La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid: 02

Capítulo II

Mis comienzos en el reino de Maya.-Curioso relato de mi prisión por los ruandas y de mi evasión.

Lo primero que me llamó la atención cuando me repuse del vahído de estupor que el brusco ataque de los salvajes me había producido, fue no verme lanceado en medio del campo y notar que aquellos hombres que delante de mis turbados ojos estaban, no eran salvajes, sino guerreros uniformemente vestidos y armados; pues se les conocía a primera vista esa rigorosa táctica en los movimientos y esa severa marcialidad en la apostura que caracterizan al soldado de profesión. El aire particular que imprime a los hombres la comunidad de oficio sobrenada por encima del espíritu nacional y aun del espíritu de raza, y es seguro que si en estas latitudes hubiera barberos y diplomáticos, serían tan charlatanes y reservados, respectivamente, como nuestros diplomáticos y nuestros barberos.

Esta impresión comenzó a tranquilizarme, porque siempre he temido más al hombre que obra por impulso natural, con los medios que en sí mismo tiene, que al que ejecuta una consigna y se prepara con armas de combate. Nunca son tan crueles las invenciones humanas como las creaciones de la naturaleza; cayendo en poder de hombres desnudos y sin otro armamento que sus uñas y dientes, me hubiera considerado de hecho muerto entre sus garras y digerido por sus estómagos; en poder de hombres vestidos y armados había lugar para la esperanza, o cuando menos para confiar en que la muerte vendría un poco más tarde, después de algún respiro y con arreglo a ciertas formalidades, que en los trances supremos producen alguna resignación.

Otra sorpresa no menos agradable fue oírles expresar sus primeras palabras en uno de los varios dialectos de la lengua bantú, del cual tenía yo algunos conocimientos, adquiridos en el comercio con las tribus uahumas, que lo hablan. ¿Serían acaso estos guerreros del grupo huma, esto es, hombres del Norte, dominadores de la raza propiamente indígena, y por lo tanto, como originarios de la India (según se cree), hermanos míos de raza? Éste era un punto capital, del que acaso estaba pendiente mi existencia; mas por el momento me congratulaba de que, en caso de muerte, serían mis propios hermanos los autores de ella, y de que podría morir hablando con mis semejantes. Quien no ha estado a dos pasos de la muerte no comprende el valor que tienen estos matices del morir, al parecer pequeños, pero quizás más diferentes entre sí que lo son la muerte y la vida.

Varios acompasados toques de cuerno dieron la señal de llamada al jefe, y en tanto que éste acudía, intenté entablar conversación con mis aprehensores, comenzando por declararles que yo era un nyavingui, término por el que las tribus africanas designan a los negros procedentes del Norte, y en sentido especial también a los europeos o uazongos. Mi propósito era evitar que equivocadamente me tomaran por árabe, pues suponía que, después de sus tentativas de invasión en el país de Ruanda, los árabes serían objeto de un odio profundo y justificado. A pesar de la proverbial ligereza de lengua de los africanos, hube de convencerme de que éstos estaban libres, por mi desgracia, de ese defecto, o de que cumplían una consigna rigurosa, al ver que mis palabras, aunque comprendidas, no eran contestadas.

Aprovechando este momento de espera, pude examinar a mi sabor aquellos curiosos tipos, tan diferentes de todos los que hasta entonces había observado desde la costa de Zanguebar hasta el lago Victoria. Eran de alta y bien formada talla; de color negro claro, muy distinto del de los negros de pura raza; las facciones semejantes a las del indio, de expresión altiva y perezosa; la cabeza pequeña, muy poblada de cabello fuerte y rizado, y el rostro imberbe. Su atavío consistía en dos pedazos de piel atados a la cintura, dejando ver los muslos; un casquete de huesos labrados y entrelazados les cubría la parte superior de la cabeza, y varios caprichosos objetos, como dientes, placas de marfil y pedazos de hierro, taladraban sus orejas; los pies completamente desnudos. Su armamento se componía de una gran lanza de hierro que sostienen con la mano derecha, y de una especie de carcaj de tela muy fuerte, suspendido del hombro izquierdo. Estos guerreros disparan las flechas sin necesidad de arco.

Puse muy especial cuidado en verles los dientes, porque hay tribus que acostumbran a limárselos, y estas tribus acostumbran también a comerse a sus víctimas; pero mi examen fue tranquilizador. En este punto me hallaba cuando apareció, saliendo del bosque, el jefe de aquella tropa, seguido de numerosa comitiva. Su aspecto era imponente: alto y musculoso como un atleta, duro y torpe de mirada, medía la tierra a largos y reposados pasos, como un héroe teatral, llevando por única y suficiente arma un enorme sable de hierro, cuyo peso no bajaría de treinta libras. Su vestimenta era análoga a la de los soldados, diferenciándose en que el casquete era mucho mayor, adornado con plumas; en que los brazos y piernas llevaban anillos de hierro, y sobre todo en que la piel delantera, muy bien entrelazada con una cuerda de miombo, era más larga y se abría por delante de un modo inconveniente. En ciertas tribus la jefatura se concede atendiendo a los atributos viriles, signo indudable de fortaleza, y en tales casos el jefe ha de introducir en el vestido ciertas modificaciones, que equivalen a la presentación del real nombramiento en los países monárquico-civilizados.

Dos hombres se destacaron del grupo en que yo estaba y se adelantaron al encuentro de Quizigué (que así llamaban a aquel guerrerazo), cruzando con él respetuosamente algunas palabras, sin duda para ponerle al corriente de la situación. Quizigué se me encaró con la mayor brusquedad posible, y comenzó por insultarme. Según él, yo no era nyavingui, sino árabe, a juzgar por mi rostro y por mi traje. -Los hombres blancos-dijo-caminan solos, como jefes, nunca al servicio de las caravanas árabes, y tú ibas en la de un feroz enemigo nuestro. Pero de todas suertes, tú has penetrado en el reino de Maya, y este crimen será fatal para ti.

-¡Cómo-exclamé yo:-éste es el reino de Maya! Yo creía haber penetrado en el territorio de Ruanda; jamás fue mi intento faltar a vuestra ley.-Mas a esto repuso Quizigué que los pueblos vecinos llaman Ruanda al país de Maya, pero que el nombre de Ruanda es el propio de los guerreros mayas. -No intentes defenderte-concluyó, volviéndome desdeñosamente las espaldas. Se internó en el bosque, y tras él siguieron los soldados, llevándome por delante y sin dejar de amenazarme con sus lanzas.

A poco de penetrar en el bosque pude ver por entre los claros, que detrás de él se levantaban numerosas cabañas. Ya más cerca, vi que todas ellas formaban una sola, unida y prolongada indefinidamente a derecha e izquierda, alta como de diez palmos, con grandes aberturas cuadradas a modo de puertas, y encima de ellas agujeros redondos por todo balconaje. De trecho en trecho pendían, desde el alero del tejado de pizarra hasta el suelo, largas sartas de objetos, que al principio tomé por sartas de frutas, recordando haber visto mil veces en las blancas casitas de mi tierra andaluza las ristras de pimientos y tomates puestos al seque; pero después vi que eran ristras de cabezas humanas, todas ya perfectamente momificadas.

El largo cobertizo empezó a arrojar por sus numerosas puertas soldados, que conforme salían se iban colocando en doble fila a poca distancia de la pared. Quizigué fue cogido en hombros por dos de sus acompañantes, y les dirigió una arenga, de la que yo entendí bien poca cosa. Sus primeras palabras fueron saludadas con un sordo rugido, señal de salutación entusiasta, y sus últimas con un Quinya Quizigué, signo de aprobación. Me pareció que el fondo de su discurso se encaminaba a explicar que quería castigarme, porque yo era un espía enemigo, infractor de la ley sagrada; pero intrigábame muy particularmente la enumeración que hizo de todas las partes de mi cuerpo, pues no comprendiendo la ilación de su discurso, no sabía si aquel ensayo descriptivo se enderezaba a llenar una simple formalidad de procedimiento, o si a encomiar cada una de las partes de mi querido organismo, con fines siniestramente culinarios.

Aquellas palabras retumbantes, que, realzadas por un órgano prosódico de potencia extraordinaria, sonaban a hueco en mi aturdida cabeza, terminaron, y Quizigué descendió de su sitial y dirigiose hacia mí. Le seguían los hombres de su escolta y los caudillos de segundo orden, que se distinguen de los soldados rasos en que llevan en el casquete varias plumas engarzadas, cada una de las cuales representa una cabeza humana a cargo del portador. Entre los mayas, el sistema de ascenso en el ejército se reduce al principio de que si el soldado sirve para destruir al enemigo, el mejor es el que más enemigos mata. De una a cuatro plumas, jefe de escuadra; de cinco a ocho, centurión; y pasando de ocho se puede optar al generalato mediante elección real, que se inspira en los motivos ya explicados. Mientras me inspeccionaban los jefes, los soldados penetraron en los cuarteles o se internaron en el bosque para ocupar sus puestos de guardia.

Uno de los que habían servido de trono a Quizigué fue encargado de mi custodia, y me condujo a una tienda próxima a otra en que los jefes se reunieron para deliberar. Ardía yo en deseos de saber lo que todo aquello significaba, teniendo por averiguado que estos hombres no eran una tribu independiente, puesto que la organización militar pura exige que detrás de un grupo de valientes desocupados haya una nación trabajadora que los sostenga. En toda el África oriental no había yo observado, en punto a milicia permanente, otro ejemplar que el de los rugas-rugas, bandidos, incendiarios y secuestradores, que como soldados mercenarios suelen servir a los innumerables muanangos o reyezuelos, empeñados continua y recíprocamente en destrozarse. Pero estos mayas no tenían nada que ver con los rugas-rugas; su severa organización dejaba entrever un pueblo muy distinto de todos los visitados por mí en el continente negro. Motivo más de tristeza, pues en caso de muerte no era sólo mi vida lo que perdía, sino mis esperanzas de penetrar en una región no visitada aún por los exploradores, y conocer un pueblo que por estos primeros indicios parecía reservar a un hombre blanco legítimas sorpresas.

No se mostró mi guardián excesivamente reservado, y se dignaba contestar a alguna de mis preguntas, aunque extrañando por sus gestos mi deseo de saber en medio de mi angustiosa situación. ¿Cómo explicar a un hombre de tan pocos alcances que existe en el mundo un espíritu universal que piensa en nosotros, y que acaso las ideas que se forjaban en mi mente en aquellas tristes horas se reproducirían en alguna cabeza de sabio europeo y no quedarían perdidas para la ciencia?

De las contestaciones de mi custodio pude colegir que en el interior del país, defendido por estos destacamentos militares, habitaba un enjambre de tribus, cuyo centro político era la gran ciudad de Maya, cerca de la gruta de Bau-Mau (el padre y la madre, o la pareja primitiva), donde tuvo lugar el parto de la tierra. Hay muchos reyes; pero el rey de todos es Quiganza, cuyas mujeres pasan del quene-icomi (cuarentena). Aunque es el más esforzado de los hombres, no puede vencer a Rubango (calentura), espíritu poderoso, fuente de todos los males.

Éstas y otras mil interesantes noticias iba yo recogiendo ávidamente de labios de mi interlocutor, y hubiérase prolongado mucho más la conferencia, a no interrumpirla una palabra inoportuna. Aunque temeroso de mi suerte, una secreta esperanza me hacía aguardar resignado la resolución final, porque Quizigué, bajo su rudo aspecto, me había parecido una naturaleza sentimental poco propensa a las escenas de carnicería. Bien que el hombre desee en el fondo la muerte de casi todos sus semejantes, rara vez su cobardía le permite poner por obra sus propósitos; ya le asalta el temor de que la víctima se rebele y se convierta en verdugo, ya le horroriza la idea de que el fantasma de la muerte se le fije demasiado en el cerebro y le moleste con representaciones desagradables. Por esto, cuando la sociedad ha tenido necesidad de matar, ha instituido tribunales compuestos con numerosos elementos auxiliares. Reunidos varios hombres la situación es distinta, porque los instintos naturales se refuerzan, la cobardía disminuye con el contacto recíproco, y el fenómeno de la representación fantasmagórica no se presenta o se presenta en fracciones pequeñas e incompletas, por lo mismo que se disgrega entre gran número de partícipes.

Júzguese, pues, mi pavor cuando mi vigilante manifestó de una manera incidental que ya estaría próxima la hora de la votación en que me iba la cabeza. Contra lo que yo había creído, no era a Quizigué a quien correspondía resolver de plano en mi causa. En Maya han penetrado muchas ideas de progreso, y no basta ya el juicio de un hombre para entender de las cuestiones que afectan a la salud pública. Sin sospecharlo, estaba, en el centro de África, sometido a un Consejo de guerra que, después de amplia discusión y maduras deliberaciones, decidiría de mi suerte por mayoría de votos. Ante este nuevo aspecto de las cosas, mis esperanzas volaron y me vi perdido sin remedio. Sin saber lo que me hacía, en un ciego arranque cogí una flecha del carcaj del infeliz centinela y le atravesé la garganta, sin darle tiempo siquiera para gritar. Después me lancé por una estrecha claraboya abierta en la pared trasera de mi prisión, y viendo, al caer, delante de mí un espesísimo bosque, penetré en él velozmente y seguí corriendo horas y horas sin dirección fija, hasta que empezaron a entorpecer mi vista las primeras sombras de la noche.

Forzado me era buscar un árbol donde acogerme hasta que llegase el nuevo día; en los árboles sólo corría el riesgo de que me molestaran los innumerables monos que en ellos habitan; pero en tierra era casi seguro que las bestias salvajes diesen cuenta de mi persona. Después de varios tanteos me decidí por un hermoso baobab, aislado en uno de los claros del bosque. El tronco tenía varias hendeduras que facilitaban el ascenso, y las ramas bajas se cruzaban formando un descansadero seguro, ya que no fuese muy cómodo, en el que pasé aquella larga noche, desvelado por la inquietud y trastornado por un olorcillo desagradable que no sabía a qué atribuir, hasta que la rosada aurora me permitió ver que el tronco hueco del baobab estaba lleno de cadáveres. Esto me tranquilizó un tanto, porque el olor de la carne en putrefacción era indicio seguro de la existencia de una ciudad, y yo estaba resuelto a seguir adelante, ya que tampoco me era permitido retroceder.

En los pueblos africanos se emplean varias clases de sepultura, y una de ellas consiste en arrojar en lo hueco de los árboles los despojos humanos que no son dignos de inhumación. Ésta se reserva para los reyezuelos, a los que, no sólo se les sepulta en la tierra, sino que sobre sus sepulturas se suele hacer un sacrificio de mujeres, que se consideran afortunadas acompañando a su rey al reino de las sombras. Fuera de estos dos sistemas, hay otro que consiste en arrojar los cadáveres a las hienas, para aplacar a estos insaciables carnívoros e impedir que destrocen los rebaños; por último, el más elemental es practicado por las tribus extremadamente pobres, obligadas por la miseria a comerse sus propios muertos. La antropofagia ha sido mal explicada por algunos exploradores, que sólo han visto la exterioridad de las cosas y de los acontecimientos; se ha llegado a afirmar y a creer que los antropófagos forman las tribus más salvajes y crueles, cuando la observación, libre de miedo y de otras bajas pasiones, descubre todo lo contrario. Las tribus antropófagas son las más débiles y cobardes, ordinariamente agrícolas y poco aficionadas a los alimentos azoados; son las que menos molestan a las fieras, a las que temen y aun veneran, y son las que más sufren las depredaciones de otras tribus batalladoras, que a veces les arrebatan las mujeres, obligándoles a ofrecer el vergonzoso espectáculo de la distribución por turnos de una hembra que los vencedores les dejaron como limosna, y a veces les arrasan los campos, forzándoles a devorarse unos a otros.

Ciertamente que, una vez adquirida la costumbre, a la que el hombre es muy dado, este pobre salvaje sigue comiendo carne humana, aunque le sobre el alimento vegetal, como el soldado, una vez que fue al campo de batalla y se enardeció con sus triunfos, se acostumbra en cierto modo a matar a sus semejantes, y desea continuar matándolos, después que la guerra terminó; pero de esto no se desprende que sea más retrasado que los otros, ni tampoco más cruel. El rasgo terrorífico que señalan muchos viajeros de limarse los dientes para devorar con más facilidad y prontitud, revela a las claras que su naturaleza es buena, puesto que si fuese mala los tendría afilados ya y no tendría necesidad de afilárselos.

Dispuesto a afrontar con audacia los peligros en que me hallaba envuelto, descendí del baobab hospitalario y tomé una senda que me condujo a los bordes de un riachuelo, cuyo curso se dirige al Occidente. Siguiendo la ribera, a los pocos pasos vi un magnífico hipopótamo reposando con la serenidad del justo sobre las cuatro columnas que le sirven de patas, y me causó agradable extrañeza notar que sobre los anchos lomos llevaba unas a manera de alforjas de fibra vegetal, y alrededor del cuello una especie de collera muy holgada, que, sujeta por la parte superior al centro de las alforjas, hacía las veces de brida y pretal.

Varias veces se me había ocurrido la idea de que el hipopótamo podría ser domesticado como en otros tiempos lo fue el elefante africano y hoy lo está el indio. Al parecer, mi idea estaba ya realizada por tribus que sólo en este rasgo demostraban, si no bastara la organización de su ejército, una superioridad considerable sobre todas las que viven desde la costa a la región de los lagos.

Conocedor de la nobleza de carácter de los hipopótamos, me acerqué sin desconfianza al enjaezado paquidermo, que volvió pesadamente la cabeza, sin intentar desenclavarse de su sitio. Yo monté sobre él, y sin necesidad de espoleo previo, me vi convertido en el más original caballero andante que se haya visto en el mundo. Al poco tiempo la senda se metía en el río, y mi conductor se metió también sin vacilar, y, siguiendo el curso de las aguas, nadaba con tal serenidad que parecía estar en tierra y no moverse del suelo.