La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid: 04

Capítulo IV

Desde Ancu-Myera a Maya, por Ruzozi y Mbúa.-Mi recepción en el palacio de los representantes.-Espectáculo original, llamado danza de los uagangas.

Muy de mañana me despertaron los rumores populares que llenaban la plaza pública. Abandoné las duras piedras que me habían servido de lecho, y eché una ojeada por la claraboya de mi alcoba sobre los grupos de pescadores que aguardaban mi aparición.

Me dirigí hacia la puerta de entrada del palacio, encontrando en el zaguán al rey con sus hijos y con algunos de su servidumbre. Un siervo abrió la puerta y me mostré a la multitud, que me aclamó y que, satisfecho ya el deseo que la retenía, se fue dispersando en dirección del río para preparar sus canoas y emprender las faenas diarias de la pesca.

Los personajes que en la tarde anterior habían asistido al yaurí nos hicieron el saludo matinal, y después dedicamos la mañana a visitar todas las piezas del palacio: los graneros, bien repletos de maíz rojo, de trigo obscuro, muy semejante al centeno, de cierta clase de habas, a las que llaman macuemé, y de otras varias legumbres secas; la armería, donde había muestras de un notable adelanto industrial; los establos de mcazis o vacas de leche, de mbusis o cabras, de cebúes y de cebras; la pescadería, donde son secados al fuego los peces del río (pues los mayas no practican la salazón, y conservados en sartas para las épocas de escasez; por último, las cocinas, en las que hicimos alto para tomar el almuerzo, que consistió en leche, diversas legumbres, pasta de trigo y abundantes tragos de vinos diversos, hechos con jugos de frutas pasadas.

Mientras comíamos, uno de los hijos de Ucucu me refirió el origen del nombre de su padre. Ucucu significa «gallo», y este animal, en el país maya, es muy parecido a los gallos ingleses que se crían para las riñas. Su valor supera al de los demás animales, pues aunque le rompan las espuelas, le rajen la cabeza, le salten los ojos y le despedacen el cuerpo, lucha hasta triunfar o perder la vida. Así es Ucucu. Un día, luchando con una pantera, recibió cinco veces en su cuerpo la garra del irritado animal, y no obstante, siguió luchando cuerpo a cuerpo hasta vencerla. Después de esta hazaña le cambiaron sus súbditos el nombre, que antes fue Nindú, «Narizotas», como nuestro buen rey Fernando VII.

Así como el nombre de Ucucu tiene su historia, el de Nindú tiene su filosofía. Uno de los rasgos que caracterizan al africano es su entusiasmo por lo monstruoso, que para su gusto vale tanto como para el nuestro lo bello. La regularidad es la vulgaridad, y si para distinguirse moralmente hay que acometer algún hecho extraordinario, para valer corporalmente hay que ostentar alguna particularidad chocante, que deje una impresión durable del individuo: la nariz muy desarrollada, la boca muy grande, los pechos muy largos en la mujer, son las cualidades preferidas, y siguen después las manos, el cuello, los dientes y las orejas. Si naturalmente no se posee ninguno de estos rasgos, se suele acudir al artificio, a los injertos, taladros y demás extravagancias que pueden verse en los relatos de los exploradores.

Es, sin embargo, indudable, dicho sea en descargo de los africanos, que estos gustos y estas costumbres existen también entre los europeos, bien que suavizados, porque nosotros somos más tímidos y respetamos más nuestro organismo. Fuera de algunos usos crueles, que aún conservamos como el del corsé, el de los zapatos estrechos, el del cuello engomado, el del sombrero de copa alta y el de los quevedos ornamentales, en general, puede decirse que logramos distinguirnos sin grandes martirios merced a los progresos de la fabricación de tejidos y de las artes indumentarias.

Terminado el almuerzo me retiré a mis habitaciones, donde me entretuve hablando con Niezi, que a falta de aviso mío se había levantado muy tarde, hasta que llegaron emisarios de Ruzozi y de Mbúa, y poco después de Maya, anunciando que en todas partes había tenido eco la voz de Ucucu y su consejo, y que el rey Quiganza me ordenaba emprender sin demora el viaje a Maya. No esperé segundas órdenes, e inmediatamente hice traer el hipopótamo y enjaezar una vaca para el servicio de Niezi, y me despedí de Ucucu, de sus hijos y de sus mujeres en medio de recíprocas muestras de amistad. Después emprendimos la marcha, siguiéndonos a pie los emisarios y un hijo y dos siervos de Ucucu como escolta de honor.

Desde Ancu-Myera a Maya hay seis horas de camino por el que yo traje a mi venida, y ocho siguiendo el curso del Myera; yo elegí el más largo para pasar por las dos ciudades amigas que hay en el trayecto: Ruzozi, la ciudad de la «colina», y Mbúa, llamada así por la fidelidad «canina» con que sus habitantes han seguido siempre la buena y la mala fortuna de los reyes mayas. Ruzozi está distante del Myera, y es una ciudad de agricultores y ganaderos; Mbúa se dedica a la pesca y a los trabajos metalúrgicos, y es muy rica y populosa. Sus habitantes pasan de ocho mil, mientras que Ruzozi tendrá unos tres mil, y Ancu-Myera quizás no llegue a esta cifra. En ambas ciudades fui recibido con entusiasmo y se agregaron a la comitiva algunos personajes de la intimidad de Nionyi y Lisu, que son los reyezuelos respectivos. Nionyi se llama así porque su marcha es tan rápida como el vuelo de un «pájaro», y Lisu u Ojazos (porque, en efecto, los tenía desmesuradamente grandes y abiertos) era el jefe leal que depuso a su predecesor Muno, con motivo de cuya condena había ocurrido mi muerte, esto es, la supuesta muerte de Arimi. Sus intereses estaban ligados con los míos, y sus muestras de adhesión fueron, por tanto, muy vehementes.

A la salida de Mbúa el río se ensancha y permite el paso de los hombres y de las bestias, que es necesario porque Maya se encuentra en la margen opuesta. Algunos de los hombres de a pie cruzaron por un puente de madera que está mucho más abajo, sobre dos tajos, entre los cuales el río se estrecha para precipitarse en altísima catarata.

Desde los tajos se contempla ya el panorama de la ciudad de Maya, situada en el término de un suave declive y extendida en un espacio tal, que la mirada no puede abarcarla en conjunto. Como los edificios son de planta baja y separados los unos de los otros, una población de veinte mil habitantes exige un área tan extensa como la de Madrid. El plano de la ciudad está formado por más de cien núcleos diferentes, pues cuando ha sido preciso ensanchar el núcleo primero, que constituyó en lo antiguo un pueblo insignificante, se han ido levantando a distancia como de mil pies, edificios centrales para residencia de la autoridad, y alrededor de ellos casas irregularmente diseminadas, hasta tocar en las pertenecientes a otro grupo. Tal sistema parece desde cerca muy irregular, pero desde lejos produce el efecto agradable de una gigantesca colmena, y permite conocer la marcha que ha seguido en su evolución la ciudad primitiva.

Entre cuatro y cinco de la tarde hice mi entrada en Maya, y difícilmente olvidaré las circunstancias que la acompañaron. A las puertas de la ciudad estaba el rey Quiganza rodeado de un centenar de próceres. Todos vestían túnicas de colores verde y blanco, excepto la del rey, que era verde y roja. El rey llevaba además, como signos de distinción, un collar de piedras brillantes, y sobre su cabeza colosal, a la que debía su nombre de Quiganza, una diadema de plumas irisadas. Sus acompañantes ¡levaban sólo penacho de plumas blancas y rojas, areles y cinturón de piel. Detrás de este grupo había otro de gentes de inferior calidad y presencia, y, por último, dos largas filas de soldados vestidos como los del ejército de Quizigué.

Después de la pesada ceremonia de las salutaciones, descendí del hipopótamo (del cual, así como de conducir a Niezi a mi antigua morada, se encargaron cuatro de los circunstantes de segunda fila) y presenté al monarca a los hombres de mi séquito, que, cumplida su misión, emprendieron el regreso a sus hogares. Rompíase la marcha por entre la doble fila de tropas, y llegamos a una gran plaza en cuyo centro se eleva un espacioso tembé que yo creí ser el palacio real, y era el sitio donde se reunían los representantes del país. Esto no me extrañó, pues por las indicaciones de Niezi sabía ya que el gobierno maya tenía mucho de parlamentario, y sin necesidad de tales indicaciones, bastaba conocer la organización del gobierno local para inferir la existencia de un yaurí colectivo que asumiera la representación de los diferentes yauríes locales.

El edificio era una nave cuadrilonga, como, según la tradición, era el arca de Noé, y por sus cuatro costados guarnecida de pórticos de estilo griego. Las columnatas eran hileras de árboles desmochados a diversas alturas, y los arquitrabes y cornisas zarzos de cañizo cubiertos de una especie de pizarra que sirve también para reforzar el pajote de los tejados y para enlosar los pavimentos. En el interior, las paredes, revestidas de barro gris, no ostentaban ningún adorno, y en el testero principal, a la derecha de la puerta de entrada, había un dosel, debajo del cual nos sentamos el cabezudo Quiganza, su sobrino, que es el príncipe heredero, y yo; los representantes, cuyo número era de ciento uno, se fueron sentando por orden en un banco de madera adosado a la pared. Un grupo de cincuenta a la derecha, otro de veinticinco enfrente, y el resto en el banco de la izquierda. De esta suerte, el centro del salón quedaba libre, y los muros parecían adornados por numerosas estatuas, en las que se combinaban de un modo extraño los colores verde y blanco de las túnicas, con el negro de la cara y los brazos, y el blanco y rojo de los penachos.

A un silbido lanzado por el cabezudo Quiganza, el ala derecha de los uagangas, que así se llaman por extensión los representantes, aunque este nombre es más propio de los consejeros, se levantó, y, avanzando hasta la mitad de la sala, se dispuso a ejecutar una danza originalísima, de la que difícilmente podré aquí dar idea.

El que figuraba a la cabeza de la fila, hombre viejo y de fisonomía expresiva, llamado Mato por ser muy «orejudo», hizo unas muecas muy raras: abría la boca hasta formar con ella una O; elevaba los ojos al ciclo y cruzaba las manos sobre el pecho; después cerraba los ojos, descruzaba las manos y juntaba la boca, bostezando con gran ruido. Y lo curioso del espectáculo era que, como si todos los hombres de su fila estuvieran unidos por una corriente eléctrica, según se iban mirando unos a otros, abrían todos la boca como el orejudo Mato la abría; alzaban los ojos como él los alzaba; juntaban las manos como él las juntaba, y deshacían todas estas gesticulaciones como él las deshacía, hasta venir a parar en el bostezo, que resonaba como un fuerte huracán. Esta primera figura de la danza es la salutación.

Después siguió un cuadro muy bello, en que además de mover la boca y guiñar los ojos de muy extraños modos, se meneaban las piernas y los brazos como en el clásico fandango andaluz, y no se sabía qué admirar más, si la perfección artística con que el director representaba la figura, o si la rapidez y exactitud con que todos, cual si fuesen monos amaestrados, la copiaban. Sin embargo, con sus habituados ojos, el cabezudo Quiganza debió ver algo que yo no veía, pues antes que terminase el cuadro silbó de una manera particular, e inmediatamente el jefe separó de la fila a uno de los danzantes, que fue a sentarse en los bancos de la izquierda.

Al fandango (si así es permitido llamarle) siguió otra figura que, si bien muy difícil de ejecutar, me pareció menos artística. Consistía en sacar la lengua todo lo más posible, sujetarla con los dientes y hacerla girar en redondo con gran velocidad. Esta es la gimnasia que emplean como preparación para el arte oratorio, en el que llegan a una considerable altura. El final de este cuadro no me atreveré a reproducirle, porque, sin contener nada que amengüe el prestigio de la respetable clase de uagangas, pudiera chocar un tanto con nuestras costumbres, más exigentes en materia de aseo que las de los pueblos africanos. Basta saber que no cayó en falta ninguno de los ejecutantes.

Para terminar, el director dejó caer los brazos, y sin gran esfuerzo se puso a cuatro patas, si bien las traseras (o sea los verdaderos pies) quedaron un poco encogidas. Todos le imitaron casi instantáneamente, y a seguida emprendieron unos tras otros una rápida carrera alrededor de la sala, a la que dieron seis vueltas, hasta que jadeantes se sentaron en sus bancos en medio de un rumor de aprobación. Diez hombres habían caído en la carrera, y se sentaron en los bancos de la izquierda.

Este último ejercicio, que a los lectores europeos parecerá un poco brutal, tiene su razón de ser en que los valientes mayas recurren para cazar las fieras al artificio de cubrirse con pieles semejantes a las de éstas, y acometerlas corriendo a cuatro pies y llevando un cuchillo en la boca. Antes que el desgraciado animal conozca el engaño, su acometedor le sepulta impunemente el cuchillo en lugar donde la muerte sea segura e inmediata.

Tras un breve reposo sonó un nuevo silbido del cabezudo Quiganza, y el ala izquierda, reforzada por los excluidos de la derecha, en conjunto treinta y siete uagangas, entró en juego, comenzando, según costumbre, por donde la anterior había terminado. Dieron una carrera completa, con mayor velocidad, si cabe, que las precedentes, y el director, viejo muy flaco y ágil, llamado Menu por el descomunal tamaño de su «dentadura», para terminar, se plantó en el centro de la sala, se puso en cuclillas y comenzó a moverse con tal habilidad, que parecía una campana. Aunque todos pretendían imitarle, no llegó a dos docenas el número de los que lo consiguieron, pues la figura exigía que las piernas se sostuvieran firmes como caballetes, y que sobre ellas el cuerpo y la cabeza, en perfecto equilibrio, se balancearan sin caer para atrás ni dar de hocicos en el suelo. En esta forma reman los mayas, que siendo un pueblo muy dado a la navegación, pone sus cinco sentidos en educar la juventud para la marinería, y tiene el gran sentido práctico de convertir los ejercicios de instrucción en juegos populares, mezclando, con el supremo arte de los clásicos, lo agradable con lo útil.

Otra figura de la danza consistió en imitar gritos de animales, y lo hacían con tan maravillosa perfección que llegué a sentir miedo. Estos son los gritos que emplean en la caza y en la guerra.

Por último, ejecutaron una marcha muy extraña, valiéndose también de pies y manos, pero en forma distinta de la primera, pues ahora saltaban como saltan los conejos, dando al mismo tiempo agudos chillidos como las ratas. Así recorrieron varias veces la sala en distintas direcciones, hasta que el rey dio la señal de alto. De todos estos juegos sólo habían salido diez y ocho airosamente, y los demás se fueron acogiendo al banco que estaba frente a nosotros.

Los que en él se sentaban siguieron la danza, y aun a riesgo de ser pesado, no omitiré la indicación de las que ejecutaron. El comienzo fue la marcha a saltos, que terminó con una pantomima muy graciosa, en que todos los saltarines hacían con la cara gestos muy semejantes a los del conejo cuando come. En este extremo ninguno igualaba al jefe, que es el inventor del juego, y por esta razón se llama Sungo, que quiere decir «conejo».

Noté que de todas las figuras ésta era la que más agradaba al rey, quien retrasó el silbido reglamentario y tuvo a los ejecutantes cerca de media hora moviendo la boca, la nariz y las orejas. En todos los pueblos hay un animal que simboliza la astucia: en Asia, el chacal; en Europa, la zorra. En Maya no hay zorras ni chacales, y el instinto popular cifra todos los rasgos de la astucia en el conejo, cuyo fruncimiento constante de hocico, contrastando con la impasibilidad de su mirada y la posición expectante de sus orejas, ofrece cierto aire de picardía, que nosotros los psicólogos europeos no hemos advertido. Un artista como Sungo, haciendo la figura del conejo revela más graciosa malicia y zahiere con más refinada intención, que la cantante parisiense más procaz o el orador parlamentario más maestro en el arte de las reticencias.

Cuando el cabezudo Quiganza tuvo a bien darse por satisfecho, el malicioso Sungo inició un baile del corte de nuestros tangos cubanos, con el que se mezclaban gritos feroces en los que creí notar la alegría salvaje de los cantos de triunfo. Después siguió un cuadro de natación en el que muchos cayeron en falta, pues había que poner el cuerpo horizontal, sostenerse sobre una sola pierna, como las grullas, y mover la otra pierna y los brazos como cuando se nada. Veintiséis uagangas quedaron excluidos en esta suerte y tuvieron que abandonar el local; de donde yo deduje que acaso estas ceremonias equivaldrían a nuestros complicados procedimientos electorales y servirían para aquilatar el mérito de los candidatos y excluir a los que no fuesen dignos de tomar parte en las deliberaciones.

Ello fue que, cuando sólo quedaron los que habían imitado con exactitud los ejercicios, danzas, gestos y gritos de alguno de los tres directores, todos se levantaron, y confundidos en un solo grupo se dirigieron hacia la puerta principal, dando saltos y con los brazos extendidos y las manos colgantes a la manera de los osos. Así fueron hasta la plaza, mientras Quiganza, el príncipe y yo, nos, quedábamos en el dintel presenciando el nuevo espectáculo.

Todos los ciudadanos en masa habían acudido frente al palacio, y cuando salieron de él los uagangas, la danza se generalizó. Era maravilla ver cómo un gesto, un salto, una zapateta, un chillido, corrían de cara en cara, de cuerpo en cuerpo, de boca en boca, de tal suerte que, siendo miles los danzantes que allí estaban, parecían sólo tres, Mato, Menu y Sungo, cuyas figuras se reflejaran en mágica combinación de impalpables espejos y se multiplicaran de una manera prodigiosa.

Jamás en mis viajes por Europa, en los que siempre procuré profundizar cuanto mis alcances me permitían sobre el carácter y las costumbres, las virtudes y los vicios de la sociedad, había yo presenciado nada comparable a esta diversión. Y no estaría de más que la presenciaran muchos censores de mala voluntad, que todo lo que no es europeo lo encuentran detestable y que afirman con error patente que en Europa están los únicos centros de producción del «servum pecus», tan útil para la vida ordenada y próspera de las naciones.

La fiesta se prolongó hasta la puesta del sol; pero antes el cabezudo Quiganza, al que seguimos el príncipe y yo y una pequeña escolta, se dirigió a su palacio, en cuyos umbrales obtuve permiso para retirarme a descansar. El príncipe, que se me había mostrado muy solícito, me acompañó hasta mi morada, que estaba muy cerca de la del rey.