La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid: 03

Capítulo III

Ancu-Myera.-Boceto de una ciudad centroafricana.-De cómo una falsa apariencia me elevó desde la humilde situación de condenado a muerte a los altos honores del pontificado.

Después de una hora de feliz navegación, que aproveché para meter honda mano en las bien provistas alforjas, el hipopótamo, dueño absoluto de sus movimientos y de los míos, se desvió del centra de la corriente, arribando a una pequeña ensenada, donde tocamos fondo. Ni entonces, ni durante el viaje, aparecieron rastros de ser humano, y yo me preguntaba si no había sido imprudencia abandonarme al capricho de un animal cuyas intenciones desconocía. Pero hay momentos difíciles en la vida del hombre, en los cuales éste se ve forzado a abdicar su soberanía y a obedecer sumisamente al primer animal que se atraviesa en su camino. Hube, pues, de resignarme, y los hechos posteriores demostraron que el mejor partido fue el de la resignación.

Abandonando el fondeadero, ascendimos el hipopótamo y yo por una larga y suave pendiente hasta entrar en un camino llano que la cortaba y que, sin apariencias de obra de mano, me pareció casi tan ancho y cómodo como las carreteras de España. Sin vacilar tomó el hipopótamo la derecha, siguiendo el curso del río, y esta seguridad en la dirección me hizo creer que su instinto, como el de nuestros animales domésticos, le llevaría a la casa de su dueño, ante el que intentaba yo por adelantado justificarme con todos aquellos gestos y razonamientos que fuesen propios para demostrar mi honradez y para granjearme su protección.

Apenas entramos en el nuevo camino, y al volver de un recodo que éste forma para dirigirse hacía el Sur, apareció al descubierto un hermoso bosque, cuyo verde intenso, como fondo de un gran cuadro, hacía resaltar una multitud de pajicientas cabañas, colocadas en primer término y semejantes desde lejos a un rebaño paciendo desparramado.

Los habitantes de estas chozas salieron a mi encuentro en actitud que yo creí hostil, pues lanzaban fuertes gritos y eran hombres solos. En África, como en Europa, la mujer no toma parte en los combates, y por esto la ausencia de las mujeres me dio mala espina y me pareció indicio de disposiciones belicosas. Bien que mis enemigos no llevasen ningún género de armas, tampoco para habérselas conmigo las necesitaban.

Antes que yo intentase, aunque lo pensaba, detenerme y esperar, varios hombres se destacaron de la turba y vinieron hacia mí; a los pocos pasos uno de ellos, separándose de los demás, que se detuvieron, se acercó hasta tocar la cabeza del hipopótamo e hizo una reverencia, a la que yo me apresuré a contestar. Después se fueron adelantando gradualmente los rezagados y me abrumaron con sus reverencias, cada vez más rastreras y acompañadas siempre de los gritos que me habían asustado. Entre ellos sólo percibí clara la palabra ¡quizizi!, fórmula de saludo matinal.

Aunque en diversas ocasiones y distintos países había podido observar que los pueblos otorgan sus favores y hacen objeto de sus entusiasmos al último que llega por ser el que menos conocen, no dejó de producirme extrañeza aquel desbordamiento de simpatías súbitas. Alegrándome por el momento, no dejé de ponerme en guardia, temeroso de que las cañas se volviesen lanzas. Es aventurado cimentar algo sobre la voluntad de un hombre; pero cimentar sobre la voluntad de una multitud es una locura: la voluntad de un hombre es como el sol, que tiene sus días y sus noches; la de un pueblo es como el relámpago, que dura apenas un segundo.

Más todavía se aumentaron mis dudas cuando pude distinguir entre el ruido de las aclamaciones, además de la palabra quizizi, otras dos, igana iguru, que iban a mí dirigidas. ¿Habría tal vez en la religión de aquel pueblo la creencia en la venida de un «hombre de lo alto»? O dada la abundancia de símbolos en uso entre los africanos, el nombre Igana Iguru ¿designaría a un hombre de carne y hueso con el cual me confundían? Y ¿cómo era posible esta confusión?

Pero fuese como fuese, yo estaba decidido a ir hasta el fin, tanto más cuanto que el azar se ponía de mi parte. Precedido y acompañado de los indígenas, que no bajarían de mil, entré triunfalmente en la ciudad, que, según supe después, lleva el nombre de Ancu-Myera, por su situación «entre el bosque y el río», y está habitada por pescadores mayas, que sostienen por la vía fluvial un activo comercio con los pueblos del interior, con los que cambian los productos de la pesca por frutas, granos y artículos industriales.

El que hacía de jefe, y luego resultó ser rey y llamarse Ucucu, me condujo al centro de la ciudad, donde se alza, completamente aislado, su palacio, una cabaña o tembé de gran extensión, adornado con innumerables aberturas cuadradas y redondas, y defendido por una verja de toscos barrotes de hierro. El techo, tanto del palacio como de las restantes cabañas, es de caballete, denotando cierta influencia europea, pues las tribus, separadas de toda influencia exterior, construyen sus cabañas circulares y de techos cónicos, sin ninguna empalizada defensiva.

Montado siempre sobre el sesudo y tranquilo paquidermo me detuvieron a la puerta misma del tembé, dando frente a un cadalso, alrededor del cual se agrupaban ansiosos los súbditos de Ucucu, de todo sexo y edad. Tanto hombres como mujeres iban vestidos de una amplia túnica flotante, sujeta por debajo de los sobacos y larga hasta las rodillas. Las piernas y brazos completamente desnudos, y la cabeza cubierta por ancho cobertizo en pirámide, formado con cuatro hojas anchas y picudas de cierta especie de palmera. Algunos pequeñuelos estaban completamente desnudos, y en cambio ciertas personas de distinción llevaban, además de las prendas descritas, algunos adornos raros, injertados en la túnica de una manera caprichosa, amén de los brazaletes y collares.

El tipo general de los hombres es el huma, o sea el mismo de los guerreros, aunque de talla más mediana y de facciones más adulteradas por las operaciones quirúrgicas a que se someten para embellecerse; el de las mujeres es bastante agraciado, pero las afea mucho el excesivo desarrollo de los pechos, que se procura estirar hasta que llegan a las ingles. La razón de esta moda es sumamente práctica, pues las mayas amamantan a sus hijos sin abandonar sus faenas ordinarias. Siéntanse en el suelo o en taburete muy bajo, y cruzando las piernas en forma de tijera, colocan en el hueco a sus crías, que sin ningún esfuerzo ni molestia se encuentran en posesión constante de los pechos maternales.

Esperaba lleno de ansiedad el desenlace de aquel espectáculo, que no comprendía, cuando un grupo de hombres armados de lanzas cortas y de machetes apareció conduciendo prisioneros a un hombre joven y de buen parecer y a un asno de poca talla y de pelo claro como de cebra, de la que acaso procediera alguno de sus ascendientes. Ambos prisioneros subieron al cadalso, que se levantaba muy poco del suelo, y a seguida Ucucu habló para someter a mi arbitrio aquel juicio, nuevo en los fastos judiciales de Ancu-Myera. Sucesivamente hablaron dos hombres del séquito del rey para defender al hombre y al asno, que impasibles presenciaban aquella ceremonia forense.

Según pude colegir, el crimen consistía en la profanación del tembé, donde se hacen las ofrendas al funesto espíritu Rubango, única sombra de divinidad en quien creen todos los mayas. Realizado el crimen, había surgido una duda grave acerca de quién fuese el responsable, si el asno, autor material del hecho, o su dueño, culpable por negligencia. Por esta razón el conflicto había sido reservado al Igana Iguru, el gran juez y gran sacerdote.

No es nuevo el caso de que un juez se entere de un proceso merced a lo que oye decir a los contendientes, pero sí era para mí nuevo, original, inaudito, todo aquello que presenciaba. En un pueblo que yo tenía por semisalvaje descubría de improviso la existencia de un poder judicial grande, sabio y ambulante para mayor comodidad de los súbditos; descubría la existencia de principios jurídicos admirables, que constituyen el anhelo de los más adelantados penalistas de Europa, como son la igualdad de todos los seres creados ante la ley y el jurado popular, conforme a los sanos principios de la más pura democracia.

Oídos los discursos, vi que todas las miradas estaban pendientes de mi boca, y me hice cargo de que había llegado el momento de juzgar. La decisión era fácil, porque se veía a las claras que la opinión general estaba con el último de los abogados, con el abogado del asno, y aun no faltó quien gritara: «¡Afuiri Muigo!», lo que equivalía a pedir la muerte. Así, pues, mis primeras frases en Ancu-Myera, frases que me pesarían como losa de plomo si no hubiera descargado la responsabilidad de ellas sobre los indígenas, fueron para condenar a Muigo, que así se llamaba el desventurado reo humano. -¡Afuiri Muigo!-dije en tono solemne; y un inmenso clamor salió de todas aquellas bocazas africanas, en el que se mezclaba la satisfacción, el odio, y sobre todo la admiración por mi sabiduría. Sin más preámbulos los sayones cortaron la cabeza a Muigo y se llevaron el asno, que lanzaba rebuznos no sé si de alegría o de dolor.

Según costumbre nacional, los acontecimientos extraordinarios, sean tristes o alegres, se celebran con regocijos públicos. El acontecimiento del día era mi presencia en la ciudad, y para festejarla se habían suspendido desde el amanecer todas las faenas de la pesca y dado suelta a los siervos. Previa invitación de Ucucu, descendí del hipopótamo como magistrado que deja su tribunal, y penetré en la morada regia.

Estaba ésta construida a la manera de las cortijadas de mi tierra: dentro de la verja de hierro se levanta, hasta una altura de doce palmos, una galería cuadrangular, donde tienen sus habitaciones el rey, sus hijos y sus siervos. En el espacio cerrado por estas galerías, cuya cabida no bajará de dos fanegas de marco real, hay numerosos tembés y templetes rústicos, diseminados sin regularidad, donde se contiene cuanto es necesario para la comodidad, recreo e higiene del señor. En las habitaciones de éste resplandecía un gran aseo, y se respiraba esa atmósfera de sencillez y tosquedad reveladora de una gran pureza de costumbres.

Después de refrigerarnos con algunas libaciones de fresco vino de banano, a una indicación mía, Ucucu me llevó al interior del palacio para mostrarme sus riquezas. Entretanto, sus acompañantes, casi todos funcionarios públicos, quedaron conversando sobre asuntos de gobierno. Nuestra primera visita fue a un kiosco, donde pude ver más de un centenar de loros de varias pintas, todos muy vivarachos y charlatanes. Una de las aficiones, acaso la principal, de los mayas, es la cría de loros, a los que maestros muy hábiles que hay para el caso, instruyen en diversas gracias, chistes y aun largos discursos. Ucucu me mostró particularmente algunos de aquellos oradores, que, según él, se expresaban con tanta facilidad que pudieran ser tenidos por personas de juicio y ser escuchados como oráculos. A esto asentí yo, pero indicándole que no siempre la sabiduría acompaña a la fácil elocución; aun entre los hombres, que son los seres más sabios de la tierra, suele encontrarse alguno que no es tan sabio como los demás, y que se distingue porque habla más que los otros. Pues así como con el estómago ligero se anda con más agilidad, con la cabeza vacía la boca se abre y las palabras escapan velozmente.

Desde el kiosco de los loros fuimos al harén, que Ucucu no tuvo reparo en enseñarme. El harén es una copia reducida del palacio, aunque sin ventanas ni claraboyas al exterior. Las diversas habitaciones toman sus luces de un patio anchísimo, plantado de árboles de sombra y separado de las habitaciones por galerías descubiertas, semejantes a los cenadores andaluces. Cada mujer tiene su habitación de día, en la que vive con sus hijos hasta que éstos cumplen los cuatro años y pasan a poder del padre, que los confía a ciertos pedagogos o siervos, que saben relatar de coro la historia del reino, única ciencia que se considera necesaria, porque sirve para entusiasmar a la plebe y para olvidar las miserias del presente con el recuerdo de las grandezas del pasado.

El último año, los habitantes de Ancu-Myera fueron apaleados y lanceados por un grupo de guerreros que, no teniendo enemigos exteriores que combatir, debían librar batalla con los habitantes del interior para no perder el ardor bélico. Tal fue la desesperación de los de Ancu-Myera ante su vergonzosa derrota, que muchos querían abandonar la ciudad, y lo hubieran realizado sin una arenga enérgica de Ucucu, gran conocedor de la Historia, en que les recordó la del valiente Usana, el rey Sol, que, de simple pescador, llegó a ser rey de todos los reyes mayas, a reunir grandes riquezas y a dejar un recuerdo imperecedero. Con esto el pueblo recobró su animación habitual, llegando, por último, a olvidar el agravio cuando se comprendió que sus causas habían sido la profanación de la casa de Rubango y el deseo de venganza de éste. Así se explica el furor popular contra Muigo, la patriótica indignación que yo torpemente había juzgado en los primeros momentos como salvaje brutalidad.

Después de pasar un largo y tortuoso corredor llegamos al patio del harén, en donde había dos docenas de mujeres que cantaban con voz cadenciosa y dormilona una canción en que se repetía con frecuencia el nombre de Ucucu. Cada día se recita una canción diferente para ensalzar las últimas hazañas del señor, y la de este día era como sigue:


Felicidad a Ucucu, al valiente muanango.
Con el canto del gallo (ucucu) fue Ucucu al Unzu.
En la mano llevaba el inchumo (especie de lanza),
Pero la pesca de Ucucu no fue el anzú (pez):
Ha matado al terrible angüé (leopardo).


El principal deber de una muntu, de la mujer en general, es cantar las alabanzas de un hombre del esposo, del padre o del hijo, según las circunstancias. La honestidad de la mujer exige que ésta, ya sea con sinceridad, ya con hipocresía (si es que tan bajo sentimiento cabe en el corazón de estas mujeres), tenga siempre en sus labios el nombre de aquel que la mantiene.

Sin ser psicólogos, los mayas conocen la virtud extraordinaria de la repetición de una palabra, y saben que la mujer ama y respeta por la fuerza de la costumbre. Para ellos, las pruebas de amor que a nosotros nos satisfacen y nos enloquecen serían motivo de irrisión, pues entenderían que la mujer que libremente ama, libremente deja de amar. Como a los animales domésticos se les impone la obligación del trabajo, a la mujer se le impone la del amor, cuyas formas exteriores son el servicio del esposo y la cría de los hijos. La mujer holgazana es vendida como sierva para los trabajos agrícolas; la estéril es devuelta a su antigua familia, mediante la devolución de la mitad del precio dotal. Pero si la mujer es hermosa (y para el gusto del país las hay hermosísimas) se la dispensa la holgazanería y la esterilidad, y entra a formar parte de los harenes ricos, que se honran teniendo algunas mujeres de lujo.

Al mismo tiempo que las mujeres de Ucucu entonaban su canción, inventada bien de mañana por uno de los siervos pedagogos, se entretenían en sus quehaceres; sólo tres dormitaban tendidas sobre pieles de leopardo; las demás estaban sentadas y tejían con fibras vegetales una pleita, de la que se forma después la tela para las túnicas, o amamantaban a sus pequeñuelos, o lavoteaban en una pocilga varias prendas de vestir. En medio del patio, unos cuantos negrillos se entretenían jugando con la arena, completamente desnudos. Algunas de las mujeres estaban también desnudas, y a nuestra llegada entraron a engalanarse, no por pudor, sino por deferencia a Ucucu. El pudor no existe, quizás porque la piel, sin ser negra, es excesivamente morena y carece de matices para reflejarlo. De esta observación he deducido yo que acaso lo que llamamos pudor sea, más que una cualidad espiritual, una propiedad del cutis, una caprichosa irritabilidad del tejido pigmentario.

Una de las mujeres que, tumbadas sobre pieles, holgaban, especie de matrona de carnes abundantísimas, después de obtener la venia de Ucucu, me dirigió la palabra para pedirme noticias de la corte de Maya, donde había nacido y pasado su juventud. Yo procuré salir del paso con respuestas ambiguas que no descubrieran mi superchería y que me proporcionasen alguna luz sobre mi verdadera situación. Esto ofrecía serias dificultades, porque Niezi, o Estrella (que así se llamaba la matrona), se expresaba en un lenguaje rápido y confuso, muy diferente del que hasta entonces había yo oído.

A lo que pude entender, el Igana Iguru, cuyo título y preeminencias usurpaba yo en aquellos momentos, era el primer magistrado o sacerdote del rey Quiganza, y su misión, además de presidir los sacrificios era recorrer de tiempo en tiempo todas las ciudades del reino y decidir, como supremo juez, las cuestiones judiciales arduas. Niezi había sido en primeras nupcias esposa de un Igana Iguru llamado Arimi, el hombre «elocuente», cuya muerte fue misteriosa. Habiendo llegado cerca de Mbúa, se apeó del hipopótamo sagrado y se dirigió a la gruta de Rubango, que hay en el lago Unzu, para hacer una ofrenda e inspirarse antes de entrar en la ciudad y condenar a muerte al culpable reyezuelo Muno. Al cabo de cinco días, el hipopótamo fue encontrado solo en el bosque, y en la gruta la túnica y las sandalias de Arimi, que, bañándose en el lago, había sido devorado por un cocodrilo, según anunció el espíritu de Rubango por boca de Muana, hermano de Arimi, sucesor de su dignidad, y condenado poco después a muerte por el rey. A este hecho debieron la libertad las mujeres del Igana Iguru, entre ellas Niezi, vendida por su padre a Ucucu. El nuevo lgana Iguru fue el hijo del ardiente rey Moru, Viaco, cuya muerte ignoraban los hijos de Ancu-Myera, bien que se alegrasen de ella, como todos los mayas, pues a la crueldad de Viaco había sucedido la piedad, de que yo daba tantas señales.

Esta charla me puso al corriente de la situación, y, como hombre que se resuelve a jugar el todo por el todo, adopté mi plan, convencido de que los mayores imposibles se logran con audacia cuando se cuenta con inteligencias pobres y exaltadas, propicias a aceptar más fácilmente lo absurdo que lo razonable.

Apenas había acabado Niezi de hablar, cuando yo, con tono solemne y plañidero, le manifesté ser el propio Arimi, su antiguo señor, a quien una serie de desventuras había conducido al destierro y a la cautividad. Grandes clamores acogieron estas palabras mías, y Niezi estuvo un momento vacilante, no queriendo dar crédito a mis palabras y menos aún a sus ojos; pero al fin se arrodilló delante de mí e hizo signos de reconocerme y de condolerse de mis males. Viéndola hincada de hinojos sentí un movimiento de generoso entusiasmo en pro de nuestra pobre raza humana, tan injustamente vituperada. ¿Dónde encontrar un ser que diese crédito a mi voz con esta noble confianza, con este agradecido reconocimiento? Ni entre las especies animales más celebradas por sus virtudes e inteligencia, como el perro, el caballo o el elefante, hubiera encontrado un rasgo semejante de leal sumisión.

Contra lo que creen algunos pesimistas, es más difícil gobernar a los animales que al hombre, porque los animales no se someten más que a la fuerza o a la razón, interpretada por su instinto, en tanto que el hombre se contenta con algunas mentiras agradables e inocentes, cuya invención está al alcance de hombres de mediano entendimiento. Júzguese, pues, la torpeza de los que, tomando al hombre por animal perfeccionado, intentan someterle por la violencia y derramamiento de sangre o con auxilio de leyes e imposiciones penales. Estudiando de cerca estos pueblos más primitivos, se ve claro que el gobierno de las naciones no exige hombres de Estado, ni legistas, ni soldados, sino poetas, comediantes, músicos y sacerdotes. Una canción tiene más fuerza que un código, y una letanía alcanza más lejos que un cañón rayado.

Entre estas reflexiones no olvidé lo que convenía a mis intereses, y después de levantar del suelo a Niezi, viéndome rodeado de oyentes deseosos de escucharme, comencé un relato, que inventaba al correr de la palabra y pronunciaba con unción y pausa.

«Cuando el día que ocurrió mi supuesta muerte, penetré en la gruta de Rubango, varios hombres, pagados por mi envidioso hermano Muana, estaban al acecho; me despojaron de mis ropas y me arrojaron al lago. En el fondo de éste se abre una galería que conduce a un mundo distinto del nuestro; allí viven los que mueren sobre la tierra, gobiernan los espíritus y se habla un idioma desconocido. En estas mansiones subterráneas, donde no penetra el sol, los hombres se vuelven blancos, sus cuerpos se cubren de pelo y la memoria olvida el pasado porque aprende a conocer el porvenir. Bien que mi deseo hubiera sido permanecer allá, mi deber me había impulsado a volver a la vida terrestre para salvar a Quiganza de una horrible conjuración y al pueblo maya de una completa ruina.»

Terminado mi discurso, comprendí que todos los ánimos se hallaban embargados por una profunda impresión. De este primer movimiento dependía el éxito futuro, porque las palabras que buscan el apoyo de la fe sólo necesitan, como el amor, un primer destello, que después crece y se propaga y se convierte en amplísimo incendio; son como el rayo que cae de lo alto, y si encuentra a su paso, materias inflamables, reduce en poco tiempo una ciudad a escombros. A su lado, las palabras que se dirigen al entendimiento son las mortecinas luces que arden por toda la ciudad sin disipar siquiera las sombras.

Ucucu deseaba comunicar al pueblo estas nuevas, y me hizo abandonar el gineceo para volver al lado de sus auxiliares. Todos ellos sufrieron el contagio, y aquel mismo día Ancu-Myera estaba convertido en un foco de entusiastas defensores de Arimi. La opinión popular había interpretado libremente mis revelaciones y me consideraba como un reformador religioso y político y como un defensor de sus intereses particulares.

Por la tarde hubo yaurí, o consejo, en el palacio de Ucucu, con asistencia de todas las autoridades locales: el consejo es realmente el que forman los uagangas, «adivinos», asesores del rey, pero en circunstancias extraordinarias concurren también los más respetables cabezas de familia a quienes de antemano se haya otorgado esta preeminencia. En el consejo, al que yo asistí, se acordó expedir correos a varias ciudades próximas y a la capital. Con gran sorpresa mía vi que uno de los uagangas sabía escribir en caracteres semejantes a los latinos, trazados sin ligamen, y redactaba, sobre pedazos de piel, los despachos que habían de enviarse, así como el acta del yaurí, que se junta con las precedentes, formando el archivo histórico de la localidad.

Cuando me quedé a solas con Ucucu le hablé del rescate de Niezi, ofreciéndole la restitución del precio dotal. No se crea que esta proposición era una imprudencia política, inspirada por censurables apetitos. Niezi no me inspiraba ningún deseo impuro, y en cuanto a Ucucu, nada había que temer dada mi nueva situación. En Europa no se ve que los hombres tengan a honra entregar sus mujeres a los que tienen un rango superior, bien para sacar provecho, bien para recibir de rechazo el honor que la mujer recoge en el trato con hombres superiores; pero en estos pobres países africanos, donde la vida es muy candorosa, nada tiene de extraño que las gentes de sangre inferior deseen elevarse mediante cierta comunidad con los superiores. De aquí que no sólo sea un honor regalar o vender una esposa al que tiene superior categoría, sino que el adulterio existe exclusivamente cuando el adúltero es de clase igual o inferior al marido. En Maya no sufre excepción la regla, y aun está admitido que, si el adúltero es superior, el agravio se convierta en beneficio y el adulterio se llame yosimiré, gracia señalada. Como vemos, en el fondo de cada maya se oculta un pequeño general Anfitrión, bien que conformándose con algo menos que con un Júpiter.

El móvil que me impulsaba a solicitar a Niezi no era de carácter pasional. Me convenía adquirir esta mujer, educada en la corte y conocedora de detalles interesantísimos para mí, que siendo el alma de toda la intriga, marchaba completamente a ciegas. Me era preciso soltarme en el manejo del idioma, que Niezi hablaba con gran perfección y finura; y juntábase a todo esto ¿por qué no decirlo? un agradecimiento que hubiera degenerado rápidamente en simpatía, y quizás en amor, si ciertas particularidades de raza no fueran por lo pronto bastantes para impedirlo.

Gran parte de aquella noche la pasé al lado de Niezi, arreglándome una vestimenta al uso del país y dirigiéndole innumerables preguntas e instruyéndome con sus respuestas. Pude hacer valiosos descubrimientos psicológicos sobre la mujer maya y sobre la mujer en general, los cuales, completados en el tiempo que se sucedió, merecerían un tratado especial, aunque no dejaré de apuntar más adelante algunas ideas.

Cuando me separé de Niezi, de mi esposa, puesto que lo era con arreglo a la ley del país, pensaba con tristeza que aquella noche otros hombres celebrarían sus bodas más alegremente que yo; pero me consolaba pensando también que la noche de bodas de un enamorado no sería tan pura como mi noche de bodas, consagrada toda ella a los trabajos de sastrería y a la observación psicológica.