La ciudad de Dios/IX
Libro Noveno.
Cristo, Impetrador De La Vida Eterna
CAPITULO PRIMERO. A qué término ha llegado el discurso de que se trata y lo que resta averiguar de él
CAPITULO II. Si entre los demonios, a los que dioses son superiores, hay algunos buenos, con cuyo favor pueda el alma hombre llegar a obtener la verdadera felicidad
CAPITULO III. Lo que atribuye Apuleyo a los demonios, a quienes, sin quitarles la razón, no les concede virtud alguna
CAPITULO IV. Lo que sienten los peripatéticos y los estoicos sobre las perturbaciones que suceden en el alma
CAPITULO V. Que las, pasiones que padecen los ánimos no inclinan ni atraen al vicio, sino que prueban la virtud
CAPITULO VI. De que especie son las pasiones que confiesa Apuleyo padecen los demonios, quienes dice favorecen a los hombres delante de los dioses.
CAPITULO VII. Que los platónicos dicen que los poetas han infamado a los dioses con sus ficciones, haciéndolos combatir entre sí, siguiendo contrarias opiniones, siendo este oficio propio de los demonios y no de los dioses
CAPITULO VIII. Cómo define Apuleyo Platónico los dioses celestiales, los demonios aéreos y los hombres terrenos
CAPITULO IX. Si por intercesión de los demonios puede granjearse el hombre la amistad de los dioses celestiales
CAPITULO X. Que, según la sentencia de Plotino, son menos miserables los hombres en los cuerpos mortales que los demonios en los eternos
CAPITULO XI. De la opinión de los platónicos, que creen que las almas de los hombres son demonios después de salir de los cuerpos
CAPITULO XII. De las tres cosas contrarias con que, según los platónicos, se distingue la naturaleza de los demonios y la de los hombres
CAPITULO XlII. Cómo los demonios, supuesto que con los dioses no son bienaventurados, ni con los hombres miserables, son medios entre unos y otros, sin comunicarse con los unos ni con los otros
CAPITULO XIV. Si los hombres, siendo mortales, pueden ser bienaventurados con verdadera bienaventuranza
CAPITULO XV. Del hombre Cristo Jesús, mediador entre Dios y los hombres
CAPITULO XVI. Si es conforme a razón la sentencia de los platónicos en que dicen que los dioses celestiales, evitando los contagiosos defectos de la tierra, no se mezclan y comunican con los hombres, a quienes favorecen los demonios para que alcancen la gracia y amistad de los dioses
CAPITULO XVII. Que para conseguir la vida bienaventurada, que consiste en la participación del sumo bien, no tiene necesidad el hombre de tal medianero, como es el demonio, sino de uno, como es Jesucristo
CAPITULO XVIII. Que los demonios, mientras nos prometen con su intercesión el camino para Dios, procuran con engaños desviar a los hombres del camino de la verdad
CAPITULO XIX. Que ya el nombre de demonios, entre sus mismos adoradores, no se usa para significar cosa alguna buena
CAPITULO XX. De la cualidad de la ciencia, que hace a los demonios soberbios
CAPITULO XXI. Hasta qué grado quiso el Señor dejarse conocer de los demonios
CAPITULO XXII. Qué diferencia hay entre la ciencia de los santos ángeles y la ciencia de los demonios
CAPITULO XXIII. Que el nombre de dioses falsamente se atribuye a los dioses de los gentiles, el cual, con todo, por autoridad de la divina Escritura, viene a ser común así a los santos ángeles como a los hombres
CAPITULO PRIMERO. A qué término ha llegado el discurso de que se trata y lo que resta averiguar de él
Algunos escritores han opinado que hay dioses buenos y también malos; pero otros, sintiendo con más benignidad de los dioses, los honraron y elogiaron tanto, que no se atrevieron a creer que hubiese dios alguno que, fuese malo; y los que sentaron como cierto que los dioses unos son buenos y otros son malos, llamaron asimismo dioses a los demonios, y aunque fuesen dioses, sin embargo, muy pocas veces los designaron con el dictado de demonios, de tal suerte, que confiesan que al mismo Júpiter, que quieren sea el rey y príncipe de los demás, le llamó Homero demonio; mas los que afirman que todos los dioses no son sino buenos, y mucho más excelentes y mejores que los hombres que se reputan por buenos, con razón se conmueven y escandalizan de las obras que practican los demonios, las cuales no pueden negar, y entendiendo que de ningún modo pueden hacerlas los dieses, de quienes opinan que todos son buenos, se ven precisados a distinguir y hacer diferencia entre los dioses y los demonios, de tal suerte, que, todo cuanto les desagrada con justa causa en sus obras o en sus malos afectos, con que los ocultos espíritus manifiestan su índole natural, creen que es propio y característico de los demonios y no de, los dioses.
No obstante, porque también presumen que estos mismos demonios, están colocados en el lugar medio entre los hombres y los dioses para el efecto de que, como ningún dios se mezcla y comunica con el hombre, lleven de acá sus votos y peticiones y traigan de allá lo que hubieren alcanzado; y esto mismo sienten los platónicos, que son los más insignes y famosos, entre los filósofos, con quienes como los más excelentes me pareció conducente indagar y examinar está cuestión de si el culto tributado a muchos dioses sirve para conseguir la vida feliz y bienaventurada que esperamos después de la muerte; por lo mismo en el libro anterior examinanos cómo los mismos demonios que se complacen en ciertos objetos de los que huyen y abominan los hombres cuerdos y virtuosos, esto es, de las acciones sacrílegas, abominables, de las ficciones que inventaron los poetas, no de cualquier hombre, sino de los mismos dioses, de la violencia perversa digna de un severo castigo, de las artes mágicas, examinemos, digo, cómo los demonios como más allegados amigos, puedan conciliar los hombres buenos con los dioses buenos y hallamos y averiguamos que no pueden practicarlo modo alguno.
CAPITULO II. Si entre los demonios, a los que dioses son superiores, hay algunos buenos, con cuyo favor pueda el alma hombre llegar a obtener la verdadera felicidad
Y así, este libro, según lo prometimos al fin del pasado, tratará sobre la diferencia que hay, si quieren que haya alguna, no entre los dioses porque de todos ellos dicen que son buenos, ni de la distinción que hay entre los dioses y los demonios, de quienes separan a los dioses y las diferencias de los hombres, colocando a los demonios entre los dioses y los hombres, sino de diferencia que hay entre los mismos demonios, que es el asunto perteneciente a la presente cuestión. Por cuanto entre la mayor parte de los filósofos gentiles suele decirse, comúnmente que los demonios, unos son buenos y otros malos; cuya opinión, ya sea
también de los filósofos platónicos, ya sea de cualesquier otros, no es razón que la adoptemos sin examinarla escrupulosamente, porque no crea alguno que debe imitar a los demonios con espíritus buenos, y mientras por su mediación desea y procura alcanzar la amistad de los dioses, de todos los cuales cree que son buenos para poder vivir con ellos; después de su muerte, implicado y alucinado con los artificiosos engaños de los espíritus malignos, no vaya errado y descaminado del todo del verdadero Dios, con quien solamente, en quien y de quien consigue únicamente la bienaventuranza el alma humana, esto es, la racional e intelectual.
CAPITULO III. Lo que atribuye Apuleyo a los demonios, a quienes, sin quitarles la razón, no les concede virtud alguna
¿Cuál es, pues, la diferencia que se supone entre los demonios buenos y los malos, supuesto que tratando generalmente de ellos el platónico Apuleyo, y diciendo tantas particularidades de sus cuerpos aéreos, no expresó cosa alguna de las virtudes del alma, de las cuales debieran tener si fueran buenos? Así que omitió la causa por la cual podían ser eternamente felices, mas no pudo callar el indicio por el que consta de su miseria, confesando que la parte principal, que ellos llaman entendimiento, con que dijo que eran racionales, por lo menos la que no estaba prevenida y abroquelada con la virtud, no escapaba de las pasiones desordenadas del alma, sino que también ella, como suelen los ánimos estúpidos, padece de algún modo tempestuosas borrascas y perturbaciones, sobre lo cual se explica así: «Del número de estos demonios son casi -dice- todos los dioses que acostumbran los poetas, no muy distantes de la verdad, fingir que tienen odio o amor a algunos hombres, concediendo prosperidades, elevando a unos y humillando a otros; así que se compadecen, se irritan, se afligen y alegran, y padecen todo cuanto el ánimo de un hombre sufre, corriendo su tormenta con la misma tribulación y agitación de ánimo por las temibles ondas de pensamientos dudosos; todas las cuales turbaciones y borrascas son muy ajenas de la tranquilidad de los dioses celestiales.»
¿Acaso en estas expresiones hay alguna duda en que diga que se turban como mar proceloso con las bravas borrascas de sus pasiones, no ciertas partes inferiores del alma, sino el mismo espíritu de los demonios, con que efectivamente son animales racionales? De modo que ni merecen que los comparen con los hombres sabios y cuerdos que a semejantes turbaciones del ánimo (de, las que no se libra la flaqueza humana, aun cuando las padecen por la suerte y condición de esta vida mortal) las suelen resistir sin inquietud alguna de su espíritu, sin dejarse arrastrar de ellas para consentir o ejecutar una sola acción que desdiga del camino recto de la sabiduría y ley de la justicia, sino que los demonios, siendo semejantes y parecidos a los hombres necios e injustos, no en los cuerpos, sino en las condiciones, por no decir peores, por ser más antiguos en tiempo, incurables e insanables por la debida pena, corren también la tormenta y borrasca del mismo espíritu, como lo dice este mismo filósofo, sin tener en parte alguna de su ánimo consistencia ni firmeza en la verdad y en la virtud con que suelen contrarrestar las turbaciones y aflicciones del alma.
CAPITULO IV. Lo que sienten los peripatéticos y los estoicos sobre las perturbaciones que suceden en el alma
Dos opiniones hay de los filósofos sobre los movimientos del alma que los griegos llaman pathí, y algunos de los latinos, como Cicerón, perturbaciones; otros, aflicciones o afectos, y otros, más expresamente, deduciendo el sentido literal de la voz griega, los llaman pasiones. Estas perturbaciones, afecciones o pasiones, dicen algunos filósofos que las acostumbra padecer también el sabio, pero moderadas y sujetas a la razón, de modo que el imperio del alma las refrena y reduce a una moderación conveniente. Los que sienten así son los platónicos o aristotélicos, porque Aristóteles fue discípulo de Platón y fundó la secta peripatética; pero otros, como son los estoicos, opinan que de ningún modo padece semejantes pasiones el sabio, aunque de éstos, es decir, los estoicos, prueba Cicerón en los Iibros de finibus bonorum et malorum, que están encontrados con los platónicos y peripatéticos, más en las palabras que en la sustancia, porque los estoicos no quieren llamar bienes, sino comodidades a los bienes del cuerpo y a los exteriores, porque no quieren que haya otro bien en el hombre sino la virtud, como que ésta es el arte y norma del bien vivir, la cual no se halla sino en el alma, a cuyos bienes llaman los platónicos llanamente y según el común modo de hablar, bienes, aunque en comparación de la virtud con que se vive bien y ajustadamente son bien pequeños y escasos, de donde se sigue que como quiera que los unos y los otros los llamen bienes o comodidades, con todo, los estiman en igual grado, y en esta cuestión, los estoicos no ponen cosa particular, sino que se agradan en la novedad de las palabras; así que soy de parecer que en la actual controversia sobre si el sabio suele tener pasiones o perturbaciones del alma, o si está del todo libre de ellas, es cuestión de palabras, pues presumo que es tos filósofos en este punto sienten lo mismo que los platónicos y los peripatéticos en cuanto a la fuerza y naturaleza del asunto controvertido, no en cuanto al sonido de las palabras; porque omitiendo otras particularidades con que pudiera demostrarlo, por no ser prolijo, expondré solamente una, que será evidentísima. En los libros intitulados de las Noches Árticas escribe Aulo Gelio, hombre muy instruido y elocuente, que se embarcó en cierta ocasión en compañía de un famoso filósofo estoico. Este sabio, como lo refiere más larga y difusamente el mismo Aulio Gelio, lo cual tocaré bien de paso, viendo la nave combatida de una terrible tempestad v con peligro de sumergirse, conmovido de la fuerza del temor, se demudó totalmente y perdió su color natural. Los que presenciaron tan fatal desgracia notaron la repentina mudanza, y aunque advertían que les amenazaba la muerte estuvieron curiosamente atentos, observando si el filósofo se turbaba en el ánimo; después sosegada y pasada la borrasca, así como la seguridad y bonanza, dio lugar para hablar y también para divertirse; uno de los que iban en la nave, que era hombre rico, natural de la provincia de Asia, vivía con mucho regalo y ostentación preguntó, bromeándose con el filósofo, por qué había temido y demudado el color, habiendo él permanecido sin recelo alguno en el pasado inminente riesgo. Pero el estoico le respondió lo que Aristipo Socrático, quien oyendo, en ocasión semejante las mismas palabras de otro hombre, le dijo que con justo motivo no se había turbado por la pérdida de la vida de un hombre tan perdido y disoluto como él, mas que fue muy puesto en razón que temiese por la vida de Aristipo, habiendo así cortado y tapado la boca con tal respuesta a aquel hombre poderoso. Preguntó después Aulio Gelio al filósofo sobre su anterior terror, no con intención de sonrojarle, sino por saber cuál había sido la causa de su miedo, quien por enseñar y satisfacer completamente a uno que deseaba con vivas ansias saber, sacó luego de un fardito suyo un libro del estoico Epicteto, donde se contenían doctrinas conformes a los decretos y opiniones de Zenón y de Crisipo, los cuales sabemos fueron los príncipes y corifeos de los estoicos. En este libro, dice Aulio Gelio que leyó que había sido opinión de los estoicos que las visiones del alma, que llaman fantasías y no dependen de nuestra potestad y albedrío, acontecen y dejan de acontecer al alma cuanto proceden de representaciones horribles y temibles, y así es necesario que conmuevan y agiten aun el ánimo de un sabio, de modo que se encoja algún tanto de miedo o se intimide con la melancolía, en atención a que estas pasiones previenen y se anticipan al ejercicio del juicio y de la razón; pero que no por eso causaban en él alma la opinión del mal, ni se aprobaban o consentían, porque quieren que esto esté en nuestra mano, y entienden hay diferencia entre el ánimo del sabio y el del necio; que el ánimo del ignorante se rinde a las pasiones, acomodándoles el consentimiento de la voluntad, pero el del sabio, aunque las padezca necesariamente, con todo, conserva y guarda en su íntegra y firme voluntad el verdadero y sólido consentimiento sobre lo que con justa causa debe o no apetecer. Este raciocinio le he expuesto como he podido, aunque no con tanta extensión como Aulio Gelio, pero, a lo menos, más conciso, y a lo que presumo, más claro, lo cual refiere este escritor haberlo leído en el libro de Epicteto con cuanto dijo y sintió siguiendo la doctrina de los estoicos.
Y si esto es cierto no hay diferencia, o muy poca, entre la opinión de los estoicos y la de los otros filósofos sobre las pasiones y perturbaciones del alma, pues unos y otros defienden y eximen el ánimo del sabio de su dominio, y por eso mismo dicen acaso los estoicos que no las padece el sabio, porque no entorpecen con error alguno o manchan su sabiduría, con que efectivamente es sabio. Sin embargo, suceden en el ánimo del sabio, salva la tranquilidad de la sabiduría, por aquello que denominan comodidades o incomodidades, aunque no los quieren llamar bienes o males; porque si realmente aquel filósofo no estimara aquellos objetos que veía que había de perder en el naufragio, como es esta vida y la salud del cuerpo, no temiera tanto aquel peligro que le publicara tan bien como demudarse y perder su color; con todo, podía padecer aquella extraña conmoción, y tener con esto fija en su ánimo la opinión de que aquella vida y salud del cuerpo, con cuya pérdida le amenazaba aquella cruel tormenta, no eran bienes que a los que los poseían hacían buenos, como lo hace la justicia, y lo que dicen de aquellos que no se deben llamar bienes, sino comodidades, se debe atribuir al debate y contienda que hay sobre las palabras, y no al examen y averiguación de la sustancia.
Porque ¿qué importa altercar sobre si se llaman mejor bienes o comodidades, con tal que por miedo de no perderlos, no menos el estoico que el peripatético se estremezca y se demude no llamándolos de un mismo modo, sino estimándolos en un mismo grado? Unos y otros, en efecto, si con riesgo de estos bienes o comodidades los obligasen a que cometan algún pecado o acción torpe, de suerte que de otra conformidad no los puedan conservar, dicen que más quieren perder todo aquello con que se conserva la vida y salud corporal, que hacer una acción con que se profane y ofenda la justicia. De esta manera, el ánimo, estando fijo en este propósito, no deja prevalecer en sí, contra razón, ninguna perturbación, aunque sucedan averías en las partes inferiores del alma, antes él es señor absoluto de ellas, y, no consintiéndolas, antes resistiéndolas, hace que reine en él la virtud. Tal como éste pinta también Virgilio a Eneas donde dice: Mens inmota manet, lacrymae volvuntur manes: el ánimo está inmóvil, corren en vano las lágrimas.
CAPITULO V. Que las, pasiones que padecen los ánimos no inclinan ni atraen al vicio, sino que prueban la virtud
No hay necesidad por ahora de, que demostremos copiosa y particularmente qué es lo que acerca de las pasiones nos enseña la Sagrada Escritura, que es donde se contiene y encierra la erudición cristiana; porque aquella misma alma la sujeta a Dios para que la dirija y favorezca, y las pasiones al alma para que las modere y refrene, de modo que se conviertan en aprovechamiento de la justicia. En efecto, en la escuela cristiana, no tanto se pregunta si un ánimo piadoso y temeroso de Dios se irrita, sino por qué se enoja; ni si se entristece, sino por qué se melancoliza; ni se teme, sino qué es lo que teme, porque ni el enojarse con quien peca para que se enmiende, ni el entristecerse por un afligido deseando que se libre, ni el temer por el que está en peligro, porque no se pierda, no se yo si hay alguno que, considerándolo bien, lo reprenda.
Porque también es opinión particular de los estoicos que la misericordia es reprensible; pero ¿cuánto más razonable fuera que se turbara el otro estoico de compasión y misericordia por librar un hombre que no que mudase el color por temor del naufragio? Mucho mejor, con más humanidad, y conforme al sentir de los piadosos y temerosos de Dios, habló Cicerón en elogio, de César cuando dijo: «Entre todas tus virtudes, ¡oh César!, ninguna hay ni más admirable ni más agradable que la misericordia.» ¿Y qué es la misericordia, sino una compasión de nuestro corazón de la ajena miseria, que nos obliga e impele si podemos ayudarla? Y este movimiento va sujeto y sirve a la razón cuando se usa de misericordia, de modo que se conserve la justicia, ya sea cuando se usa con el necesitado; o cuando se perdona al arrepentido. A ésta Cicerón, que habló excelente y elocuentemente, no dudó llamarla virtud, a la cual los estoicos no se ruborizan de colocarla entre los vicios, los cuales, sin embargo (como lo hemos visto por el libro de Epicteto, famoso estoico), según la doctrina de Zenón y Crisipo, que fueron los principales jefes de esta secta, admiten semejantes pasiones en el ánimo del sabio, quien, no obstante, quieren que esté exento de todos los vicios. De donde se infiere que no reputan por vicios las pasiones cuando recaen en el sabio, con tal que no prevalezcan contra la virtud y esencia del alma, viniendo a ser una misma la sentencia de los peripatéticos, y aun también la de los platónicos y la de los estoicos, a no ser que, como dice Tulio, ya es costumbre antigua el debatir los griegos sobre el nombre y modo de decir, siendo más aficionados a altercar que a saber la verdad.
Pero todavía puede preguntarse con razón si es propio de la flaqueza e inconstancia de la vida presente el padecer semejantes afectos, aun en toda especie de ejercicios virtuosos. Porque los santos ángeles, aunque sin airarse, castiguen a, los que castiga la ley eterna de Dios, y aunque socorran a los miserables sin compadecerse de su miseria y favorezcan sin padecer temor a los enemigos que ven en, peligro, sin embargo, les acomodamos los nombres de las pasiones, en el uso común del lenguaje humano, por una cierta semejanza que tienen en las obras, mas no por flaqueza alguna en los afectos; así como el mismo Dios, según la divina Escritura, se enoja y, con todo, no se turba con ninguna pasión, en atención a que se aprovechó de esta palabra y la usó el efecto de la venganza, y no porque en él residiese afecto alguno de turbación.
CAPITULO VI. De que especie son las pasiones que confiesa Apuleyo padecen los demonios, quienes dice favorecen a los hombres delante de los dioses.
Pero, omitiendo por ahora la cuestión de los santos ángeles, veamos como dicen los platónicos que los demonios, colocados en el lugar medio entre los dioses y los hombres, padecen las terribles borrascas de las pasiones. Porque si no sufrieran semejantes movimientos teniendo el ánimo libre, superior y señor de sí mismos, no dijera Apuleyo que corren su tormenta con la misma turbación y agitación de ánimos por las procelosas ondas de pensamientos. El espíritu de éstos, es decir, la parte superior del alma, con que son racionales, y donde la virtud y la sabiduría, si existiese alguna en ellos, había de tener el mando y señorío para moderar y regir las turbulentas pasiones de las partes inferiores del alma, el espíritu de éstos, digo, como lo confiesa este platónico, padece una cruel tormenta de perturbaciones, luego el espíritu de los demonios está sujeto a las pasiones de los apetitos, a temores, enojos y todos los otros afectos; ¿qué parte, pues, les queda libre y que sea señora de la sabiduría, con que puedan agradar a los dioses y, a semejanza de los dioses buenos, mirar por los hombres cuando su espíritu, estando sujeto y oprimido de las imperfecciones y vicios de las pasiones, todo lo que naturalmente tiene de discurso y entendimiento, con tanta más eficacia lo aviva para alucinar y engañar cuanto más poseído está del apetito y pasión de hacer mal?
CAPITULO VII. Que los platónicos dicen que los poetas han infamado a los dioses con sus ficciones, haciéndolos combatir entre sí, siguiendo contrarias opiniones, siendo este oficio propio de los demonios y no de los dioses
Si alguno dijere que los dioses fingidos por los poetas, aunque no muy distantes de la verdad, que tienen odio o amor a algunos hombres, no son absolutamente del número de todos los demonios, sino de los malos, de quienes dijo Apuleyo que corrían tormenta con las borrascas de su ánimo por las procelosas ondas de sus pensamientos, ¿cómo podremos comprender este enigma, pues cuando lo decía no describía la medianía de algunos en particular, esto es, la de los malos, sino generalmente la de todos los demonios entre los dioses y los hombres, por razón de sus cuerpos aéreos? Esto, dice, es lo que suponen los poetas al formar dioses de tales demonios, ponerles nombre de dioses, y de éstos distribuir entre los hombres que ellos estiman los amigos y enemigos, con la desenfrenada licencia de su fingido verso, confesando por otra parte que los dioses están muy lejos de las condiciones de los demonios, así por razón del lugar celestial que ocupan como por la riqueza y abundancia de la bienaventuranza que poseen.
Esta es, pues, la ficción de los poetas, llamar dioses a los que no son dioses, y obligarles a reñir entre sí, bajo el nombre de dioses, por amor de los hombres que ellos, según la parcialidad que han adoptado, aman o aborrecen; y dice que no dista mucho de la verdad esta ficción, porque llamando dioses a los que no lo son, sin embargo, los pintan tan demonios como son en sí mismos. Por último dice, que de éstos fue aquella Minerva de Homero, «que en medio de las discordias de los griegos acudió a reprimir y aplacar a Aquiles».
Así que, el ser aquella Minerva, quiere que sea ficción poética; porque, en efecto, tiene por diosa a Minerva, y la coloca muy lejos del trato y comunicación de los mortales en el elevado éter, asiento principal entre los dioses, de quienes cree que son buenos y bienaventurados; y ser algún demonio que favorecía a los griegos en contra de los troyanos (como señaló otro que ayudaba a los troyanos en contra de los griegos; a quien distingue el mismo poeta con el nombre de Venus o de Marte, a cuyos dioses pone en lugares y moradas celestiales, sin que se ocupen en semejantes encargos) y el combatir estos demonios entre sí en favor de los que estiman, y en contra de los que aborrecían, esto confesó que dijeron los poetas, sin separarse mucho de la verdad. Pues éstos así lo refirieron por aquellos de quienes confiesa que corren su tormenta como los hombres, con la misma turbación y agitación de ánimo por las procelosas ondas de pensamientos para poder ejercer en favor de unos y contra otros el amor y el odio, no según razón y justicia, sino como acostumbraba el pueblo, semejante a ellos en favorecer a, los cazadores y aurigas en los juegos circenses, inclinándose a la parte que estaba más apasionado; y esto parece fue lo que pretendió el filósofo Platónico, que no se creyese cuando lo dijesen los poetas que lo hacían los mismos dioses, cuyos nombres ellos fingen y ponen, sino los demonios intermedios.
CAPITULO VIII. Cómo define Apuleyo Platónico los dioses celestiales, los demonios aéreos y los hombres terrenos
¿Y qué significa la definición de éste acerca de los demonios? Hay acaso tan poco que advertir en ella, donde tan determinadamente comprendió, sin duda, a todos, cuando dijo que los demonios en el género eran animales; en el ánimo, pasivos; en el entendimiento, racionales; en el cuerpo, aéreos; en el tiempo, eternos; en las cuales cinco cualidades no dijo alguna que al parecer tengan los demonios común, a lo menos con los hombres virtuosos, que no halle también en los malos.
Porque comprendiendo a los mismos hombres en una larga descripción, hablando de ellos en su respectivo lugar como de los más ínfimos y terrenos, después de haber tratado primeramente de los dioses celestiales, en habiendo encomendado las dos partes, de lo supremo y de lo ínfimo, pasa a hablar de lo ínfimo. En el tercer lugar, de los demonios medios, dice lo siguiente: así que los hombres que habitan en la tierra tienen uso de razón y hablan, tienen almas inmortales, los miembros mortales, los pensamientos livianos y congojosos, los cuerpos brutos y sujetos, las condiciones desemejantes y semejantes, los errores, el atrevimiento obstinado, la esperanza pertinaz, el trabajo inútil, la fortuna caduca, siendo en especial mortales, pero todos generalmente perpetuos, mudables sucesivamente en la propagación, gozando de tiempo veloz, de tarda sabiduría, temprana muerte y afligida vida. Aquí, donde refiere tantos particulares pertenecientes a la mayor parte de los hombres, ¿acaso pasó en silencio aquella cualidad que sabía concernía a muy pocos, que es la tarda sabiduría? Lo cual, si lo omitiera, no podría definir bien y rectamente al hombre con tan prolija descripción, y cuando elogia la excelencia de los dioses, dice que la misma bienaventuranza, adonde pretenden los hombres arribar por medio de la sabiduría, era lo que en ellos aparecía más excelente.
Por lo cual, si quisiera que se entendiera que había algunos demonios buenos, pusiera también en su descripción alguna circunstancia por donde se comprendiera que tenía con los dioses alguna parte de bienaventuranza, o con los hombres cualquiera especie de sabiduría. Pero aquí no refiere cosa alguna buena suya con que los buenos se diferencian de los malos, aunque anduvo escaso en declarar más libremente la malicia de ellos, no tanto por no ofenderlos cómo por no disgustar a sus adoradores, con quienes hablaba. Sin embargo, dio a entender a los cuerdos y prudentes lo que debían sentir de ellos, supuesto que a los dioses, a todos los cuales quiso que los tuviesen por virtuosos y bienaventurados, los eximió del todo de sus pasiones, juntándolos con ellos en sola la eternidad de los cuerpos; repitiendo una y muchas veces claramente que los demonios en el ánimo son semejantes, no a los dioses, sino a los hombres, y esto no en lo bueno de la sabiduría, de que también pueden participar los hombres, sino en la perturbación de las pasiones, la cual domina en los ignorantes y malos, pero los sabios y virtuosos la tratan de modo que quisieran más no tenerla que vencerla.
Porque si quisiera que se entendiera que los demonios tenían con los dioses la eternidad, no de los cuerpos, sino de los ánimos, sin duda que no distinguiera y apartara a los hombres de la participación de semejante cualidad; pues, sin duda, como Platónico defiende que los hombres tienen igualmente los ánimos eternos, y por eso, describiendo este género de animales, dijo que los hombres tenían las almas inmortales y los miembros mortales. Y así, si por esta razón no tienen los hombres común con los dioses la eternidad, por cuanto en el cuerpo son mortales, luego por la misma la tienen los demonios, porque en el cuerpo son inmortales.
CAPITULO IX. Si por intercesión de los demonios puede granjearse el hombre la amistad de los dioses celestiales
¿Qué tales, pues, serán los medianeros entre los hombres y los dioses, por cuyo medio han de pretender los hombres la amistad y gracia de los dioses, supuesto que con los hombres tienen lo peor, que es en el animal lo más estimable, esto es, el alma, y con los dioses tienen lo mejor, que es en el animal lo más despreciable, que es el cuerpo? Pues constando todo animal de alma y cuerpo, de las cuales dos cualidades, sin duda, el alma es más noble que el cuerpo, y aunque defectuosa y enferma, con todo, es mucho mejor a lo menos que el cuerpo, por muy sano y firme que esté, porque su naturaleza es más excelente; y por las imperfecciones de los vicios no se pospone al cuerpo, así como al oro, aunque esté mohoso, se estima en más que la plata y el plomo, no obstante que estén purísimos estos metales, estos medianeros de los dioses y de los hombres por cuya interposición se junta y comunica lo divino y lo humano, con los dioses participan de un cuerpo eterno y con los hombres de un ánimo vicioso, como si la religión con que quieren los hombres unirse con los dioses por medio de los demonios estuviera colocada en el cuerpo y no en el alma.
¿Y qué pecado, diremos, o qué culpa colgó a estos medianeros falsos y engañosos, como cabeza abajo, de modo que tenga la parte inferior del animal, esto es el cuerpo, con los superiores, y la superior, esto es el alma, con los inferiores, y que en la parte sujeta, y que sirve que estén unidos con los dioses celestiales, y que con los hombres terrenos sean miserables en la parte que tiene el mundo? Porque el cuerpo es esclavo, como lo dice también Salustio, «que nos servimos y aprovechamos del imperio del alma, y comúnmente del servicio del cuerpo». Y añadió el filósofo: «Lo uno tenemos común con los dioses, y lo otro con los brutos», pues hablaba de los hombres, que, como las bestias, tienen cuerpo mortal.
Pero éstos que los filósofos nos proveyeron por medianeros entre nosotros y los dioses es verdad que pueden decir del alma y del cuerpo: el uno le tenemos común con los dioses, y otro con los hombres; pero, según dije, como trastornados y suspendidos de un modo irregular, teniendo el cuerpo, que es siervo y esclavo, con los dioses, bienaventurado, y el alma, que es la señora, con los hombres, miserable; elevados y encumbrados por la parte inferior, y abatidos y postrados por la superior. Y así, aunque alguno imagine que pueden tener la eternidad con los dioses, por cuanto sus almas con ninguna especie de muerte pueden dividirse del cuerpo como la de los animales terrestres, tampoco debe estimarse en esta conformidad su cuerpo como una eterna carroza de famosos y honrados héroes, sino como una eterna prisión y calabozo de cautivos y condenados.
CAPITULO X. Que, según la sentencia de Plotino, son menos miserables los hombres en los cuerpos mortales que los demonios en los eternos
Plotino, escritor cercano a nuestros tiempos, es el que se lleva ciertamente la gloria y fama de haber entendido mejor que los demás a Platón; éste, tratando de las almas de los hombres, dice así: «El padre misericordioso les puso unas prisiones y ataduras mortales»; por lo qué es de dictamen que esto mismo que es ser los hombres mortales en el cuerpo era misericordia de Dios Padre, porque no estuviesen siempre presos en la miseria de esta vida.
De esta misericordia ha parecido indigna la malicia de los demonios, pues en la miseria del ánimo pasivo les cupo, no cuerpo mortal como a los hombres, sino eterno; porque, efectivamente, serían más felices que los hombres si tuvieran con ellos el cuerpo mortal, y con los dioses el alma bienaventurada; y fueran iguales con los hombres si con ánimo miserable por lo menos merecieran también tener con ellos el cuerpo mortal, si adquirieran algún tanto de piedad, de modo que llegaran a conseguir el escanso de los trabajos siquiera en la muerte. Pero no solamente son más felices que los hombres teniendo un ánimo miserable, sino que son aún más miserables con la perpetua prisión del cuerpo; y no quiso que imaginasen venían a convertirse de demonios en dioses, aprovechando en la práctica de obras piadosas y prudentes, supuesto que dijo expresamente que los demonios eran eternos.
CAPITULO XI. De la opinión de los platónicos, que creen que las almas de los hombres son demonios después de salir de los cuerpos
Dice que las almas de los hombres son demonios, y que de hombres se hacen lares, si son de buen mérito, y si de malo, lemures o larvas, y que cuando se ignora si tienen buenos o malos méritos, entonces se denominan dioses Manes. Y con tal opinión, ¿quién no advierte, por poco que quiera atenderlo, el abismo que descubren para perseverar en las perversas costumbres? Pues por más perversos y abandonados que sean los hombres, creyendo que han de ser o larvas o dioses Manes, vienen a ser tanto peores cuanto más inclinados y deseosos están de causar males; de modo que entienden que aun después de muertos los han de convidar con ciertos sacrificios, como si fuesen honores divinos, a que hagan daño, porque las larvas -dice-, que son unos malos y perjudiciales demonios que se forman de los hombres; pero ésta es otra cuestión, y por eso dice que, en griego, los bienaventurados son llamados Eudémones, por cuanto son buenas almas, esto es, buenos demonios, confirmando también que las almas de los hombres son demonios.
CAPITULO XII. De las tres cosas contrarias con que, según los platónicos, se distingue la naturaleza de los demonios y la de los hombres
Pero ahora hablamos de aquellos que descubrió según su propia naturaleza, colocándolos entre los dioses y los hombres, en el género, animales; en el entendimiento, racionales; en el ánimo, pasivos; en el cuerpo, aéreos; en el tiempo, eternos. En efecto, habiendo puesto primeramente a los dioses en el alto cielo, y a los hombres en la tierra, distintos entre sí, así en los lugares como en la dignidad y perfección de su naturaleza, concluye de este modo: «Tenéis dos especies de animales, los dioses, que son muy diferentes de los hombres en la elevación del lugar, en la perpetuidad de la vida, en la perfección de la naturaleza, sin que haya entre ellos ninguna comunicación próxima; así, por ser prolongada en el espacio y distancia que divide las moradas altas de las ínfimas, como porque en el Cielo la vida es eterna e indeficiente, y en la tierra caduca y perecedera, y porque aquellas naturalezas están en la cumbre de la bienaventuranza, y éstas están en lo más despreciable de la miseria.»
Aquí advierto relacionadas tres cosas contrarias acerca de las dos partes extremas de la naturaleza de los animales, esto es, de la suma y de la ínfima, pues las insinuadas tres circunstancias loables y buenas que propuso acerca de los dioses, las vuelve a repetir, aunque con diferentes términos, de manera que coteja las de los hombres con otras tres contrarias. Las tres de los dioses son éstas: la altura del lugar, la perpetuidad de la vida y la perfección de la naturaleza. Estas las volvió a repetir con diferentes palabras, oponiéndolas otras tres contrarias a la condición humana: «Porque es tan grande -dice- el espacio y distancia que divide las moradas sumas de las ínfimas, pues había dicho la altura del lugar y la vivacidad, que añade allá es eterna e indeficiente y acá caduca y perecedera», ya, que había dicho la perpetuidad de la vida, y dice, «que aquellas naturalezas están en la cumbre de la bienaventuranza, y éstas en lo más ínfimo de la miseria», pues había dicho la perfección de la naturaleza. Tres cosas afirmó sobre los dioses, que son la sublimidad del lugar, la eternidad, la bienaventuranza, y de los hombres otras tres contrarias a éstas, que son el lugar ínfimo, la mortalidad y la miseria.
CAPITULO XlII. Cómo los demonios, supuesto que con los dioses no son bienaventurados, ni con los hombres miserables, son medios entre unos y otros, sin comunicarse con los unos ni con los otros
Entre estas tres particularidades de los dioses y de los hombres, porque en medio colocó a los demonios, no hay controversia sobre el lugar, pues entre lo más alto y lo más bajo muy bien viene y se dice el lugar medio. Restan las otras dos, que será razón examinemos con alguna mayor diligencia, indagando si es cierto que, o no les convienen a los demonios, o que se les deben acomodar y distribuir como parece que lo pide la medianía y es innegable que no pueden dejar de convenir a los demonios.
Porque, aunque decimos que el lugar medio no es el sumo ni el ínfimo, no podemos decir de igual manera que los demonios, siendo animales racionales, no son bienaventurados ni miserables, como son las planetas y las bestias, que carecen de sentido o razón, sino que los que participan de razón es necesario que sean miserables o bienaventurados. Asimismo, no podemos afirmar con fundamento que los demonios no son mortales ni eternos, puesto que todos los vivientes, o viven perpetuamente o acaban la vida con la muerte; pero ya dijo este autor que los demonios, en tiempo, eran eternos. ¿Qué resta, pues, sino que los medios de las dos ciudades de los sumos tengan la una, y de las otras dos de los ínfimos la otra? Pues si tuvieran las dos de los ínfimos o las dos de los sumos, no serían ya medios, sino que o se excedieran o inclinaran a una de las partes; así que, según llevamos demostrado, no pueden carecer de ambas, y, por consiguiente, deben medirse con igualdad, tomando de ambas partes la una, y ya que de los ínfimos no pueden tener la eternidad, porque no gozan de ella, solamente pueden obtenerla de los sumos, por lo cual no les queda otra cosa que puedan tener de los ínfimos para cumplir su medianía, sino la miseria.
Según opinión de los platónicos, los dioses que ocupan el lugar más elevado participan de una bienaventurada eternidad, o de una eterna bienaventuranza; los hombres, que obtenían el lugar más humilde, de una miseria mortal, o de una mortalidad miserable, y los demonios, que están en medio, de una eternidad miserable, o de una eterna miseria. Con las cinco cualidades que describió en la definición de los demonios, todavía no probó que eran medios, como lo prometía, pues dijo que en tres cosas convenían con nosotros, en ser animales en el género, en el entendimiento racionales y en el ánimo pasivos, y con los dioses en una, que consistía en ser eternos en tiempo; y asimismo que tenían una propia, que era ser aéreos en el cuerpo. ¿Cómo, pues, serán medios, si en una cualidad convienen con los sumos y en tres con los ínfimos? ¿Quién no advierte cuánto se inclinan y deprimen a los ínfimos pasando de la medianía? Sin embargo, pueden hallarse allí realmente medios, de modo que tengan una propia y peculiar, que es el cuerpo aéreo, como también los sumos ínfimos tienen otra propia suya: los dioses, cuerpo etéreo, y los hombres, terreno, y que las dos son comunes a todos, que es que en el género sean animales y en el ánimo racionales.
Porque hablando este autor de los dioses y de los hombres, <tenéis (dice) dos especies de animales», y estos autores no suelen llamar a. los dioses sino racionales en el alma. Dos cosas restan, que son: ser pasivos en el ánimo y eternos en el tiempo. En una de éstas convienen con los ínfimos, y en la otra con los sumos, para que, ajustada la medianía con cierta proporción, ni se eleve a lo sumo, ni se incline ni abata a lo ínfimo, y ésta es aquella miserable eternidad o eterna miseria de los demonios, en atención a que quien los llamó pasivos en el ánimo los llamara asimismo miserables si no le dominara el pudor por respeto a sus adoradores. Y supuesto que, según lo confiesan estos mismos filósofos, se gobierna el mundo con la providencia del sumo Dios y no por caso fortuito, jamás fuera eterna la miseria de éstos si no fuera excesiva su malicia; luego si los bienaventurados se llaman Eudémones, no son Eudémones los demonios a quienes colocan en el lugar medio entre los hombres y los dioses. ¿Cuál es el lugar de estos buenos demonios que, estando sobre los hombres y debajo de los dioses, acuden a favorecer a los unos y servir a los otros? Porque si son buenos y eternos, sin duda son también bienaventurados; pero la bienaventuranza eterna no consiente que sean medios, pues los compara y aproxima mucho a los dioses. Por lo cual en vano intentarán demostrar cómo los demonios buenos, si son igualmente inmortales y bienaventurados, se colocan justamente en medio entre los dioses, inmortales y bienaventurados, y los hombres, mortales y miserables; pues teniendo ambas cualidades comunes con los dioses, es a saber, la bienaventuranza y la inmortalidad, y ninguna de ellas con los hombres, que son miserables y mortales, no advierten que los ponen muy distantes y diferentes de los hombres, y juntos con los dioses; y de ningún modo en medio entre unos y otros. Porque entonces fueran medios si tuvieran sus dos cualidades peculiares, no comunes con las dos de cualquiera de ambos, sino con una de las dos de ambos, así como el hombre ocupa un puesto medio entre las bestias y los ángeles, por ser animal racional mortal, siendo los ángeles racionales inmortales y las bestias animales irracionales mortales, teniendo, por lo tanto, de común con los ángeles la razón, y con las bestias la mortalidad. Por consiguiente, cuando buscamos medio entre bienaventurados inmortales y entre los miserables mortales, debemos buscar una cualidad que, siendo mortal, sea bienaventurada o, siendo inmortal, sea miserable.
CAPITULO XIV. Si los hombres, siendo mortales, pueden ser bienaventurados con verdadera bienaventuranza
Pero acerca de si siendo el hombre mortal puede también ser bienaventurado, hay grande y reñida controversia entre los sabios, pues ha habido algunos que examinaron con más humildad su condición, y dijeron que el hombre no podía ser capaz de la bienaventuranza mientras existía en la vida mortal; otros se engrandecieron a sí mismos, atreviéndose a decir que los mortales, siendo sabios, podían ser bienaventurados. Si esto es cierto, ¿por qué no colocaron a éstos por medianeros entre los míseros mortales y los inmortales bienaventurados, supuesto que tenían la bienaventuranza con, los inmortales bienaventurados, y la mortalidad con los infelices mortales? Y si verdaderamente son bienaventurados, a ninguno deben tener envidia, porque ¿hay cosa más miserable que la envidia? Por lo cual deben favorecer y auxiliar en cuanto pudieren a los miserables mortales para que consigan la bienaventuranza, y después de la muerte puedan ser ellos también inmortales y agregarse a la amable compañía de los ángeles inmortales y bienaventurados.
CAPITULO XV. Del hombre Cristo Jesús, mediador entre Dios y los hombres
Y si, lo que es más creíble y probable, que todos los hombres mientras son mortales es indefectible que sean igualmente miserables, debemos buscar un medio que sea no sólo hombre, sino también Dios, a fin de que conduzca a los hombres de esta miseria mortal a la bienaventurada inmortalidad, interviniendo la bienaventurada mortalidad de este medio; el cual convino que ni dejara de hacerse mortal ni tampoco permaneciera mortal. Hízose, pues, mortal, sin disminuir la divinidad del Verbo, recibiendo en sí la instabilidad de la humana naturaleza, pero no permaneció mortal en la misma carne, porque la resucitó de entre los muertos, siendo el fruto de su mediación que ni los mismos por cuya redención se hizo medianero quedaran sumergidos en la muerte perpetua aun de la carne. Por eso convino que el mediador entre nosotros y Dios tuviera una mortalidad transeúnte y una bienaventuranza permanente y extensiva por los siglos de los siglos, para que con lo mismo que pasa y es puramente temporal se acomodara a la suerte de los que deben morir, y de muertos los lleve a la posesión perpetua de la patria celestial; luego, según esta doctrina, los ángeles buenos no pueden ser medios entre los miserables mortales y ,los bienaventurados inmortales, pues son también bienaventurados e inmortales, y los ángeles malos pueden ser medios, porque son inmortales con aquellos y miserables con éstos. Al contrario de estos espíritus es el mediador bueno, que contra su inmortalidad y miseria de ellos quiso ser mortal por algún tiempo, y pudo perseverar bienaventurado en la eternidad; por lo que a estos inmortales soberbios y miserables seductores, porque no atrajeran cautelosamente a la miseria por la jactancia de su inmortalidad, los destruyó con la humildad de su afrentosa muerte y con la benignidad de su bienaventuranza respecto de aquellos cuyos corazones purificó con su fe y los libró de la impura y abominable dominación de los espíritus infernales.
Así que el hombre, mortal y miserable, desterrado y apartado de los inmortales y bienaventurados, ¿que medios podrá elegir para poder unirse a la inmortalidad y bienaventuranza? Lo que nos puede convidar y agradar en la inmortalidad de los demonios es miserable; lo que nos puede dar en rostro y ofender en la mortalidad de Cristo ya pasó; así que allá nos debemos guardar de la eterna infelicidad, y acá no hay que temer a la muerte, que no pudo ser eterna, y debemos amar y desear la bienaventuranza perpetua; porque con este objeto se interpuso el medio inmortal y miserable, a fin de no dejarnos pasar a la obtención de la felicidad inmortal, pues persevera obstinado en lo que impide, esto es, en la misma miseria; pero al mismo tiempo se interpuso el mortal y bienaventurado para que, pasada la mortalidad, nos hiciese, de muertos, inmortales, lo cual manifestó en sí mismo resucitando glorioso, y para hacernos, de infelices, perpetuamente felices, que es lo que El nunca dejó de ser.
Infiérese, por lo mismo, que el uno es medio malo que divide y separa a los amigos, y el otro es medio bueno que reconcilia a los enemigos, por lo que hay muchos medios que nos dividen y apartan, porque la muchedumbre, que es bienaventurada, viene a serlo por la participación de un solo Dios, y la multitud de los ángeles malos es miserable por ser privada de la participación de este Dios, la cual podemos decir que se opone más pata impedir que se interpone para ayudar a la bienaventuranza; aun con su misma muchedumbre, en alguna manera embaraza e impide que podamos llegar a la posesión de aquel único bien beatífico que para que pudiéramos llegar a él fue necesario que tuviéramos no muchos, sino un solo mediador, quien fuera el mismo con cuya participación seamos bienaventurados, esto es, el Verbo divino, no hecho, sino Aquel por cuya, mano y omnipotencia se hicieron y criaron todas las cosas.
Mas no por eso es tampoco mediador, por cuanto es Verbo, pues el divino Verbo, que es sumamente inmortal y sumamente bienaventurado, está muy distante de los miserables mortales, y sólo es mediador por lo que es hombre, demostrándonos realmente con esto mismo que no debemos buscar para aquel bien (no sólo bienaventurado, sino también beatífico) otros mediadores, por quienes entendemos que nos conviene procurar otras máquinas y escalas para poder subir y llegar, porque el bienaventurado y beatífico Dios, vistiéndose de nuestra humanidad, nos proveyó de un medio infalible para que pudiéramos llegar a participar de su dignidad, pues Iibrándonos de la mortalidad y miseria no nos lleva a los ángeles inmortales y bienaventurados, para que con su participación seamos igualmente inmortales y bienaventurados, sino que nos dirige a aquella sacrosanta Trinidad con cuya participación los ángeles son también bienaventurados; por lo cual, cuando para ser mediador quiso, en forma de siervo, ser inferior a los ángeles, sin embargo, en la forma que Dios quedó superior a los ángeles, siendo El mismo el que en lo inferior era el verdadero camino de la vida eterna, y en lo superior era la vida misma.
CAPITULO XVI. Si es conforme a razón la sentencia de los platónicos en que dicen que los dioses celestiales, evitando los contagiosos defectos de la tierra, no se mezclan y comunican con los hombres, a quienes favorecen los demonios para que alcancen la gracia y amistad de los dioses
Por cuanto no es cierto que el mismo platónico refiere haber dicho Platón que «ningún dios se, mezcla con el hombre», lo cual, añade, es la principal señal de excelencia, no dejándose profanar con el trato de los hombres; luego confiesa que se dejan profanar los demonios, y por lo mismo no podrán purificar a los hombres que los profanan; según esta doctrina, los unos y los otros, todos, vienen a ser inmundos y profanos: los demonios con el comercio sensible de los hombres, y Estos adorando a los espíritus infernales. Si es cierto que pueden los demonios ser tratados como sensiblemente de hombres y mezclarse con ellos, sin contaminarse, sin duda, son mejores que los dioses, supuesto que si se mezclaran serían profanados; y esta prerrogativa, dicen, es la principal que tienen los dioses, que por estar tan altamente separados no los puede contaminar el trato de los hombres; y por lo perteneciente al sumo Dios, creador de todas las cosas, a quien nosotros llamamos verdadero Dios, dice que le celebra Platón hablando de este modo: «Que él solamente, a quien por la cortedad e ignorancia del humano lenguaje no le pueden comprender ni una mínima parte, ninguna especie de palabras las más exageradas, y que apenas la inteligencia de este Dios se descubre a los sabios, después de haber primeramente recopilado con el vigor de su ánimo todo lo concerniente a las cualidades corporales, lo cual les sucede también a ratos, así como suele dejarse ver en unas densísimas tinieblas una luz cándida y apacible entre repentinos relámpagos»; luego si el que es verdaderamente sobre todas las cosas sumo Dios, con una inteligible e inefable presencia, aunque a ratos y como una luz hermosa y agradable en un rápido relámpago, con todo, se descubre a los corazones de los sabios cuando se apartan en cuanto pueden de las cosas corporales, y no puede ser contaminado de ellos, ¿a qué fin colocan, pues, a estos dioses tan distantes en un lugar elevado, por que no se contaminen con el comercio sensible de los hombres? Como si pudiésemos mejor ver o mirar aquellos cuerpos etéreos, con cuya luz, en cuanto puede, se alumbra la tierra, y si las estrellas (todas las cuales dicen que son dioses visibles), no se contaminan porque las miren y observen, tampoco los demonios se contaminarán cuando los miren y vean los hombres, aunque sea de cerca.
¿O acaso temen que los contaminen los hombres con sus palabras a los que no se contaminan con sus ojos? Y por eso tienen en medio a los demonios para que les refieran las palabras de los hombres, de quienes están tan remotos y desviados para conservarse y perseverar purísimos, sin rastro de mancha. ¿Pues qué diré ya de los demás sentidos? Porque, o los dioses, por oler cuando estuviesen presentes no podrían ser contaminados, o cuando están presentes los demonios pueden efectuarlo con los vapores de los cuerpos vivos de los hombres, quienes no se contaminan en los sacrificios con tanta multitud de cuerpos muertos; en el sentido del gusto, como no tienen necesidad de ir restaurando la humana naturaleza, tampoco hay hombre que los necesite para buscar qué comer de los hombres; por lo tocante al tacto, lo tienen en su libre potestad, pues, aunque parece que este sentido principalmente se denominó trato sensible, con todo, si quisieran se mezclarían con los hombres hasta llegar a ver y que los viesen, a oír y que los oyesen; pero ¿qué necesidad hay del sentido del tacto? Pues ni los hombres se atrevieran a desearlo, gozando de la vista o conversación de los dioses y de los demonios buenos. Y si pasara tan adelante la curiosidad, según fuera de su agrado, ¿cómo pudiera ninguno tocar a Dios o al demonio contra la voluntad de ellos, el que no puede tocar a un pájaro si no es teniéndole preso y asegurado?
Luego viendo y dejándose ver, hablando y oyendo, pudieran los dioses, mezclarse corporalmente con los hombres, y si de esta manera se mezclan los demonios, como dije, y no se contaminan, y los dioses se contaminaran si se mezclaran, hacen incontaminables a los demonios y contaminables a los dioses. Y si se contaminan también los demonios, ¿de qué sirven a los hombres para la obtención de la vida bienaventurada que esperan después de la muerte, supuesto que los contaminados no pueden purificarlos para que, ya limpios, se puedan unir con los dioses incontaminados, entre los cuales y los hombres estaban ellos colocados en el medio? Y si tampoco les hacen este beneficio, ¿de qué aprovecha a los hombres la amistad y mediación de los demonios, a no ser que sea para que los hombres, después muertos, no se pasen a los dioses por ministerio de los demonios, sino que, incorporados unos y otros, vivan contaminados, y, por consiguiente, ni unos ni otros sean bienaventurados? Así es, si no es, acaso, que diga alguno que el método que observan los demonios para purificar a sus amigos es como el que tienen las esponjas y otras cosas de igual calidad, de suerte que tanto más se ensucian y manchan cuanto más se limpian y purifican los hombres. Y si esto es cierto, los dioses, que por no contaminar huyeron de la proximidad y trato social de los hombres, se mezclan con los demonios, que están más contaminados que ellos. Si no es que digan que pueden los dioses limpiar a los demonios contaminados por los hombres sin ser contaminados de ellos, lo cual no pueden hacerlo así con los hombres. ¿Y quién ha de creer este desatino, sino aquel a quien los falaces demonios hubieren engañado? Y más que si el dejarse ver y el ver contamina, los hombres ven a los dioses que él dice que son tan visibles, como «son las clarísimas lumbreras del mundo, y, las demás estrellas; y por esta cuenta más seguros están los demonios de esta contaminación de los hombres, ya que no pueden ser vistos si ellos no quieren. O si contamina, no el dejarse ver, sino el ver, nieguen que estas resplandecientes antorchas del mundo, las cuales tienen por dioses, ven a los hombres cuando arrojan sus rayos hasta tenderlos por la tierra, los cuales rayos, no obstante, aunque se derramen y extiendan por todas y cualesquiera obscenidades, no por eso se contaminan; ¿y los dioses se contaminarán si se mezclan con los hombres, aunque fuera necesario para ayudarlos el contacto? Porque los rayos del sol y de la luna tocan la tierra, y con todo, ella no contamina esta luz.
CAPITULO XVII. Que para conseguir la vida bienaventurada, que consiste en la participación del sumo bien, no tiene necesidad el hombre de tal medianero, como es el demonio, sino de uno, como es Jesucristo
Pero mucho me admiro que hombres tan doctos, que pospusieron todas las cualidades corpóreas y sensibles a las incorpóreas e inteligibles, tratando de la vida bienaventurada hagan mención de los tratos corporales. ¿Dónde está aquella expresión de Plotino, que dice: «¿Debemos, pues, acogernos y huir a la esclarecida patria donde está el padre, y todo cuanto puede desearse? ¿En qué escuadra o embarcación, o cómo hemos de huir? Procurando (dice) ser semejantes a Dios. Luego si cuanto uno más se asemeja a Dios tanto se les aproxima más, no hay otra distancia que esté lejos de él sino la desemejanza; y tanto más desemejante es el alma del hombre al incorpóreo; eterno e inmutable Dios, cuanto es más apasionada de las cosas temporales y mudables.
Y para remediar y reparar este quebranto, porque a la inmortal pureza que reside en lo sumo no pueden convenir las cosas mortales y abominables que hay en lo ínfimo, es innegable que es necesario un medianero, pero tal que tenga el cuerpo inmortal que parezca a los sumos y el alma poseída de las pasiones, flaca y enfermiza, que se asemeje a los ínfimos, para que con este defecto no nos envidie nuestra salud eterna, antes, por el contrario, nos, favorezca para conseguir la salud espiritual, a no ser tal que, acomodado y ajustado con nosotros, que somos los ínfimos, con la mortalidad del cuerpo, nos suministre los auxilios más eficaces y realmente divinos para purificarnos y librarnos con la inmortal justicia de su espíritu, por la cual quedó con los sumos, no con distancia de lugares, sino con la excelencia de la semejanza. Este, siendo Dios incontaminable; no puede decirse que tuviese mancha alguna del hombre de cuya carne se vistió, o de los hombres entre quienes conversó y vivió siendo hombre; y no son pequeñas entretanto estas dos saludables máximas que nos demostró con su Encarnación, que ni la verdadera divinidad se puede contaminar con la carne ni por eso debemos imaginar que los demonios son mejores que nosotros porque no están vestidos de la humana naturaleza. Este es, como nos lo dice la Sagrada Escritura, «el medianero de Dios y de los hombres, Cristo Jesús», de cuya divinidad, en que es igual al Padre, y de su humanidad, en que se hizo semejante a nosotros, no hay aquí lugar para que podamos discurrir como es razón.
CAPITULO XVIII. Que los demonios, mientras nos prometen con su intercesión el camino para Dios, procuran con engaños desviar a los hombres del camino de la verdad
Pero los demonios, falsos y engañosos medianeros, siendo miserables por la abominación de su espíritu y malignos por muchas obras suyas, son famosos y conocidos; sin embargo, por medio del espacio de los lugares corporales, y por la sutileza de los cuerpos aéreos, nos procuran retirar y desviar del aprovechamiento y progreso espiritual de nuestras almas, no nos abren el camino para lograr conocer y ver a Dios, sino que nos lo impiden, para que no caminemos por él, llegando a tanto su encono, que nos ponen obstáculos hasta en el camino corporal, que es falsísimo y lleno de error por donde no camina la justicia, porque, en efecto, debemos caminar y subir a Dios no por la excelencia corporal, sino por la espiritual, esto es, por la semejanza incorpórea; sin embargo, en este propio camino corporal que los apasionados de los demonios trazan por las escalas y grados de los elementos, colocando a los demonios aéreos en medio de los dioses etéreos y de los hombres terrenos, entienden y creen que la principal prerrogativa que tienen los dioses es que por esta distancia de los lugares no pueden contaminarse con el trato y
comunicación de los hombres, y por eso creen mejor que los demonios son contaminados por los hombres, que no que los hombres son purificados por los demonios, y que los mismos dioses se pudieran contaminar si no los defendiera la elevación del lugar. Y ¿quién es tan estúpido que asienta a que pueda purificarse por esta vía, cuando enseñan que los hombres son los que contaminan, los demonios los contaminados y los dioses contaminables, y no elija antes el camino por donde se evite la concurrencia de los demonios que nos contaminan más, y por donde los hombres se limpian de la contaminación con la gracia de Dios inmutable, para llegar a gozar de la purísima compañía de los ángeles incontaminados?
CAPITULO XIX. Que ya el nombre de demonios, entre sus mismos adoradores, no se usa para significar cosa alguna buena
Mas porque no se crea que nosotros alteramos igualmente el genuino sentido de las palabras, por cuanto algunos de estos demonícolas, por decirlo así, cuyo partidario es también Labeón, dicen que otros llaman ángeles a los mismos que ellos llaman demonios, me parece que el asunto me convida a que diga ya alguna cosa de los ángeles buenos, los cuales no niegan éstos que los hay; sin embargo gustan más llamarlos demonios buenos que ángeles; pero nosotros, conforme al estilo de la Sagrada Escritura, bajo cuya creencia somos cristianos, leemos que los ángeles son en parte buenos y en parte malos, mas los demonios nunca son buenos; y en cualquier lugar que en la Divina Escritura se halla este nombre, que en latín dicen daemones o daemonia, no se entienden sino los espíritus malignos, modo de hablar que ha seguido tan generalmente el vulgo, que aun los mismos que se denominan paganos y pretenden que deben adorarse muchos dioses y demonios, casi ninguno hay tan literato y docto que se atreva a decir en buena parte, ni aun a su esclavo, «demonio tienes», sino que cualquiera a quien se lo dijera ha de entender, sin duda, que le quiso maldecir. ¿Qué ocasión, pues, nos excita a que, además de la ofensa de tantos oídos que ya casi pueden ser todos los que no suelen tomar este nombre sino en mala parte, no sea forzoso ponernos a declarar lo que hemos dicho, pudiendo, con usar del nombre de ángeles, evitar la ofensa y mal sonido que podía haber con oír el nombre de demonios?
CAPITULO XX. De la cualidad de la ciencia, que hace a los demonios soberbios
Aunque en el mismo origen de este nombre, si acudimos a la Sagrada Escritura, hallaremos una exposición digna de consideración. Dícense demonios porque el nombre es griego, dicho así de la ciencia, y el Apóstol que habló por boca del Espíritu Santo dice: «Que la ciencia causa hinchazón, pero que la caridad edifica>; lo cual no se entiende bien de este modo si no entendemos que entonces aprovecha la ciencia cuando va asociada de la caridad, pero sin esta hinchazón, esto es, sin la que levanta y ensoberbece a manera de gran ventosa; hay, pues, en los demonios ciencia sin caridad, y por eso son tan altivos, esto es, tan soberbios, que han procurado todo cuanto pueden, y con quien pueden todavía procuran que los adoren y tributen el honor y el culto que saben que se debe al Dios verdadero; y contra esta soberbia de los demonios que estaba apoderada del linaje humano por sus pecados cuánta fuerza tenga la humildad de Dios que apareció en forma de siervo, no lo acaban de conocer las almas de los hombres, hinchadas con la abominación de la altivez, semejantes a los demonios en la soberbia, aunque no en la ciencia.
CAPITULO XXI. Hasta qué grado quiso el Señor dejarse conocer de los demonios
Los mismos, demonios sabían aun esto de modo que al mismo Señor, vestido de la humana flaqueza de nuestra carne, le dijeron: Quid nobis et tibi, Jesu Nazarene? venisti perdere nos? «¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús Nazareno, que has venido a perdernos y atormentarnos?» Claramente se advierte en estas palabras que había en ellos una ciencia muy profunda, mas no caridad, porque temían la pena y castigo que les había de venir de mano del Señor y no amaban la justicia que había en Él, y tanto se dejó conocer de ellos cuanto quiso, y tanto quiso cuanto fue menester; pero dejóse conocer y se les manifestó, no como a los santos ángeles que gozan y participan de su eternidad, según que es Verbo del eterno Padre, sino como fue necesario manifestarles para espantarlos, de cuya potestad, en alguna manera tiránica, había de librar a los que están predestinados para su reino y gloria para siempre verdadera y verdaderamente sempiterna. Manifestóse, pues, a los demonios, no en la parte que es vida eterna y luz inmutable que alumbra a los piadosos y temerosos de Dios, la cual los que la alcanzan a ver por la fe que es en él, se purifican y limpian, sino por ciertos defectos temporales de su virtud y por algunas señales de su impenetrable presciencia, las cuales se pudiesen descubrir a los sentidos angélicos, aun de los espíritus malignos, antes que a la flaqueza de los hombres. Y así, cuando le pareció reprimirlas y ocultarlas un poco, y cuando se ocultó más profundamente, dudó de él el príncipe de los demonios, y le tentó para saber si era Cristo, examinando todo cuanto Él se dejó tentar para acomodar al ombre que consigo traía para ejemplo y dechado nuestro; pero después de aquella tentación, sirviéndole, como dice el sagrado texto, los ángeles (sin duda, los buenos) y los santos, y, por consiguiente, haciéndose terribles y espantosos a los espíritus inmundos, se fue manifestando más y más a los demonios cuán, grande era, para que a su mandato, aunque en Él parecía de corta estimación por la flaqueza de la carne, nadie, se atreviese a resistir.
CAPITULO XXII. Qué diferencia hay entre la ciencia de los santos ángeles y la ciencia de los demonios
Estos ángeles buenos no estiman la ciencia de las cosas corporales y temporales con que se hinchan y ensoberbecen los demonios; no porque las ignoren, sino porque estiman y aprecian sobremanera la caridad de Dios con que se santifican, y en comparación de su hermosura, que es no sólo incorpórea, sino inmutable e inefable. de cuyo santo amor están inflamados, desprecian todas las cosas que están debajo de ella, y que no son lo que es ella, y a sí propios entre ellas, para poder gozar con todas las dotes que les constituye en la clase de una bondad suma de aquel sumo bien, de donde les proviene ser buenos. Y por eso tienen también una noticia más cierta de las cosas temporales y mudables, por cuanto en el Verbo divino que crió el mundo ven las principales causas de ellas, con las que se comprueban unas, se reprueban otras, y todas se gobiernan y ordenan, pero los demonios no contemplan ni ven en la sabiduría de Dios las causas eternas de los tiempos y las que son de algún modo las cardinales, sino que con la experiencia mayor de algunas señales ocultas a nuestros, limitados entendimientos alcanzan a examinar muchas más, cosas futuras que los hombres, y vaticinan algunas veces sus admirables disposiciones.
Finalmente, éstos se engañan a veces y los otros nunca; porque una cosa es conjeturar y comprender bajo el aspecto de las cosas temporales las temporales y con las mudables las mudables expresándolas y aplicándolas el juicio temporal y mudable de su voluntad y limitadas fuerzas, lo cual se permite a los demonios por una razón incomprensible a nosotros; y otra cosa es prever y presagiar en las eternas e inmutables leyes de Dios que viven en su sabiduría las vicisitudes y alteraciones de los tiempos y conocer la voluntad de Dios tan cierta como poderosa con la participación que tienen de su divino espíritu; lo cual, según sus respectivos grados, se concede con recta discreción a los santos y ángeles; así que, no sólo son eternos, sino también, bienaventurados, y el bien con que son felices es su Dios, que es por quien fueron criados, porque gozan sin alteración ni disminución alguna, y sin recelo de perderle jamás, de su participación y contemplación
CAPITULO XXIII. Que el nombre de dioses falsamente se atribuye a los dioses de los gentiles, el cual, con todo, por autoridad de la divina Escritura, viene a ser común así a los santos ángeles como a los hombres
Si los platónicos se complacen más de llamar a los ángeles dioses que demonios y de colocarlos entre los dioses, de quienes escribe su maestro Platón que los crió el sumo Dios, díganlo del modo que les agrade, porque no hay que molestarse ni reparar respecto de ellos en la disputa sobre el nombre; pues si dicen que son inmortales y confiesan llanamente que los crió el sumo Dios, y que son bienaventurados, no por sí mismos, sino por unirse con su Criador, dicen lo mismo que nosotros, llámenles como gusten; que éste sea el dictamen de los platónicos o de todos, o de los más sabios, se puede indagar por sus mismos libros, por cuanto aun en la expresión del nombre con que llaman dioses a estas criaturas inmortales bienaventuradas no hay discrepancia notable entre ellos y nosotros, pues leemos también en nuestras sagradas letras: «el Señor de los dioses se lo dijo»; y en otra parte: «confesad y alabad al que es Dios de los dioses»; en otro lugar: «Rey grande sobre todos los dioses»; porque cuando dice: «terrible es sobre todos los dioses», la razón porque así lo dijo lo declara adelante, y prosigue quoniam omnes Dii, Gentium daemonia, Dominus autem Coelos ,fecit, «porque todos los dioses de los gentiles son demonios, y el Señor es solamente el que hizo los cielos»; dijo, pues, terribles sobre todos los dioses, esto es, sobre todos los dioses de los gentiles, a quienes éstos tienen por tales, siendo así que son demonios, es terrible para ellos, y por eso con miedo y terror decían al Señor: «¿Para qué viniste a perdernos y atormentarnos?» Donde dice igualmente Dios de los dioses no puede entenderse Dios de los demonios, y donde dice Rey grande sobre todos los dioses, líbrenos Dios de decir que es Rey o Caudillo grande sobre todos los demonios.
También llama la misma Escritura Sagrada dioses a los hombres del pueblo de Dios: «Yo dije, dice, dioses sois, y todos hijos del Excelso», por lo que podemos entender por Dios de estos dioses al que llamó Dios de estos dioses y sobre tales dioses; Rey grande al que dijo que era Rey grande sobre todos los dioses. Pero cuando nos preguntan, supuesto que se llaman dioses los hombres, por individuos del pueblo de Dios, con quien habla el Señor por medio de los ángeles o por los hombres, ¿cuánto más dignos serán de este honorífico dictado los inmortales que gozan de aquella bienaventuranza, adonde, sirviendo a Dios, desean los hombres llegar? ¿Qué hemos de responder, sino que no en vano la Escritura llame más expresamente dioses a los hombres que a los inmortales y bienaventurados, a quienes se nos promete que seremos iguales en, la resurrección, es a saber, porque no se atreviera la imbecilidad humana a ponernos por Dios algunos de ellos, fundada en su alta excelencia? Lo cual es fácil de evitar en el hombre. Fue justamente determinado que más clara y distintamente se llamaran dioses los hombres del pueblo de Dios, para que se certificaran más y más y confiaran que era solamente su Dios el que se dijo Dios de los dioses, porque aunque se llamen dioses los inmortales y bienaventurados que gozan de la patria celestial, con todo, no se llamaron dioses de los dioses, esto es, dioses de los hombres del pueblo de Dios; por quienes se dijo: Ego dixi, Dii estis, et filli Excelsiomnes: «Yo dije, dioses sois, y todos hijos del Excelso», de donde proviene lo que dice el Apóstol: «Aunque haya otros que se llamen dioses, ya sea en el cielo o en la tierra, de los cuales, según el nombre y opinión común, se hallan muchos dioses y muchos señores; sin embargo, nosotros sólo tenemos un Dios, que es el Padre, de quien como el verdadero autor y criador del Universo, nos viene todo encaminado para nosotros, y nosotros para ti, y un solo Señor Jesucristo, por quien el Padre hizo las cosas, y a nosotros para él.»
No hay motivo para controvertir y altercar con obstinación sobre el nombre, siendo tan evidente y claro el asunto, que no admite duda alguna; pero siempre que decimos que del número de los inmortales bienaventurados envió Dios ángeles que anunciasen a los hombres su voluntad divina, no les agrada esta referencia, porque creen que este ministerio lo ejercen, no los que llaman dioses, esto es, los inmortales y bienaventurados, sino los demonios, a quienes se atreven a distinguir solamente con el nombre de inmortales, aunque no con el de bienaventurados, o a lo menos si los dicen inmortales y bienaventurados, es de tal modo, que, sin embargo, los llaman demonios buenos y no dioses colocados en lugar elevado, desviados del comercio sensible de los hombres. Y aunque esta discusión parezca precisamente controversia de nombre, no obstante, es tan abominable el nombre de los demonios, que en todo caso debemos desterrarle de entre los santos ángeles. Ahora, pues, cerremos este libro, sosteniendo que los inmortales y bienaventurados, de cualquier modo que los llamen (que en efecto son criaturas), no son medianeros para conducir a la inmortalidad y bienaventuranza a los miserables mortales, quienes se distinguen de ellos por dos diferencias, por la miseria y por la mortalidad, y los que son medios (que tienen la inmortalidad común con los superiores y la miseria con los inferiores, por cuanto son miserables con su malicia), la bienaventuranza que no poseen, más bien pueden envidiárnosla que dárnosla. De estas razones se deduce que no tienen aliciente alguno de consideración que nos puedan representar los afectos y aficionados a los demonios, por cuyo respeto debamos reverenciarlos y auxiliarlos como avudadores y protectores; antes como mentirosos, debemos evitar su trato y amistad; pero los que los tienen por buenos, y consiguientemente no sólo por inmortales, sino por bienaventurados, entienden que deben ser adorados por dioses sirviéndolos afectuosamente con sacrificios y ceremonias divinas, para conseguir después de su muerte la vida bienaventurada, cualesquiera que sean ellos y cualquiera que sea el nombre que merezcan; éstos, digo, que los tienen por buenos, no quieren que adoremos con semejante culto sino a un solo Dios, que es quien los crió, y con cuya participación son bienaventurados, como prestándonos este gran Señor su favor y gracia, lo veremos más extensamente en el libro siguiente.