vida de sociedad adquiere un desarrollo excesivo no faltan gentes que, por pesimismo o melancolía, tomen el partido del aislamiento y de la soledad, y vivan muy a su gusto escondidas como hurones en sus huroneras; donde predomina la insociabilidad, por el contrario, suele haber espíritus aficionados al activo comercio con sus semejantes, en particular entre la juventud, enamorada siempre del progreso, o de todo lo que huele a progreso, aunque en el fondo no lo sea. Mas en el punto concreto que aquí se ventila nadie osará suponer que no sea un progreso efectivo, quizás un foco de progresos, salir cada núcleo de la soledad de su celda para vivir en trato común unas familias con otras durante las horas libres de preocupaciones y trabajos. Asimismo sería un notable progreso, cuando el trato social absorbiera en demasía el tiempo debido a las operaciones de la vida interior, retraerse algún tanto de él y encerrarse entre cuatro paredes, siquiera media hora diaria, para pensar un poco a solas en lo que se ha hecho y en lo que se va a hacer. Esto tendría la virtud de permitir, ya que no a todos los hombres, por lo menos a los que poseyeran cierto caudal de sensatez, darse cuenta de las necedades que en las últimas veinticuatro horas hubieran cometido, y corregirse para en adelante. El abuso de la vida social tiene ese lado adverso: la imposibilidad de aquilatar las responsabilidades, dado que todos los desatinos corren como obra común; porque brotando al contacto de unos hombres con otros, éstos no han tenido después calma para reconocerse autores o cómplices de ellos, o para destruirlos antes que se propalen mucho, o para remediarlos con otros pensamientos más juiciosos y dignos de la racionalidad. Por todo lo cual se nota constantemente que los países mejor dotados de eso que suele llamarse espíritu de asociación son los más aptos para los trabajos de fuerza, v. gr., para construir puentes o para abrir canales; pero que, en cambio, están muy expuestos a admitir como artículo de fe todo género de tonterías, y concluyen por deshonrar su civilización material con la pesadumbre de su interna barbarie.

Nada de esto reza con los mayas, que, si bien tenían el vicio de hablar demasiado, se libraban de decir grandes disparates, porque en las horas que pasaban en la soledad de sus habitaciones se aprendían de memoria lo que habían de decir, que de ordinario era lo mismo que ya otros precedentemente habían dicho con aplauso de las asambleas. Al pedagogo y calígrafo Mizcaga le oí diez veces el mismo discurso, que luego resultó haber sido pensado hacía treinta años por el propio Arimi, mi alter ego, uno de los pocos hombres que, según parece, supieron en este país para qué les servía la cabeza. A mi suegro Quiyeré, el de las zancas largas, le ocurrió un lance gracioso, originado por estas raras costumbres oratorias: aprendiose de coro un discurso, nada menos que del gran rey Usana (según noticias que reservadamente tuve yo), y pronunciolo con motivo de la institución del estercolero. Él esperaba recoger muchos aplausos, pues a creer lo que decía el pergamino donde espigó las partes esenciales de su notable trabajo, de memoria de hombre no se recordaba entusiasmo igual al que produjo esta oración de Usana; pero las tres alas de jóvenes representantes estuvieron unánimes en apreciar la tal rapsodia como opuesta a mi proyecto, y arrojaron sobre el orador una nube de insultos, inspirados más que por nada por la envidia. Esto enseñó al viejo y zancudo Quiyeré que el espíritu nacional no es siempre el mismo, o, por lo menos, que no está siempre del mismo humor, y que mucho influye en lo que se dice la persona que lo dice, pudiendo recoger Quiyeré abundante cosecha de silbidos y de injurias, allí donde Usana conquistó aplausos y aclamaciones.

Pasa por averiguado que los hombres tienen cierta propensión innata a vivir de día y a dormir de noche, y que sólo al progreso debe culpársele de haber trastornado el orden natural de las cosas, inclinando lentamente el ánimo del hombre a alargar los días por el fin y a acortarlos por el principio, mediante el funesto empleo de la luz artificial. Pero aún está por resolver el problema de si ha sido el alumbrado la causa de la mutación de las primitivas costumbres, o si, a la inversa, ha sido el deseo de modificar las costumbres el origen de la invención del alumbrado. Mi experiencia personal en Maya me permite resolver esta intrincada cuestión, asegurando que el hombre, como otros muchos animales, tiene marcada predilección por la noche, aunque vive de día por pura necesidad, y llega a aficionarse al día por pura costumbre. Los ojos del hombre parecen dar a entender que éste no es animal nocturno, como los búhos o las lechuzas; pero si a los ojos vamos, muchas fieras del bosque y de los desiertos, teniéndolos también organizados para la vida diurna, viven más de noche que de día, porque de noche encuentran más sobre seguro el necesario sustento. Cuando el hambre aprieta, la función crea el órgano, y no ya fieras, sino hombres habrá que por satisfacer su apetito vean en noche cerrada más claro que ven los que están hartos, de día, con sol y sin nubes.

Esta tradicional costumbre de los mayas de vivir encerrados por la noche parecíame algo así como un pacto tácito y cobarde con las fieras, a las que dejaban en usufructo la nación durante doce largas horas, no obstante los infructuosos cacareos de los gallos, que rara vez producían el apetecido efecto de despertar a los soldados de guardia. Las fieras saltaban, cuando el hambre las impelía, los cercados de las ciudades, y hacían cuanto estaba en su poder, esto es, en sus garras y en sus dientes, para forzar las entradas de los establos y saciar su voracidad. El alumbrado público afianzó la seguridad de las personas y de los bienes, y tan manifiesta era su utilidad que hasta los más empedernidos y gruñones retrógrados cejaron en su quejumbrosa campaña y me dieron tregua y coyuntura para perfeccionar mi obra con el establecimiento alrededor de la ciudad de nuevas luminarias, que formaban un círculo de fuegos opacos, ahuyentadores de las asustadas fieras. Los antiguos guardianes se vieron convertidos en alumbradores, a cuyo cargo fue confiado el inapreciable servicio de preparar, encender y atizar las luces del interior y las del circuito, que bien pasarían de mil. El aceite era de cuenta de los particulares, y la reposición de cazuelas y mechas, de cuenta del rey; y desde el primer día los trabajos se llevaron con tal actividad y perfección, que me hicieron concebir halagüeñas esperanzas sobre la suerte de un país, criadero de hombres tan hábiles como éstos, que sin violencia ni embarazo dejaban las antiguas destructoras armas por las nuevas y benéficas que se les entregaban: los pedernales y yescas, los atizadores de hierro y las alcuzas de barro, una de las creaciones de la cerámica en este período.

No era éste un fenómeno aislado, antes en todos los ramos de la administración maya se tropezaba con la misma variedad de aptitudes: algunos de los antiguos verdugos pasaron sin esfuerzo a ser directores de la fabricación de bujías, y en cuanto toca a su transporte y expendición, los pedagogos no conocían rivales; mis auxiliares del orden sacerdotal eran maestros consumados en el arte de recaudar las contribuciones, y los uagangas, en los ejercicios de fuerza y en los juegos públicos. Era frecuente hallar hombres con aptitudes universales, lo mismo para guardar ganado que para arar, así para las armas como para las letras, para el consejo como para el gobierno comparativamente, los más torpes eran los pedagogos, que sabiendo leer y escribir aprendían más en los pergaminos que en la experiencia, y se distinguían más por la palabra que por la acción; de donde tuvo origen un profundo proverbio maya, que dice: «La ciencia no entra por los ojos, sino por el pellejo»; del cual parece una feliz traducción la sublime máxima: «La letra con sangre entra», que muchos dómines han desacreditado, interpretándola de una manera estrecha y disparatada. No hay saber tan alto como el saber dominar y enseñorearse de todos los estados de la vida, merced a la dura instrucción y práctica que los acontecimientos traen consigo.

Se estableció, pues, se extendió y arraigó, a pesar de su impopularidad, el alumbrado público, no sólo en la corte, sino también en todas las ciudades del país, e insensiblemente los ciudadanos fueron echándose a la calle por la noche. Empezaron los jovenzuelos con achaque de cortejar a las mujeres, que si durante el día estaban encerradas en los harenes, de noche hallábanse en estado de escuchar las músicas y cantos de los rondadores, pues las salas nocturnas estaban en las galerías exteriores y tenían claraboyas o tragaluces a la calle, por donde penetraban los roncos sones de los laúdes y las no muy bien entonadas canciones de los obscuros galanes, de quien ya es sabido que no eran muy famosos por la finura de sus orejas.

Con esto, la poesía subjetiva o lírica comenzó a tomar grandes vuelos, particularmente en la rama erótica, y la literatura nacional se enriqueció con variedad de trovas, serenatas y madrigales, que sin aliño retórico, con la ruda naturalidad que conviene a una lengua que, como la maya, posee sólo palabras que designan objetos palpables, o por lo menos visibles, expresaban los eternos amorosos sentimientos del varón por las hembras de su agrado. Aunque sea trabajo perdido traducir literalmente estas canciones a lenguas civilizadas, ofreceré como muestra un madrigal de los más célebres, que, bajo apariencias un tanto cándidas, encierra cuanto de substancial puede decir un enamorado galán a una doncella:


«Robusta e ignorante muchacha:
La anchura de tus caderas me enamora;
Tú serás madre de cuarenta hijos míos (el quené-icomí),
Tu vientre llegará a ser como el de una vaca (mcazi);
Tus pechos de chota (memé) se convertirán en pechos de cabra (mbusi).»


Detrás de los trovadores vinieron los demás ciudadanos, atraídos por el efecto mágico que a sus ojos producían las luminarias, eligiendo para sus salidas las noches serenas, en que ni el viento ni la lluvia desconcertaban los notables trabajos de los faroleros. Aun las mujeres, desamparadas de la autoridad de sus señores, se asomaban tímidamente a las puertas para ver a hurtadillas lo que la moral del país no les permitía ver por derecho propio. Comenzaron a cernerse en la atmósfera los preludios de una idea nueva, de las noches muntus, que hicieran juego con los días. Las mujeres no encontraban, ni en la ley ni en la tradición, nada en contra de sus pretensiones; los hombres decían que no pudo jamás preverse la aparición de tantos usos nuevos, pero que la sabia y prudente incomunicación de la mujer debía subsistir, y subsistir con más rigor durante la noche.

Está escrito que los progresos se rieguen y santifiquen con sangre humana, y sucedió que uno de los más agradables entretenimientos de los súbditos de Mujanda vino a ser, sin que nunca se haya sabido quién fuera el iniciador, divertirse a costa de los funcionarios encargados del nuevo servicio, ya apagando las luces, ya robando el aceite, ya rompiendo las cazuelas, ya produciendo intencionados incendios. Hacíanlo algunos por vía de inocente pasatiempo, y otros con el pícaro propósito de combatirme y desacreditarme; y quizás éstos hubieran realizado sus planes malévolos de no contar yo con la confianza de la corona, o sea con el apoyo firmísimo e inconmovible de Mujanda, quien respondió a estas torpes expansiones con un largo y bien meditado edicto, redactado por mí, imponiendo la pena capital a todo el que tocara una cazuela de aceite o desobedeciera a alguno de los alumbradores. Para hacer más apetecibles las noches públicas, se las reducía a cuatro al mes; fuera de éstas, no era permitido salir de casa sino a los que obtuviesen real patente de libre circulación. No se señalaban tampoco noches fijas, pues el rey se reservaba, como nueva e importante prerrogativa, que venía muy a punto a reforzar su un tanto mermado prestigio, el derecho de acordar cuáles habían de ser, en vista del estado del tiempo y del de su real humor. Para ganar el valioso auxilio de las mujeres, dejando siempre a salvo la incontestable supremacía que por la Naturaleza está señalada en favor del hombre, se disponía que de las cuatro noches dos fueran muntus, y que en ellas hubiera recepciones, conciertos y danzas, con otros esparcimientos populares.

Con esto se cortaron de raíz los abusos que comenzaban a nacer, entre los cuales había algunos muy peligrosos: el abandono de los hogares, amenazados de disolución si se exageraban los nuevos hábitos de vida social; las pendencias nocturnas entre los particulares y los serenos alumbradores, que ya habían producido numerosas víctimas; la exacerbación de las rivalidades amorosas, cuya existencia me parecía innecesaria en un país como éste, donde tanta facilidad había para reunir, con no muy grandes desembolsos, una colección completa de mujeres de todas las partes del reino. Al mismo tiempo se prepararon notables adelantos en el camino de la verdadera civilización, y por lo pronto se obtuvieron nuevos ingresos para el erario real. Sólo en la corte se recaudaron ciento veinte cabras por otras tantas licencias de circulación nocturna, la cual vino a quedar reservada para los personajes ricos en bienes y en influencia palaciega; y en la primera noche muntu, los graneros reales crecieron en más de tres mil panochas de maíz, admitidas en pago de los líquidos que el rey, por medio de sus siervos, vendía a la exclusiva en varios aguaduchos instituidos por mí con este objeto y con el de dar el primer impulso a una revolución más grande que todas las hasta aquí mencionadas: la revolución de la industria y del comercio.