La confesión de una casada

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


La confesión de una casada.

Un caballerito joven que se habia casado con una mujer hermosa entró en quinta durante la última guerra civil; tocóle la suerte de soldado, no tenia dinero, tomó el chopo y se marchó á Navarra.

— ¡Qué diablo! escribid vosotros mas de prisa si sabéis.

— Probemos, dice un amigo.

— Veamos, digo yo.

— Ascendió á capitán, fué herido, tomó el retiro y se volvió á su casa.

— Falta algo.

— ¿Qué?

— A unirse con su mujer.

— Sea.

Un marido que fue soldado, yo no sé en lo que consiste, pero casi siempre es celoso. D. Lupercio, que así se llamaba el nuestro, lo era mucho.

— ¿Cómo me compondré, decia el pobre diablo, para saber la historia de esta chica en estos tres años malditos de mi ausencia? porque si me ha engañado, ¡voto á brios! si me ha engañado con ese constructor de gabanes, nuestro vecino, no hay remedio, hago con él un desastre.

Pasan dias, y la ocasión no se presenta; por fin proyecta la mujer una confesión general, y el marido vé un rayo de luz.

El mismo se encarga de hablar al cura del pueblo, y lo cita para las siete de la mañana, y dice á su mujer que se vaya á confesar á las cinco.

El marido toma un manteo y se mete en el confesonario.

Esto era un disparate; pero un marido celoso, ¿qué no es capaz de hacer?

—Me acuso, padre, dice la infeliz mujer, de que he vivido entretenida con tres. — ¿A la vez? pregunta el fingido confesor ardiendo en deseos de venganza.

— No, padre. Lo primero con un paisano, después con un militar, y últimamente con un sacerdote,

— ¡Ah! ¡miserable! dijo el pobre hombre levantándose, tú lo pagarás con la vida, como soy tu marido.

— ¡Necio de tí! contesta la mujer con calma; ¿pensabas acaso que no te conocia me lo ha contado todo el sacristán.

— Y entonces ¿quiénes son esos tres de que me hablabas?

— Tú mismo eres. ¿No estábamos ya casados siendo tú paisano? ¿no fuiste después militar? y ahora, aunque sacrilegamente y ofendiéndome con tú desconfianza, ¿no representas el papel de sacerdote?

— Sí.

— Pues bien; mira cuan injustamente y cuan sin talento me has agraviado.

— Yo te pido perdón.

— Yo te lo otorgo; pero el juez á quien el sacristán ha dado parte de tu sacrilegio, no sé si te perdonará con tanta facilidad.

— ¡Esto me faltaba! y por cierto que cuatro años de presidio los tendría bien ganados un marido que quiere penetrar en semejantes honduras.