La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid: 01

Capítulo I

Donde hablo de mí mismo, de mis ideas y de mis aficiones, y comienzo el relato de mis descubrimientos y conquistas.-Primeros viajes desde la costa oriental de África a la región de los grandes lagos.

Me llamo Pío García del Cid, y nací en una gran ciudad de Andalucía, de la unión de una señora de timbres nobiliarios, con un rico vinicultor. Nada recuerdo de mi niñez, aunque, si he de dar crédito a lo que de mí dicen los que me conocieron, fui sumamente travieso y pícaro; y es casi seguro que lo que dicen sea verdad, porque mi falta de memoria proviene justamente de una travesura que estuvo a pique de cortar el hilo de mi existencia entre los nueve y diez años. Era yo aficionadísimo a pelear en las guerrillas que sostenían los chicos de mi barrio contra los de los otros barrios de la ciudad, y en una de estas batallas campales, luchando como hondero en las avanzadas de mi bando, recibí tan terrible pedrada en la cabeza, que a poco más me deja en el sitio. De tan funesto accidente me sobrevino la pérdida de la memoria de todos los hechos de mi corta vida pasada, y como feliz compensación un despabilamiento tan notable de todos mis sentidos, que mis padres, que hasta entonces habían tenido grandes disensiones con motivo de la carrera que había de dárseme, llegaron a ponerse de acuerdo. Mi madre había adivinado en mí un gran orador forense, y mi padre quería dedicarme a los negocios de la casa: triunfó mi madre, y seguí la carrera de leyes hasta recibirme de doctor cuando aún no tenía veinte años. Entonces mi padre creyó conveniente enviarme al extranjero a perfeccionar mi educación. El estudio de las lenguas vivas comenzaba a estar muy de moda, y poseer varios idiomas era punto menos que indispensable para hablar en todas partes y sobre todas materias con visos de autoridad. Aparte de esto, mi padre oía decir que nuestra patria estaba en un lamentable atraso, y creía firmemente que el medio más seguro para salir de él eran los viajes y los estudios en el extranjero. Para armonizar mis gustos con los de mi padre, y mis intereses con los de nuestra hacienda, se decidió enviarme a las principales ciudades comerciales de Europa, donde a un mismo tiempo podría hacer estudios científicos y adquirir conocimientos prácticos, y entablar, si llegaba el caso, relaciones comerciales muy necesarias para el porvenir de nuestra nación. A estos estudios y prácticas debía dedicar cinco años, el tiempo preciso para cumplir la edad que se exige para ser diputado, pues mi padre tenía gran prestigio en nuestro distrito natural, y daba por segura mi elección, y con ella y mis excelentes dotes, el comienzo de una rápida carrera política.

Residí por breve tiempo en Ruán para inteligenciarme en el negocio de vinos y ver el medio de aumentar la exportación y los precios de los caldos, que mi casa había comenzado a enviar a Francia desde algunos años atrás. De Ruán pasé al Havre, empleado en el escritorio de un naviero representante de una línea directa de vapores entre los puertos del Norte de Francia y los puertos españoles y franceses del Mediterráneo. Por lo mismo que no los solicité, ni los necesitaba, me salieron al paso éste y otros buenos empleos, que me fueron útiles, no sólo para adquirir los apetecidos conocimientos prácticos, sino también para vivir casi independiente del bolsillo paterno, en lo que se complacía mucho mi carácter presumido y orgulloso.

Para aprender el inglés me trasladé a Liverpool, donde me ofrecieron su representación algunas casas españolas exportadoras de frutas; pero este negocio no me dio buen resultado, y me agregué, como encargado de la sección española, a una «Sociedad de exportación de productos químicos para abonos», establecida en Londres. Aquí ensayé también la venta, en comisión, de cigarros habanos, y aunque la empresa no fracasó, tampoco pudo tomar vuelo. Sea que mi deseo de ir demasiado deprisa me impidiera dar a los negocios el tiempo necesario para madurar, sea que, distraído con otros proyectos fantásticos, que siempre andaba revolviendo en mi magín, no les concediera toda atención que exigían, lo cierto es que la mala fortuna me acompañó constantemente en cuanto emprendí por cuenta propia. A la inversa, mis trabajos por cuenta ajena eran siempre acertados, y en todas las casas en que presté mis servicios merecí la confianza de mis jefes, y se me encomendaban las cuestiones más difíciles. Esto me ocurrió en Marsella, en el Havre, donde residí por segunda vez, y en Hamburgo, donde por fin senté la cabeza, aceptando una excelente colocación en la Compañía intercontinental dedicada al transporte marítimo y propietaria de dos líneas de vapores.

En los seis años que transcurrieron en este género de vida, fui adquiriendo un inmenso caudal de experiencia y una dosis mayor aún de patriotismo; porque es un hecho probado que el amor a la patria, en los individuos que son capaces de sentirlo, se acrecienta viviendo fuera de ella, y más cuando se la abandona imbuido en ciertos rutinarios prejuicios exageradamente favorables a los países extranjeros. A tal punto llegó mi patriotismo, que, reconociéndome incapaz para desempeñar en mi patria ciertos papeles que antes me seducían, desistí de emprender la carrera política, a la que mi padre, como dije, me destinaba, por parecerme censurable desplegar mis esfuerzos para desempeñar una función que otros antes que yo desempeñaban satisfactoriamente. Bien que, vista desde muy lejos la organización interior de mi patria, me parecía tan perfecta que no necesitaba de piezas tan inútiles como mi persona para seguir funcionando con regularidad: una monarquía constitucional con arreglo a los últimos adelantos de la ciencia política; ministros responsables oportunamente sustituidos en cuanto se nota que se hallan bastante desgastados; dos Cámaras siempre ocupadas en renovar la legislación, acomodándola a la naturaleza humana y a las exigencias diarias de la opinión, y ocho grandes focos administrativos irradiando sus efluvios luminosos sobre toda la faz del país. Sólo notaba yo algunas deficiencias en el cultivo de la tierra y en las industrias, y de buena gana me dedicara a remediarlas; mas como también el comercio ofrecía ocasión para desplegar grandes iniciativas, y yo tenía hecho ya mi penoso aprendizaje, me sentí poco a poco inclinado a dedicarme a él y a permanecer fuera de España, continuando el camino emprendido. Mi única tristeza era tener que vivir alejado de la patria; pero esta tristeza se compensaba con el placer de conservar incólume mi patriotismo, que acaso se debilitase al volver a ella y percibir ciertos lunares borrados por la distancia. Escribí, pues, a mis padres exponiéndoles claramente mis nuevas aspiraciones y solicitando sus consejos; y aunque éstos fueron desfavorables, no bastaron a convencerme, antes me llevaron más lejos en la nueva vía que trataba de seguir. La Intercontinental tenía importantes relaciones con las colonias europeas del África oriental, y decidió enviar un representante a Zanzíbar para darles mayor impulso, aprovechando las ventajas del protectorado alemán; la comisión me fue ofrecida, y yo la acepté deseoso de cortar por algún tiempo los lazos que me ligaban a mi familia y a las naciones de Europa. Mi primer acto, pues, de hombre libre fue, como el de muchos hombres de genio (y no se eche esto a presunción), un acto de rebeldía contra la autoridad familiar.

En dos años de residencia en la isla de Zanzíbar y en Bagamoyo, un cambio radical se fue operando en mis ideas. El trato con los exploradores que tienen aquí el punto de partida para emprender sus viajes al interior del Continente, y la lectura de libros de viajes, a la que me aficioné poco a poco, me hicieron variar de rumbo; el comercio me pareció ahora un fin demasiado prosaico, y la levadura científica y artística que me había quedado de mis años de estudiante reapareció con gran fuerza, y me hizo pensar que el hombre no debe seguir ciegamente un derrotero fijo, con rigor mecánico más propio del instinto de los animales que de la inteligencia libre. Así como después de estudiar jurisprudencia me había dedicado al comercio, y no lo había hecho mal, muy bien podría dejar ahora el comercio por las exploraciones, y quizás lo haría mejor. La historia parece demostrarnos que casi siempre los hombres, por lo menos en España, desempeñan mejor aquello para lo que no se han preparado previamente: los que se dedican a las armas suelen distinguirse como legisladores, y los jurisconsultos como guerreros, los literatos como hacendistas, y los hacendistas como poetas; los comerciantes como políticos, y los políticos como comerciantes.

Aparte de estas razones, contaba con algunos elementos de mayor solidez: había aprendido el árabe, el ki-suahili, idioma muy extendido por las comarcas del interior, y algunos rudimentos del bantú, término general, y por cierto bastante impropio, por el que se designa varios dialectos indígenas; conocía prácticamente todos los detalles de la organización de las caravanas, y poseía apuntes muy minuciosos, con los que pensaba poder aventurarme sin grandes riesgos a recorrer el África central. Mis primeros ensayos los hice agregado a las caravanas árabes en el Usagara y en el Ugogo; residí algún tiempo en Mpúa-púa, donde los alemanes tienen una estación, y, por último, determiné establecerme en la colonia árabe de Tabora, dejando como corresponsal en Zanzíbar a un rico negociante zanzibarita, de origen portugués, llamado Souza. Nuestro plan consistía en abrir en Tabora un bazar europeo y arrancar de manos de los árabes el monopolio comercial que allí ejercen, puesto que sin gran esfuerzo podíamos ofrecer a los indígenas un mercado más ventajoso que el árabe para la compra de tejidos y de quincalla, y para la venta de sus riquezas naturales, especialmente del preciado marfil. Este proyecto fue realizado con mayor éxito del que esperábamos y del que conviniera a nuestros intereses; porque los mercaderes árabes, alarmados por la rapidez con que en su propia casa se les despojaba de un filón tan rico y tan hábilmente explotado por ellos, se confabularon con las autoridades indígenas, dispuestas siempre a venderse por unas cuantas botellas de alcohol, y me obligaron a cerrar la tienda, temeroso de que promovieran una algarada, a favor de la cual, según mis noticias, trataban de despojarme y asesinarme. Un comerciante hindi, asociado a nuestra empresa, fue el encargado de transportar las existencias del bazar a Bagamoyo, y yo me quedé en Tabora para el arreglo de la liquidación.

Decidido a no perder el tiempo, aproveché esta coyuntura para hacer excursiones por los países comarcanos. Visité toda la parte oriental del Tanganyica, asolada a la sazón por las correrías del feroz sultán Mirambo, el «Napoleón africano», y al Norte gran parte del distrito de Usocuma, hasta la vecindad de los cuncos, tribus que tienen fama de guerreras y de refractarias al trato con los blancos. Cerca de estos lugares están Anranda, desde donde se ve el Victoria Nyanza, y las misiones del Usambiro, una católica y otra protestante, dedicadas ambas, en competencia, a cristianizar a los indígenas, los cuales, según tuve ocasión de saber, son tan perversos que, después de obtener cuanto pueden de una misión, se hacen feligreses de la otra, y luego que explotan a las dos se quedan con sus viejas supersticiones, y aun en éstas creen a medias. En Anranda me encontré inesperadamente con una caravana árabe, dirigida por un antiguo conocido mío, Uledi-Hamed, hijo de un árabe y de una negra, y hombre muy práctico en el país. Según me dijo, se dirigía al Alberto Nyanza, atravesando el Uzindya, el Yhanguiro, el Caragüé y el Uganda, para regresar de seguida con cargamento de marfil. Yo me incorporé con mucho gusto a la caravana, pues deseaba conocer estos países y me parecía muy arriesgado y costoso viajar solo, con mis cuatro ascaris por toda defensa, y mis seis pagazis o porteadores. Emprendimos, pues, todos juntos la marcha, costeando el lago Victoria, y a las veinte jornadas entramos en el Ancori, país dependiente del Uganda, donde se acordó hacer un alto de varios días, que yo aproveché para hacer una ascensión al monte Ruámpara y una breve excursión al territorio de Ruanda, donde se interrumpió bruscamente mi viaje.

Largamente podría escribir con sólo evocar las impresiones de mis viajes, especialmente del último, realizado en compañía de Uledi; pero mis relatos carecerían de un mérito esencialísimo, la originalidad, estando como están estos territorios trillados por los viajeros europeos y descritos por los numerosos émulos de Livingstone. Más interés tendrían acaso mis conversaciones con Uledi y sus juicios sobre la sociedad europea, fundados algunos de ellos en noticias retrasadas en más de medio siglo. Uledi creía que las sociedades cristianas estaban en su último período y que muy en breve la dominación de Mahoma sería universal. De España tenía ideas muy vagas, recordando sólo con gran precisión los últimos tiempos de la dominación árabe en Granada. A su juicio, no se haría esperar una guerra invasora de Marruecos contra nuestra patria, y el fin de esta guerra sería la reconquista de la ciudad de Boabdil, por la que suspiran todavía todos los buenos creyentes. Esta opinión, bien que aventurada, la hago constar aquí como aviso útil al Gobierno español, para que refuerce convenientemente las guarniciones andaluzas y viva apercibido contra cualquier descabellado intento.

De regreso del Ruámpara a nuestro campamento oí hablar a todo el mundo de unas tribus, habitantes del cercano distrito de Ruanda, y entré en deseos de visitar este país. Acampábamos en las márgenes del río Mpororo, que puede ser considerado como frontera natural del Ruanda, y según el testimonio de Uledi, a las doce horas de camino se encontraban las primeras tribus; de suerte que en los dos últimos días de descanso era posible ir y volver y aun explorar gran parte de la comarca deshabitada que está entre el río y las primeras ciudades ruandas; pero todos me aconsejaban que no me empeñase en tan peligrosa aventura y que recordase el proverbio árabe que dice: «Es más fácil entrar en el Ruanda que salir de él.» «En diversas ocasiones-decían-han intentado los árabes penetrar en este país, acaso el único que no reconoce su poder, extendido desde hace un siglo por todo el centro de África. Ninguna de las expediciones invasoras ha regresado, ni ha dado la más pequeña señal de vida, creyéndose que todas han perecido a manos de los feroces ruandas. El número de éstos se eleva a una cifra de muchos millares; son antropófagos, y ordinariamente viven de la caza. Por su carácter y por su oficio, todos son excelentes guerreros y pueden formar ejércitos formidables. Pero lo más peligroso es su táctica militar, la astucia con que acechan al enemigo, con que le dejan internarse en el país y penetrar en los bosques, donde le aprisionan con lazos hábilmente preparados, le torturan, le matan y le devoran.»

Acostumbrado a no dar crédito a las palabras de los árabes, mentirosos y exagerados por la fuerza de la costumbre y por la exuberancia de su imaginación, no me dejé convencer por el relato de Uledi, y menos aún por las terroríficas invenciones que corrían por el campamento, y al día siguiente hice una llamada a las gentes de la caravana para ver quiénes querían acompañarme voluntariamente en mi breve exploración y recibir una buena recompensa: cinco días de paga ordinaria los ascaris, y dos los pagazis. Diez de los primeros y cuatro de los segundos aceptaron la propuesta bajo condición de regresar dentro del plazo de dos días al campamento de Mpororo, y sin pérdida de tiempo nos pusimos en camino los quince expedicionarios. Yo iba delante, acompañado por cinco ascaris; en el centro marchaban los pagazis con los fardos de provisiones, y otros cinco ascaris cerraban la retaguardia. Tomé la dirección Sudoeste, dejando el río a la izquierda y poniendo de trecho en trecho señales que nos facilitaran el regreso. Todo el territorio que recorrimos en la primera jornada era llano y descubierto, de vegetación pobre y sin huellas de ser viviente. Para pernoctar elegimos un paraje sombreado por algunos grupos de árboles y cubierto de hierba agostada, próximo a unas llanuras pantanosas, que en tiempo de lluvias deben formar un gran lago. Conforme descendíamos en la misma dirección, los árboles menudeaban más, hasta convertirse en floresta cerrada, al través de la cual anduvimos cerca de dos horas. En el extremo de ella había un lago cuya superficie estaba casi cubierta por espesas algas. El ruido de nuestros pasos espantó a un antílope que tranquilamente se bañaba y que penetró huyendo en el bosque, no sin que dos de mis ascaris dispararan contra él. Al mismo tiempo de sonar las detonaciones vimos arrojarse al agua varios hipopótamos que dormían a la orilla, ocultos a nuestra vista por el ramaje; uno de ellos estaba cerca de mí, pero su inmovilidad y su color terroso le daban la apariencia de un montón de tierra y me impidieron distinguirlo. Di orden a los ascaris de no repetir los imprudentes disparos, que podrían comprometernos, y proseguí la marcha siguiendo el curso de un arroyo o riachuelo que fluía al Sur del lago, y que, a mi juicio, debía conducir a algún río, no indicado en las cartas, en cuyos bordes se encontrarían probablemente las moradas de los famosos ruandas, a los que pensaba presentarme en son de paz y amistad, ya que la escasez de nuestras fuerzas y el valor legendario de los indígenas no me permitía acudir a los medios violentos. Para acelerar la marcha dispuse que en la misma embocadura del riachuelo, oculto entre los árboles, permanecieran los cuatro pagazis con sus fardos, y seis ascaris, esperando nuestra vuelta, y yo continué con los cuatro ascaris que me inspiraban más confianza, a paso forzado y en dirección primero de la desembocadura del río, y después de un gran macizo de árboles que un poco más a la derecha corre a lo largo de Norte a Sur. De repente, una banda de salvajes, escondidos en el bosque, apareció a nuestra vista y vino corriendo hacia nosotros; yo me detuve y volví la cabeza para ordenar a mis fieles ascaris que se detuvieran también; pero apenas si me dio tiempo para verles huir como gamos, a lo lejos, en busca de sus compañeros. Entre tanto yo me vi rodeado por los salvajes, que, viéndome solo e inerme, me golpearon con sus lanzas, me arrojaron contra el suelo y me aprisionaron sin que yo intentara hacer la más pequeña resistencia.