Libro Décimo.

El Culto Del Verdadero Dios


CAPITULO PRIMERO. Que fue también doctrina de los platónicos que la verdadera bienaventuranza la de un solo Dios, ya sea a los ángeles, ya sea a los hombres; pero resta averiguar si los que ellos entienden que por esta misma bienaventuranza deben ser adorados, quieren que sacrifiquemos solamente a Dios o a ellos también
CAPITULO II. De lo que sintió el platónico Plotino sobre la superior iluminación
CAPÍTULO III. Del verdadero culto de Dios, de quien, aunque tuvieron noticia como de un criador del universo, se desviaron de él los platónicos, adorando a los ángeles, ya fuesen buenos, ya fuesen malos, como a Dios.
CAPITULO IV. Que se debe sacrificio a un solo Dios verdadero
CAPITULO V. De los sacrificios que Dios no pide, pero quiso se observasen para significación de los que pide
CAPITULO VI. Del verdadero y perfecto sacrificio
CAPITULO VII. Que el amor que nos tienen los ángeles santos es de tal conformidad, que no gustan que los adoremos, sino a un solo Dios verdadero
CAPITULO VIII. De los milagros con que quiso el Señor, para alentar la fe de las personas piadosas, confirmar sus promesas por ministerio de los ángeles
CAPÍTULO IX. De las artes ilícitas que se usan en el culto de los demonios, de las cuales, disputando el platónico Porfirio, parece que aprueba a veces algunas, y que de otras duda y casi las reprueba.
CAPÍTULO X. De la teúrgia, que con la invocación de demonios promete a las almas una falsa purificación.
CAPÍTULO XI. De la carta que escribió Porfirio al egipcio Anebunte, en la que le pide le enseñe la diversidad de los demonios.
CAPITULO XII. De los milagros que obra el verdadero Dios por ministerio de los santos ángeles
CAPITULO XIII. Cómo siendo Dios invisible se dejó ver muchas veces, no según lo que es, sino según lo que podían comprender los que lo veían
CAPITULO XlV. Cómo debe adorarse un solo Dios, no sólo por los bienes eternos, sino también por los temporales, todos los cuales consisten en la potestad de su providencia
CAPITULO XV. Del ministerio con que los santos ángeles sirven a la divina Providencia
CAPITULO XVI. Si en la materia de poder alcanzar y merecer la bienaventuranza se debe creer en los ángeles, que piden ser reverenciados con el honor y culto que se debe a Dios, o a aquellos que mandan sirvamos santa y religiosamente, no a ellos, sino a Dios
CAPITULO XVII. De la Arca del Testamento y de los milagros que obró Dios para recomendarnos la autoridad de su ley y promesas
CAPITULO XVIII. Contra los que niegan que debe darse. crédito a los libros eclesiásticos sobre los milagros que se hicieron para establecer o instruir el pueblo de Dios
CAPITULO XIX. Razón por que la verdadera religión nos enseña a ofrecer a un solo Dios verdadero e invisible el sacrificio visible
CAPITULO XX. Del sumo y verdadero sacrificio que hizo de sí mismo el mediador de Dios y de los hombres
CAPITULO XXI. De la potestad que Dios dio a los demonios para glorificar sus santos por el sufrimiento, los cuales vencieron a los espíritus aéreos, no aplacándolos, sino perseverando en Dios
CAPITULO XXII. De dónde dimana la potestad que ejercen los santos sobre los demonios y de dónde procede la verdadera purificación del corazón
CAPÍTULO XXIII. De los principios donde enseñan los platónicos en qué consiste la purificación del alma.
CAPÍTULO XXIV. Del principio único verdadero que purifica y renueva la humana naturaleza
CAPITULO XXV. Que todos los santos, así en tiempo de la ley como en los primeros siglos, se justificaron en virtud del sacramento y fe de Jesucristo
CAPITULO XXVI. De la inconstancia de Porfirio, que anda vacilando entre la confesión de un verdadero Dios y el culto de los demonios
CAPITULO XXVII. De la impiedad de Porfirio, que sobrepujó aún el error de Apuleyo
CAPITULO XXVIII. Con qué razones ofuscado, Porfirio no pudo conocer la verdadera sabiduría, que es Jesucristo
CAPÍTULO XXIX. De la encarnación de nuestro Señor Jesucristo, la cual se avergüenza de confesar la impiedad de los platónicos
CAPITULO XXX. Cuántas cosas de Platón ha refutado y corregido Porfirio, no sintiendo con él
CAPITULO XXXI. Contra el argumento de los platónicos con que pretenden probar que el alma es coeterna a Dios
CAPITULO XXXII. Del camino general para libertar el alma, el cual, buscándole mal, no le encontró Porfirio, y lo descubrió solamente la gracia cristiana




CAPITULO PRIMERO. Que fue también doctrina de los platónicos que la verdadera bienaventuranza la de un solo Dios, ya sea a los ángeles, ya sea a los hombres; pero resta averiguar si los que ellos entienden que por esta misma bienaventuranza deben ser adorados, quieren que sacrifiquemos solamente a Dios o a ellos también

Es cierto, entre todos los que poseen razón natural, que todos los hombres apetecen ser bienaventurados. Pero mientras la humana imbecilidad procura averiguar exactamente quiénes son bienaventurados, y la norma que observan para conseguir esta felicidad, han resultado en esta discusión muchas y célebres controversias, en las que han consumido el tiempo y sus estudios los filósofos, las cuales sería muy prolijo y nada necesario el intentar referir y discutir. Porque si el lector recuerda lo que propusimos en el libro VII acerca de la elección de los filósofos, con quienes podía tratarse la cuestión sobre la vida bienaventurada que ha de suceder después de la muerte, esto es, si podíamos alcanzarla adorando a un solo Dios verdadero o a muchos dioses; no será su voluntad que volvamos a repetir aquí lo mismo, mayormente pudiendo, con volver a leerlo, si acaso, se le hubiere olvidado, ayudar a refrescar la memoria. Elegimos con conocimiento de causa a los platónicos, que justamente son los más famosos y cuerdos entre todos los filósofos; porque así como pudieron comprender con las luces de su entendimiento que el alma del hombre, aunque era inmortal, racional o intelectual, con todo no podía ser bienaventurada sin la participación de la soberana luz de aquél por quien ella y el mundo fue criado, así también negaron que alguno pueda conseguir la eterna felicidad que todos los hombres apetecen y desean, a no ser que se una la pureza de un amor casto con aquél sumo bien, que es el inmutable y omnipotente Dios. Mas porque los platónicos, ya fuese rindiéndose a la vanidad, y al error común del pueblo, o, como dice el apóstol de las gentes, Pablo: «Desvaneciéndose con sus imaginaciones y raciocinios», opinaron o quisieron que debía adorarse a muchos dioses y aun algunos de ellos fueron de opinión que debían ser adorados con honras, y sacrificios divinos los demonios (a los cuales hemos contestado ya en lo principal); ahora nos resta examinar y averiguar, con el favor de Dios, cómo los inmortales y bienaventurados, que están en los celestiales tronos, dominaciones, principados y potestades; a quienes los platónicos llaman dioses, y algunos de ellos o demonios buenos o como nosotros, ángeles, cómo ha de entenderse que quieren que los reverenciemos, y con qué culto y religión quieren que los sirvamos; esto es, por decirlo más claro, si quieren que los adoremos, ofrezcamos sacrificios y les consagremos algunas cosas de nuestro uso, o a nosotros mismos, con ritos y ceremonias sagradas, o solamente a su Dios, que lo es también nuestro.
Porque éste es el culto y religión que se debe tributara la divinidad o, si hemos de decido con más expresión, a la misma deidad; y para significar este culto y adoración con, sola una palabra, ya que no me ocurre una latina acomodada al asunto, donde es necesario lo doy a entender en la griega. Porque los nuestros en cualquier parte que se halla en la Sagrada Escritura esta voz latría, han interpretado servicio. Por el servicio que debe presentarse a los hombres, conforme al cual prescribe el Apóstol que los siervos estén sujetos a sus señores, suelen llamarle en griego con otro nombre, más por la voz latría, según el uso común con que se explicaron los que nos interpretaron las sagradas letras, o siempre o frecuentísimamente convinieron que se entendiese el servicio que pertenece al culto y reverencia de Dios.
Por lo cual, si se dice solamente culto o reverencia, parece que no es el que se debe a solo Dios; pues asimismo decimos que honramos y reverenciamos a los hombres cuando los nombramos o visitamos con respeto y sumisión. Y no sólo acomodamos el nombre de culto a los objetos a que nos rendimos con religiosa humillación, sino también a algunos que nos están sujetos; pues de este verbo sacan su etimología los agrícolas, los colonos e íncolas, y a los mismos dioses no por otra causa los llaman celícolas, sino porque son íncolas o moradores del cielo, no reverenciando a éste, sino a los que habitan y moran en él, como unos colonos y habitantes del cielo; no como se llaman colonos los que deben el arrendamiento de las tierras, por utilidad o fomento de la agricultura o labranza, a los señores que las poseen, sino como dice un célebre autor de la lengua latina: «Una ciudad antigua fue ya en cierto tiempo habitada por los colonos tirios.» De íncolo, que es habitar, llamó a los colonos, y no de la agricultura. Por esta misma razón, las ciudades que fundaron otras poblaciones mayores con la gente sobrante de su pueblo se llaman colonias. Y aunque según esta exposición, es, sin duda, verdad infalible que el culto no se debe sino a Dios por una significación propia y literal de esta voz, por cuanto el culto en el idioma latino se acomoda también a otras cosas, no obstante, el que se debe a Dios no puede significarse en latín con una palabra sola. Y aun la misma palabra religión, aunque parezca que significa, no cualquier culto, sino el verdadero, único, y propio de Dios (por cuya razón los nuestros interpretan con este nombre lo que en griego se dice Threscia), mas porque según el uso común latino no sólo de los imperitos, sino también de los muy instruidos, se debe la religión a las cognaciones humanas, a las afinidades y a cualesquiera parentescos; con esta palabra no evitamos la ambigüedad, siempre que se trate de la cuestión sobre el culto de la deidad; de modo qué no podemos decir con toda confianza que la palabra religión sea exclusiva del culto debido a Dios, pues parece se emplea también para significar la observancia de los deberes ajenos al parentesco humano. Asimismo la piedad, a quien los griegos llaman Eusebia, suele significar el culto de Dios; con todo, de ella se usa cuando, como humanos y agradecidos, la ejercemos con los padres, y conforme al común lenguaje del vulgo acomodamos este nombre ordinariamente a las obras de misericordia; lo cual sin duda ha procedido de que Dios manda principalmente que nos ejercitemos en ellas, las cuales dice que le agradan como sacrificios o más que sacrificios. De este modo de hablar ha provenido el que llamemos piadoso al mismo Dios, aunque los griegos no le distinguen en su idioma con el nombre de Euseben, sin embargo, de que usen comúnmente de la voz Eusebia para significar la misericordia. Y así en algunos lugares de la Sagrada Escritura, para que tal distinción se advirtiese mejor, quisieron decir no Eusebian, que suena como si se dijera buen culto, sino Theosebian, que es culto de Dios. Pero nosotros no podemos dar a entender cualquiera significación de las insinuadas con una sola palabra. Así que lo que en griego se dice latría, en latín se interpreta servicio; pero aquel con que reverenciamos a Dios. Lo que se dice en griego Threscia, en latín se llama Religión; la que observamos para con Dios. Lo que llaman Theosebia, y nosotros no podemos explicar con sola una palabra, la distinguimos con las voces de «culto de Dios»; éste decimos que se debe tributar únicamente a aquel Dios que es Dios verdadero y que hace dioses a sus adoradores. Todos cuantos inmortales y bienaventurados hay en las moradas celestiales, si no nos aman ni quieren que seamos bienaventurados, ciertamente no debemos adorarlos; y si nos aman y estiman deseando que seamos eternamente felices, sin duda que con tan piadosa idea quieren que lo seamos del mismo modo que los son ellos; y ¿por qué causa han de ser ellos bienaventurados de un modo y nosotros de otro?

CAPITULO II. De lo que sintió el platónico Plotino sobre la superior iluminación

En la presente cuestión no sustentamos debate ni controversia alguna con estos insignes filósofos, porque ellos notaron efectivamente y dejaron escrito abundantemente en sus libros, en muchos lugares, que con el mismo medio que nosotros podemos adoptar llegan los ángeles a ser bienaventurados, teniendo por objeto una luz inteligible, que respecto de ellos es Dios, y es una cosa distinta de ellos con que son ilustrados para que resplandezcan, y que con su participación son perfectos y bienaventurados. En repetidas ocasiones y distintos lugares afirma Plotino, declarando la opinión de Platón, que ni aun aquella misma que imaginan es el alma del universo es bienaventurada con otra cualidad distinta de la nuestra, y que aquélla es una luz diversa de la otra, por quien ha sido creada, y que iluminándola esta luz inteligiblemente, resplandece el alma en el entendimiento, lo cual comprueba con un ejemplo concerniente a las cosas incorpóreas, tomándolo de los cuerpos celestiales grandes y visibles, diciendo que Dios es como el Sol, y el alma del mundo como la Luna, sienten así, por cuanto creen que la Luna es iluminada con el objeto o presencia del Sol. Añade, pues, aquel célebre platónico que el alma racional (si acaso debemos llamarla mejor intelectual, de cuyo género entiende que son las almas de los inmortales y bienaventurados, de las que no duda afirmar ha bitan en los asientos o tronos del cielo) no tiene sobre sí otra naturaleza superior sino la de Dios, que creó el mundo, y por quien fue asimismo creada, y que no les viene de otra parte a los soberanos espíritus la vida bienaventurada sino de donde nos viene a nosotros, conformándose en este punto con la doctrina evangélica, donde dice el Señor por boca del evangelista san Juan: «Fue un hombre enviado de Dios, cuyo nombre era Juan; éste vino por testigo para que diese testimonio de la luz, y todos creyeran por él; no era la luz sino para dar testimonio de la luz. Era la luz verdadera, la cual alumbra a todo hombre que viene a este mundo.» Con esta diferencia se demuestra bastantemente que el alma racional o intelectual, cual era la que tenía Juan, no podía ser luz para sí mismo, sino que lucía con la participación de otra verdadera luz: esto lo confiesa también el mismo Juan, cuando testificando de ella dice: «Todos nosotros, cuanto hemos recibido, lo hemos recibido de su plenitud.»

CAPÍTULO III. Del verdadero culto de Dios, de quien, aunque tuvieron noticia como de un criador del universo, se desviaron de él los platónicos, adorando a los ángeles, ya fuesen buenos, ya fuesen malos, como a Dios.

Siendo cierta e indudable esta doctrina, si los platónicos y todos cuantos sintieron lo mismo, conociendo a Dios, le glorificaran como a tal y tributaran rendidas gracias por los incomparables beneficios que reciben de su bondad, no hubieran inutilizado sus discursos y raciocinios, no hubieran dado en parte ocasión a los errores del pueblo, y en parte hubieran tenido bastante constancia para oponerse a ellos, sin duda confesaran que así los inmortales y. bienaventurados como nosotros, los mortales y miserables para poder llegar a ser inmortales y bienaventurados debemos adorar a un solo Dios de los dioses, que es nuestro Dios y Señor, y también el suyo.
A este gran Dios debemos tributar el culto que en griego se dice latría, ya sea en algunos sacramentos, ya sea en nosotros mismos. Porque todos juntos, unidos por la caridad en la sociedad cristiana, somos y representamos su templo, y cada uno de por sí mismo sus verdaderos templos, para que así pueda decirse con verdad que habita en la unánime concordia de todos y en cada uno, no siendo mayor en todos que en cada uno respectivamente; pues, ni con la grandeza se extiende y dilata, ni repartido entre todos disminuye en lo más mínimo. Cuando tenemos nuestro corazón levantado y puesto en Dios, entonces nuestro corazón es un verdadero altar, aplacamos su justa indignación por la mediación de un sacerdote, que es su unigénito; le ofrecemos sangrientas víctimas cuando peleamos valerosamente en defensa de las verdades de su incontrastable fe hasta derramar la sangre y rendir la vida en testimonio de estas verdades indefectibles; quemamos y le ofrecemos un suavísimo incienso cuando, postrados ante su divina presencia, nos abrasamos en su santo e inefable amor; ofrecémosle sus dones en nosotros v a nosotros mismos, y en esta oblación piadosa le volvemos lo que realmente es suyo; le consagramos Y dedicamos en ciertos días solemnes la memoria de sus beneficios, para que con el transcurso de los tiempos no se apodere de nuestro corazón la ingratitud y olvido de sus misericordias; le sacrificamos, una hostia de humildad y alabanza en el ara o templo vivo de nuestra alma, con el ardiente fuego de una caridad fervorosa. Con el laudable objeto de poder ver a ese Señor del modo que puede ser visto y de unirnos con él, nos lavamos y purificamos de todas las máculas de los pecados y apetitos malos e impuros, y nos consagramos bajo sus divinos auspicios. Pues el Señor Dios Todopoderoso es la fuente inagotable de nuestra bienaventuranza, es el único fin de todos nuestros deseos. Eligiendo a este Señor por nuestro único Dios o, por mejor decir, reeligiéndole (pues siendo indolentes y negligentes le hemos perdido), reeligiéndole, digo, de cuyo verbo dicen procedió la voz Religión, caminamos a él por la predilección y el amor para que, llegando a gozar de la visión intuitiva de su deidad, descansemos eternamente en aquellas moradas eternas donde se-remos ciertamente bienaventurados, porque con tan glorioso fin seremos perfectos Nuestro bien y única felicidad, sobre cuyo último fin se han suscitado tan acres disputas entre los filósofos, no es otro que unirnos con el Señor y con un abrazo incorpóreo, si puede decirse así, o con la espiritual unión de este gran Dios, el alma intelectual se llene y fertilice de verdaderas virtudes. Este es el sumo bien que nos manda amemos solamente, cuando nos dice por su cronista y evangelista San Mateo: «Con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra virtud.» A la posesión de este incomparable bien nos deben dirigir y encaminar los que verdaderamente nos aman, y nosotros debemos conducir a los que amamos tiernamente. Así se cumplen exactamente aquellos dos preceptos divinos, en los cuales, como en compendio, está cifrado lo que contiene la ley y los profetas: «Amarás a Dios tu Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu, y amarás a tu prójimo como a ti mismo.» Para que el hombre supiese amarse a sí mismo le determinaron un fin al cual refiriese todas sus acciones para que fuese bienaventurado; porque el que se ama a sí mismo no apetece otra felicidad que el ser bienaventurado; y este fin no es otro que unirse con Dios. Por consiguiente, al que sabe amarse a sí mismo, cuando le mandan que ame al prójimo como a si mismo, ¿qué otra cosa le prescriben sino que en cuanto pudiere le encargue y encomiende el amor de Dios? Este es el culto de Dios, ésta la verdadera religión, ésta la recta piedad, éste es el servicio y obsequio que se debe solamente a Dios. Cualquiera potestad inmortal, por grande y excelente que sea su virtud, si nos ama como a sí misma, quiere, para que seamos eternamente felices, que estemos sujetos y rendidos a aquel Señor a quien estando ella igualmente subordinada, es bienaventurada. Luego si no adora a Dios es miserable, porque se priva de la felicidad de ver a Dios; pero si adora a Dios no quiere que le adoremos a ella como a Dios; por el contrario, ratifica y favorece con el vigor y sanción inviolable de su voluntad aquella divina sentencia donde dice la Escritura: «Cualquiera que sacrificase a otros dioses que al Señor verdadero sea castigado con pena de muerte.»

CAPITULO IV. Que se debe sacrificio a un solo Dios verdadero

Y omitiendo por ahora otras referencias que pertenecen al culto de la religión con que reverenciamos a Dios, a lo menos no hay hombre sensato que se atreva a decir que el sacrificio se deba a otro que a Dios. Muchos ritos hemos tomado efectivamente del culto divino, y los hemos transferido y acomodado a las ceremonias con que honramos y reverenciamos a los hombres, ya sea por la demasiada humildad, ya por la lisonja maligna; pero a los que atribuimos estas invenciones son tenidos por hombres que llaman colendos y reverendos, y si están muy elevados, adorandos; pero ¿quién creyó jamás que el sacrificio se debía a otro sino a quien supo, creyó o fingió que era Dios? Cuán antiguo sea el reverenciar a Dios con el uso del sacrificio, bastantemente nos lo manifiestan los dos hermanos Caín y Abel, entre quienes reprobó Dios el sacrificio del mayor y aceptó el del menor.

CAPITULO V. De los sacrificios que Dios no pide, pero quiso se observasen para significación de los que pide

¡Y quién será tan estúpido e ignorante que crea que lo que se ofrece en los sacrificios es necesario para algunos destinos de que Dios tenga necesidad! Lo cual, aunque en varios lugares lo enseña la Sagrada Escritura, por no dilatarme demasiado, sólo alegare la expresión del salmo: «Dije al Señor, tú eres mi Dios, y no tienes necesidad de mis bienes.» Así hemos de entender que Dios no tiene necesidad de res o animal alguno, o de cualquier otro ente corruptible o terreno; ni siquiera de la misma justicia del hombre, pues todo lo que es servir fiel y legítimamente a Dios, resulta en utilidad del hombre y no de Dios. Pues nadie afirmará que causa provecho a la fuente porque bebe sus aguas, o a la luz por que ve con ella. Y si los patriarcas antiguos ofrecieron algunos sacrificios con víctimas de varios animales (los cuales, aunque los tiene prescritos en el sagrado texto el pueblo de Dios, no los usa al presente), no debe entenderse sino que con aquellas figuras se significaron las verdades que realmente pasan en nosotros a fin de que nos unamos con Dios, y a este último fin dirijamos también al prójimo; así que el sacrificio visible es un sacramento, esto es, una señal sagrada del sacrificio invisible. Y así el rey penitente en boca del profeta, o el mismo profeta rogando con todo esfuerzo que Dios tuviese misericordia de sus pecados, dice: «Si quisiérais, Señor, sacrificio, yo os le ofreciera seguramente; pero no os pagáis de holocaustos. El sacrificio que quiere Dios es el espíritu atribulado, pues al corazón compungido y humillado no le despreciará Dios.» Notemos y consideremos cómo donde dijo que Dios no quería sacrificio, allí mismo indica que Dios le quiere. No quiere, pues, el sacrificio de una res muerta, y sólo quiere el sacrificio de un corazón contrito. Por la expresión en que dijo que no quería se significa lo que en seguida dijo que quería. Dijo, pues, que Dios no gustaba de los sacrificios ofrecidos al modo que los ignorantes creen que los quiere para que le sirviesen de diversión y complacencia. Porque si los sacrificios que únicamente apetece entre otros (que es uno solo; a saber: el corazón contrito y humillado con el dolor verdadero y la penitencia) no quisiera se significaran con los sacrificios que presumieron deseaba, como si fuesen agradables y deleitables al Señor; sin duda que no mandara expresamente en la ley antigua se los ofrecieran. Por lo cual fue indispensable mudarlos al tiempo oportuno y vaticinado en la Escritura, para que no se creyese que los codiciaba el mismo Dios, o a lo menos, que eran aceptables por nuestra parte, no por lo que en ellos se significaba. En esta conformidad dice en otra parte por su real profeta David; «Si fuese posible que alguna vez tuviera hambre, no te diría que me apacentaras o sacrificaras, porque mío es el orbe de la tierra y cuanto en, él se contiene; ¿por ventura he de comer yo las carnes de los toros, o he de beber la sangre de los cabritos?» Como si dijera: si tuviera yo necesidad de estos manjares, no te los pidiera teniéndolos todos en mi poder. Después, prosiguiendo en relacionar lo que significan aquellas cosas, dice: «Ofrece a Dios sacrificio de alabanza, cumple y paga tus promesas al Altísimo, llámame en el día de la tribulación, yo me libraré y me glorificarás». Asimismo en el profeta Miqueas se lee: «¿Con qué recibiré al Señor, con qué aplacaré a mi Dios excelso? ¿Le he de recibir acaso con holocaustos y con becerritos de un año? ¿Págase Dios por ventura con un millar de carneros, o con diez millares de cabritos gruesos? ¿Le he de ofrecer mis primogénitos por la remisión de mi culpa, y el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma? ¿No te ha avisado ya, hombre, lo bueno y lo que quiere el Señor de ti? ¿Y qué otra cosa desea sino que vivas justa y santamente, que seas benigno y misericordioso, pronto y dispuesto para servir y agradar a Dios tu Señor?» Las dos amonestaciones se contienen distintamente en las expresiones de Miqueas quien claramente declara que no pide Dios para sí los sacrificios con que se significan los que le complacen. En la carta que se inscribe a los hebreos dice: «No os olvidéis de ser benignos y misericordiosos para con los pobres y miserables, pues con estos sacrificios se aplaca a Dios y se consigue su amistad.» Y, por consiguiente, donde dice: «más quiero de ti la misericordia que el sacrificio», no es necesario que entendamos otra cosa sino que prefirió un sacrificio a otro sacrificio, mediante a que aquel que todos llaman sacrificio es una figura o representación del verdadero sacrificio, y la misericordia es del mismo modo, verdadero sacrificio, por lo que dice lo que poco antes referí, «que con tales sacrificios se granjea la amistad y gracia de Dios». Todo cuanto leemos que mandó Dios en diferentes ocasiones sobre los sacrificios y sobre el ministerio o servicio del Tabernáculo o del templo. se refiere para significar el amor de Dios y del prójimo, porque en estos dos Mandamientos, como dice la Sagrada Escritura, está cifrado y recopilado todo lo que contiene la ley y los profetas.

CAPITULO VI. Del verdadero y perfecto sacrificio

Sacrificio verdadero es todo aquello que se practica a fin de unirnos santamente con Dios, refiriéndolo precisamente a aquel sumo bien con que verdaderamente podemos ser bienaventurados. Por lo cual la misma misericordia que se emplea en el socorro del prójimo, si no se hace por Dios, no es sacrificio. Pues aunque le haga u ofrezca el hombre, sin embargo, el sacrificio es cosa divina, de modo que aun los antiguos latinos llamaron al sacrificio con el nombre de cosa divina. Así el mismo hombre que se consagra al nombre de Dios y se ofrece solemnemente y de corazón a este gran Señor, en cuanto muere al mundo para vivir en Dios es sacrificio; porque también pertenece a la misericordia la que cada uno usa consigo mismo. Por eso dice la Sagrada Escritura: «Usa de misericordia con tu alma agradando a Dios>. Cuando castigamos nuestro cuerpo con la templanza, si lo hacemos por Dios, como debemos, no dando nuestros miembros para que se sirva de ellos el pecado por armas e instrumentos para obrar el mal, sino para que use de ellos Dios nuestro Señor como de armas e instrumentos para hacer bien, es igualmente sacrificio: Ruégoos, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que le ofrezcáis y sacrifiquéis vuestros cuerpos, no ya como animales muertos, sino como una hostia viva, verdaderamente pura y santa, agradable y acepta a Dios, como un sacrificio racional.» Si, pues, el alma, que por ser superior se sirve del cuerpo como de un siervo o de un instrumento cuando usa bien de él y lo refiere a Dios hace un sacrificio, ¿cuánto más aceptable será el sacrificio del alma siempre que éste se refiere a Dios, para que inflamada con el ardiente fuego de su divino amor pierda totalmente la forma de la concupiscencia del siglo, y estando sujeta y rendida al mismo Señor, que es forma inmutable, se reforme y renueve espiritualmente, agradándole y sirviéndole con la brillante cualidad que tomó de la forma y hermosura divina? Todo lo cual, prosiguiendo el Apóstol el mismo raciocinio, dice: «Y no os conforméis con este siglo, antes transformaros por la renovación de vuestro espíritu en nuevos hombres, para que desde ahora en adelante no aprobéis lo que el vulgo profano adopta, sino lo que fuere grato y agradable a su Divina Majestad, y lo que fuere verdaderamente bueno, agradable y perfecto.» Siendo, como son, verdaderos sacrificios las obras de misericordia, ya sean las que hacemos por nosotros o por nuestros prójimos, referidas a Dios y siendo igualmente cierto que no practicamos las obras de misericordia con otro objeto que con el de libertarnos de la miseria humana, y consiguientemente con el deseo de conseguir la bienaventuranza, cuya felicidad no nos es asequible sino con, el favor de aquel sumo bien de quien dijo el real profeta: «Que todo su bien estribaba en unirse con Dios»; sin duda que toda esta ciudad redimida, esto es, la congregación y sociedad de los santos, viene a ser un sacrificio universal que a Dios ofrece aquel gran sacerdote que se ofreció en la Pasión como cruenta víctima por nuestra redención, para que fuésemos nosotros el cuerpo de tan excelsa cabeza, tomando para consumar esta ilustre obra la humilde forma de siervo. Porque ésta fue la que ofreció el Señor, en ésta fue ofrecido, según ella es medianero, en ésta es sacerdote, en ésta sacrificio incruento. Así que habiéndonos exhortado el Apóstol a que ofrezcamos en holocausto nuestros cuerpos como hostia viva, santa, inmaculada, agradable a Dios, como un sacrificio racional, y que no nos conformemos con las prácticas reprensibles de este siglo, sino que nos reformemos interiormente y volvamos a tomar la forma y hermosura de nuestro espíritu, para que con sentidos perspicaces, sano juicio y discreción notemos y echemos de ver lo que quiere Dios que ejecutemos, esto es, lo que es bueno, lo que es aceptable y perfecto ante su Divina Majestad, puesto que, en realidad de verdad, nosotros somos este sacrificio, nos dice después el mismo Dios por el insinuado Apóstol estas palabras: «Por la gracia que Dios me ha dado, os encargo generalmente a todos que no presumáis de vosotros más de lo que conviene, despreciando a los otros, antes sienta cada uno de si con templanza y modestia, según la porción de dones que le hubiere repartido el Señor, porque así como este cuerpo visible, aunque es uno, está compuesto de muchos miembros, y no todos tienen un mismo oficio, así la multitud de los fieles vienen a constituir un cuerpo en Jesucristo, y cada uno es miembro del otro, teniendo diferentes dones, según la gracia que Dios nos ha repartido». Este es el sacrificio de los cristianos, formando nosotros, siendo muchos en número, un cuerpo en Jesucristo. Lo cual frecuenta la Iglesia en la celebración del augusto Sacramento del altar que usan los fieles, en el cual la demuestran que en la oblación y sacrificio que ofrece, ella misma se ofrece.

CAPITULO VII. Que el amor que nos tienen los ángeles santos es de tal conformidad, que no gustan que los adoremos, sino a un solo Dios verdadero

Con justa razón, los inmortales y bienaventurados que habitan en las moradas celestiales y gozan de la participación y visión clara de su Criador, con cuya eternidad están firmes, con cuya verdad ciertos, y con cuya gracia son santos, porque llenos de misericordia nos aman a los mortales y miserables, para que seamos inmortales y bienaventurados, no quieren que les ofrezcamos sacrificios, sino a Aquel cuyo sacrificio saben que son también ellos juntamente con nosotros. Pues juntamente con ellos somos una Ciudad de Dios; con quien hablando el real profeta dice: «Cosas ilustres y gloriosas están profetizadas de ti, Ciudad de Dios»; y una parte de ella, que está en nosotros, anda peregrinando, y la otra parte, que está en ellos, nos ayuda y favorece. De la Ciudad soberana, donde la voluntad de Dios sirve de ley inteligible e inmutable, de aquella corte soberana, nos vino por ministerio de los ángeles (quienes cuidan en ella de nosotros) el divino oráculo que dice: «El que sacrificare a los dioses y no lo hiciese solamente a Dios será desterrado de esta Ciudad.» Este oráculo, esta ley, este precepto, está confirmado con tantos milagros, que nos manifiesta evidentemente a quien quieren los espíritus angélicos y bienaventurados.. que ofrezcamos nuestros sacrificios, que es únicamente al Dios verdadero, pues nos desean la misma eterna felicidad e inmortalidad de que están gozando y gozarán por toda la eternidad.

CAPITULO VIII. De los milagros con que quiso el Señor, para alentar la fe de las personas piadosas, confirmar sus promesas por ministerio de los ángeles

Acaso creerá alguno que revuelvo y examino sucesos más remotos de lo que es necesario, si intento referir los estupendos y antiguos milagros que hizo Dios en confirmación de las promesas que muchos millares de años antes había hecho el patriarca Abraham, empeñándole su divina e indefectible palabra de que su generación conseguiría la bendición de todas las naciones. ¿Quién no ha de llenarse de admiración al observar que Abraham procreó a Isaac de su esposa Sara, siendo tan anciana que naturalmente no podía concebir ni ser fecunda; al meditar que en el sacrificio de Abraham discurrió por el aire una llama que vino del Cielo por medio de las víctimas; al reflexionar que dieron noticia exacta a Abraham los ángeles de Dios del fuego abrasador que había de caer del Cielo sobre los ciudadanos de Sodoma, a cuyos espíritus angélicos había hospedado en su casa bajo la figura y traje de hombres, y de ellos había sabido la promesa que Dios le había hecho sobre la dilatada posteridad que había de tener; al advertir que, aproximándose el tiempo en que debía descender del Cielo aquel milagroso fuego, consiguiese por mediación de los ángeles el que pudiese salir milagrosamente libre de toda desgracia de la misma ciudad de Sodoma, Lot, su sobrino, hijo de su hermano, cuya mujer en el camino, volviendo la vista hacia la ciudad, y convertida de improviso en estatua de sal, nos advirtió con grande e incomprensible misterio que ninguno en el camino de su libertad debe volver los ojos del apetito a la vida pasada; al considerar cuán grandes son las maravillas que obró Moisés al tiempo de sacar al pueblo de Dios de la dura servidumbre de Egipto, cuando a los magos o sabios de Faraón, rey de Egipto, que tenía oprimido con su tiranía al pueblo escogido, les permitió Dios que hiciesen algunos raros portentos para vencerlos y confundirlos con otros mayores, pues ellos los hacían con encantamientos mágicos y hechicerías, a que son dados con particular afición los ángeles malos, esto es, los demonios, pero Moisés los venció fácilmente con el ministerio de los ángeles, tanto más poderosamente cuanto era más justo que los venciera y humillara en el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra; finalmente, desfalleciendo los magos en la tercera plaga, suscitó Moisés hasta diez, que en sí representaban ocultos e impenetrables misterios, a las cuales se rindieron los duros corazones de Faraón y de los egipcios, permitiendo salir libremente al pueblo de Dios; pero luego se arrepintieron y procuraron dar alcance a los hombres, que iban marchando y pasando el mar a pie enjuto, porque por disposición divina se dividieron las aguas y les proporcionó un camino libre y anchuroso, y en este tiempo, queriendo los egipcios acometer pueblo de Dios, entraron en su seguimiento por la misma senda, y volviendo a unir milagrosamente las aguas, quedaron sumergidos en ellas y muertos todos? ¿Qué diré de los milagros que caminando por el desierto los israelitas hizo Dios en tanto número y tan estupendos, como de las aguas, que no pudiendo ser bebidas por su amargura, echando en ellas un leño, como el Señor lo había mandado, perdieron su amargura y hartaron a los sedientos; cómo asimismo, teniendo hambre, les llovió maná del Cielo; cómo habiendo puesto tasa a los que lo cogían, a los que se excedieron de ella se les corrompió y llenó de gusanos, y cómo aunque lo cogieron en doblada cantidad el día antes del sábado (porque el día del sábado no era lícito cogerlo) no se les corrompió; cómo deseando comer carne, que parece no había de bastar ninguna para pueblo tan numeroso, se llenó todo el campo de los hebreos de volatería, y se apagó el ardor de su apetito con el fastidio de la hartura; cómo saliéndoles los enemigos al encuentro pretendiendo prohibirles el paso, y peleando con ellos, con orar Moisés y extender sus brazos en figura de cruz, sin morir ni uno de los hebreos fueron rotos y vencidos los contrarios; cómo a los sediciosos que se habían amotinado en el pueblo de Dios, separándose de la sociedad que Dios había ordenado, para ejemplo visible de las penas, invisibles, abriéndose la tierra, se los tragó vivos; cómo hiriendo una piedra con una vara derramó para tanta multitud abundantísimas aguas; cómo habiéndoles Dios enviado por, justo castigo de sus pecados serpientes que apenas les mordían morían, levantando un leño con una serpiente de metal y mirándola quedaron sanos, así para con esta figura socorrer al pueblo afligido como para figurar con la semejanza de una muerte casi crucificada la muerte que destruyó Cristo con la suya; la cual serpiente, habiéndose guardado en memoria de este beneficio, y comenzando después el pueblo ignorante a adorarla como ídolo, el rey Ezequías, sirviendo a Dios como príncipe religioso, la hizo pedazos, con grande gloria de su celo y religión?

CAPÍTULO IX. De las artes ilícitas que se usan en el culto de los demonios, de las cuales, disputando el platónico Porfirio, parece que aprueba a veces algunas, y que de otras duda y casi las reprueba.

Estas y otras maravillas semejantes, que sería demasiada prolijidad el referirlas se hacían para establecer el culto del verdadero Dios y prohibir el de los dioses falsos, las cuales se ejecutaban con una fe sencilla y confianza en Dios, no con encantamientos ni fórmulas verbales, compuestas conforme al arte de su nefanda curiosidad; a la que o llaman mágica, o con otro nombre más abominable goecia, o con otro más honroso theurgia. Los que pretenden distinguir estas, ridiculeces quieren dar a entender que, de los que se entregan al estudio de las artes ilícitas, unos son reprensibles, cuales son los que el vulgo llama maléficos o hechiceros, porque éstos dicen que pertenecen a la goecia, y otros, más loables, a quienes atribuyen la theurgia, siendo indubitable que unos y otros están sujetos y dedicados a los falsos y engañosos ritos de los demonios, bajo los nombres de ángeles. Porfirio, aunque can poco gusto, en un discurso lleno, de algún modo, de rubor y empacho, promete cierta purificación del alma por medio de la teúrgia; sin embargó, niega que con tal arte pueda alguno conseguir volver a Dios; de manera que puede advertirse fácilmente cómo anda fluctuando y dudoso, con pareceres varios, entre el vicio de tan sacrílega curiosidad y entre la profesión de la filosofía, porque ya representa que se guarden los hombres de la profesión de esta arte, como falaz y engañosa, la cual se practica no sin notorio riesgo y peligro, y está prohibida severamente por las leyes; ya advierte, rindiéndose a los que la aprueban y elogian, que es útil para purificar una parte del alma, si no la intelectual con que percibimos la verdad de las cosas inteligibles, que no tienen semejanza alguna con los cuerpos, a lo menos la espiritual, con que recibimos las imágenes y representaciones vivas de las cosas corporales, se coincide en un error craso, por cuanto de ésta dice que por ciertas consagraciones teúrgicas, que llaman teletas, se hace capaz y se dispone para recibir espíritus y ángeles para ver los dioses, aunque de tales consagraciones confiesa que no se le introduce sombra alguna de purificación al alma intelectual que la haga idónea para ver a su Dios y entender las cosas que son verdaderas. De esta doctrina puede inferirse qué tal sea la visión que resulta de las teúrgicas consagraciones, y a qué clase de dioses se ofrecen, pues en ella no se ven las cosas que verdaderamente son. Finalmente, dice que el alma racional, o como le agrada llamarla, el alma intelectual, puede elevarse al conocimiento de las cosas celestiales, aunque la parte que en ella es espiritual no esté purificada con arte alguna teúrgica, y asimismo que la espiritual se purga por el teúrgo tan escasamente, que no puede arribar a la inmortalidad y eternidad. Así que, no obstante que distinga los ángeles de los demonios, diciendo que el lugar que ocupan los demonios es el aire, y el lugar etéreo o empíreo el que corresponde a los ángeles, y aconseje que debe usarse de la amistad de algún demonio para que, llevándolos él a sus moradas respectivas, pueda cada uno elevarse algún tanto de la tierra después de muerto, y diga que hay otro camino para llegar a gozar de la inefable compañía de los ángeles; sin embargo, afirma expresamente que debe cualquiera cautelarse y huir de la sociedad de los demonios, cuando asegura que las almas, después de la muerte, satisfaciendo sus culpas, abominan con horror el culto de los demonios, que en vida los acostumbraban engañar. Con todo, no pudo negar que la misma teúrgia, la cual elogia y recomienda como interesante para conseguir la amistad de los ángeles y de los dioses, negocia con tales potestades, que ellas mismas, o nos envidian la purgación de las almas, o se rinden y sujetan a las falaces artes de otros envidiosos, refiriendo ampliamente la queja de cierto caldeo alusiva a este punto. Quéjase, dice, un buen hombre en Caldea de que se le frustraron las penosas tareas que había sufrido para purificar su alma, habiéndoselas atajado otro en lo mismo, que era poderoso, sólo por envidia, conjurando y ligando las potestades con sus sagradas oraciones para que no le concediesen su petición. Luego el uno ligó, dice, y el otro no desligó, con lo cual, añade, se da a entender que la teúrgia sirve así para hacer bien como para hacer mal, y que tanto los dioses como los hombres están sujetos también a la disciplina y padecen las perturbaciones y pasiones que Apuleyo comúnmente atribuye a los demonios y a los hombres, aun: que distingue a los dioses de los hombres por la elevación del lugar etéreo y confirma, por lo que hace a esta distinción, la sentencia de Platón.

CAPÍTULO X. De la teúrgia, que con la invocación de demonios promete a las almas una falsa purificación.

Y ved aquí cómo Porfirio, platónico en la secta, dicen que es más docto que el primero por su estudio en el arte teúrgico, por el cual refiere y pinta a los mismos dioses sujetos y rendidos a pasiones y perturbaciones, puesto que con sus conjuros los pudieron conjurar y aterrar para que no verificasen la purgación del alma, y pudo espantarlos seguramente el que les mandaba ejecutasen lo que era malo, cuando el otro, que les pedía lo que era bueno, por el mismo, arte no pudo libertarles, del miedo para que le hicieran bien. ¿y quién no advierte que todo esto es invención , y cautela de los engañosos demonios, a no ser que sea un miserable esclavo suyo y esté privado de la gracia del verdadero libertador? En atención a que si se comunicara con los dioses buenos, sin duda que más pudiera con ellos la buena intención del que pretende purificar el alma, que la mala del que lo pretende impedir. Y si a los dioses virtuosos les pareció indigna de la purificación la persona por quien se negociaba, ya no lo practicaron por los terrores que les impuso el envidioso, y, como él dice, no impedidos del miedo que pudiese causarles otra deidad más poderosa, sino libremente, es digno de admiración que aquel benigno caldeo, que deseaba purificar el alma con las consagraciones teúrgicas, no hallase algún otro dios superior que, o les infundiese mayor terror y obligase a los aterrados dioses a hacer bien, o que refrenase a los que les causaban miedo, para que libremente y sin obstáculo hiciesen bien. Pero le faltaron sus oraciones y conjuros al buen teúrgo para poder purificar primeramente del contagio del temor a los mismos dioses que invocaba con el animo de purgar su alma. Y si no, díganme: ¿qué causa hay para que pueda tener a mano y como a su disposición un dios más poderoso con el objeto de excitarles terror, y no pueda tenerle para que los libre del miedo? ¿Acaso se halla un dios que oiga al envidioso y ponga miedo a los dioses a efecto de que no hagan bien, y no se encuentra otro dios que oiga benigna mente al bueno, y quite el terror a los dioses para que puedan hacer bien? ¡Oh famosa teúrgia, oh graciosa purificación del alma, donde vale más lo que puede y prescribe la inmundicia de la envidia que la pureza de la obra buena, o, por mejor decir, donde es más poderosa la perversa y abominable falacia, de los malignos espíritus que la buena y saludable doctrina! Porque cuando éste refiere de que los que ejecuten estas sucias e inmundas purificaciones con tan sacrílegos ritos que notan, como con espíritu terso y limpio, unas hermosísimas imágenes, o de ángeles o de dioses, si es que ven algún objeto que se les asemeje, es lo mismo que dice el Apóstol: «Que Satanás se suele transfigurar como en ángel de luz.» Suyas son aquellas ilusiones y fantasmas con que procura enredar las miserables almas en la religión falsa de muchos y falsos dioses y apartarlas del culto del verdadero Dios, con cuyo favor, y por quien solamente se purifican y sanan de las envejecidas enfermedades del alma, lo cual se dice de Proteo cuando el poeta insinúa que no deja forma ni figura que no tome, persiguiéndolas unas veces corvo enemigo y otras ayudándolas, al parecer, como cauteloso, y ofendiéndolas de todos modos con lo uno y ton lo otro.

CAPÍTULO XI. De la carta que escribió Porfirio al egipcio Anebunte, en la que le pide le enseñe la diversidad de los demonios.

Con mas cordura procedió Porfirio cuando escribió al egipcio Anebunte, y en este escrito, como el que pide dictamen, no sólo descubre, sino que destruye asimismo estas sacrílegas artes. Y aunque en él reprueba generalmente a todos los demonios, de quienes dice que por’ su imprudencia atraen los vapores húmedos, y que no residen en la parte etérea, sino en la aérea debajo de la Luna, y en el mismo globo de este planeta; sin embargo, no se atreve a atribuir absolutamente a los demonios todos los engaños, malicias e imperfecciones que con razón le ofenden; pues a algunos de ellos, siguiendo el sentir de otros escritores, los llama demonios benignos, confesando, no obstante, que, generalmente, todos son imprudentes. Admírase de ver que a los dioses no sólo los sacien y conviden con víctimas, sino que también los compelan y obliguen a ejecutar lo que los hombres quieren; y si los dioses se distinguen y diferencian de los demonios en lo corpóreo e incorpóreo, ¿cómo ha de presumirse que son dioses el Sol y la Lima y las demás cosas visibles del cielo, las cuales es indudable que son cuerpos? Y si son dioses, como aseguran, suponiendo que unos son beneficios y otros malignos, ¿cómo siendo corpóreos se unen con los incorpóreos? Pregunta igualmente, como el que duda, si los que adivinan y practican algunas acciones admirables participan de almas más poderosas, o si externamente les acuden y auxilian algunos espíritus, por cuyo medio practican semejantes maravillas. Y sospecha que esta potestad les viene de fuera, pues por medio de piedras y hierbas se ve que no sólo ligan a algunos, sino que abren también puertas cerradas, o hacen algunas maravillas semejantes; por lo que dice que otros son de opinión que hay un cierto género de demonios que les es connatural y propio el oír y acudir a lo que les piden; que son naturalmente cautelosos, mudables en todas formas y configuraciones, fingiendo dioses y demonios, y almas de difuntos, quienes son los que ejecutan todos estos portentos, que parece que son buenos o malos; pero que, en los que son realmente buenos no ayudan ni sirven de nada, y ni siquiera los conocen, sino que enredan, acusan e impiden algunas veces a los que de veras siguen la virtud que son temerarios y soberbios, llenos de arrogancia y fausto, que gustan de los perfumes de los sacrificios; se pagan de lisonjas, y todo cuanto dice sobre este género de espíritus cautelosos y malignos que de fuera acuden al alma, embelecan y engañan los sentidos humanos, dormidos o despiertos, lo afirma no como un principio indiscutible que le tiene persuadido , suficientemente o creído, sino que lo sospecha o duda con tanta ambigüedad y fútiles fundamentos, que asegura que otros son de esta opinión. En efecto, fue empresa muy ardua para un filósofo tan ingenioso el llegar a conocer o argüir atrevidamente y condenar toda la diabólica chusma, a la cual cualquiera vejezuela cristiana fácilmente conoce, y con singular libertad escupe y abomina, si no es que acaso este filósofo tema ofender a Aneburite, a quien escribe como a una insigne cabeza y pontífice de semejante religión, y a otros aficionados que admiran estas cosas como divinas y pertenecientes al culto y religión de los dioses. Sin embargo, prosigue y refiere como preguntando cosas que, consideradas con atención y cordura, no pueden atribuirse sino a potestades y espíritus malignos y engañosos. Pregunta, pues, por qué invocándolos como buenos los mandan como si fueran malos, que ejecuten y practiquen los injustos mandamientos de los hombres; porque no prestan oídos a los que los invoca y pide algún favor, si el suplicante hubiere incidido en pecados deshonestos, conduciéndolos al mismo tiempo tan fácilmente a cualesquiera torpezas y actos venéreos. ¿Por qué advierten a sus sacerdotes que les conviene abstenerse de comer ciertos animales, sin duda con el objeto de que no se mancillen y profanen con los vapores o hálitos de los cuerpos, y por otra parte gustan y dejan captarse de otros vapores más peniciosos, y de la oblación de los holocaustos, víctimas y sacrificios, prohibiendo a sus sacerdotes que no toquen los cuerpos muertos, siendo innegable que la mayor parte de sacrificios que se les ofrece constan de cuerpos muertos? ¿Y de dónde proviene que un hombre sujeto a toda suerte de vicios conmine con terribles amenazas, no al demonio o al alma de algún difunto, sino a los primeros luminares del mundo, Sol y Luna, o a cualquiera de las deidades celestiales, aterrándolos con ficciones para sacarles la verdad? ¿Por qué causa los intimida, declarando que hará pedazos el cielo y otros cuerpos poderosos semejantes, cuya ejecución es imposible al hombre, con el ánimo de que los dioses, como niños tiernos, inocentes e ignorantes, atemorizados con las ridículas y falsas amenazas, practiquen exactamente sus mandatos? Y da la razón diciendo por qué Queremón, hombre muy instruido y versado en semejantes asuntos sagrados, escribe que las maravillas que se celebran entre los egipcios por tradición y fama común, así de lsis como de Osiris, su marido, tienen particular fuerza y virtud para obligar a los dioses a que ejecuten cuanto se les ordene, siempre que el que los conjura con sus vanas fórmulas, encantaciones y sortilegios les amenaza con que las divulgará o las destruirá de raíz, y todas las veces que con expresiones fuertes les asegura de que disipará y aniquilará los miembros de Os iris si no hicieren todo cuanto les prescribe. De que el hombre amenace con semejantes desatinos y futilezas a los dioses, no como quiera a los de la clase inferior, sino a los mismos que denominan celestiales y brillan con luz y resplandor refulgente y de que esta amenaza no quede sin efecto, antes por el contrario, que forzándolos violentamente a virtud de su potestad los obligasen a hacer con tales medios cuanto deseaban, se admira con razón Porfirio o, por mejor decir, bajo el pretexto de su admiración, y preguntando acerca de la causa que motivaba tan extraño suceso, da a entender que obran estas maravillas los mismos espíritus, de quienes dijo ya, según el sentir de otros filósofos, que eran seductores, engañosos y cautelosos, no como él dice naturalmente, sino por su culpa y malicia, quienes suponen dioses y almas de difuntos y no fingen lo que es ser demonios, como asegura, sino que realmente lo son. Y cuando cree como positivo que los hombres, con hierbas, piedras y animales, por medio de ciertos sonidos, voces, figuras, ademanes y ficciones, y con ciertas observaciones sobre la conversión y movimiento de las estrellas, fabrican en la tierra ciertos entes singulares para causar y hacer diferentes efectos, todo esto es obra de los mismos demonios, seductores de los hombres, que tienen subyugados y sujetos a su dominio, gustando y complaciéndose en la ignorancia y errores de los mortales. Así que, o dudando efectivamente Porfirio, o indagando y preguntando acerca de la causa de estos portentos, refiere extrañas particularidades con que se convencen y redarguyen de falsos, demostrando de paso que no pertenecen a las potestades que nos auxilian en la grande obra de conseguir, la vida eterna, sino a los demonios cautos y engañosos, que los forman para tememos más embaucados y alucinados; o porque opinemos y sintamos con más benignidad de un filósofo tan instruido en su concepto, y acaso con este modo de explicarse, conferenciando con un sabio egipcio aficionado a tales errores, y que presumía o se lisonjeaba de saber los secretos más singulares y las causas más abstractas y recónditas, pretendió ciertamente no ofenderle con la autoridad de doctor y maestro arrogante y presuntuoso, ni turbarle contradiciendo públicamente su opinión; antes ‘bien, con la figurada humildad de persona que, al parecer; por desear saber, pregunta sobre toda especie de materias, quiso traerlo a la consideración de aquellas maravillas y manifestarle de cuán poca importancia son y cuánto debe huirse de ellas. Finalmente, casi al fin de la carta le pide que le demuestre y enseñe el camino recto para alcanzar la bienaventuranza, según la doctrina de los sabios de Egipto, y puesto que los que tuviesen trato familiar con los dioses, en tal conformidad que por sólo hallar un fugitivo o conseguir la posesión de una heredad, o un honrado casamiento, o por sus negociaciones y otros intereses semejantes inquietarían al divino espíritu, es de dictamen que en vano se dice que los tales se aplicaron al estudio de la sabiduría, y que los mismos dioses con quienes tenían amistosa correspondencia, aunque en otros puntos les dijesen la verdad, sin embargo, por cuanto nada les advertían sobre la bienaventuranza que les fuese útil ya propósito, no eran dioses, ni benignos demonios, sino del número de aquellos de quienes dijimos que eran falaces y engañosos, o más ciertamente todo una quimera o ficción humana. Pero porque con estas artes se obran y ejecutan tales y tan raras operaciones que exceden realmente las facultades y fuerzas humanas, ¿qué resta ya sino que todo cuanto observamos que maravillosamente vaticinan y obran como si estuvieran iluminados del espíritu divino, y, no obstante, no se refiere al culto de un solo Dios verdadero, cuya perfecta unión absolutamente (aun según el sentir de los platónicos en diversos lugares) es solamente el único bien que nos hace bienaventurados; qué resta, digo, sino que, considerados atentamente todos aquellos raros portentos, entendamos que son embelecos y engaños con que nos alucinan y divierten los espíritus infernales, a cuyo funesto mal debemos oponernos, procurando guardarnos de sus cautelas con el amparo y protección de la religión verdadera?

CAPITULO XII. De los milagros que obra el verdadero Dios por ministerio de los santos ángeles

Pero porque con estas artes se obran y ejecutan tales y tan raras operaciones que exceden realmente las facultades y fuerzas humanas, ¿qué resta ya sino que todo cuanto observamos que maravillosamente vaticinan y obran como si estuvieran iluminados del espíritu divino, y, no obstante, no se refiere al culto de un solo Dios verdadero, cuya perfecta unión absolutamente (aun según el sentir de los platónicos en diversos lugares) es solamente el único bien que nos hace bienaventurados; ¿qué resta, digo, sino que, considerados atentamente todos aquellos raros portentos, entendamos que son embelecos y engaños con que nos alucinan y divierten los espíritus infernales, cuyo funesto mal debemos evitar, procurando guardarnos de sus cautelas con el amparo y protección de la religión verdadera?
Todos los milagros que se hacen por disposición divina, ya sea interviniendo el ministerio de los ángeles, ya sea por otro medio, pero dirigidos siempre a recomendarnos el culto y religión de un solo Dios, en quien consiste solamente la posesión de la bienaventuranza, debemos creer que los hacen realmente aquellos espíritus justos, o por medio de los que nos aman según la verdad y piedad, obrando el mismo Dios en ellos. Porque no debemos prestar nuestra atención a los que niegan que Dios, siendo invisible, no hace milagros visibles, pues según ellos crió el mundo, del cual no pueden a lo menos negar que es visible. Cualquier maravilla que sucede en este mundo, sin duda que es de menos entidad que la creación y conservación del mundo, y de cuanto contiene en su dilatada extensión, esto es, es menos que el cielo y la tierra y todo lo que en ellos se contiene, todo lo cual efectivamente lo crió Dios. De que se infiere que así como el que lo hizo es oculto e incomprensible al hombre, así también lo es el modo qué observó para la ejecución de tan grande obra. Así que, aún cuando las maravillas de este mundo visible las tengamos en poco por verlas tan de ordinario y con tanta frecuencia, sin embargo, cuando meditamos en ellas con prudencia y dirección, se nos representan mayores que las más inusitadas y raras; pues la formación del mismo hombre, dotado de tantas y tan estimables perfecciones, es mayor milagro que cualquiera otro que se efectúa por medio del hombre. Por lo cual Dios, que hizo visibles el cielo y la tierra, no se desdeña de hacer milagros visibles en el cielo y en la tierra, para excitar al alma entregada aún a la contemplación y afición de los objetos visibles, a que tribute culto y adoración a El, que es invisible. El descifrar el lugar y tiempo donde y en el que Dios ha de obrar portentos es un arcano incomprensible y negocio ya determinado sabiamente en su divino consejo, sin que pueda alterarse en lo más, mínimo; como que en sus previos e indefectibles decretos y providencia están ya presentes todos los tiempos que han de venir. Pues este gran Dios, sin moverse temporalmente, mueve todas las cosas temporales, y de una misma manera conoce lo que está por hacer que lo hecho, y de un mismo modo oye a los que le invocan que ve y observa a los que le han de invocar y llamar en sus aflicciones. Pues, aun cuando sus ángeles nos oyen, él nos oye en ellos como en su templo verdadero, y no formado por mano inferior; así como en todos sus santos, y lo que prescribe se ejecute temporalmente, corre ya conforme, a las justas ordenaciones de su santa ley eterna.

CAPITULO XIII. Cómo siendo Dios invisible se dejó ver muchas veces, no según lo que es, sino según lo que podían comprender los que lo veían

No nos debe extrañar que siendo invisible se diga que en repetidas ocasiones se apareció visiblemente a los santos padres de la antigua ley, porque de la misma manera que con el sonido o eco de la voz se oye y percibe la sentencia y concepto que está en el oculto seno del entendimiento, así también la forma o figura con que dejó verse Dios (la cual consiste en una naturaleza visible), no era realmente lo que, es el mismo Señor. Sin embargo, el Omnipotente era el que se dejaba ver en aquella forma corporal, así como la misma sentencia o concepto es lo que se oye por el sonido y eco de la voz; no ignoraban los padres que veían a Dios (que es ciertamente invisible) en forma o especie corporal, lo cual no era en realidad de verdad, porque también hablaba con Moisés cuando conferenciaba con el Señor, y, no obstante, le decía: «Si he hallado gracia delante de ti, déjame que te vea para que te conozca.» Así que, conviniendo, según los inescrutables decretos del Altísimo, que la ley de Dios se diese y publicase no a una persona sola, o ciertos hombres sabios, sino a toda una nación y pueblo inmenso; en presencia de todo ese pueblo se vieron obrar estupendas maravillas en el mundo donde se daba la ley por uno solo, estando presente toda aquella innumerable multitud a los pavorosos y tremendos estruendos que se oían. Porque el pueblo de Israel no creyó a Moisés, como creyeren los lacedemonios al legislador Licurgo cuando les dijo que había recibido de Júpiter o de Apolo las leyes que él había formado para sí solo, porque cuando se dio la ley al pueblo a quien se mandaba reverenciase y adorase a un solo Dios, a vista del mismo pueblo apareció en cuanto fue necesario la Majestad y Providencia divina con maravillosas señales y movimientos, para promulgar la misma ley que nos enseña cómo ha de servir la criatura a su Criador.

CAPITULO XlV. Cómo debe adorarse un solo Dios, no sólo por los bienes eternos, sino también por los temporales, todos los cuales consisten en la potestad de su providencia

Del mismo modo que van fomentándose y aprovechando las buenas y Saludables instrucciones de un hombre virtuoso, así las del linaje humano, en lo referente al pueblo de Dios, fueron creciendo por determinados períodos, como quien crece progresivamente según el estado de su edad, para, que viniera a elevarse de la contemplación de las cosas temporales a las de las eternas, y de las visibles a las invisibles; de modo, que, aun cuando Dios nos prometía premios visibles, no obstante, nos iba recomendado la veneración y adoración de un solo Dios, para que el espíritu humano, por los bienes terrenos y caducos de esta vida transitoria, no se sujetase a otro que al verdadero Criador y Señor absoluto de las almas. Porque cualquiera que niega que todo cuanto pueden dar a los hombres, o los ángeles, o los hombres, no está en la omnipotencia y sumo poder de un Dios todopoderoso, éste, sin duda, desatina o está demente. A lo menos Plotino, filósofo platónico, tratando de la Providencia divina, prueba, por la hermosura de las hojas y de las flores, que la Providencia llega a abrazar y comprender todo cuanto hay; desde el mismo Dios, cuya hermosura es incomprensible e inefable, hasta estas cosas terrenas y humildes, de todas las cuales, como despreciables que pasan velozmente y en un momento perecen, afirma que no pueden tener los correspondientes números y perfecciones de sus formas, si no les sobreviene la forma de aquella verdadera forma incomprensible e inconmutable que comprende en sí todas las perfecciones. Lo mismo enseña Jesucristo Señor nuestro por estas palabras: «Considerad las flores del campo cómo crecen sin trabajar ni hilar, y, no obstante, os digo que ni aun Salomón en el colmo de su gloria y rosperidad, se vistió como una de éstas. Pues si a la hierba del campo que hoy nace y mañana se echa al fuego la viste Dios así, ¿cuánto más a vosotros, gente de poca fe?» Así que para el alma del hombre, sujeta a los deseos y propensiones de la tierra, los mismos bienes caducos e inestables que temporalmente desea y necesita en esta vida transitoria son de poco momento en comparación con los bienes eternos de la vida futura; sin embargo, no los acostumbra pedir ni esperar sino de la mano de un solo Dios, a fin de que ni aun con el deseo de éstos se aparte del culto y veneración de Aquel cuya posesión y visión beatífica ha de conseguir por el desprecio y aversión de semejantes bienes terrenos.

CAPITULO XV. Del ministerio con que los santos ángeles sirven a la divina Providencia

De tal modo quiso la divina Providencia trazar y ordenar el curso de los tiempos, que, según dije y se lee en los Hechos Apostólicos: «Fue su voluntad que la ley sobre el culto y religión de un verdadero Dios se diese por medio de los edictos de los ángeles», y que en ellos se mostrase visiblemente la persona del mismo Dios, aunque no en realidad, porque siempre permanece invisible a los ojos corruptibles, sino que por ciertos indicios apareciese visiblemente por medio de la criatura sujeta a su Criador, y que hablase con voces articuladas de lengua humana, gastando en las sílabas sus pausas y detenciones de tiempo, el cual, en su naturaleza, no corporal, sino espiritual; no sensible, sino inteligible; no temporal, sino eterna, ni comienza ni deja de hablar, lo cual, estando cerca de El, oyen más sinceramente, no con el oído del cuerpo, sino con el del espíritu, sus ministros y mensajeros que gozan y participan de su inmutable verdad, siendo bienaventurados e inmortales, y lo que oyen con expresiones inefables sobre lo que deben ejecutar y comunicar a los seres visibles, sensibles y terrenos, lo hacen sin réplica ni dificultad alguna. Esta ley se dio conforme a la distribución ordenada de los tiempos, la cual tuvo primeramente, como queda dicho, promesas terrenas significativas de las eternas, las cuales celebraron muchos con sacramentos visibles y las entendieron muy pocos. Con todo, en ella con manifiesta contextación y analogía, así dos veces como de expresos mandatos, se manda y establece el culto y veneración de un solo Dios, no de alguno de los que componen la turba de los falsos, sino de Aquel que hizo el cielo y la tierra, y todas las almas y todo espíritu que no es el mismo Dios; porque éste es el que crió y, formó, y ellos son sus hechuras, y para que tengan ser y se conserven, tienen necesidad de valerse en todo del que los hizo.

CAPITULO XVI. Si en la materia de poder alcanzar y merecer la bienaventuranza se debe creer en los ángeles, que piden ser reverenciados con el honor y culto que se debe a Dios, o a aquellos que mandan sirvamos santa y religiosamente, no a ellos, sino a Dios

¿A qué ángeles debemos dar asenso sobre la cuestión de la vida bienaventurada y sempiterna, a los que intentan que los reverenciemos con ritos y ceremonias religiosas, pidiéndonos que los adoremos y ofrezcamos sacrificios, o a los que dicen que toda esta reverencia y culto se debe solamente a un Dios Todopoderoso, Criador de todas las cosas, a quien prescriben que rindamos todo este honor y culto con verdadera piedad; con cuya amable vista y contemplación son también bienaventurados, prometiéndonos que lo seremos también nosotros? Porque la vista de Dios es tan hermosa y digna de un amor tan singular, que sin ella, aunque tenga uno abundancia de otros cualesquiera bienes, no duda Plotino decir que es infelicísimo. Siendo, pues, cierto que unos ángeles nos mueven e incitan con señales admirables a que adoremos con reverencia y culto de latría a solo Dios, y otros a que se les adore a ellos, es digno de notarse que aquellos nos prohíben el adorar a éstos, y éstos no se atreven a prohibir que sea venerado aquél. De éstos ¿a quiénes debemos dar más crédito? Respóndannos los platónicos, respóndannos cualesquiera filósofos, respóndannos los theurgos, o, por mejor decir los periurgos, por cuanto son acreedores a que se les dé este nombre, por tales artes y estudios; finalmente, respóndannos los hombres, si es que de algún modo vive en ellos algún sentido natural, con el cual les hizo Dios racionales; respóndannos, digo, si se debe ofrecer sacrificios a los dioses o ángeles, que mandan expresamente que se les sacrifique a ellos solos, o solamente a aquel Señor a quien prescriben se haga así los que prohíben que se les ofrezcan víctimas y sacrificios a ellos mismos y a los otros, aunque ni éstos ni aquellos hicieran milagros, sino únicamente mandaran los unos que se les sacrificase a ellos, y los otros ordenaran que solamente se ofreciesen sacrificios a un solo Dios verdadero, debían muy bien advertir con piedad y religión cuál de éstos procedía con fausto y soberbia, y cuál con verdadera religión. Digo más, aun cuando sólo los que quieren se les sacrifique pudieran mover a los hombres con obras maravillosas, y los que los prohíben y prescriben que se sacrifique a un solo Dios verdadero, no quisiesen practicar estas maravillas y milagros visibles, seguramente debíamos anteponer su autoridad, siguiendo, no el sentido del cuerpo, sino la luz de la razón. Pero habiendo Dios, para recomendarnos la verdad de su palabra, procedido de manera que por estos sus mensajeros y ministros inmortales que predican y celebran no su fausto y soberbia, sino la Majestad Divina, ha hecho milagros mayores, más ciertos y más evidentes, para que los que desean para sí los sacrificios no persuadiesen fácilmente a los flacos, el conocimiento de Dios, probando la falsa religión a sus sentidos con algunos prodigios estupendos; ¿quién habrá tan ignorante que no elija los verdaderos para seguirlos, puesto que halla en ellos mucho más de que poder admirarse? Puesto que los milagros que obran los dioses de los gentiles, de que se hace mención en sus historias (y no hablo de los que en el decurso de los tiempos suceden por ocultas y secretas causas naturales, aunque ciertas y subordinadas a la divina Providencia), como son los inusitados partos de los animales, las apariencias extraordinarias en el cielo y en la tierra, ya sean las que causan espanto y terror, ya las que hacen notables daños y estragos, las cuales dicen que se aplacan y mitigan con ritos diabólicos por la engañosa astucia de los espíritus infernales, sino de los milagros, que con toda evidencia se hacen por la virtud y potestad divina, como es lo que refieren de las imágenes o simulacros de los dioses Penates, que condujo Eneas cuando vino huido de Troya que se mudaron de un lugar a otro; que Tarquino cortó con una navaja una piedra; que la serpiente de Epidauro acompañó la estatua de Esculapio, habiéndola embarcado en su nave para traerla a Roma; que la nave en que iba la estatua de la madre Frigia, no pudiéndola mover todos los esfuerzos de muchos hombres y bueyes, la movió y trajo a la ribera sólo una tierna doncella, atándola su faja para testimonio de su castidad; que la virgen Vestal, sobre cuya honestidad se hacia inquisición, satisfizo a la duda llenando en el Tíber de agua un harnero sin que se le vertiese una gota; estos portentos y otros semejantes de ningún modo deben compararse en virtud y grandeza a los que leemos sucedieron en el pueblo de Dios, cuanto menos los que por las leyes aun de las naciones que adoraron y reverenciaron a, los falsos dioses fueron prohibidos y severamente castigados, es a saber, los mágicos y theúrgicos, que los más de ellos sólo en la apariencia embelesan y engañan los humanos sentidos, como es el hacer bajar la luna, como dice Lucano, «hasta que llegue de cerca a arrojar su veneno en las hierbas que tiene para este efecto preparadas el encantador». Y aunque algunos milagros o singulares habilidades suyas, en la grandeza de las obras parece que se igualan con algunos que hacen las personas piadosas y religiosas, con todo, el mismo fin con que se hacen manifiesta qué son, sin comparación, mucho más excelentes los nuestros. Porque con aquellos portentos se pretende recomendar el culto de muchos dioses, a los cuales tanto menos debemos sacrificar cuanto más lo desean, y con éstos se nos encarga el culto de un solo Dios verdadero, quien claramente nos demuestra que no tiene necesidad de semejantes sacrificios así con el testimonio de sus sagradas letras como con haber abrogado el mismo Señor, al tiempo de predicar y promulgar la ley Evangélica, todos los sacrificios y ritos de la Mosaica. Luego si algunos ángeles desean para sí los sacrificios, deben ser pospuestos a los que los desean no para sí, sino para Dios, Criador de todas las cosas, a quien sirven fielmente. Porque con este modo de obrar nos manifiestan el amor sincero que nos profesan, puesto que con el sacrificio intentan sujetarnos, no a sí mismos, sino a aquel gran Dios con cuya vista son bienaventurados y eternamente felices. Pretenden asimismo que nos acerquemos a conseguir aquel sumo bien, de cuyo amor y obediencia jamás se apartaron, y si los ángeles que quieren se ofrezcan sacrificios no a uno, sino a muchos, quieren se sacrifique no a sí, sino a muchos dioses, cuyos ángeles son ellos mismos, aun así deben ser pospuestos a aquellos que son ángeles de un solo, Dios verdadero, Dios de todos los dioses, a quien ordenan se tribute adoración y sacrificios, de manera que prohíben expresamente el sacrificar a otro alguno, y ninguno de ellos veda el sacrificar a este gran Dios, a quien mandan éstos que se ofrezcan sacrificios. Y si lo que, más da a entender y demuestra sus altivos y arrogantes engaños, ni son buenos, ni ángeles de dioses buenos, sino demonios malos que intentan que sacrifiquemos no a un solo y sumo Dios, sino a ellos mismos, ¿qué mayor favor y amparo debemos procurar contra ellos que el de un solo Dios a quien sirven los ángeles buenos, los cuales ordenan que sirvamos con el sacrificio no a ellos, sino a Aquel cuyo sacrificio debemos ser nosotros mismos?

CAPITULO XVII. De la Arca del Testamento y de los milagros que obró Dios para recomendarnos la autoridad de su ley y promesas

Por este motivo la ley de Dios, que se promulgó por ministerio de los ángeles, en la que se mandó reverenciar y adorar con religión divina a un solo Dios de los dioses, prohibiendo severamente la adoración de todos los demás dioses, estaba colocada en el arca que se llamó Arca del Testimonio. Con este nombre se da a entender bastantemente que Dios (a quien adoraban por medio de todos aquellos ritos y figuras) no solía incluirse y encerrarse en lugar alguno cuando desde la misma Arca daba a sus oráculos respuestas y señales visibles, sino que de allí salían los testimonios de su voluntad divina, puesto que la ley que estaba escrita en tablas de piedra estaba allí, como dije, en el Arca, la cual todo el tiempo que peregrinaron por el desierto, llevando consigo el Tabernáculo, que asimismo se llama Tabernáculo del Testimonio, la conducían los sacerdotes con la debida reverencia y veneración. Servíales también de señal el que de día se les aparecía una nube, la cual de noche resplandecía como fuego, y cuando se movía la nube, se movía todo el campo real, y donde paraba allí sentaban los reales. Dio Dios al tiempo de la promulgación de su ley santa otros testimonios confirmados con grandes y estupendos milagros, fuera de los que he referido, y además de las respuestas que daba desde el sagrado lugar del Arca. Pues cuando entraron en la tierra de promisión, pasando con la misma Arca por el Jordán, suspendiendo el río el curso de sus aguas por la parte de arriba y corriendo por la de abajo, abrió lugar capaz y enjuto para pasar en seco el Arca y el pueblo. Después, dando siete vueltas con el Arca a la primera ciudad enemiga que encontraron, cuyos ciudadanos, como gentiles, adoraban muchos dioses, repentinamente cayeron al suelo sus fuertes muros, sin combatirlos ni batirlos con máquinas ni otras invenciones guerreras. En seguida, estando ya en posesión de la tierra de promisión, y por sus enormes pecados, el Arca cayó en poder de sus enemigos, quienes la cautivaron y colocaron con grande honor y reverencia en el templo de su dios tutelar, a quien entre todos veneraban más, y dejándola así cerraron el templo, y abriéndole al día siguiente, hallaron al ídolo que adoraban caído en el suelo y todo quebrado. Conmovidos los idólatras con tan estupendo prodigio, y viéndose vergonzosamente castigados, volvieron el Arca del Testamento al pueblo a quien se la habían tomado; ¿pero de qué modo se hizo la restitución? Pusiéronla sobre un carro y uncieron en él dos vacas recién paridas, quitándolas de la ubre sus becerrillos, y de esta manera las dejaron ir libremente donde quisiesen, intentando por este medio experimentar y probar la eficacia de la potestad divina; pero las vacas, sin tener persona que las guiase ni gobernase, caminando directamente hacia el país de los hebreos, sin hacerlas volver atrás los bramidos de sus hambrientos hijos, pusieron en manos de los que reverenciaban a Dios aquel grande Sacramento de la ley antigua. Estos y otros prodigios semejantes son pequeños respecto del gran poder de Dios, pero son al mismo tiempo grandes para causar temor saludable, enseñar e instruir a los mortales, porque si los filósofos, especialmente los platónicos, son elogiados por cuanto opinaron mejor que los demás, como ya llevo referido, y enseñaron que la divina Providencia administraba y gobernaba igualmente estos objetos ínfimos y terrenos, fundados en el irrefragable testimonio de la numerosa, varia y hermosa procreación de seres que hace, nacer, no sólo entre los cuerpos de los animales, sino también en las flores y las hierbas del campo, ¿con cuánta más claridad y evidencia presenta un testimonio claro de su divinidad lo que acaece en su admirable predicación, donde se recomienda y enseña la religión que prohíbe el sacrificar a criatura alguna de las del Cielo, tierra e infierno, mandando que solamente ofrezcamos sacrificios a un solo Dios verdadero, el cual solo, amante y amado, hace bienaventurados? Y definiendo exactamente los tiempos en que había ordenado se hiciesen los antiguos sacrificios, y prometiendo que por medio de otro mejor sacerdote los había de mudar en estado más sublime, nos demuestra y da infalible testimonio de que no los apetece ni quiere, sino que por ellos nos quiere significar otros mejores, no porque El se ensalce o engrandezca con estas honras, sino para que nosotros, encendidos con el fuego de su divino amor, nos alentemos y excitemos a reverenciarle y procuremos unirnos espiritualmente con este Señor, cuya utilidad redunda en nuestro bien, no en el suyo.

CAPITULO XVIII. Contra los que niegan que debe darse. crédito a los libros eclesiásticos sobre los milagros que se hicieron para establecer o instruir el pueblo de Dios

¿Dirá alguno que estos milagros son falsos y que nunca sucedieron, sino que mintieron los que los escribieron? Todo el que así se explica, si niega que en este particular no debemos creer absolutamente a criatura alguna, podrá decir también que tampoco hay dioses que cuiden de los mortales. Pues ellos mismos no usaron de otro arbitrio para persuadir a los hombres a que los adorasen, sino obrando estupendos prodigios, los cuales refiere igualmente la historia de los gentiles, cuyos dioses pudieron mejor hacer ostentación de admirables que mostrarse útiles. Y así en esta obra, cuyo libro X tenemos ya entre manos, no nos encargamos de convencer y refutar a los que niegan que hay naturaleza divina, o defienden que no vigila ni cuida de las cosas humanas, sino a los que prefieren y anteponen sus dioses a nuestro Dios, autor y fundador de esta santísima y gloriosísima Ciudad, ignorando que este mismo es también el Autor y Criador invisible e inconmutable de este mundo visible y mudable, verdadero dador de la vida bienaventurada, no con los objetos que ha criado, sino con su propia Persona. Porque su profeta veracísimo dice expresamente: «Mi bien es unirme con Dios.» Pues el sumo bien de que se disputa entre los filósofos es aquel al cual deben referirse para su consecución todos los oficios y operaciones humanas. No dijo el real profeta, mi sumo bien, o toda mi bienaventuranza es el tener abundancia de riquezas, o el vestirme de púrpura, ó empuñar el cetro, o alcanzar la corona real, o lo que no tuvieron pudor en proferir algunos filósofos, el deleite del cuerpo es mi sumo bien, o lo que mejor dijeron los más sensatos y cuerdos, la virtud de mi alma es mi sumo bien, sino para mí, dice, el unirme con Dios es mi sumo bien y toda mi bienaventuranza. Esta célebre doctrina se la enseñó al real profeta aquel Señor a quien nos advirtieron los santos ángeles, con el testimonio de los sacrificios legales, que debíamos solamente ofrecer sacrificios; y asimismo el mismo profeta se había hecho un sacrificio de cuyo fuego inteligible estaba interiormente abrasado, y a cuyo espiritual reposo y unión inefable aspiraba con santos deseos. Pero si los que adoran muchos dioses (como quiera que imaginen y opinen de ellos) creen a las historias civiles, o a los libros mágicos, o lo que tienen por más decente, a los theúrgicos, donde se dice que hicieron milagros, ¿qué razón hay para que no quieran creer que obró Dios estos prodigios, referidos en la Santa Escritura, a la cual se debe tanta mayor fe cuanto sobre todas las cosas es mayor Aquel a quien solo manda que ofrezcamos nuestro sacrificio?

CAPITULO XIX. Razón por que la verdadera religión nos enseña a ofrecer a un solo Dios verdadero e invisible el sacrificio visible

Los que imaginan que los sacrificios visibles convienen también a los otros dioses, y que al verdadero Dios, como invisible, le convienen los sacrificios invisibles como a mayor, mayores, y como a mejor, mejores, como son los oficios de la conciencia pura y de la voluntad buena, sin duda, ignoran que estos sacrificios son figuras y señales de estos otros, así como las palabras sonoras son señales de los objetos que representan en el ánimo. Por cuyo motivo, lo mismo que cuando oramos y alabamos a Dios enderezamos y encaminamos nuestras voces significativas a aquel Señor a quien ofrecemos en nuestro corazón las mismas cosas que significamos, así cuando sacrificamos hemos de entender que no debemos ofrecer el sacrificio visible a otro que aquel gran Dios cuyo sacrificio invisible debemos ser nosotros mismos en nuestros corazones. Y en este piadoso acto nos aplauden, nos dan el parabién y nos ayudan en cuanto pueden todos los ángeles y las virtudes que nos son superiores y más poderosas en la misma bondad y piedad. Y si les deseamos ofrecer este honor, no quieren admitirle, y cuando Dios los envía a nosotros de modo que advirtamos su presencia, nos lo prohíben expresamente. De esta especie hay muchos ejemplos en la Sagrada Escritura. Opinaron algunos que se debía a los ángeles el mismo honor y culto que se debe a Dios, adorándolos u ofreciéndoles sacrificio, pero los mismos espíritus celestiales se lo vedaron y ordenaron que tributasen esta adoración a aquel Señor a quien sabían que solamente se debía; en cuyo admirable ejemplo imitaron también a los santos ángeles los hombres santos y temerosos de Dios, pues en Licaonia, habiendo milagrosamente sanado San Pablo y Bernabé a un hombre, los tuvieron por dioses, queriendo los licaonios ofrecerles víctimas en sacrificio, y estorbándolo con humilde piedad los santos Apóstoles, les anunciaron y dieron noticia del Dios verdadero en quien debían creer. Pero los espíritus seductores no por otra causa piden con tanta arrogancia se les tribute este honor, sino porque saben que se debe al verdadero Dios, pues no gustan, como enseña Porfirio y sienten algunos filósofos, de los olores y perfumes de los cuerpos muertos, sino del honor y culto que se debe a Dios, ya que en todas partes tienen abundancia de perfumes, y si quisieran más, ellos mismos podrían proporcionárselo. Así, que los espíritus que se atribuyen a sí mismos con altivez y soberbia la divinidad no gustan del humo del cuerpo, sino del alma del que les suplica para enseñorearse de ella, sujetándola y ganándola para sí, cerrándola el camino para llegar a conocer al verdadero Dios, para que no sea el hombre su sacrificio, sacrificándose a otro que a este gran Dios.

CAPITULO XX. Del sumo y verdadero sacrificio que hizo de sí mismo el mediador de Dios y de los hombres

Por lo cual, el verdadero mediador, que tomando la forma de siervo se hizo medianero entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, aunque admite y recibe en la forma de Dios sacrificio con el Padre, con quien es igualmente un solo Dios verdadero, sin embargo, bajo la forma de siervo, más quiso ser incruento sacrificio que recibirle, para que ni aun por este motivo pensase alguno que se debía ofrecer sacrificio a ninguna especie de criatura humana. Por este sacrificio viene a ser el mismo Dios sacerdote, siendo El mismo que ofrece, y El mismo la oblación, la víctima y el sacrificio. Fue su voluntad divina también que fuese sacramento cotidiano el sacrificio de la Iglesia, la cual, siendo cuerpo místico y verdadero de esta misma y suprema cabeza, aprende a ofrecerse a sí misma en virtud del mandato de Jesucristo. A este verdadero sacrificio figuran en muchas y en diferentes formas y signos los antiguos sacrificios que ofrecían los santos, figurando o representando a éste sólo por medio de tantos, como si un mismo asunto se dijese por muchas y diferentes palabras, para encargarle y recomendarle más próvidamente, sin que de él resultase fastidio alguno. A este sumo y verdadero sacrificio cedieron todos los sacrificios falsos.

CAPITULO XXI. De la potestad que Dios dio a los demonios para glorificar sus santos por el sufrimiento, los cuales vencieron a los espíritus aéreos, no aplacándolos, sino perseverando en Dios

Aquella potestad que en ciertos y determinados tiempos permite y concede Dios a los demonios para que, por medio de los hombres de cuyo corazón están apoderados, ejerciten tiránicamente su rencor y enemistad contra la Ciudad de Dios y que admitan sacrificios, no sólo de los que se los ofrecen voluntariamente, sino también de los que no quieren ofrecérselos y se resisten, por lo cual los persiguen violentamente hasta lograr que se los ofrezcan, no sólo no es daño, sino que resulta en utilidad de la Iglesia para que se cumpla el número de los mártires, a quienes la Ciudad de Dios estima por ciudadanos más ilustres y honrados, cuanto más fuerte y valerosamente pelean contra la impiedad de las potestades y tiranos, hasta derramar su inocente sangre. A éstos, con mayor razón, si lo permitiera el uso común del idioma de la Iglesia, los llamaríamos nuestros héroes. Por cuanto este nombre dicen que se deriva de Juno, dado que Juno, en idioma griego, se llama Hera, y por eso no sé qué hijo suyo, según las fábulas de los griegos, se llamó Heros, significando con esta fábula, como en sentido místico, que el aire se atribuya a Juno, en cuyo lugar dicen que habitan los héroes con los demonios, llamando con este nombre a las almas de los difuntos que hicieron méritos sobresalientes. Por el contrario, se llamarán nuestros mártires héroes si, como llevo indicado, lo admitiera el uso y lenguaje eclesiástico, no porque estuviesen asociados con los demonios en el aire, sino porque vencían a los mismos demonios, esto es, a las potestades aéreas, y en ellas a la misma Juno (signifique esta voz lo que quieran), a la cual, no del todo fuera de propósito, pintan los poetas enemiga de las virtudes, émula y envidiosa de los varones fuertes que caminan al Cielo. Sin embargo, vuelve a rendirse a ella miserablemente, Virgilio; pues confesándose esta deidad vencida por Eneas no obstante, viene Heleno al mismo Eneas para darle un consejo piadoso y religioso, al decirle: «Ofrecerás prontamente tus votos a Juno, y aplacarás y rendirás a esta poderosa señora con tus humildes dones.» Y, conforme a esta opinión, Porfirio, aunque no siguiendo su dictamen, sino el de los otros, dice que un Dios bueno o el genio no acude a favorecer al hombre sin que primero se haya aplacado el malo, como si entre ellos fueran más poderosos los dioses malos que los buenos (si no es que aplacándolos les concedan su protección), y no queriendo los malos, no pueden aprovechar los buenos, y pueden dañar y ofender los malos, sin que se lo puedan resistir los buenos. No es ésta la traza que usa la religión verdadera y realmente santa; no vencen de este modo nuestros mártires a Juno, esto es, a las potestades aéreas, émulas de las virtudes de los siervos de Dios. Si conforme al uso común pudiera decirse así, diríamos que de ninguna manera vencen nuestros héroes a la Hera con humildes dones, sino con virtudes divinas. Por eso más a propósito pusieron a Escipión el sobrenombre de Africano, porque venció y conquistó con su valor el África, que si con dones y dádivas aplacara a los africanos sus enemigos para que se aquietaran y no, le causaran daño alguno.

CAPITULO XXII. De dónde dimana la potestad que ejercen los santos sobre los demonios y de dónde procede la verdadera purificación del corazón

Los hombres de Dios, por medio de la verdadera piedad, salen vencedores contra la potestad aérea, enemiga y contraria a la piedad, exorcizándola y no aplicándola, y todas sus tentaciones y acometidas las vencen haciendo oración no a ella, sino a su Dios contra ella. Pues ésta no vence o sujeta a alguno si no es con la asociación del pecado. Por lo tanto, la victoria se consigue en nombre de aquel Señor que se hizo hombre y vivió indemne de toda mácula de pecado, para que por la virtud divina del mismo, que era juntamente sacerdote y sacrificio, se realizara la remisión de los pecados, esto es, por el medianero entre Dios y los hombres, el Hombre Cristo Jesús, por cuyo medio, efectuada la purificación de nuestros crímenes, nos reconciliamos y volvemos a la gracia de Dios. Pues los hombres, cuya purificación no puede hacerse en esta vida por nuestras propias fuerzas y virtud, sino mediante la divina misericordia, por su indulgencia solamente y no por nuestra potencia, pues aun aquella escasa virtud que se dice nuestra, el mismo Dios nos la ha concedido por efecto de su bondad. Muchas facultades y perfección nos atribuyéramos viviendo en esta carne mortal, si no viviéramos bajo la merced y beneficio de Dios todo el tiempo que la traemos, hasta que la dejamos. Por eso nos dio el Señor su gracia por el divino mediador, para que, contemplándonos, manchados con la torpeza del pecado, nos limpiáramos y purificáramos con la semejanza de la carne del pecado. En virtud de la divina gracia con que. Dios manifiesta en nosotros su grande misericordia; caminamos y nos gobernamos en la vida presente por la fe y, después de ella, por la vista clara y beatífica de la verdad inmutable llegaremos a gozar de la plenísima perfección.

CAPÍTULO XXIII. De los principios donde enseñan los platónicos en qué consiste la purificación del alma.

Dice también Porfirio que se sabía, por respuesta de los oráculos, que no nos purificamos con los ritos teletas, que llaman ellos de la Luna, ni con los que dicen del Sol; para darnos a entender en esta expresión que no puede purgarse el hombre con ninguna especie de ritos de ninguno de los dioses: ¿pues qué ritos habrá que nos purifiquen si no purifican los del Sol y de la Luna, que son los dioses principales que reconocen entre los celestiales? Finalmente, dice que declaró el mismo oráculo que los principios no podían purificar, porque habiendo dicho que los ritos de la Luna y del sor no purificaban, no entendiese acaso alguno que valían para purificar los ritos de algún otro dios de la turba de las vanas deidades. Ya sabemos qué es lo que entiende por principios, como Platino; porque entiende a Dios Padre y a Dios Hijo, a quien el estilo griego llama entendimiento paterno o mente paterna; sobre el Espíritu Santo, o nada dice o no lo dice expresamente, aunque no percibo por quién pueda decir que es medio entre éstos: pues si quisiera que entendiéramos la tercera naturaleza, que es la del alma, como infiere Platino cuando disputa de las tres principales sustancias, sin duda que no le llamara medio entre éstos, esto es, medio entre el Padre y el Hijo; porque Platino pospone la naturaleza del alma al entendimiento paterno, y Porfirio, cuando le llama medio, no le pospone, sino que le interpone. Efectivamente, dijo estas expresiones como pudo o como quiso, señalando en ellas a lo que nosotros llamamos Espíritu Santo, Espíritu, no sólo del Padre, ni sólo del Hijo, sino de ambos: puesto que los filósofos hablan con más libertad y con los términos que les agrada, sin reparar en si ofenden, en los asuntos intrincados y difíciles de comprender, los oídos religiosos y escrupulosos. Pero nosotros no podemos hablar sino baja ciertos términos muy limitados y precisos, porque la libertad en el decir no engendre alguna impía opinión en los objetos, que con ellos significamos. Así que nosotros no decimos que hay dos o tres principios cuando hablamos de Dios, así como tampoco nos es lícito decir que hay dos o tres dioses, aunque hablando de cada uno en particular, o del Padre, o del Hijo, o del Espíritu Santo, confesemos también que cada uno es Dios. Sin embargo, no decimos lo que los herejes sabelianos, que el Padre es el mismo que el Hijo. y que el Espíritu Santo es el mismo que el Padre y el Hijo, sino que el Padre es padre del Hijo, y el Hijo hijo del Padre, y que el Espíritu Santo ni es padre ni hijo del Padre y del Hijo. Por esta razón dijeron con verdad que no se purifica el hombre sino con el principio, aunque los sabelianos, en su modo de explicarse, pusieron los principios en plural.

CAPÍTULO XXIV. Del principio único verdadero que purifica y renueva la humana naturaleza

Pero como Porfirio estaba sujeto a las envidiosas potestades, de quienes por una parte se avergonzaba y por otra no se atrevía a reprenderlas ni redargüirlas libremente, no quiso entender que nuestro Señor Jesucristo era el principio, con cuya soberana Encarnación nos purificamos, porque lo despreció en la misma carne que tomó para que sirviese de sacrificio para nuestra purificación, no comprendiendo efectivamente aquel grande e incomprensible misterio por estar lleno de la soberbia, que Cristo abatió con su humildad, siendo verdadero y, benigno mediador, manifestándose a los mortales en aquella mortalidad que, por libertarse de ellos, los malignos y engañosos medianeros con extraordinaria arrogancia se ensoberbecieron y prometieron a los miserables hombres mortales, como inmortales, su engañoso y frívolo favor y ayuda. Así que este mediador bueno y verdadero nos manifestó y enseñó que el pecado es únicamente lo que es malo, no la sustancia de la carne o la misma naturaleza, la cual pudo recibir sin mácula de pecado con el alma del hombre, y pudo retenerla y dejarla con la muerte y mudarla en mejor estado con la resurrección, mostrándonos de paso que la misma muerte; aunque fuese pena merecida por el pecado, la que quiso el mismo Dios satisfacer por nosotros (no obstante estar indemne del más mínimo pecado), no se debía ejecutar aun cuando se pudiese, pecando; antes, si fuese posible, se debía padecer por la justicia, y por eso pudo, muriendo, perdonar los pecados, porque murió, y porque murió no por su pecado. A éste no conoció el filósofo platónico como que era el principio, porque lo reconociera por purificativo; porque no es el principio la carne o el alma humana, sino el Verbo por quien fueron creadas todas las cosas. Así que la carne no purifica por sí misma, sino por el Verbo que quiso vestirse de ella, cuando «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros»: porque hablando de la mística comida de su carne, los que no lo habían entendido, ofendidos y escandalizados, se fueron diciendo: «Dura es esta palabra, ¿quién la puede escuchar? », ya los demás que habían quedado les dijo:

CAPITULO XXV. Que todos los santos, así en tiempo de la ley como en los primeros siglos, se justificaron en virtud del sacramento y fe de Jesucristo

Asimismo con la fe de este sacramento pudieron purificarse los justos de la antigua ley, viviendo santamente no sólo antes que la ley se diese al pueblo hebreo (porque no le faltó Dios o ángeles que les predicasen), sino también en tiempo de la misma ley; aunque en las figuras de los ritos espirituales pareciese que las promesas que contenían eran carnales, por lo cual se llama Testamento Viejo. Porque hubo entonces también profetas por quienes igualmente que por los ángeles se predicó la misma promesa, y del número de éstos era aquel cuyo dictamen y sentencia tan soberana y tan divina referí poco antes, tratando sobre el fin del sumo bien, del hombre: «Todo mi bien v mi bienaventuranza es unirme con Dios». En cuyo salmo se declara bastantemente la distinción que hay entre los dos Testamentos que se llaman Viejo y Nuevo. Pues por las promesas carnales y terrenas, viendo que los impíos abundaban de ellas, dice que vacilaron sus pies y que estuvo titubeando para caer, pareciéndole como que había servido en vano a Dios, pues los que le despreciaban y no servían fielmente gozaban de la felicidad que él esperaba de tan gran Señor; y que sufrió grandes molestias en el examen de este punto, queriendo averiguar por qué pasaba así; hasta que entró en el santuario de Dios, y entendió y conoció el último fin y destino de los que parecían felices y dichosos, a los ojos de su ignorancia. Entonces notó que los que se encumbraron sobremanera fueron, como dice, derrotados y abatidos, y que faltaron y perecieron por sus culpas, y todo el colmo de la felicidad temporal se les volvió como un sueño de uno que, despertado de improviso, se halla desamparado de los falsos contentos y objetos deleitables que imaginaba en su fantasía. Y porque en esta tierra o ciudad terrena les parecía que eran, grandes: «Señor, dice, allá en tu Ciudad reducirás a nada aquella su apariencia o imaginaria felicidad.» Pero cuán útil le fue no buscar aun las cosas terrenas, sino de la mano de un solo Dios verdadero, en cuyo poder están todas las cosas celestes y terrestres, bien claro lo manifiesta cuando dice: «Yo he sido como una bestia delante de ti, y yo siempre contigo.» Como una bestia dijo, efectivamente, porque no lo entendía. Pues yo no debía esperar de tu mano sino cosas que no puedo tener comunes con los impíos y pecadores, a los cuales, viendo en abundancia, imaginé que te había servido en vano, puesto que la tenían los que no habían querido servirte. Con todo, yo siempre perseveré contigo, porque aun en el deseo de semejantes objetos no te dejé ni busqué otros dioses, y por eso continúa: «Me tuviste de la mano derecha y me encaminaste por el camino de tu voluntad y ley, y me recibiste y acogiste con mucho honor y gloria.» Como que pertenecen a la siniestra todas aquellas cosas de que, viendo a los impíos con abundancia, casi estuvo para caer: «Porque ¿qué tengo yo, dice, en el Cielo sin ti, o qué puedo desear sobre la tierra, sino a ti?» Repréndese a sí mismo, y con razón se arrepiente, porque teniendo un bien tan inestimable en el Cielo (lo que después conoció), buscó y pretendió en la tierra de la mano poderosa de su Dios una cosa tan transitoria y frágil y en algún modo una, felicidad de lodo: «Desfalleció, dice, mi corazón y carne, Dios de mi corazón, es a saber, desfalleció con buen desfallecimiento y deseo, aspirando de las cosas inferiores a la posesión de las superiores»; por lo que dice en otro salmo: «Desea y desfallece mi alma por el goce de los soberanos palacios del Señor»; y asimismo dice en otro: «Desfalleció mi alma por tu salud». Sin embargo, habiendo hablado de ambas cualidades, esto es, del desfallecimiento del corazón y de la carne, no añadió Dios de mi corazón y de mi carne, sino Dios de mi corazón, pues por el corazón se purifica la carne; y así, dice el Señor: «Limpiad lo que está dentro, y así lo de afuera estará limpio.» Después llama a su parte a Dios, y no algo de El, sino El mismo: «Dios, dice, de mi corazón, o Dios que para siempre eres mi parte y mi opción»; porque entre muchas cosas a que se aficionan y escogen los hombres, él quiso elegir a Dios: «Porque los que se alejan, dice, de ti perecerán; destruiste a todos los que fornican y se apartaron de tu fe y religión; esto es, que quieren ser como una prostitución y amancebamiento de muchos dioses.» De donde se deduce la otra expresión, por cuya ocasión me pareció conveniente referir lo restante del mismo salmo: «Respecto de mí, todo mi bien y bienaventuranza consiste en unirme con Dios»; no desviarme lejos de él, no andar fornicando por diferentes objetos. Y el unirse con Dios se efectuará perfectamente cuando todo lo que se hubiere de libertad estuviere ya en salvo y libre. Pero ahora es muy a propósito lo que sigue: «Que es poner su esperanza en Dios», «pues la esperanza que se ve no es esperanza, porque lo que uno ve ya ¿cómo lo espera?, dice el Apóstol, y si lo que no vemos esperamos, con paciencia y sufrimiento lo esperamos». Viviendo, pues, ahora, con esta esperanza, practiquemos lo que se sigue, y seamos también, según nuestra posibilidad ángeles de Dios, esto es, sus nuncios y mensajeros, anunciando su voluntad y alabando su gloria y divina gracia. Por lo que habiendo dicho: «Ahora pongo mi esperanza en Dios», añadió: «para que anuncie y predique todas sus alabanzas en las puertas de la hija de Sión» Esta es la gloriosísima Ciudad de Dios, ésta es la que reconoce y reverencia a un solo Dios, ésta es la que nos anunciaron los santos ángeles cuando nos convidaron con su amable compañía, y quisieron que en ella fuéramos conciudadanos suyos, los cuales no gustan de que los veneremos como a dioses nuestros, sino que con ellos adoremos a su Dios, que lo es nuestro, ni que les ofrezcamos sacrificios, sino que con ellos nos ofrezcamos como verdadero sacrificio al Señor. Así que, sin que pueda dudar ninguno que considerare esto libremente sin perversa obstinación, todos los inmortales bienaventurados que no nos envidian (porque si fueran émulos nuestros ya no fueran bienaventurados), sino que nos estiman sobremanera y desean que seamos también como ellos lo son bienaventurados; más nos favorecen y ayudan cuando reverenciamos con ellos a un solo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que si les veneráramos a ellos mismos y les ofreciéramos sacrificios.

CAPITULO XXVI. De la inconstancia de Porfirio, que anda vacilando entre la confesión de un verdadero Dios y el culto de los demonios

No sé cómo en este particular Porfirio, a mi entender, pudo tener empacho y pudor de sus amigos los theurgos, porque los misterios, o más bien ridiculeces de éstos los comprendió bien, mas no por eso se encargó libremente de la defensa del verdadero Dios contra el culto de muchos dioses falsos. Pues llegó a decir que del número de los ángeles había unos que descendían a la tierra y daban a entender a los prohombres theurgos las máximas y ordenaciones divinas; otros, que en la tierra declaraban los arcanos y atributos que son peculiares del Padre, su alteza y su profundidad en, las ideas. Pregunto, pues: ¿hemos de creer que esos ángeles, cuyo oficio es patentizar la voluntad del Padre, quieren que nos sujetemos y rindamos a otro que a aquel Señor cuya voluntad nos anuncian? Por lo que nos advierte con justa razón el mismo filósofo platónico que a éstos antes los debemos imitar que invocar. No debemos, pues, temer ofender a los inmortales y bienaventurados que reconocen un solo Dios verdadero, por no ofrecerles sacrificios, pues aquel culto que saben no se debe sino a un solo Dios verdadero, con cuya inefable unión son bienaventurados, sin duda, que no se complacen en que se les atribuya a ellos, ni por figura, alguna significativa ni por el mismo misterio que se significa por los Sacramentos. Porque tal arrogancia es propia de los demonios soberbios, altivos y miserables, de la cual se diferencian mucho la piedad de los que reconocen a Dios y de los que son bienaventurados, no por otro motivo sino por la unión beatífica que tienen con este Señor. Y para que con toda claridad comprendamos este sumo bien, se sigue necesariamente que nos hayan de favorecer con benignidad sincera, y que no se arroguen facultad alguna por la que nos sujetamos a ellos, sino que nos prediquen y anuncien a aquel gran Dios, bajo cuyos auspicios soberanos nos vengamos a unir con ellos en paz. ¿A qué temes todavía, ¡oh filósofo!, y no hablas libremente contra las émulas potestades que envidian las verdaderas virtudes, y los dones y beneficios del verdadero Dios? Ya has confesado que los ángeles que nos anuncian la voluntad del Padre son diferentes de los otros ángeles que descienden no sé con qué artificio a los hombres theúrgicos; ¿para qué les tributas honores todavía, diciendo que pronuncian portentos divinos? ¿Y qué cosas divinas declaran los que no nos anuncian la voluntad del Padre? En efecto; son aquellos a quienes el envidioso espíritu ligó con sus conjuros a fin de que no practicasen la purificación del alma y a quienes ni el bueno, como tú dices, deseando ellos hacer la purificación, los pudo soltar y ponerlos en su potestad. ¿Aun dudas de que éstos son demonios malignos, o acaso finges que lo ignoras por no ofender a los theúrgicos, por quienes, engañado con la curiosidad, aprendiste como gran beneficio estas perniciosas abominaciones y desvaríos? ¿Y te atreves a esta envidiosa, no digo potencia, sino pestilencia; no quiero llamarla señora, sino como tú lo confiesas, esclava de los envidiosos y malintencionados; te atreves, digo, trascendiendo este aire de la atmósfera a levantarla, sobre los cielos y colocarla en lugar sublime entre vuestros dioses celestiales y aun a infamar con estas ignominias las mismas estrellas?

CAPITULO XXVII. De la impiedad de Porfirio, que sobrepujó aún el error de Apuleyo

¿Cuánto más tolerable y humano fue el error de Apuleyo, platónico como tú, quien situando a los demonios solamente en lugar inferior a la luna, aunque honrándolos, sin embargo, voluntaria o, forzosamente, confesó, que padecían las flaquezas de las pasiones y perturbaciones del ánimo; pero a los dioses superiores del cielo que pertenecen a los espacios y regiones etéreas, ya sea los visibles que veía que con sus brillantes resplandores alumbran todo el mundo, el sol, la luna y los otros luminares celestes; ya sea los invisibles, de quienes entendía que estaban libres de los defectos y sensaciones de las turbaciones del alma, los distinguió y segregó de éstos con toda la diligencia y exactitud que exigían sus facultades intelectuales? Mas tú aprendiste esta doctrina errónea, no de Platón, sino de tus maestros, los caldeos, elevando los humanos vicios sobre las alturas etéreas y aun sobre las empíreas y sobre el firmamento del cielo, para que así puedan vuestros dioses pronunciar y patentizar los arcanos divinos a los theurgos; y, sin embargo, te haces superior a las inteligencias divinas sólo por el privilegio que gozas de lograr la vida intelectual; de tal conformidad, que efectivamente, no te parecen necesarias para tu uso, como filósofo, las purificaciones del arte theúrgico, y, con todo, las persuades a otros, como para recompensar con esta satisfacción a tus maestros, induciendo engañosamente a los que son incapaces de filosofar o adoptar máximas que confiesas son inútiles para ti, como capaz de superiores inteligencias; con el ánimo de que cuantos estuvieron alejados de la filosofía, y no fueren capaces de penetrar y abrazar su virtud, que es muy ardua y dificultosa y adaptable a muy pocos, acuden con tu autoridad y dictamen a los theúrgicos para que los purifiquen, si no en el alma intelectual, a lo menos en el alma espiritual. Y por cuanto sin comparación es mayor el número de los que no gustan ni se aplican a filosofar, acuden muchos más a tus secretos e ilícitos preceptores que a las escuelas de Platón, porque ésta fue la promesa que te hicieron los inmundos e infernales espíritus, fingiéndose dioses etéreos, cuyo predicador, panegirista y ángel te has constituido, diciendo que los purificados en el alma espiritual por las operaciones del arte theúrgico aunque no vuelva al Padre con todo habitarán con los dioses etéreos sobre las regiones aéreas No escucha ni admite éstas falsedades la congregación de los fieles, a quienes vino a libertar de la pesada servidumbre y tiranía del demonio Jesucristo nuestro Señor, porque en él tienen la fuente inagotable de sus misericordias para conseguir la purificación de su alma, espíritu y cuerpo, y por eso recibió en sí, sin haber cometido el más mínimo desliz, los pecados de todos los hombres para sanar del contagio del pecado a todo aquello de que consta el hombre. Y ojalá que tú le hubieras conocido también, y para tu eterna salvación te hubiera. puesto con tanta más seguridad en sus manos, que no, o en las de tu propia virtud, que es en efecto humana, frágil, imbécil, o en las de una perniciosa curiosidad. Porque no te engañaría aquel gran Dios, a quien, como tú mismo escribes, vuestros oráculos confesaron por santo e inmortal; por quien dijo asimismo el príncipe de los poetas, en estilo poético, y aunque en persona, de otro, con todo, fue veraz si lo refieres a Jesucristo: «Cuando vos reinareis, Señor, si hubieren quedado algunos rastros de nuestras culpas, vos las perdonaréis y libraréis al mundo del perpetuo miedo.» Llámalos, aunque no pecados, a lo menos rastros de pecados, a los que pueden quedar aun en los más aprovechados en la virtud de la justicia por la humana flaqueza e inestabilidad de esta vida; los cuales no los quita ni sana sino el soberano Salvador, por cuyo respecto se compuso este verso; pues que nos dijo Virgilio estas palabras como si fuesen producción de su entendimiento, lo demuestra el cuarto verso de la égloga, que dice: «La santa edad postrera ya es llegada, que la Cumea sagrada había cantado»; donde aparece evidentemente que la sibila Cumea fue la autora de esta predicción. Pero los theurgos, o, por mejor decir, los demonios, que fingen especies y figuras de dioses, antes profanan que purifican el espíritu del hombre con la falsedad de sus fantasmas y con el engañoso embeleco de sus vanas formas: ¿Pues cómo han de purificar el espíritu del hombre los que tienen tan impuro y sucio el suyo? Porque si no le tuvieran de este modo, de ninguna manera se dejaran ligar con los conjuros del hombre envidioso y malintencionado, ni el mismo beneficio vano y fútil que parece habían de hacer, o de miedo le detuvieran, o con otra igual envidia le denegaran. Basta el que confieses que no puede limpiarse con purificación theúrgica el alma intelectual, esto es, nuestra mente, aunque dices que puede purgarse con semejante arte la parte espiritual, es decir, la inferior a nuestra mente y, sin embargo, confiesas que con esta arte no puede hacerse a él inmortal o eterna. Pero Jesucristo promete la vida eterna, y así concurre todo el mundo, con despecho, mas no sin admiración y terror vuestro. ¿Qué aprovecha decir lo que no pudiste negar, que van errados los hombres con la disciplina theúrgica, y que suceden a infinitos con sus ciegas y necias opiniones, siendo un error evidente acudir con nuestros votos y súplicas a los príncipes y a los ángeles? Y, por otra parte, porque no parezca que has trabajado en vano, diciendo esto vuelves a enviar los hombres a los theurgos, para que éstos purifiquen las almas espirituales de los que no viven conforme al alma intelectual.

CAPITULO XXVIII. Con qué razones ofuscado, Porfirio no pudo conocer la verdadera sabiduría, que es Jesucristo

Así que introduces a los hombres en un notable error, y no te avergüenzas de un daño tan grave profesando amor a la virtud y sabiduría; la cual, si fiel y verdaderamente amaras y profesaras, hubieras conocido a Cristo, virtud de Dios y sabiduría de Dios, y no hubieras apostatado y dejado su apreciable humildad, llevado de la vana altivez de tu vana ciencia. Sin embargo, confiesas que puede el alma espiritual purificarse con la virtud de la continencia, sin el auxilio de las ates theúrgicas y sin sus decantados sacramentos, en cuyo estudio te has molestado inútilmente, A veces dices también que después de la muerte estos sacramentos no alivian el alma; de modo que ni a la misma que llamas espiritual parece que aprovecha después de la vida presente; y, no obstante, haces una larga digresión sobre este particular, no por otro fin, a lo que creo, sino por parecer perito y práctico en semejantes futilezas, y por venderte al gusto de los aficionados a las artes ilícitas, o por excitar la curiosidad de otros excitándolos a abrazarlas, Pero es asimismo cierto lo que dices que se deben temer estas artes, o por el rigor de las leyes, o por el rigor que hay en practicarlas. Y ¡ojalá que a lo menos oigan y adopten este tu consejo los miserables y que las desamparen, porque en ellas no se aneguen y pierdan, o que por ningún pretexto se aproximen al estudio de ellas! Dices también que no se purifica con ellas la ignorancia, y, por consiguiente, tampoco se purgan muchos otros vicios, sino únicamente por el entendimiento paterno, que sabe y conoce la voluntad paterna. Y, sin embargo, no quieres creer que éste es Jesucristo, pues le desprecias por haber tomado carne humana de una mujer, y por la ignominia que padeció sufriendo muerte de cruz, hallándose efectivamente idóneo para reprender en lo superior a la soberana y suprema sabiduría con despreciarla y abatirla en lo inferior. Y, con todo, es este Señor el que realmente cumple lo que los santos profetas, con mucha verdad y espíritu divino, dijeron de él: «que había de destruir la sabiduría de los sabios, y confundir la prudencia de los prudentes», Pues no hemos de entender que destruye y condena en ellos la sabiduría que les dio, sino la que se atribuyen y arrogan a sí los que no tienen la suya. Y así, habiendo referido este testimonio profético, prosigue y dice el Apóstol: «¿Adónde está el sabio? ¿Adónde el escriba, intérprete de la ley? ¿Adónde el escudriñador de las cosas de este siglo? ¿Acaso no nos dio a entender Dios que es ignorancia la sabiduría de este mundo?» Y porque los mundanos y carnales por esta hermosísima máquina que Dios hizo con tanta sabiduría, no conocieron con su sabiduría a Dios, quiso Dios salvar los creyentes por la predicación de unos necios e ignorantes a los ojos y estimación de los hombres. Porque los judíos piden prodigios y milagros, los griegos no se contentan sino con la sabiduría que les cuadre, y nosotros, dice, predicamos a Cristo crucificado, cuya humildad escandalizó a los judíos y a los gentiles se les hizo disparate; pero los que el Espíritu Santo llamó a la fe, así de los judíos como de los griegos, advierten que esta humildad de Cristo es virtud de Dios y sabiduría de Dios, pues lo que les parece desvarío e ignorancia en Dios, que es la cruz sobrepuja a toda la fortaleza de los hombres. Esto es lo que desprecian como ignorancia e imbecilidad los que se tienen a sí mismos como sabios y fuertes. Pero ésta es la gracia que sana a los dolientes y enfermos, no a los que con soberbia se jactan de su bienaventuranza, sino a los que con humildad confiesan su verdadera miseria.

CAPÍTULO XXIX. De la encarnación de nuestro Señor Jesucristo, la cual se avergüenza de confesar la impiedad de los platónicos

Predicas al Padre y a su Hijo, a quien llamas entendimiento o mente del Padre, y al que es medio entre éstos, del cual imaginamos que entendéis que es el Espíritu Santo, y a vuestro modo los llamáis tres dioses. Sobre cuyo particular, aunque usáis de palabras no conformes al rigor de las ciencias y artes, con todo, advertís como quiera, y como por las sombras de una imaginación débil, adónde debe aspirarse; pero la encarnación del inmutable Hijo de Dios, en que consiste la salvación para que podamos llegar a alcanzar los inefables bienes que creemos o los que podemos comprender por poco que sea con la luz de nuestro entendimiento, no la queréis reconocer. Así que veis como de lejos y con, una vista caliginosa, la patria adonde debemos tener el término de nuestra carrera; pero no tenéis indagado el camino por donde se debe caminar para llegar a las eternas moradas. Sin embargo, tú mismo confiesas la gracia, pues dices que a pocos se concede el llegar a unirse con Dios por virtud de la inteligencia. No dijiste: pocos gustan o pocos quieren, sino que, diciendo a pocos se concede, sin duda confiesas la gracia de Dios, no la suficiencia del hombre. Usas también aún más expresamente el nombre de gracia, cuando, siguiendo la sentencia de Platón, tampoco pones en duda que el hombre en la vida actual de ningún modo llega a la perfección de la sabiduría; pero que a los que viven según el entendimiento, todo lo que les falta se los puede dar cumplidamente después de esta vida la providencia y gracia de Dios. ¡Oh, si hubieras conocido la gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor, y su misma encarnación con que recibió alma y cuerpo de hombre, entonces pudieras echar de ver cómo era el dechado y ejemplo sumo de la gracia: Pero ¿qué hago? Veo que en vano hablo con un muerto en cuanto hablo contigo; pero a los que tanto te estiman y aman (o por el amor de cualquiera sabiduría o por la curiosidad de las artes, que fuera más conducente el que no las aprendieras) a quienes hablo, hablando contigo, acaso no hablo en vano. La gracia de Dios no se nos pudo encomendar más graciosa y agradablemente que con hacer que el mismo Hijo único de Dios, quedándose inmutablemente en la naturaleza divina, se vistiera de la naturaleza humana, se hiciera hombre y diera al hombre esperanza de su gracia y divino amor por medio del hombre, por quien los mortales pudieran venir a unirse con aquel Señor que estaba antes tan lejos de los hombres, siendo inmortal; de los mudables, siendo inmutable; de los impíos, siendo justo; de los miserables, siendo bienaventurado. Y porque naturalmente puso en nosotros un deseo eficaz de ser bienaventurados e inmortales, quedándose el bienaventurado y haciéndose mortal por darnos lo que deseamos, padeció y nos enseñó a menospreciar y no hacer caso de lo que tenemos.
Mas para que pudieran aquietarse vuestros corazones en la inteligencia de esta verdad, era necesaria la humildad, a la cual con gran dificultad se puede persuadir a vuestra dura cerviz. Porque, ¿qué cosa increíble decimos, especialmente hablando con vosotros, que sentís algunas cosas tales, que con ellas os debéis persuadir a vosotros mismos a creer esto?, ¿qué cosa increíble, pues, os decimos, que Dios tomó alma y cuerpo humano? Vosotros atribuís tanta eficacia al alma intelectual, la cual, sin duda, es la humana, que se puede hacer consustancial a aquella mente materna que confesáis ser el Hijo de Dios. ¿Qué cosa increíble es que a una alma intelectual, por un modo inefable y singular, la tomase Dios y juntase consigo para la salud de muchos? Sabemos por la reiterada experiencia de nuestra propia naturaleza que el cuerpo se une con el alma para formar un hombre entero y cumplido, lo que si no fuera muy ordinario y usado, fuera más increíble sin duda que esto; porque mas fácilmente se debe creer que se puede juntar, aunque sea lo humano con lo divino, lo mudable con lo inmudable, el espíritu con el espíritu, o por usar de los términos que vosotros empleáis, con más facilidad puede juntarse lo incorpóreo con lo incorpóreo que lo corpóreo con lo corpóreo. ¿Por ventura os ofende el inusitado parto del cuerpo, nacido de una virgen? Tampoco esto os debe ofender, antes os debe mover a creer en Dios, viendo que el que es admirable nace admirablemente. ¿O acaso el ver que, habiendo una vez dejado el cuerpo con la muerte, habiéndole renovado y mejorado con la resurrección, le subió a los cielos incorruptible ya e inmortal? Podría ser que os resistieseis a creerlo, observando que Porfirio, en los mismos libros que escribió de Regressu animae, de los cuales he citado bastantes particularidades, enseña frecuentemente que debe huirse todo lo que es cuerpo, para que el alma pueda permanecer bienaventurada con Dios. Pero antes él en este particular debió ser corregido, especialmente sintiendo vosotros con él acerca del alma de este mundo visible y de tan ingente mole. Pues siguiendo a Platón decís que el mundo es un animal, y animal beatísimo, el cual queréis también que sea sempiterno. ¿De qué manera, ni jamás dejará el cuerpo, ni jamás carecerá de la bienaventuranza, si para que sea el alma bienaventurada debe huir de todo lo que es cuerpo? También el sol y los demás astros, no sólo confesáis en vuestros libros que son corpóreos (lo que con todos vosotros, cuantos los ven, sin duda lo confiesan), sino que con una pericia y charlatanería extraordinaria (a vuestro parecer profunda) afirmáis que estos astros son animales beatísimos, y por los cuerpos que tienen, sempiternos. ¿Cuál es, pues, la causa por que cuando os predican y persuaden la fe cristiana, entonces olvidáis o fingís que ignoráis lo que acostumbráis a leer y enseñar? ¿Qué razón hay para que por las mismas opiniones, que vosotros refutáis, no queráis ser cristianos, sino porque Cristo vino humilde, y vosotros sois soberbios? De la cualidad que han de tener los cuerpos de los santos en la resurrección (aunque se puede disputar con más sutileza y escrupulosidad entre los doctos y versados en las cristianas escrituras), en que hayan de ser sempiternos no ponemos duda alguna, como en que han de ser de la calidad que manifestó Jesucristo con el ejemplo y primicias de su resurrección. Pero de cualquiera calidad que fuesen, diciendo que han de ser totalmente incorruptibles e inmortales, y que no impedirán la alta contemplación con que el alma se fija en Dios, y confesando vosotros también que hay en los cielos cuerpos de bienaventurados para siempre, ¿qué razón hay seáis de opinión que para que seamos bienaventurados se debe huir todo lo que es cuerpo, por parecer que con algún pretexto razonable huís de la fe cristiana, si no es lo que repito, que Cristo es humilde y vosotros soberbios? ¿O acaso os corréis o avergonzáis de que os corrijan? Este vicio es característico de los espíritus soberbios. En efecto: causa pudor a los varones doctos el imaginar que los discípulos de Platón vengan a ser, al fin, discípulos de Jesucristo, quien con su divino espíritu enseñó a un pescador para que entendiese y dijese: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era en Dios, y Dios era el Verbo; esto era en el principio en Dios, todas las cosas fueron hechas por Él mismo, y sin Él nada se hizo; lo que se hizo en Él mismo era la vida, y la vida era la luz de los hombres, y la luz brillaba en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron.»
Este principio del Santo Evangelio escrito por San Juan decía un platónico (según acostumbraba a decírnoslo el santo anciano Simpliciano que después fue electo Obispo de Milán) que se debía escribir con letras de oro y colocarle en todas las Iglesias en los sitios más eminentes y distinguidos, y por eso vino a ser vilipendiado por los soberbios este divino Maestro, «porque se dignó hacerse hombre, cubrirse de nuestra carne, bajar a la tierra a vivir con nosotros, sin dejar al mismo tiempo el cielo ni salir del seno de su Padre»; de modo que no les basta a los miserables el estar dolientes y enfermos, sino que en la misma enfermedad se ensoberbecen y glorían, despreciando y aun avergonzándose de tomar la medicina con que pudieran sanar, lo cual no practican para que les den la mano y levanten, sino para que cayendo, sean más gravemente afligidos.

CAPITULO XXX. Cuántas cosas de Platón ha refutado y corregido Porfirio, no sintiendo con él

Si después de Platón se estima por una acción indigna el enmendar o corregir cualquiera doctrina, ¿por qué el mismo Porfirio le enmendó algunas opiniones, y no de poca importancia? Porque es indubitable que escribió Platón que las almas de los hombres, después de la muerte, vuelven a dar la vuelta hasta encerrarse en los cuerpos de las bestias. Esta sentencia sostuvieron su maestro Platón y Plotino, la cual, sin embargo, no agradó, y con justa causa, a su discípulo Porfirio, pues éste opinó que las almas de los hombres volvían a los cuerpos de los hombres, aunque no a los mismos que habían dejado, sino a otros distintos. Efectivamente, se ruborizó de creer la transmigración a las bestias, porque, acaso, viniendo una madre a parar con su alma en alguna mula, no viniese a traer a cuestas a su hijo, y no tuvo reparo en asentir al disparate de que viniendo una madre a dar en alguna tierna joven, acaso se casaría con su hijo. ¿Con cuánta más razón y decoro se cree lo que los santos y verdaderos ángeles nos enseñaron, lo que los profetas inspirados de Dios dijeron, lo que dijo el mismo Señor, de quien los celestiales mensajeros enviados en tiempo oportuno y anterior anunciaron que había de venir por Salvador del linaje humano, y lo que los Apóstoles, delegados del Altísimo, predicaron, extendiendo el Evangelio por todo el ámbito de la tierra; con cuánto más decoro y razón, digo, se cree que vuelvan las almas una vez a sus propios cuerpos que no el que vuelven tantas veces a diferentes cuerpos? Pero, como llevo insinuado, en gran parte se corrigió Porfirio en esta opinión, a lo menos cuando estableció como sentir suyo que las almas de los hombres sólo podían volver a recaer en los cuerpos de los hombres, no dudando dar al través con las cárceles de las bestias. Dice también que Dios, a este efecto, concedió alma al mundo, para que, viendo y conociendo los males de la materia corporal, acudiese al Padre y no estuviese por más tiempo sujeta al contagio de semejantes dolencias. Cuya opinión, aunque tiene contra sí varios inconvenientes (porque, en efecto, se dio el ánima al cuerpo para que sujetase operaciones buenas y virtuosas, pues no. conociera claramente las malas si no las hiciera), sin embargo, en aquel punto, que no es de poco momento, enmendó la opinión de los otros platónicos, confesando que el alma, purificada ya de todos los males y puesta con el Padre, no ha de volver a padecer ya más los infortunios de este mundo. Con cuya opinión, sin duda, quitó lo que dicen que es especial doctrina de Platón, que así como suceden siempre los muertos a los vivos, así los vivos a los muertos, y demuestra que es falso lo que conforme al dictamen de Platón parece que insinúa Virgilio cuando refiere que las almas purificadas iban a los Campos Elíseos (con cuyo nombre, como por fábula, parece se significan los gozos y contentos de los bienaventurados) y venían a parar en el río Letheo, esto es, en el olvido de las cosas pasadas «para que, olvidadas, vuelvan otra vez al mundo y empiecen de nuevo a desear volver a nuevos cuerpos». Con razón descontentó esta sentencia a Porfirio, porque, en realidad de verdad, es desvarío creer que las almas (desde aquella vida, no puede ser bienaventurada sí o es estando cierta de su eternidad) deseen el contagio de los cuerpos corruptibles, y que de allí vuelvan a ellos como si la suma pureza o purificación hiciera que vuelvan a, buscar, la inmundicia. Porque si el purificarse perfectamente hace que se olviden de todos los males, y el olvido de los infortunios causa deseo de los cuerpos en los que han de volver a contaminarse con los males, sin duda que la suma felicidad será causa de la infelicidad, y la perfectísima sabiduría causa de la ignorancia, Y la suma pureza causa de la inmundicia. Ni el alma será allí realmente bienaventurada durante el tiempo que residiere en aquel lugar donde es indispensable que viva engañada, para que sea eternamente feliz. Porque no será bienaventurada si no estuviere segura, y para que esté segura, falsamente ha de entender que siempre ha de ser bienaventurada, pues alguna vez ha de venir a ser miserable. ¿Y a quién da ocasión de gozo la falsa proposición como gozara con la verdad? Advirtió este inconveniente Porfirio, y por eso dijo que el alma purificada volvía al Padre para no tornar ya, mas a sujetarse al contagio de los malos.
Por estos justificados motivos me persuado que, falsamente creyeron algunos platónicos ser como necesario aquel círculo y revolución de unas cosas en otras. Lo cual, aun cuando fuera cierto, ¿de qué podría aprovechar el saberlo; a no ser que acaso por este motivo los platónicos se atreviesen a anteponérsenos en la doctrina, pues nosotros ignorábamos en la vida actual lo que ellos en la otra que es mejor estando purificados sobremanera, y siendo tan sabios no habían de conocer, y creyendo lo falso habían de ser bienaventurados? Lo cual, si es un absurdo y desvarío, seguramente que debe preferirse la opinión de Porfirio a la de los que imaginaron los círculos y revoluciones de las almas con la perpetua alternativa de la bienaventuranza y de la miseria. Y si esto es así, ved cómo un platónico disiente de Platón, sintiendo con más cordura; ved cómo observó éste lo que otro no advirtió, y, sin embargo de ser un maestro tan afamado, no rehusó corregir su dictamen, anteponiendo la verdad al respeto debido a la persona.

CAPITULO XXXI. Contra el argumento de los platónicos con que pretenden probar que el alma es coeterna a Dios

¿Por qué causa no creemos antes a Dios en las cosas que no podemos penetrar ni rastrear con las luces del humano ingenio, diciéndonos el mismo filósofo que aun la misma alma no es coeterna a Dios, sino que fue criada la que no tenía antes ser? Pues para no querer creer esto los platónicos, les parecía que tenían una causa idónea y suficiente, diciendo que lo que no había sido antes en todos los tiempos, después no podía ser sempiterno, aunque del mundo y de los dioses, que escribe Platón haber criado Dios en el mundo, diga expresamente que comenzaron a ser, que tuvieron principio, y, sin embargo, no han de tener fin, sino que por la poderosa voluntad de su Criador han de permanecer para siempre. Pero encontraron modo de entender esta frase diciendo que ese principio no es de tiempo, sino de sustitución. Porque así como dicen ellos, si un pie estuviese desde la eternidad siempre en el polvo, en todos los tiempos estaría debajo de él, su huella, la cual ninguno podría dudar que la hizo el que la pisa, ni lo uno sería primero que lo otro, aunque lo uno fuese formado por el otro; así, dicen, también el mundo y los dioses que fueron criados en él existieron siempre, habiendo existido en todos los tiempos el que los hizo, y con todo, fueron hechos. Pregunto, pues: ¿si el alma existió siempre, hemos de decir también que existió siempre su miseria? Y si comenzó en ella alguna operación en el tiempo que fuese ob aeterno, ¿por qué no pudo ser que ella comenzase a existir en el tiempo, sin que antes hubiese sido? Y más, que la bienaventuranza de ésta, que después de la experiencia de los males ha de ser más firme y constante y ha de durar para siempre, como este filósofo lo confiesa, sin duda que principió en el tiempo, y, sin embargo, ¿será para siempre sin haber sido antes? Así que todo el argumento con el cual entienden que nada puede ser sin fin de tiempo, si no es lo que no tiene principio de tiempo, queda deshecho, porque hemos hallado la bienaventuranza del alma, la cual, habiendo tenido principio de tiempo, no tendrá fin de tiempo. Por lo cual ríndase la humana flaqueza a la autoridad divina, y sobre la verdadera religión creamos a los bienaventurados e inmortales, que no desean para sí la honra que saben se debe a su Dios, que lo es también nuestro; ni mandan que hagamos sacrificios, sino sólo a aquel cuyo sacrificio debemos ser nosotros con ellos, como muchas veces lo he referido, y se debe decir frecuentemente; para que nos ofrezca a aquel sacerdote que (en la naturaleza humana que tomó, según la cual quiso también ser sacerdote) se dignó ser por nosotros sacrificio hasta morir.

CAPITULO XXXII. Del camino general para libertar el alma, el cual, buscándole mal, no le encontró Porfirio, y lo descubrió solamente la gracia cristiana

Esta es la religión que contiene el camino general para libertar el alma, pues por ningún otro camino, sino por éste, puede alcanzar su libertad, porque éste es en algún modo el camino real que solamente conduce al reino, al que está inconstante y vacilando con el encumbramiento temporal, sino al que está firme y seguro con la firmeza de la eternidad. Y cuando dice Porfirio en el libro I de Regressu animae, cerca del fin, que no está recibida aún alguna secta o doctrina que demuestre un camino general para librar el alma, ni por la vía de alguna filosofía cierta, ni por la costumbres ni disciplina de los indios, ni por la inducción de los caldeos, ni por algún otro camino, y que aún no ha llegado a su noticia este camino por medio de historia alguna, sin duda confiesa que hay alguno, pero que aún no ha llegado a su noticia. De modo que no le bastó todo cuanto con la mayor diligencia había estudiado y aprendido en razón de librar el alma, y lo que a él le parecía o, por mejor decir, parecía a otros que trataba. Porque advertía que todavía le faltaba alguna grande y prestante autoridad, que debía seguir sobre negocio tan importante. Y cuando dice que ni por la vía de una filosofía verdadera había llegado a su noticia secta alguna que enseñe y manifieste el camino general para libertar el alma, bastantemente a lo que entiendo muestra, o que aquella filosofía, en que él había estudiado y filosofado no era la verdadera, o que en ella no estaba o se hallaba tal camino. ¿Y cómo puede ser ya verdadera la filosofía donde no se halla este camino? Porque, ¿qué otro camino general hay para libertar el alma sino aquel mismo por donde se libran todas las almas, y, por consiguiente, sin el cual ninguna alma se libra? Y cuanto añade y dice que ni por las costumbres y disciplina de los indios, ni por la inducción de los caldeos, ni por algún otro camino, claramente confiesa que este camino general para librar el alma no está en lo que había hallado en los indios y en los caldeos, y no pudo remitir al silencio el que había consultado los oráculos divinos de los caldeos, de quienes hace mención ordinaria y continuamente ¿Qué camino general, pues, para libertar el alma quiere dar a entender que no había aún hallado ni en alguna filosofía verdadera ni en las doctrinas de las naciones que se tenían y estimaban como grandes y cultas en las materias de la religión, porque prevaleció entre ellas la curiosidad de querer y conocer y adorar cualesquiera ángeles, del cual camino la historia no le había aún suministrado noticia? ¿Y cuál es ese camino general sino el que no es propio y peculiar de cada nación, y nos le dio Dios para que fuese común generalmente a todas las gentes? El cual, que exista, este filósofo de más que mediano ingenio, a lo menos no pone duda. Porque no cree que la divina Providencia pudo dejar al, linaje humano sin este camino general para libertar el alma; porque no dice que no le hay, sino que este bien tan singular y este auxilio tan poderoso no está aun recibido, no ha llegado todavía a su noticia, y no es maravilla, porque Porfirio vivió en tiempo en que este universal camino, dirigido a eximir el alma de su última ruina (que no es otro que la religión cristiana), permitía Dios que fuese combatido y perseguido por los, gentiles que adoraban a los demonios, y por los reyes y príncipes de la tierra, a fin de establecer y consagrar el número de los mártires, esto es, de los testigos de la verdad, para demostrarnos por ellos que por la fe de la religión y testimonio de la verdad debemos tolerar y padecer todos los males y penurias corporales. Advertía esto Porfirio e imaginaba que con semejantes persecuciones había de extinguirse y perecer bien presto este camino, y que por eso no era el general para libertar el alma, no entendiendo que lo que a él le movía, y lo que temía padecer si lo escogiera, era para mayor confirmación y para más firme recomendación y aprobación suya.
Esta es la única senda para librar el alma, ésta es la que Dios por su misericordia concedió generalmente a todas las naciones, cuya noticia a algunos ha llegado y a otros llegará, sin que pueda decir ¿por qué ahora y por qué tan tarde?, pues a los consejos y altas ideas del que la envía no puede darle alcance la flaqueza del humano ingenio. Lo cual sintió del mismo modo este filósofo cuando dijo que aún no se había recibido este don de Dios, y que no había llegado a su noticia, mas no por eso probó que no era verdadero, porque aún no le había recibido en su fe o no había llegado todavía a su noticia. Este es, digo, el camino general para librar y salvar a los creyentes, del cual tuvo noticia fiel Abraham, mediante el divino oráculo: «En tu descendencia alcanzarán la bendición todas las gentes.> ,Quien, aunque fue de nación caldeo, no obstante, para que pudiese alcanzar semejantes promesas, y por él se propagase y dilatase su generación, <dispuesta por los ángeles en virtud del Mediador»; en cuya descendencia estuviese este camino general para librar el alma, esto es el que Dios concedió a todas las naciones, le mandó Dios salir de su tierra de entre sus parientes y de la casa de su padre. Entonces Abraham, siendo el primero que fue libertado de las supersticiones de los caldeos, siguió y adoró a un solo Dios verdadero, a quien creyó fielmente cuando le hizo sus divinas promesas. Este es el camino general, del cual hablando el rey profeta, David, dice: «Dios haya misericordia de nosotros, bendíganos e ilústrenos con la luz de su divino rostro, y tenga misericordia de nosotros para que conozcamos, Señor, en la tierra tu camino, y en todas las gentes tu salud». Y así, después, al cabo de tanto tiempo, habiendo ya tomado carne de la descendencia de Abraham, dice el Salvador, de sí mismo: <Yo soy el camino, la verdad y la vida.» Este es el camino general, de quien con tanta anterioridad de tiempo estaba profetizado: «Estará en aquellos últimos días manifiesto y, aparejado el monte, de la casa del Señor en la cumbre de los montes, y sobrepujará todos los collados, acudirán a él muchas naciones, y dirán: venid y subamos al monte del Señor y a la casa del Señor, Dios de Jacob, y os anunciará su camino, y andaremos por él, porque ha de salir de Sión la ley, y de Jerusalén la palabra del Señor.» Así que este camino no es peculiar a una sola nación, sino generalmente a todas. La ley y la palabra del Señor no paró en Sión y en Jerusalén, sino que salió de allí para derramarse por todo, el mundo. Y así, el mismo Medianero, después de su Resurrección, estando medrosos sus discípulos, les dijo: «Era necesario que se cumpliera todo lo que está escrito de mí en la ley, en los profetas y en los salmos.» Entonces les abrió los ojos del entendimiento para que entendiesen las Escrituras, y les dijo cómo fue necesario que Cristo padeciese y resucitase al tercero día de entre los muertos, y que por todas las gentes se predicase en su nombre la penitencia y remisión de los pecados, empezando desde Jerusalén. Este es el camino general para librar el alma que nos significaron y publicaron los santos ángeles y los santos profetas; lo primero entre unos pocos hombres que bailaron cuando pidieron la gracia de Dios, y especialmente entre la nación hebrea, cuya sagrada República era en algún modo como una profecía y significación de la Ciudad de Dios, que se había de juntar y componer de todas las naciones; nos lo significaron, digo, con el Tabernáculo, con el templo, con el sacerdocio y con los sacrificios, y nos lo profetizaron con algunas expresiones claras y manifiestas, aunque las más veces místicas; pero habiendo ya encarnado y venido en persona el mismo Medianero, y sus santos Apóstoles descubriéndonos ya la gracia del Nuevo Testamento comenzaron a manifestar y enseñar aún más evidentemente todo lo que estaba ya significado con más oscuridad en los tiempos pasados, según la distribución del tiempo y edades del linaje humano, conforme a lo que quiso ordenar y disponer la divina sabiduría, obrando Dios en confirmación de ello muchos portentos y señales maravillosas, de las cuales he referido ya algunas. Porque no sólo se vieron ángeles y se oyeron hablar los ministros del cielo, sino que también los hombres siervos de Dios, con sola su fe sencilla, lanzaron los espíritus inmundos de los cuerpos y sentidos humanos, sanaron los defectos y enfermedades corporales; las bestias de la tierra y del agua, las aves del cielo, los árboles, elementos y estrellas obedecieron la divina palabra, cedieron los infiernos, resucitaron los muertos, sin contar los milagros propios y peculiares del mismo Salvador, especialmente el de su Nacimiento y Resurrección, de los cuales, en el primero, nos mostró claramente el misterio de la virginidad de su Madre, y en el segundo, un ejemplo de los que al fin han de resucitar. Este es el camino que limpia y purifica a todo hombre, y le dispone, siendo mortal, por todas las partes de que consta, a la inmortalidad. Pues para que no fuese necesario buscar una purificación para la parte que llama Porfirio intelectual, y otra para la que llama espiritual, y otra para el mismo cuerpo, por eso se vistió de todo el verdadero y poderoso Purificador y Salvador. Fuera de este camino, el cual nunca faltó al, género humano, ya cuando se predicaba que habían de suceder estos prodigios, ya cuando nos predican que han sucedido, nadie se libró, nadie se libra, nadie se librará.
Sobre lo que dice Porfirio que no ha llegado aún a su noticia por medio de alguna historia el camino general para libertar el alma, ¿qué puede haber más ilustre que esta historia que con tan relevante autoridad se ha divulgado por todo el mundo? ¿O cuál más fiel o verdadero, donde de tal modo se refieren los sucesos pasados, que se dicen también los futuros, de los cuales vemos muchos cumplidos, y los que restan esperamos también, sin duda, que se cumplirán? Porque no puede Porfirio ni otros cualesquiera platónicos, aun por lo tocante a este camino, despreciar la adivinación o predicción como cosas terrenas y que pertenecen a esta vida mortal como con razón hacen con otros vaticinios y predicaciones de cualesquiera asunto y arte. Pues aseguran que estas adivinaciones no fueron de hombres ilustrados, y que no debe hacerse caso de ellas, y dicen bien. Porque se efectúan, o por el conocimiento que se tiene de las causas inferiores, así como por el arte de la medicina, por medió de algunas señales antecedentes se pronostican varios sucesos que han de sobrevenir al enfermo, o los espíritus inmundos adivinan las cosas que tiene ya trazadas y dispuestas, y en los corazones y gusto de los impíos hacen que a lo hecho cuadre y corresponda lo dicho, o a lo dicho, lo hecho, para adquirir de algún modo derecho y acción en la imbécil materia de la humana fragilidad. Pero los varones santos que se dirigieron por este camino general, por donde se libran las almas, no procuraron profetizar semejantes sucesos como grandes, aunque no los ignorasen y los dijesen muchas veces para hacerlos creer que no debía estimarse ni dar a entender el sentido humano ni hacer después con facilidad la experiencia de ellos. Pero otras obras eran verdaderamente grandes y divinas, las cuales, según se les permitía, conocida la divina voluntad, anunciaron que habían de suceder. Porque la venida de Jesucristo hecho hombre, y todo lo que por este gran Señor claramente sucedió y se cumplió en su nombre, la penitencia de los hombres y la conversión de sus voluntades a Dios, la remisión de los pecados y la gracia de la justicia, la fe de los piadosos y justos, y la multitud que por todo el mundo había de creer en el verdadero Dios, la ruina y destrucción del culto de los ídolos y demonios, y el ejercicio con las tentaciones, la purgación de los aprovechados y la liberación de todo mal; el día del juicio, la resurrección de los muertos, la eterna condenación de los impíos y el reino eterno de la gloriosísima Ciudad de Dios que goza inmortalmente de su vista, todo está dicho y prometido en las Escrituras, hablando de este verdadero camino, del que vemos tantas cosas cumplidas, que piadosamente creemos que han de suceder así las demás. Y que la rectitud de este camino que nos conduce directamente hasta ver a Dios y unirnos con Él eternamente está depositada en el archivo santo de la divina Escritura, con la misma verdad que se predica y afirma en ella; todos los que no lo creen, y por eso no lo entienden, pueden combatirlo pero no expugnarlo.
Por lo que en estos diez libros, aunque menos de lo que esperaban algunos de mí, no obstante, he satisfecho el deseo de otros, cuanto ha sido servido de ayudarme el verdadero Dios y Señor, refutando las contradicciones de los impíos, que al Autor de la Santísima Ciudad, de la cual nos propusimos tratar, prefieren sus dioses. En los cinco primeros de estos diez libros escribo contra los que piensan que deben adorarse los dioses por los bienes de, esta tierra, y en los otros cinco, contra los que entienden que debe conservarse el culto de los dioses por la vida que ha de haber después de la muerte. Así que de aquí adelanté, como lo prometí en el libro I, con el favor de Dios, trataré lo que me pareciese necesario acerca del nacimiento, progreso y debidos fines de las dos Ciudades que dije que en el presente siglo andaban mezcladas y unidas una con otra.