La ciudad de Dios/VIII
Libro Octavo.
Dioses De La Teología Natural de Varrón
CAPÍTULO PRIMERO. Sobre la cuestión de la teología natural que ésta se ha de averiguar con filósofos más excelentes y sabios
CAPITULO II. De los dos géneros de filósofos, esto es del itálico y jónico y de sus autores
CAPITULO III. De la doctrina de Sócrates
CAPITULO IV. De Platón, que fue el principal entre los discípulos de Sócrates, y dividió toda la Filosofía en tres partes
CAPITULO V. Que de la teología se debe disputar principalmente con los platónicos, cuya opinión se debe preferir a los dogmas y sectas de todos los filósofos
CAPITULO VI. De lo que sintieron los platónicos en la parte de la Filosofía que se llama física
CAPITULO VII. Por cuanto, más aventajados que los demás, deben tenerse los platónicos en La lógica, esto es, en la filosofía racional
CAPITULO VIII. Que también en la filosofía moral tienen el primer lugar los platónicos
CAPITULO IX. De la filosofía que más se acercó a la verdad de la fe católica
CAPITULO X. Excelencia del cristianismo religioso entre todas las teorías filosóficas
CAPITULO XI. De dónde pudo Platón alcanzar aquella noticia con que tanto se acercó a la doctrina cristiana
CAPITULO XII. Que también los platónicos, aunque sintieron bien de un solo Dios verdadero, con todo, fueron de parecer que debían adorarse muchos dioses
CAPITULO XIII. De la sentencia de Platón, en que establece que los dioses no son sino buenos y amigos de las virtudes
CAPITULO XIV. De la opinión de los que dicen que las almas racionales son de tres clases, a saber: las que hay en los dioses celestiales, en los demonios aéreos y en los hombres terrenos
CAPITULO XV. Que ni por razón de los cuerpos aéreos, ni por habitar en lugar superior, se aventajaban los demonios a los hombres
CAPITULO XVI. Lo que sintió Apuleyo platónico de las costumbres de los demonios
CAPITULO XVII. Si es razón que el hombre adore aquellos espíritus de cuyos vicios le conviene librarse
CAPITULO XVIII. Qué tal sea la religión que enseña que los hombres, para encaminarse a los dioses buenos, deben aprovecharse del patrocinio o intercesión de los demonios
CAPITULO XIX. De la impiedad del arte mágica, la cual se funda en el patrocinio de los malignos espíritus
CAPITULO XX. Si se debe creer que los dioses buenos de mejor gana se comunican con los demonios que con los hombres
CAPITULO XXI. Si los dioses se aprovechan de los demonios para que les sirvan de mensajeros e intérpretes, y si ignoran que los engañan o quieren ser engañados por ellos
CAPITULO XXII. Que se debe dejar el culto de los demonios contra Apuleyo
CAPITULO XXIII. Lo que sintió Hermes Trimegisto de la idolatría, y de dónde pudo saber que se habían de suprimir las supersticiones de Egipto
CAPITULO XXIV. Cómo Hermes claramente confesó el error de sus padres y, con todo, le pesó que hubiese de desaparecer
CAPITULO XXV. De la comunicación que puede haber entre los santos ángeles y los hombres
CAPITULO XXVI. Que toda la religión de los paganos se empleó y resumió en adorar hombres muertos
CAPITULO XXVII. Del modo con que los cristianos honran a los mártires
CAPÍTULO PRIMERO. Sobre la cuestión de la teología natural que ésta se ha de averiguar con filósofos más excelentes y sabios
Ahora es preciso procedamos con circunspección y escrupulosidad en la resolución y explicación de las cuestiones tratadas en los libros anteriores; pues hemos de hablar de la teología natural no con cualquiera especie de personas (porque no es novelesca ni civil, esto es, teatral o urbana, que la una alaba las culpas de los dioses y la otra descubre sus apetitos más abominables, y, por consiguiente, deseos de espíritus malignos antes que de dioses), sino con filósofos cuyo nombre en latín significa «amantes de la sabiduría»”, y si la verdadera sabiduría es Dios, que crió todas las cosas conforme a lo que le enseñó la autoridad divina y la misma verdad, el verdadero filósofo es el que ama a Dios; mas no hallándose la Filosofía en todos los que se precian de este glorioso dictado (porque no son ciertamente amadores de la verdadera sabiduría todos los que se llaman filósofos), necesitamos escoger entre todos aquellos de cuyas opiniones, hemos podido tener noticia por la lectura de los libros, con quienes muy al caso podamos tratar de esta materia; porque no pretendo en esta obra refutar todas las opiniones vanas de todos los filósofos, sino solamente las que se refieren a la Teología (expresión griega que sabemos significa los conocimientos que tenemos de Dios), y éstos no los de todos, sino únicamente los de aquellos que, aunque conceden que hay Dios, y que cuida y vigila sobre las cosas humanas, con todo, imaginan que no es suficiente el culto y religión de un solo Dios inmutable para conseguir una vida bienaventurada más allá de la muerte sino que a este efecto Aquel que es uno crió e instituyó muchos para que los adorásemos. Estos ya dejan muy atrás la opinión de Varrón y se aproximan más a la verdad; porque él sólo pudo abarcar en su teología natural el mundo o su alma; pero éstos sobre toda la naturaleza del alma confiesan que hay Dios, que hizo no sólo este mundo visible, que ordinariamente se comprende bajo el nombre de cielo y tierra, sino también todas cuantas almas hay, y que a la racional e intelectual, cual es el alma del hombre, con la participación y comunicación de su luz inmutable incorpórea, la hace bienaventurada y dichosa, y ninguno que, haya leído este punto con alguna reflexión ignora que estos filósofos son los que llamamos platónicos, derivando su nombre del de su maestro Platón.
CAPITULO II. De los dos géneros de filósofos, esto es del itálico y jónico y de sus autores
De Platón, brevemente tocaré lo que me pareciese necesario para la presente cuestión, refiriendo primero los que en la profesión de las mismas letras le precedieron. Por lo que se refiere a la literatura griega, que es el idioma que se tiene por más ilustre entre los demás de los gentiles, de dos sectas de filósofos se hace en ella mención. La una, llamada itálica, por aquella parte de Italia que, antiguamente se llamó Magna Grecia. La otra, jónica, en las tierras que ahora se llaman Grecia. La itálica tuvo por su autor, y corifeo a Pitágoras Samio, de quien, según es fama, tuvo principio el nombre de Filosofía, porque llamándose antes sabios los que en algún modo parecía que se aventajaban a los otros con el buen ejemplo de su vida, preguntado éste qué facultad era la que profesaba, respondió que era filósofo, esto es, estudioso y aficionado a la sabiduría, pues el manifestarse por sabio parecía acción muy arrogante y altanera El príncipe y jefe de la secta jónica fue Thales Milesio, uno de aquellos siete que llamaron sabios. Los seis se diferenciaban y distinguían entre sí en la forma de su profesión y en ciertos preceptos acomodados para vivir bien; pero Thales fue tan excelente y aventajado, que habiendo inquirido y examinado menudamente la naturaleza y puesto por escrito sus disputas, dejó sucesores de su doctrina, y fue admirable, especialmente porque habiendo comprendido el movimiento de los astros, llegó a saber pronosticar los eclipses del Sol y de la Luna. Sin embargo, creyó que el agua era principio de todas las cosas, y que de ella recibían su existencia todos los elementos del mundo, y el mismo mundo y cuanto en él nace, no atribuyendo a la mente divina nada de esta obra que, observada la estructura del mundo, aparece tan admirable. A éste sucedió Anaximandro, su discípulo, y mudó de opinión en cuanto a la naturaleza de las cosas, porque le pareció que no nacían, o se producían, cómo defendía Thales, del agua, sino que cada cosa debía su origen a sus peculiares principios; los cuales sostuvo que eran infinitos y que engendraban infinitos mundos y todo cuanto en ellos nacía, y que estos mundos unas veces se disolvían y otras renacían tanto cuanto cada uno pudo durar en su tiempo, sin atribuir tampoco en estas obras del Universo algún poder o influencia a la mente divina. Este dejó a Anaxímenes por su discípulo y sucesor, quien atribuyó todas las cosas naturales al aire infinito; no negó los dioses ni los pasó en silencio, mas no creyó que ellos hubiesen criado el aire, sino que del aire nacieron ellos. Anaxágoras, discípulo de éste, fue de dictamen que la mente divina era la que hacía todas las cosas que vemos, y dijo que todas las cosas, según sus tamaños y especies propias, se hacían de la materia infinita, que consta de partes semejantes u homogénea pero todas por mano de la mente divina. Asimismo Diógenes, otro discípulo de Anaxímenes, enseñó que el aire era la materia de todas las cosas, de la cual se hacían y formaban; pero que al mismo tiempo participaba de la mente divina, sin la cual nada se podía hacer de él. Sucedió a Anaxágoras su discípulo Arquelao, quien igualmente opinó que de tal modo constaban todas las cosas de aquellas partículas entre sí semejantes u homogéneas de que formaban, que aseguraba tenían también mente, la cual, uniendo o disolviendo los cuerpos eternos, esto es, aquellas partículas, hacía todas las cosas. Discípulo de éste dicen que fue Sócrates, maestro de Platón, por quien hemos referido brevemente todo lo dicho.
CAPITULO III. De la doctrina de Sócrates
Escriben algunos que Sócrates fue el primero que acomodó y dirigió toda la Filosofía al loable objeto de corregir y arreglar las costumbres, habiendo empleado sus penosas tareas literarias los filósofos que le precedieron precisamente en el estudio y contemplación de las cosas físicas, esto es, naturales, dejando a un lado la de las morales, tan interesantes como necesarias al bien de la sociedad; pero no me parece fácil averiguar si Sócrates adoptó este medio por estar íntimamente penetrado y enfadado de la oscuridad e incertidumbre de las cosas, y por este motivo se aplicó a estudiar algún objeto claro y cierto que fuese necesario para la consecución de la vida eterna y feliz, por sola la cual parece se desveló y trabajó con más industria que todos los filósofos, o, como algunos sospechan, pensando más benignamente de él, no quería que ánimos contaminados por los apetitos y desórdenes terrenos presumiesen extenderse a las cosas divinas. Pues advertía que andaban solícitos inquiriendo las causas de las cosas, y como las primeras y principales entendía que no dependían sino de la voluntad de un solo Dios verdadero, le parecía que no se podían comprender sino con ánimo puro y sencillo, y por eso se debía trabajar en purificar la vida con buenas costumbres, para que, descargado y libre el ánimo de los apetitos que le oprimían, con su vigor natural se elevase a la contemplación de las cosas eternas, y con la limpieza y pureza de la inteligencia pudiese ver la naturaleza de la luz incorpórea e inmutable, adonde con firme estabilidad viven las causas de todas las naturalezas criadas. Sin embargo, consta que con la admirable gracia y agudísimo donaire que tenía en disputar, aun en las mismas cuestiones morales, a las que parecía había aplicado todo su entendimiento, notó y dio la vaya a los necios e ignorantes que presumen saber mucho, confesando su ignorancia o disimulando su ciencia. Por lo cual, habiéndose ganado enemigos que le imputaron calumniosamente una fea criminalidad, fue condenado y muerto, aunque después la misma ciudad de Atenas, que públicamente le había condenado, públicamente le lloró, revolviendo la indignación del pueblo contra los dos sujetos que le acusaron, de forma que el uno pereció a manos del furioso pueblo, y el otro se, libertó de igual infortunio desterrándose voluntariamente para siempre. Sócrates, pues, tan famoso e insigne en vida y muerte, dejó muchos discípulos que siguieron su doctrina, cuyo estudio principalmente se ocupó en las controversias y doctrinas morales, donde se trata del sumo bien, sin el cual el hombre no puede ser dichoso ni bienaventurado. Mas como este bien no le hallasen clara y evidentemente en los escritos y disputas de Sócrates, pues afirma por una parte lo que destruye por otra, tomaron de allí lo que cada uno quiso y colocaron el fin del sumo bien donde a cada uno le pareció o con el objeto que más le agradó. Llaman fin del bien aquel que, alcanzando, hace al que lo posee bienaventurado y feliz, y fueron tan diversos los pareceres y opiniones que tuvieron los socráticos acerca de este último fin (apenas se puede creer que pudiese haber tantos entre discípulos de un mismo maestro), que algunos dijeron que el deleite era el sumo bien, como Aristipo; otros, que la virtud, como Antístenes, y de esta manera otros muchos tuvieron otras y diferentes opiniones, que seria cosa larga referirlas todas.
CAPITULO IV. De Platón, que fue el principal entre los discípulos de Sócrates, y dividió toda la Filosofía en tres partes
Entre los discípulos de Sócrates, no sin justa razón floreció con nombre y gloria tan excelente Platón, que oscureció la de todos los demás. Ateniense de sangre y de familia ilustre, aventajando con su maravilloso ingenio a todos sus condiscípulos, con todo, desestimando su caudal y pareciéndole que ni éste ni la doctrina de Sócrates era bastante para llegar a perfeccionarse en el estudio de la Filosofía, dio en peregrinar por cuantos países le fue posible, acudiendo a todas partes donde le convidaba la fama de que podía aprender a instruirse en alguna ciencia útil y singular. Así aprendió en Egipto toda la literatura que allí se apreciaba como grande y se enseñaba, de donde, navegando hacia las regiones de Italia, en la que era célebre y famoso el nombre de los pitagóricos, comprendió fácilmente todo lo que entonces florecía de la Filosofía itálica, oyendo a los demás eminentes doctores que había entre ellos. Amando como amaba sobre todos a su maestro Sócrates, le introduce casi en todos sus diálogos, haciéndole autor, y que diga aun lo mismo que Platón había aprendido de otros, o lo que él, con cuanta inteligencia pudo, había conseguido, mezclándolo todo y sazonándolo con la sal, donaire y disputas de su maestro. Así pues, consistiendo el estudio de la Sabiduría en la acción y contemplación, de modo que una parte puede llamarse activa y la otra contemplativa (la activa concerniente al modo de pasar la vida, esto es, de arreglar las costumbres, y la contemplativa, a la meditación de las causas naturales y contemplación de la verdad sincera), de Sócrates dicen que se señaló en la activa, y de Pitágoras que se dedicó más a la contemplación, empleando en ella todo cuanto pudo las fuerzas de su entendimiento, y por eso elogian a Platón, porque, abrazando y uniendo lo uno en lo otro, puso en su perfección la Filosofía, la que distribuye en tres partes. La primera es la moral, la cual principalmente consiste en la acción; la segunda es la natural, que se ocupa en la contemplación; la tercera es la racional, que distingue lo verdadero de lo falso, la cual, aunque sea necesaria para la una y para la otra, esto es para la acción y contemplación, sin embargo, a la contemplación es a quien principalmente toca averiguar y descubrir la verdad. Por eso esta división tripartita no es contraria a la división según la cual toda la sabiduría consiste en la acción y contemplación. Pero ¿qué sintió Platón de estas cosas o de cada una de ellas, esto es, dónde entendió o creyó que estaba el fin de todas las acciones? ¿Dónde la causa de todas las naturalezas? ¿Dónde la luz de todas las razones? Imagino que sería asunto largo el declararlo, y que no es bueno tampoco afirmarlo temerariamente. Porque, como procura guardar el estilo conocido de disimular lo que sabe o lo que siente, propio de su maestro Sócrates, a quien introduce en sus libros disputando, y a él le agradó igualmente este estilo, sucede que aun en asuntos graves tampoco se puedan echar de ver fácilmente las opiniones del mismo Platón. Mas de lo que se lee en sus escritos, o de lo que dijo, o de lo que refiere que otros pensaron y a él le agradó, importan que refiramos algunas particularidades y las pongamos en esta obra, ya sean en favor de la verdadera religión, que es la que profesa y defiende nuestra fe, o ya parezca que le son contrarias por lo tocante a la cuestión de un solo Dios y de muchos, el cual nos afirma y enseña que se debe adorar la doctrina de la religión católica, por la vida que después de la muerte ha de ser verdaderamente bienaventurada. Acaso los que se celebran y tienen fama que con más agudeza y verdad entendieron y siguieron a Platón como al más famoso y excelente entre los demás filósofos gentiles, acerca de Dios sienten y opinan claramente que en él se halla la causa de la humana subsistencia, la razón de la inteligencia y el orden de la vida; cuyos atributos es sabido pertenecen, el uno, a la parte natural; el segundo, a la racional, y el tercero, a la moral. Pues si el hombre fue criado tal, como por la cualidad que en él es la más excelente de todas, y le hace superior a todos los entes, alcance lo que excede a cuantas dichas y felicidades pueden conseguirse; esto es, el conocimiento y visión beatífica de un solo Dios verdadero, sumamente bueno, justo y omnipotente, sin el cual no hay naturaleza que pueda subsistir por sí, ni doctrina que nos alumbre, ni costumbre que nos convenga, búsquese, pues, a este gran Dios en quien tendremos nuestra felicidad segura, sígase a este mismo en quien todos lo tenemos cierto, y ámese de corazón a éste, en quien todo lo tendremos bueno.
CAPITULO V. Que de la teología se debe disputar principalmente con los platónicos, cuya opinión se debe preferir a los dogmas y sectas de todos los filósofos
Si, pues, Platón dijo que el sabio era el verdadero imitador, conocedor y amador de este gran Dios, con cuya participación es feliz y bienaventurado, ¿qué necesidad hay de examinar los demás filósofos, si ninguno de ellos se aproximó tanto a nosotros como los platónicos? Seguramente debe ceder a éstos no sólo la teología fabulosa, que con los crímenes de los dioses divierte y deleita a los impíos, e igualmente la civil, en la cual los impuros y obscenos demonios, con el dictado pomposo de dioses, seduciendo con engaños a los hombres entregados a los placeres de la tierra, quisieron tener los errores humanos por sus honores divinos, y para que viesen ocularmente en los juegos sus abominables culpas, tuvieron a sus falsos adoradores por ecónomos y directores de sus vanidades, pues por medio de ellos despertaban y excitaban con aquella profesión soez e inmunda a otros menos cantos a ejercer su culto y devoción, y de los mismos espectadores tomaban y establecían para sí otros juegos más deleitables. Así que si se ejecuta alguna acción en sus templos que tenga visos de honesta, se lustra y mancilla mezclándose con la torpeza y profanidad de los teatros, y todas las obscenidades que se ejecutan en las escenas son loables comparada con ellas la deshonestidad y torpeza de los templos. Ceda también a estos filósofos todo cuanto Varrón interpretó sobre estos misterios, acomodándolos al cielo y a la tierra, a las semillas y producción de cosas mortales y corruptibles, pues ni se significan con aquellos vanos ritos las cosas que él pretende insinuar y dar a entender, por lo cual la verdad no va asociada del mismo influjo que él supone, ni aun cuando lo manifestara realmente; sin embargo, el alma racional no debía adorar como a su Dios a objetos que en el orden natural le son inferiores, ni había de tener y preferir como deidades a unos entes inanimados, sobre quienes el verdadero Dios la prefirió y antepuso Cédales asimismo toda la doctrina concerniente a este punto, que Numa Pompilio procuró esconder, sepultándola consigo mismo, y descubriéndola el arado la mandó quemar el Senado. En este género podemos incluir igualmente, sólo por sentir con humanidad y rectitud de la conducta de Numa, todo cuanto escribe Alejandro de Macedonia a su madre, que le descubrió y confió León, gran sacerdote y ministro de los divinos misterios de los egipcios, en cuyo escrito no sólo Pico y Fauno, Eneas y Rómulo, y aun Hércules, Esculapio y Baco, hijo de Semele, los hermanos Tindaridas y otros mortales se tienen y están comprendidos en el catálogo de los dioses, sino también los mismos dioses principales que designaron sus antepasados, a quienes sin nombrar parece que los apunta Cicerón en sus Cuestiones Tusculanas, Júpiter, Juno, Saturno, Vulcano, Vesta y otros muchos que procura Varrón referir a las partes y elementos del mundo, de quienes se hace ver sin la menor ambigüedad que fueron hombres. Porque temiendo este insigne sacerdote un severo castigo por haber revelado los misterios, suplica a Alejandro que luego que haya escrito y dado noticia a su madre de lo contenido mande quemar su carta. No sólo, pues, cuanto contienen estas dos teologías, es a saber, la fabulosa y la civil, debe ceder a los filósofos platónicos, que confesaron que el Dios verdadero era el autor de todas las causas, el ilustrador de la verdad y el dador de la bienaventuranza, sino que también deben ceder a los ínclitos varones que tuvieron una noticia exacta de un Dios tan grande tan justo, esto es, a todos los otros filósofos que, gobernados por una razón recta y atendiendo sólo a las cualidades del cuerpo, creyeron que los principios de la Naturaleza eran corporales, así como Thales imaginó que era el agua; Anaxímenes, el aire; los estoicos, el fuego; Epicuro, los átomos, esto es, unos menudos corpúsculos que ni pueden dividirse ni sentirse, y otros varios que no es necesario nos detengamos a referir, quienes sostuvieron que los cuerpos, o simples o compuestos, vivientes o no vivientes, pero en realidad cuerpos, eran la causa y principio de las cosas. Pues algunos de ellos, como fueron los epicúreos, creyeron que de las cosas no vivas podían engendrarlas las vivas, y de los vivientes, formarse los vivientes y no vivientes, auque, en efecto, confesaban que de lo corpóreo se hacían cosas corpóreas. Los estoicos creyeron que el fuego, que es uno de los cuatro elementos de que consta este mundo visible, era el viviente, el sabio, el hacedor del mismo mundo y todo cuanto hay en él, y que este mismo fuego era Dios. Estos y todos sus semejantes sólo pudieron imaginar las patrañas que les pintaron confusamente sus limitados entendimientos, sujetos a los sentidos de la carne. Porque en si tenían lo que no veían, y dentro de sí imaginaban lo que fuera habían visto, aun cuando no lo veían, sino sólo lo imaginaban. Y esto, delante de tal pensamiento, ya no es cuerpo, sino semejanza de cuerpo. Aquella representación con que se observa en el ánimo esta semejanza del cuerpo, ni es cuerpo ni semejanza de él, y aquello con que se ve y se juzga si esta representación es hermosa o fea, sin duda es mejor que lo mismo que se juzga. Este es el espíritu del hombre y la naturaleza del alma racional, la cual, en efecto, no es cuerpo, supuesto que la representación del cuerpo, cuando se ve y se juzga en el ánimo del que imagina y piensa, tampoco es cuerpo. Luego no es ni tierra, ni agua, ni aire, ni fuego, de cuyos cuatro cuerpos, que llamamos cuatro elementos, vemos que está compuesto este mundo corpóreo. Y si nuestro espíritu no es cuerpo, ¿cómo Dios, que es criador de este espíritu, es cuerpo? Cedan, pues, también estos filósofos, como hemos dicho, a los platónicos, y cédanles asimismo aquellos que, aunque no se atrevieron a decir que Dios era cuerpo, sin embargo, creyeron que nuestro espíritu era de la misma naturaleza que él; tan poco poderosa fue a excitarlos y desengañarlos la mutabilidad tan palpable de nuestro espíritu, que el intentar atribuirla a la naturaleza divina sería impiedad abominable. Pero añade que con el cuerpo se muda y altera la naturaleza del alma, aunque por su esencia es inmutable. Con más razón debieran entonces decir que la carne se hiere con algún cuerpo, y que, sin embargo, por sí misma es incapaz de ser herida. Lo cierto es que lo que es inmutable con ninguna cosa se puede cambiar, y lo que con el cuerpo puede mudarse con algo se puede mudar y no puede llamarse inmutable.
CAPITULO VI. De lo que sintieron los platónicos en la parte de la Filosofía que se llama física
Observaron estos filósofos, que con justa causa vemos preferidos a los demás en fama y gloria, que ninguna especie de cuerpo es Dios; por cuyo motivo trascendieron e hicieron análisis de todos los cuerpos para hallar a Dios. Advirtieron que todo cuanto era mudable o estaba sujeto a las leves de la instabilidad no era el sumo Dios, y así dirigieron todos sus discursos a examinar y averiguar la esencia y cualidades de todas las almas y espíritus instables, para descubrir en ellas al mismo Dios. Notaron aún más, que toda forma existente en cualquier ente mudable con la que recibe su primitivo ser, de cualquier modo o naturaleza que sea, no puede ser sino dependiente de aquel ente superior que realmente tiene ser y es inmutable. Por lo cual ni el cuerpo de todo el mundo, con sus figuras, cualidades, movimiento concertado, ni los elementos que están ordenados desde el cielo hasta la tierra, ni cualesquiera cuerpos que haya en ellos, ni todas las vidas, así las que nutre y contiene, como la de los árboles y vegetales o la que además de esta cualidad entiende y discurre como la de los hombres, o la que no tiene necesidad de la nutrición, sino que únicamente contiene, siente y entiende, cual es la de los ángeles, no puede ser sino dependiente de aquel que simple y absolutamente tiene ser, porque en él no es una cosa el ser y otra el vivir, como si pudiese ser no viviendo, ni es una cosa el vivir y; otra el entender, como si pudiese vivir no entendiendo, ni es una cosa en él el entender y otra el ser bienaventurado, sino que es lo mismo que en él es vivir, entender y ser bienaventurado; esto es, en él el ser. Por causa de esta inmutabilidad y simplicidad vinieron a conocerle y a inferir que él hizo todas estas cosas y que no pudo ser hecho por alguno. Pues consideraron que todo lo que tiene ser, o es cuerpo o vida, y que la vida es una cualidad más apreciable que el cuerpo, y que la especie o forma del cuerpo era sensible, y la de la vida, inteligible, por cuya razón prefirieron, la especie y forma inteligible a la sensible. Llamamos sensibles los objetos que pueden percibirse con la vista y con el tacto del cuerpo; inteligibles, los que se pueden comprender con la vista y reflexión del entendimiento; pues no hay hermosura o belleza corporal, ya sea en el estado de quietud del cuerpo, como es la figura, ya sea en el movimiento, como es el cántico o la música, de la que no pueda ser juez árbitro el alma. Lo cual, sin duda, no pudiera ser si no residiera en ella esta apreciable especie, que no tiene grandeza de mole, ni ruido de voces, ni espacio de lugar o tiempo. Y si esta cualidad no fuese mudable, tampoco juzgarla una mejor que otro de las especies sensibles; mejor el más ingenioso que el más estúpido, mejor el sabio que el ignorante, mejor el más ejercitado que el menos práctico, y aun uno mismo cuando va aprovechando mejor ciertamente que antes. Ahora bien, lo que admite más y menos, sin duda que es mudable; por cuyo motivo los hombres instruidos, ingeniosos y ejercitados en estas materias vinieron a entender que la primera especie no residía en estas, cosas, sujetas a tal mutabilidad. Advirtiendo, pues éstos que el cuerpo y el alma eran más y menos especiosos, y que, si pudieran carecer de toda especie, serian absolutamente nada, conocieron que existía alguna causa donde estuviese y residiese la primera especie inmutable, y por lo mismo incomparable, creyendo con razón que allí estaba el principio de todas las cosas, el que había sido hecho de ninguno, y por quien habían sido criados todos los seres. «De modo que la noticia que pueden tener los hombres de Dios, ésa se la manifestó Él mismo, cuando con la luz de su entendimiento vieron las cosas invisibles de Dios, rastreándolas por las cosas criadas, por la fábrica y artificio maravilloso de este mundo; y cuando observaron su sempiterna virtud y divinidad, por cuyas manos pasaron asimismo todas estas cosas visibles. Y temporales». Basta este autorizado testimonio, por lo concerniente a la parte que llaman física, esto es, natural.
CAPITULO VII. Por cuanto más aventajados que los demás, deben tenerse los platónicos en La lógica, esto es, en la filosofía racional
Por lo que toca a la doctrina en que consiste la otra parte, que llaman lógica, esto es, racional, de ningún modo se pueden comparar con ellos los que colocan el examen y juicio de la verdad en los sentidos corporales, pareciéndoles que todo cuanto se sabe y aprende se debe tantear y medir con sus inconstantes y engañosas reglas, como los epicúreos, y cualesquiera otros que siguen la misma opinión, y también los estoicos, quienes, habiendo ejercitado con la mayor agudeza y energía el arte de disputar, que llaman Dialéctica, fueron de dictamen que ésta se debía derivar de los sentidos del cuerpo; diciendo que por estos principios concebía el alma aquellas nociones que llaman Ennoias con que declaran las cosas que definen, y que de ellos procede y dimana toda la forma y estilo con que se aprende y enseña. Sobre cuya aserción no puede menos de llenarme de admiración cuando dicen que no son hermosos sino los sabios, y al mismo tiempo no puedo comprender con qué sentidos del cuerpo ven esta hermosura, y con qué ojos carnales advierten la forma y belleza de la sabiduría. Mas estos otros, que con razón anteponemos a los demás, distinguieron las cosas que vemos con el entendimiento de las que tocamos con los sentidos, no defraudando a los sentidos lo que pueden en virtud de sus facultades, ni dándoles más de lo que pueden; y dijeron que la luz del entendimiento para aprender y saber todas las cosas era el mismo Dios, por quien fueron hechas todas.
CAPITULO VIII. Que también en la filosofía moral tienen el primer lugar los platónicos
La tercera y última parte es la moral, que en griego dicen Ethica, donde se busca aquel sumo bien, al cual, refiriendo nosotros todas nuestras acciones, deseándolo por sí solo y no por otro, y consiguiéndolo, al fin, no tengamos que buscar más para ser bienaventurados. Por cuya razón se llama también fin, pues por él deseamos las otras cosas; mas a aquel sumo bien no se le busca sino por sí propio. Este bien beatificó unos dijeron que le venía al hombre del cuerpo, otros del alma, otros de ambos juntamente; porque advertían que el hombre constaba de alma y cuerpo, creyendo, por consiguiente, que de una de estas partes integrales o de ambas, podía procederles el bien, digo el bien final, con que fuesen verdaderamente felices, adonde enderezasen y refiriesen todas .sus acciones morales, y después de haberlo conseguido no buscaron objeto alguno a qué referirlo. Por cuya causa los que se dice añadieron un tercer género de bienes, que llaman extrínsecos, como es el honor, la gloria, el dinero y otras cosas semejantes, no le aumentaron como si fuese bien final, esto es, digno de apetecerse por sí mismo, sino por otro bien, por el cual este género de bien era bueno para los buenos y malo para los malos. Así, los que pusieron el bien del hombre en el alma o en el cuerpo, o en lo uno y en lo otro, no sintieron otra cosa sino que se debía colocar en el hombre; mas los que le designaron en el cuerpo, le colocaron en la parte más soez del hombre; y los que en el alma, en la parte más noble; y los que en lo uno y en lo otro, en todo el hombre. Pues ya sea en una parte o en todo el hombre; ello, no es sino el hombre. Y no porque haya estas tres diferencias se formaron solas tres sectas de filósofos, sino muchas; pues entre ellos se conocieron muchas y diversas opiniones sobre el bien del cuerpo, el bien del alma y el bien de ambos juntos. Cedan, pues, todos éstos a aquellos filósofos que dijeron que era bienaventurado el hombre, no el que gozaba del cuerpo, ni el que goza del alma, sino el que gozaba de Dios, no como goza el alma del cuerpo; o de sí misma, o como el amigo del amigo, sino como el ojo de la luz; si se hubieren de alegar algunas razones dé éstos para demostrar qué sean o qué tal sean estas semejanzas, con el favor del mismo Dios, lo declararemos en otro lugar lo mejor que nos fuese posible.
Baste por ahora decir que Platón determinó en que el fin del sumo bien era vivir según la virtud, el cual solamente podía alcanzar el, que tenía conocimiento de Dios y le imitaba en sus operaciones, y que no era por otra causa bienaventurado; por eso no duda asegurar que filosofar rectamente es amar a Dios de corazón, cuya naturaleza es incorpórea. De cuya doctrina se infiere, efectivamente, que entonces será bienaventurado el estudioso y amigo de la sabiduría (que esto quiere decir filósofo) cuando principiare a gozar de Dios. Pues aunque no sea siempre feliz el que goza del objeto amado (porque muchos, apreciando lo que no debe amarse, son miserables, y mucho más cuando de ello gozan); sin embargo, ninguno es bienaventurado si no goza de lo que ama, pues los mismos que aman los objetos que no deben amar no imaginan que son felices, sino cuando los gozan. Cuando uno disfruta aquello mismo que ama y aprecia al verdadero y sumo bien, ¿quién sino un hombre estúpido y miserable puede negar que es bienaventurado? Este mismo verdadero y sumo bien, dice Platón que es Dios, y por eso desea que el filósofo sea amante de Dios; pues supuesto que la filosofía pretende y endereza sus especulaciones al goce de la vida bienaventurada, gozando de Dios será feliz el que amare a Dios.
CAPITULO IX. De la filosofía que más se acercó a la verdad de la fe católica
Cualesquiera filósofos que sintieron así del sumo y verdadero Dios, es, a saber, opinaron que e, autor de las cosas criadas, luz de las que deben conocerse y bien de las que deben ejecutarse, y que de el tenemos el principio de nuestra naturaleza y la felicidad de nuestra vida, ya se llamen con mas propiedad platónicos, ya tenga su secta cualquiera otro nombre, ya hayan sido solamente los principales de la secta jónica los que sintieron de este modo, como fue el mismo Platón y los que entendieron bien sus dogmas; ya fuesen también los discípulos de la secta itálica, por amor y respeto a Pitágoras y sus defensores, y si acaso hubo otros filósofos del mismo dictamen; ya, asimismo, los que entre otras naciones han sido tenidos por sabios o filósofos, a saber: los atlánticos, líbicos, egipcios, indios, persas, caldeos, escitas, franceses, españoles, y si, por fortuna, existen otros que hayan entendido y enseñado esto mismo, todos los preferimos a los demás y confesamos ingenuamente son los que más se han aproximado a nuestra opinión.
CAPITULO X. Excelencia del cristianismo religioso entre todas las teorías filosóficas
Aunque el cristiano, versado únicamente en la literatura eclesiástica, ignore acaso el nombre de los platónicos y no tenga la menor noticia de si hubo entre los griegos dos sectas de filósofos, jónicos e itálicos; sin embargo, no está tan ignorante de las cosas humanas que no sepa que los filósofos profesan: o el estudio de la sabiduría o la misma sabiduría. Con todo, se guarda de los que filosofan y no saben más que cuántos son los elementos de este mundo, sin extenderse al conocimiento de Dios, por quien fue criado el mundo. Así está advertido por el precepto apostólico, que dice: «Guardaos no os engañe ninguno en la filosofía y con vanas, seducciones, conforme a los elementos de este mundo> Mas porque no imagine que todos son iguales, atienda lo que el mismo apóstol refiere de algunos de ellos. «Porque todo cuanto puede saberse naturalmente de Dios lo comprendieron ellos; no obstante este conocimiento, se lo deben a Dios, porque, él se lo manifestó, si no por medio de los profetas, a los menos se lo dio a conocer por las maravillas del mundo, pues las cosas invisibles de Dios se dejan ver con la luz del entendimiento, entendiéndolas e infiriéndolas por las hechas desde la creación del mundo, y se deja también ver su eterna virtud y divinidad.» Y hablando con los atenienses, después, de referir un incomprensible misterio de Dios que muy pocos podían entender: «Que en él vivimos, nos movemos y somos», añadió: «como dijeron algunos de los vuestros». Sabe guardarse muy bien de estos mismos en los puntos en que erraron; porque donde dice el apóstol que por cosas criadas les manifestó Dios cómo con la luz de su entendimiento pudiesen ver las invisibles, también dice que no reverenciaron ni adoraron como debían al mismo Dios, pues tributaron a otros que no debían el honor y gloria que sólo se debe dar a Él solo «Porque conociendo a Dios, sin embargo, no le dieron la gloria y honra a Dios, ni le dieron gracias, sino que, ensoberbecidos, devanearon en sus discursos y quedó su insensato corazón lleno de tinieblas. Y mientras que se jactaban de sabios pararon en ser unos necios, hasta llegar a transferir a un simulacro en imagen del hombre corruptible y a figuras de aves, y de bestias cuadrúpedas, y de serpientes, el honor debido solamente a Dios incorruptible e inmortal».
En cuya expresión, sin duda, entendió a los romanos, griegos y egipcios que se gloriaban de sabios, aunque de este punto trataremos después con ellos mismos. Pero en cuanto concuerdan con nosotros en la confesión de un solo Dios, autor y criador de este mundo, quien no sólo sobre todos los cuerpos es incorpóreo, sino también sobre todas las almas es incorruptible, principio nuestro, luz nuestra, bien nuestro; en esto preferimos estos filósofos a todos los demás.
Aunque el cristiano ignorante de la doctrina de estos filósofos no use en sus disputas los términos y expresiones que no aprendió, de modo que la parte en que se trata de la investigación de la naturaleza la llame: o natural en latín o física en griego; racional o lógica donde se enseña demostrativamente el criterio de la verdad y método de discurrir y raciocinar; y moral o ética, donde se trata de las costumbres y del último fin de los bienes que deben desearse y de los males que se deben evitar; no por eso ignora que recibimos de un solo Dios verdadero y todopoderoso la naturaleza con que nos formó a su imagen y semejanza la doctrina inconcusa con que podamos conocerle a Él y a nosotros mismos, y la gracia con que, uniéndonos con él, seamos bienaventurados. Así, que ésta es la causa por que anteponemos estos filósofos a los demás; porque habiendo éstos consumido su ingenio y estudio en la inquisición de las causas naturales, y en saber el método de aprender v de, vivir, aquellos, con sólo conocer a Dios, hallaron y descubrieron la causa de la creación del mundo, la verdadera luz para percibir la verdad, y la verdadera fuente para beber en sus cristalinas aguas la felicidad. Ya sean, pues, los platónicos, ya cualesquiera filósofos de otra nación, los que sienten así de, Dios, opinan del mismo modo que nosotros. No obstante, tuvimos por conveniente tratar esta controversia más con los platónicos que con otros, porque su erudición y sabiduría es más conocida; pues aun los griegos, cuyo idioma es el que más florece entre los gentiles, la celebraron mucho, y asimismo los latinos, excitados o de su excelencia o de su gloria, se entregaron a ella con más gusto y voluntad, y traduciéndola en su lengua nativa, la han ido ilustrando y ennobleciendo más.
CAPITULO XI. De dónde pudo Platón alcanzar aquella noticia con que tanto se acercó a la doctrina cristiana
Admíranse algunos de los que se han unido a nuestra sociedad por la gracia de Jesucristo, cuando oyen o leen que Platón opinó con tanto acierto acerca de Dios, observando asimismo que su doctrina concuerda en gran parte con las verdades incontrastables de nuestra religión; por lo que imaginan muchos que cuando fue a Egipto oyó allí al profeta Jeremías, o que en la misma peregrinación leyó los libros de los profetas, cuya opinión he estampado en algunos de mis escritos. Pero ajustado cabalmente el cómputo de los tiempos conforme a las reglas de la cronología, resulta que desde la época en que profetizó Jeremías hasta que nació Platón transcurrieron casi cien años; y habiendo vivido sólo ochenta y uno, contando desde el año en, que murió hasta el tiempo en que Ptolomeo, rey de Egipto, envió a pedir a los judíos las escrituras de los profetas de su nación hebrea, y mandó interpretarlas y conservarlas por medio de la exposición de los setenta intérpretes hebreos que sabían también el idioma griego, pasaron casi sesenta años; de lo cual se infiere que Platón, en su peregrinación, ni pudo ver a Jeremías, como que había muerto tantos años antes, ni leer las mismas escrituras, que aún no se habían traducido al griego, cuya lengua poseía, a no ser que digamos que, siendo este filósofo tan aplicado al estudio y tan instruido en las ciencias, tuvo noticia de ellas por intérprete, así como la tuvo de las egipcias, no para traducirlas por escrito (lo cual dicen logró Ptolomeo que se efectuase a costa de una considerable gracia que les dispensó y por el temor que podía inspirarles el mandato real), sino para aprender según su capacidad cuanto en ellas se contenía, comunicándole y tratándolo con otros sabios. Y que así pueda presumirse parece lo persuaden los incontestables testimonios que se hallan en el Génesis, donde se lee: «Al principio hizo Dios el cielo y la tierra; la tierra estaba informe y vacía, y había tinieblas sobre el abismo, y el espíritu de Dios se movía sobre las aguas.» Y en el Timeo, de Platón, que es un libro que escribió sobre la creación del mundo, dice que Dios, en aquella admirable obra, juntó primeramente la tierra, y el fuego. Es evidente que al fuego le señala por verdadero lugar el cielo y a la tierra la misma tierra. Esta expresión tiene cierta analogía con lo que dice la Escritura, que al principio hizo Dios el cielo y la tierra. Después los otros dos medios (con cuya interposición pudiesen coadunarse entre sí estos extremos) dice que son el agua y el aire; por lo que sospechan que entendió del mismo modo aquella expresión: que el espíritu de Dios se movía sobre las aguas. Porque advirtiendo con poca circunspección en qué sentido suele llamar la Escritura el espíritu de Dios (supuesto que el aire se dice también espíritu), parece pudo entender que en el citado lugar se hizo mención de los cuatro elementos. Asimismo, cuando insinúa Platón que el filósofo es amante de Dios no hay objeto que más nos encienda en la lectura de las sagradas letras; especialmente aquella expresión me excita a creer que Platón no dejó de instruirse en los libros, donde se refiere que el ángel habló en nombre de Dios al santo Moisés, de modo que, preguntándole éste qué nombre tenía el que le mandaba ir a poner en libertad al pueblo hebreo, sacándole de la servidumbre de Egipto, le respondió: «Yo soy el que soy, y dirás a los hijos de Israel: el que es, me envió a vosotros»; como dando a entender que las cosas que son mudables son nada en comparación del que verdaderamente es, porque es inmutable. Esta divina sentencia defendió acérrimamente Platón, y la recomendó con el mayor encargo; y dudo si se hallará descrita en los libros de cuántos sabios precedieron a Platón, si no es en el lugar donde se dijo: «Yo soy el que soy: el que es me envió a vosotros.»
CAPITULO XII. Que también los platónicos, aunque sintieron bien de un solo Dios verdadero, con todo, fueron de parecer que debían adorarse muchos dioses
Pero en cualquiera libro que él aprendiese esta divina sentencia, ya fuese en los escritos de los que le precedieron, o como dice el Apóstol: «Que lo que naturalmente se puede conocer de Dios, lo alcanzaron, porque él se lo manifestó; pues las causas invisibles de Dios se dejan ver con la luz del entendimiento, por las ejecutadas desde la creación del mundo, y asimismo su sempiterna virtud y divinidad», me parece ahora que con justa causa he elegido a los filósofos platónicos para ventilar esta cuestión que al presente tenemos entre manos, porque en ella se trata de la teología natural, donde se investiga si debe adorarse a un solo Dios o a muchos por el interés de la felicidad que debe conseguirse en la vida futura. Lo cual creo que he declarado suficientemente en los libros anteriores.
Elegí principalmente a estos filósofos, porque cuanto mejor sintieron acerca de un solo Dios que hizo el cielo y la tierra, tanto más son tenidos por ilustres entre los demás; y los que después les sucedieron los prefirieron a todos en tanto grado, que habiendo Aristóteles, discípulo de Platón, hombre de excelente ingenio, y aunque en el estilo y elocuencia inferior a Platón, no obstante, superior a otros muchos, habiendo, digo, establecido la secta Peri-patética (llamada así porque paseándose solía explicar y disputar) y congregando aun en vida de su maestro con su grande fama muchos discípulos que seguían su secta, y habiendo después de la muerte de Platón, Speusipo, hijo de su hermana, y Xenócrates, su querido discípulo, sucedídole en su escuela, que se llamaba Academia (por lo que así ellos como sus sucesores se denominaron académicos); con todo, los filósofos más modernos y famosos y que tuvieron por conveniente seguir a Platón, no quisieron llamarse peripatéticos o académicos, sino platónicos, entre quienes son muy nombrados Plotino, Jámblico y Porfirio, griegos, y en ambas lenguas, esto es, en la griega y latina, ha sido muy insigne platónico Apuleyo el Africano. Pero todos éstos, los demás, sus semejantes y el mismo Platón, siguieron la opinión de que se debían adorar muchos dioses.
CAPITULO XIII. De la sentencia de Platón, en que establece que los dioses no son sino buenos y amigos de las virtudes
Y así, aunque en otros puntos, y algunos bastante graves, sean también de distinta opinión, sin embargo, como el artículo que acabo de referir importa mucho y la controversia que tratamos es acerca de lo mismo, les pregunto en primer lugar: ¿A qué dioses les parece debe darse culto y veneración, a los buenos o a los malos, o debe tributarse a unos y otros? Pero sobre este punto tenemos expresa la sentencia de Platón, que dice que todos los dioses son buenos, y ninguno de ellos es malo. Luego se sigue que este culto y adoración debe darse a los buenos; porque, entonces, se hace este culto a los dioses cuando se hace a los buenos, supuesto que no serán dioses si no fuesen buenos. Y si esto es cierto (pues de los dioses no es razón se imagine lo contrario), sin duda que resulta vana y fútil la opinión de algunos que presumen que deben aplacarse con sacrificios a los dioses malos porque no nos dallen, y que debemos invocar a los buenos para que nos favorezcan; puesto que no hay dioses malos y el culto, como dicen, debe tributarse a los buenos. ¿Quiénes son, pues, los que se Iisonjean y gustan de los juegos escénicos y piden que se los mezclen con los ritos divinos, y que en su nombre y honor se celebren? Cuyo poder, aunque no sea indicio de que son nada en la omnipotencia, sin embargo, este afecto es un signo demostrativo y real de que son malos. Porque es innegable la opinión de Platón sobre los juegos escénicos cuando a los mismos poetas, porque habían compuesto obras tan obscenas e indignas de la bondad y majestad de los dioses, fue de dictamen que se les desterrase de la ciudad. ¿Qué dioses son éstos, que sobre los juegos escénicos debaten y se oponen al mismo Platón? Por cuanto este insigne filósofo no puede tolerar que infamen a los dioses con crímenes supuestos, y éstos prescriben que, con la exposición de sus propias culpas, se celebren sus fiestas. Finalmente, cuando estas deidades mandaron restaurar los juegos escénicos, pidiendo cosas torpes, se manifestaron asimismo malignos con los daños que causaron quitando a Tito Latino un hijo y postrándole en una penosa y peligrosa dolencia, solamente porque rehusó cumplir su mandato; mas Platón, sin embargo de ser tan inicuos, es de dictamen que no se les debe temer, antes perseverando constante en su opinión, no duda en desterrar de una República bien ordenada todas las sacrílegas futilezas y ficciones de los poetas, de las que los dioses, por lo que participan de la abominación y de la torpeza, se complacen y deleitan. Como ya insinué en el libro II, Labeón coloca a Platón entre los semidioses. El cual Labeón opina que los dioses malos se aplacan con sacrificios cruentos y con semejantes medios, y los buenos con juegos y festividades de regocijo y alegría. Pero ¿cuál es la causa porque el semidiós Platón se atreve con tanta constancia a abolir aquellos placeres y deleites que tiene por torpes, privando de este festejo, no como quiera a los semidioses, sino a los mismos dioses, y lo que es más reparable, a los buenos? Cuyas deidades, evidentemente, comprueban cuán falso sea el dictamen de Labeón, supuesto que en el suceso de Latino no sólo se mostraron lascivos y deseosos de fiestas, sino también crueles y terribles. Declarérennos, pues, este misterio, los platónicos, que sustentan la opinión de su maestro, defendiendo que todos los dioses son buenos y honestos, y que en la práctica de las virtudes son socios inseparables de los sabios, y que sentir lo contrario de alguno de los dioses es impiedad. Dicen: nos agrada declararlo. Pues oigámoslos con atención.
CAPITULO XIV. De la opinión de los que dicen que las almas racionales son de tres clases, a saber: las que hay en los dioses celestiales, en los demonios aéreos y en los hombres terrenos
Todos los animales, dicen, que tienen alma racional, se dividen en tres clases: en dioses, hombres y demonios. Los dioses ocupan el lugar más elevado, los hombres el más humilde y los demonios el medio entre unos y otros. Por lo que el lugar propio de los dioses es el cielo, el de los hombres la tierra y el de los demonios el aire. Y así como tienen diferentes lugares, tienen también diferentes naturalezas. Por lo cual los dioses son mejores que los hombres y los demonios; los hombres son inferiores a los dioses y demonios, y como lo son en el orden de los elementos, así lo son también en la diferencia de los méritos Los demonios, puesto que están en medio, así como deben ser pospuestos a los dioses, debajo de los cuales habitan, así se deben preferir a los hombres sobre quienes moran. Porque con los dioses participan de la inmortalidad de los cuerpos, y con los hombres de las pasiones del alma, y así no es maravilla, dicen, que gusten también de las torpezas de los juegos y de las ficciones de los poetas, supuesto que están sujetos asimismo a las pasiones humanas, de que los dioses están muy ajenos y totalmente libres. De todo lo cual se infiere que cuando abomina y prohíbe Platón las ficciones poéticas no quita el gusto y entretenimiento de los juegos escénicos a los dioses, todos los cuales son buenos y excelsos, sino a los demonios. Si esto es cierto, aunque también lo hallemos escrito en otros (sin embargo, Apuleyo Madurense, platónico, escribió sólo sobre este punto un libro que intituló el Dios de Sócrates, donde examina y declara de qué clase era el dios que tenía consigo Sócrates, con quien profesaba estrecha amistad, el cual dicen que acostumbraba advertirle dejase de hacer alguna acción cuando el suceso no podía serle favorable; pero Apuleyo claramente afirma, y abundantemente confirma que aquél no era dios, sino demonio, cuando disputa con la mayor exactitud sobre la opinión de Platón de la alteza de los dioses, de la bajeza de los hombres y de la medianía de los demonios), si esto es indudable, pregunto: ¿Cómo se atrevió Platón, desterrando de la ciudad a los poetas, a quitar las diversiones del teatro, ya que no a los dioses, a quienes eximió del contagio humano, a lo menos a los mismos demonios, sino porque así advirtió que el alma del hombre, aun cuando reside en el cuerpo humano, por el resplandor de la virtud y de la honestidad, no hace caso de los obscenos mandatos de los demonios y abomina de su inmundicia? Y si Platón, por sus sentimientos honestos, lo reprende y prohíbe, sin duda que los demonios lo pidieron y mandaron torpemente. Luego, o Apuleyo se engaña, y el dios que Sócrates tuvo por amigo no fue de este orden, o Platón siente cosas entre sí contrarias, honrando por una parte a los demonios y por otra desterrando sus deleites y festejos de una República virtuosa y bien gobernada, o no debemos dar el parabién a Sócrates de su amistad con el, demonio, la cual causó tanto rubor al mismo Apuleyo, que intituló su libro con el nombre del Dios de Sócrates, debiéndole llamar, según su doctrina, en que tan diligente y copiosamente distingue los dioses de los demonios, no del dios, sino del demonio de Sócrates. Y quiso mejor poner este nombre en el mismo discurso que no el título del libro, pues merced a la sana y verdadera doctrina que dio luz a las tinieblas de los hombres, todos, o casi todos, tienen tanto horror al nombre de demonio, que cualquiera que antes del discurso de Apuleyo, en que se acredita, Ia dignidad de los demonios, leyera el título del demonio de Sócrates, entendiera que aquel hombre no había estado en su sano juicio. Y el mismo Apuleyo ¿qué halló que alabar en los demonios sino la sutileza y firmeza de sus cuerpos y el lugar elevado donde habitan? Pues de sus costumbres, hablando de todos en general, no sólo no refirió alguna buena, sino muchas malas. Finalmente, leyendo aquel libro, no hay quien deje de admirarse que ellos hayan querido que en su culto y veneración les sirvan igualmente con las torpezas y deshonestidades del teatro, y queriendo que les tengan por dioses, puedan holgarse y lisonjearse con las culpas de los dioses, y qué todo aquello de que en sus fiestas se ríen, o con horror abominan por su impura solemnidad, o por su torpe crueldad pueda convenir a sus apetitos y afectos.
CAPITULO XV. Que ni por razón de los cuerpos aéreos, ni por habitar en lugar superior, se aventajaban los demonios a los hombres
Por lo cual, un corazón verdaderamente religioso y rendido al verdadero Dios, considerando estas futilezas, de ningún modo debe pensar que los demonios son mejores que él porqué tienen cuerpos más bien organizados, pues por la misma razón pudiera igualmente ser aventajado por muchas bestias, que en la viveza de los sentidos, en la facilidad y ligereza de los movimientos, en la robustez de las fuerzas, en la firmeza y solidez de los cuerpos, nos hacen conocida ventaja. ¿Qué hombre puede igualarse en la perspicacia de la vista con las águilas y los buitres; en el olfato con los perros; en la velocidad con las liebres, con los ciervos y con las aves; en el valor con los leones y elefantes; en la vida larga con las serpientes, de quienes se dice que dejando los despojos de la senectud, y mudando su antigua túnica, vuelven a remozar? Pero así como en el discurso y la razón somos más excelentes que éstos, así también, viviendo bien y virtuosamente, debemos ser mejores que los demonios. Por esta causa la divina Providencia concedió ciertos dones corporales más singulares a estos animales, a quienes nosotros seguramente hacemos ventaja, para recomendarnos de este modo que tuviésemos cuidado de cultivar aquella parte en que les hacemos ventaja con mucha mayor diligencia que el cuerpo, y para que aprendiésemos a despreciar la excelencia corporal que observamos tenían también los demonios en comparación de la buena y virtuosa vida, en que les hacemos ventaja; esperando igualmente nosotros la inmortalidad de los cuerpos, no la que ha de ser atormentada con penas eternas, sino a la que preceda y acompañe la limpieza y pureza de las almas Por lo que respecta a la superioridad del lugar, excita la risa el pensar que porque ellos habitan en el aire y nosotros en la tierra se nos deben anteponer, pues si así fuera, también pueden ser preferidas a nosotros todas las aves del cielo. Y si dijesen que las aves, cuando están cansadas de volar o tienen necesidad de suministrar algún sustento al cuerpo se vuelvan a la tierra, o para descansar o para comer, y que estas operaciones no las hacen los demonios, pregunto: ¿Acaso intentarán decir que las aves nos aventajan a nosotros, y los demonios a las aves? Y si esto es un desatino, no hay motivo para que creamos que porque habitan en elemento más elevado son dignos de que nos rindamos a ellos con afecto de religión. Porque así como es posible que las aves del aire no sólo no se nos antepongan a nosotros, que somos terrestres, sino también se nos rindan y sujeten por la dignidad del alma racional que tenemos, así es posible que los demonios, aunque sean más aéreos, no por eso sean mejores que nosotros, que somos terrestres, porque el aire está más alto que la tierra, sino que debemos ser preferidos, porque la desesperación de ellos de ninguna manera se debe comparar con la esperanza de los hombres piadosos y temerosos de Dios. Pues aun la razón de Platón, que dispone con cierta proporción los cuatro elementos, entrometiendo entre los dos extremos, que son el fuego movible y la tierra inmoble, los medios, que son el aire y el agua (de modo que cuando, el aire es más superior que el agua, y el fuego más que el aire, tanto más superior es el agua que la tierra), con bastante claridad nos desengañan para que no deseamos estimar los méritos y dignidad de los animales por los grados de los elementos. Aun el mismo Apuleyo, con los demás, confiesa que el hombre es animal terrestre, quien, no obstante, es, sin comparación, más excelente, y se aventaja a los animales acuáticos, aunque prefiera Platón las aguas a la tierra; para que así entendamos que cuando se trata del mérito y dignidad de las almas, no debemos guardar el mismo orden que vemos hay en los grados de los cuerpos, sino que es posible que una alma mejor habite en cuerpo inferior y una peor en cuerpo superior.
CAPITULO XVI. Lo que sintió Apuleyo platónico de las costumbres de los demonios
Hablando, pues, este mismo platónico de la condición de los demonios, dice que padecen las mismas pasiones del alma que los hombres; que se enojan e irritan con las injurias; que se aplacan con los dones; que gustan de honores y se complacen con diferentes sacrificios y ritos, y que se enojan cuando se deja de hacer alguna ceremonia en ellos. Entre otras cosas, dice también que a ellos pertenecen las adivinaciones de los augures, arúspices, adivinos v sueños; que son los autores de los milagros o maravillas de los magos o sabios. Y definiéndolos brevemente, dice que los demonios, en su clase, son animales; en el ánimo, pasivos; en el entendimiento, racionales; en el cuerpo, aéreos, y en el tiempo, eternos; y que de estas cinco cualidades, las tres primeras son comunes a nosotros, la cuarta es propia suya, y la quinta común con los dioses Pero advierto que entre las tres primeras que tienen comunes con nosotros, dos las tienen también con los dioses. Porque dice que los dioses son asimismo animales, y a cada cual distribuye en su respectivo elemento; a nosotros nos coloca entre los animales terrestres con los demás que viven en la tierra y sienten; entre los acuáticos, a los peces y otros animales que nadan; entre los aéreos, a los demonios; entre los etéreos, a los dioses. Y en cuanto los demonios son en su género animales, esta cualidad no sólo la tienen común con los hombres, sino también con los dioses y con los brutos; en cuanto son racionales, convienen con los dioses y con los hombres; en cuanto son eternos, sólo con los dioses; en cuanto son pasivos en el ánimo, sólo con los hombres; en cuanto son aéreos en el cuerpo, esto lo tienen ellos solos. Así no es extraño que en su género sean animales, supuesto que lo son también los brutos; porque en el tiempo sean racionales, no son más que nos otros, que también lo somos; y el que sean eternos, ¿qué tiene de bueno si no son bienaventurados? Porque mejor es la felicidad temporal que la eternidad miserable. Porque en el ánimo sean pasivos, ¿cómo pueden ser más que nosotros, pues también lo somos, ni tampoco lo fuéramos si no fuéramos miserables? Que en el cuerpo sean aéreos, ¿en cuánto debe apreciarse esta cualidad, ya que a cualquier cuerpo se aventaja el alma, y en el culto de religión que se debe por parte del alma, de ningún modo se debe a una naturaleza inferior al alma? Si entre las prendas recomendables que refiere de los demonios pusiera la virtud, la sabiduría, la felicidad, y dijera que éstos las tenían comunes y eternas con los dioses, sin duda que expresara alguna cualidad digna de apetecerse, y, por consiguiente, muy apreciable; sin embargo, no por eso deberíamos adorarlos como a Dios, sino antes a aquel de quien nos constara que ellos lo habían recibido. ¿Cuánto menos serán dignos del culto divino unos animales aéreos que para esto son racionales, para que puedan ser míseros; para esto pasivos, para que sean miserables; para esto eternos, para que no puedan acabar con la miseria?
CAPITULO XVII. Si es razón que el hombre adore aquellos espíritus de cuyos vicios le conviene librarse
Por dejar lo demás y tratar solamente de lo que dice que los demonios tienen común con nosotros, esto es, las pasiones del alma; si todos los cuatro elementos están llenos cada uno de sus animales, el fuego y el aire de los inmortales, agua y tierra de los mortales, pregunto: ¿Por qué las almas de los demonios padecen turbaciones y tormentos de las pasiones? Porque perturbación es lo que en griego se dice phatos, por lo cual los llamó en el ánimo pasivos; pues, palabra por palabra, pathos se dijera pasión, que es un movimiento del ánimo contra la razón. ¿Por qué motivo hay esta cualidad en los ánimos de los demonios, no habiéndola en los brutos? Pues cuando se echa de ver alguna circunstancia como esta en los brutos, no es perturbación, dado que no es contra razón, de que carecen los brutos. Y que en los hombres haya estas perturbaciones, lo causa la ignorancia o la miseria, porque aun no somos bienaventurados con aquella perfección de sabiduría que se nos promete al fin, cuando estuviéramos libres de esta mortalidad. Pero los dioses dicen que no padecen estas perturbaciones, porque no sólo son eternos, sino también bienaventurados, pues las mismas almas racionales dicen que tienen también ellos, aunque puras y purificadas de toda mácula y contagio. Por lo cual, si los dioses no se perturban por ser animales bienaventurados y no miserables, y los brutos no se perturban porque son animales que ni pueden ser bienaventurados ni miserables, resta que los demonios, como los hombres, se perturben, precisamente porque son animales no bienaventurados, sino miserables.
¿Por qué ignorancia, pues, o, por mejor decir, por qué demencia nos sujetamos por medio de alguna religión a los demonios, supuesto que por la religión verdadera nos libertamos del vicio en que somos semejantes a ellos? Porque siendo los demonios espíritus a quienes incita y hostiga la ira (como Apuleyo, aun forzado, lo confiesa, no obstante que les perdona y disimula muchos defectos y los tenga por dignos de que los honren como a dioses), a nosotros la verdadera religión nos manda que no nos dejemos dominar de la ira, sino que la resistamos tenazmente. Y dejándose los demonios atraer con dones y dádivas por nosotros, nos prescribe la verdadera religión que no favorezcamos a ninguno excitados por los dones. Y dejándose los demonios ablandar y mitigar con las honras, a nosotros nos manda la verdadera religión que de ningún modo nos muevan semejantes ficciones. Y aborreciendo los demonios a algunos hombres y amando a otros, no con juicio prudente y desapasionado, sino, como él dice, con ánimo pasivo, a nosotros nos encarga la verdadera religión que amemos aun a nuestros enemigos. Finalmente todo aquel ímpetu del corazón y amargura del espíritu y todas las turbulencias y tempestades del alma con que dice que los demonios fluctúan y se atormentan, nos manda la verdadera religión que las dejemos. Qué razón, pues, hay sino una ignorancia y error miserable, para que te humilles reverenciando a quien deseas ser desemejante viviendo, y que religiosamente adores a quien no quieres imitar, siendo el sumo o principal dogma de la religión imitar al que adoras?
CAPITULO XVIII. Qué tal sea la religión que enseña que los hombres, para encaminarse a los dioses buenos, deben aprovecharse del patrocinio o intercesión de los demonios
En vano Apuleyo y todos los que con él sienten les hicieron este honor, poniéndolos en el aire, en medio, entre el cielo y la tierra, de modo que como ningún dios se mezcla o comunica con el hombre (lo que dice enseñó Platón), ellos sirvan para llevar las oraciones de los hombres a los dioses, y de allí volver a los hombres con lo que han conseguido con ellos. Porque los que creyeron esto tuvieron por cosa indigna que se mezclaran con los dioses los hombres y los hombres con los dioses, y por cosa digna que se mezclasen los demonios con los dioses y con los hombres, para que de aquí lleven nuestras peticiones, y de allá las traigan despachadas; de modo que el hombre casto, honesto y ajeno a las abominaciones de las artes mágicas, tome por patronos para que le oigan los dioses a aquellos que aman y gustan de cosas, las cuales no amándolas él se hace más digno, para que más fácilmente y de mejor gana le oigan; porque ellos gustan de las torpezas y abominaciones de la escena, de las cuales no se agrada la honestidad. En las hechicerías y maleficios gustan «de mil modos y artificios de hacer mal», de lo que no se complace la inocencia. Luego la castidad y la inocencia, si quisieren alcanzar alguna gracia de los dioses, no podrán por sus méritos, sino interviniendo sus enemigos. No hay motivo para que éste nos procure justificar las ficciones poéticas y las futilezas del teatro. Tenemos contra ellas a Platón, su maestro, y para ellos de tanta autoridad; a no ser que el pudor humano se tenga en tan poco que no sólo apruebe las torpezas, sino también se persuada que se complace en ellas la pureza divina.
CAPITULO XIX. De la impiedad del arte mágica, la cual se funda en el patrocinio de los malignos espíritus
Por lo que toca a las artes mágicas, de las cuales a algunos demasiado infelices y demasiado impíos se les antoja gloriarse, alegaré contra ellos la misma luz de este mundo. Porque ¿con qué causa se castigan estas ficciones tan severamente con el rigor de las leyes, si son obras de los dioses a quienes se debe respeto y veneración? ¿Acaso establecieron los cristianos estas leyes con que se procede contra las artes mágicas? ¿Y por qué otra razón, sino porque estos maleficios son en perjuicio de los hombres, dijo el ilustre poeta: «Por los dioses te juro, y por tu dulce vida, querida hermana, que contra mi voluntad acudo a las artes mágicas»; y lo que en otra parte dice asimismo de estas artes: «He visto transferir las mieses sembradas de un extremo a otro»; porque con esta pestilente y abominable arte dicen que los frutos ajenos los suelen trasladar de unas a otras tierras? Y Cicerón ¿no refiere que en las doce tablas, esto es, en las leyes más antiguas de los romanos, hay establecida pena de muerte contra el que usare de ellas? Finalmente, pregunto al mismo Apuleyo: ¿fue él acusado delante de los jueces cristianos por las artes mágicas? Las cuales, supuesto que se las pusieron por capitulo de residencia, si sabía que eran divinas, religiosas y conformes a las operaciones de las potestades divinas, no sólo debían confesarlas, sino también profesarlas, condenando antes las leyes que las prohibían y reputaban por perjudiciales, que tenerlas por admirables y dignas de veneración. Porque de este modo o les persuadiera a los jueces su parecer, o cuando ellos quisiesen atenerse al tenor de las injustas leyes y le condenasen a él, predicador y elogiador de semejantes artes a la pena de muerte, los mismos demonios darían a su alma el premio que merecía, pues por publicar sus divinas obras no temió perder la vida. Como nuestros mártires, acusándolos criminalmente por defender la religión cristiana, con la que sabían habían de salvarse y ser gloriosos para siempre, no quisieron, negándola, libertarse de las penas temporales, sino que confesándola, profesándola, predicándola y sufriendo por ella fiel y valerosamente acerbos tormentos y muriendo seguramente en Dios confundieron las leyes con que se la prohibían y las hicieron mudar Existe una oración de este filósofo platónico muy extensa y elegante, en la cual se defiende y justifica del crimen que le acumulaban de profesar las artes mágicas, y no quiere defender de otra manera su inocencia sino negando, lo que no puede cometer un inocente. Y todas las maravillas de los magos, las cuales con razón siente que deben condenarse, se hacen por arte y obra de los demonios, y ya que se persuade que deben adorarse, advierta lo que enseña cuando dice que son necesarios para que lleven nuestras oraciones a los dioses, puesto que debemos huir de sus obras si queremos que nuestras oraciones lleguen delante del verdadero Dios. Pregunto lo segundo: ¿qué especie de oraciones le parece llevan los demonios de los hombres a los dioses buenos, las mágicas o las lícitas? Si las mágicas, los dioses no gustan de ellas; si las lícitas, no las quieren por medio de tales arbitrios. Y si el pecador, arrepentido mayormente por haber cometido alguna culpa mágica, ruega, ¿es posible que consiga el perdón por intercesión de aquellos con cuyo favor le pesa haber caído en tan torpe culpa? ¿O acaso los mismos demonios, para poder alcanzar la remisión a los que se arrepienten, hacen también primero penitencia por haberlos engañado, para que se les perdone? Esto jamás se ha dicho de los demonios; porque, si fuese así, de ningún modo se atreverían a desear la honra y culto que se debe a Dios los que por medio de la penitencia apetecían alcanzar la gracia del perdón; porque en lo uno hay una soberbia digna de abominación y en lo otro una humildad digna de compasión.
CAPITULO XX. Si se debe creer que los dioses buenos de mejor gana se comunican con los demonios que con los hombres
Pero ciertamente dirán que hay una causa muy convincente, por la cual es indispensable que los demonios sean medianeros entre los dioses y entre los hombres, para que lleven los deseos y peticiones de los hombres a los dioses y de éstos traigan las respuestas dé las gracias que hubieren alcanzado a los hombres. Y pregunto: ¿Cuál es esta causa y cuánta la necesidad? Porque ningún Dios, dicen, se mezcla o comunica con el hombre. Donosa santidad la de Dios, que no se comunica con el hombre humilde, y se comunica con el demonio arrogante; no se comunica con el hombre arrepentido, y se comunica con el demonio engañador; no se comunica con el hombre, que se acoge al amparo de su divinidad, y se comunica con el demonio, que finge tener divinidad; no se comunica con el hombre, que le pide perdón de la culpa; y se comunica con el demonio, que le persuade; no se comunica con el hombre, que por medio de los libros filosóficos destierra a los poetas de una República bien ordenada, y se comunica con el demonio, que, por medio de los juegos escénicos, pide a los principales magnates y pontífices de la ciudad los escarnios que hacen de ellos los poetas; no se comunica con el hombre, que prohíbe las ficciones de las culpas de los dioses, y se comunica con el demonio, que gusta y se deleita con los supuestos crímenes de los dioses; no se comunica con el hombre, que con justas leyes castiga los delitos e inepcias de los mágicos, y se comunica con el demonio, que enseña y practica las artes mágicas; no se comunica con el hombre, que huye de imitar a los demonios, y se comunica con el demonio, que anda a caza para engañar a los hombres.
CAPITULO XXI. Si los dioses se aprovechan de los demonios para que les sirvan de mensajeros e intérpretes, y si ignoran que los engañan o quieren ser engañados por ellos
La necesidad tan grande de sostener un disparate e indignidad tan calificada, es porque los dioses del cielo que cuidan de las cosas humanas, sin duda no supieron lo que hacían los hombres en la tierra si los demonios aéreos no se lo avisaran; porque la región celeste está muy distante de la tierra, y es muy elevada, y el aire confina por una parte con ella y por otra con la tierra. ioh admirable sabiduría! ¿Qué otra cosa sienten estos sabios de los dioses, los cuales sostienen que todos son buenos, sino que cuidan de las cosas humanas por no parecer indignos del culto y veneración que les tributan y que por la distancia de los elementos ignoran, las cosas humanas, para que se entienda que los demonios son necesarios, Y así se crea que también ellos deben ser adorados, para que por ellos puedan saber los dioses lo que pasa en las cosas humanas, y cuando fuese menester acudir al socorro de los hombres? Si esto es cierto, estos dioses, buenos tienen más noticia del demonio por la contigüidad del cuerpo que del hombre por la bondad del alma. ioh necesidad digna de la mayor compasión, o, por mejor decir, vanidad ridícula y abominable, por no llamarla ilusión fútil y despreciable! Porque si los dioses pueden ver nuestra alma con la suya libre de los impedimentos del cuerpo, para esta operación no necesitan de intermediarios los demonios; y si los dioses de la región etérea conocen por su cuerpo los indicios corporales de las almas, como son el semblante, el habla, el movimiento, infiriendo así lo que les anuncian los demonios, pueden ser también engañados con los embustes y mentiras de los demonios, esa divinidad no puede ignorar nuestras acciones. Tuviera especial complacencia en que me dijeran estos alucinados eruditos si los demonios comunicaron a los dioses cómo desagradaron a Platón las ficciones de los Poetas sobre las culpas de los dioses, y les encubrieron que ellos, se complacían con los festejos; o si les callaron lo uno y lo otro, y no quisieron que los dioses supiesen cosa alguna acerca de este asunto; o si les descubrieron lo uno y lo otro; la prudencia religiosa de Platón para con los dioses, y su apetito perjudicial al honor de los dioses; o, si, aunque quisieron encubrir a los dioses, el dictamen de Platón, reducido a no querer permitir que fuesen infamados los dioses con crímenes supuestos por la impía licencia de los poetas, sin embargo, no tuvieron pudor ni temor en manifestarles su propia vileza de que gustaban de los juegos escénicos, en los que se celebraban las ignominiosas criminalidades de los dioses. De estas cuatro razones que les propongo, elijan la que más les agrade, y consideren en cualquiera de ellas con cuánta impiedad sienten de los dioses buenos; porque si escogiesen la primera, han de conceder precisamente que no pudieron los dioses buenos vivir con el virtuoso Platón, porque prohibía la publicación de sus enormes relaciones, y que vivieron sin embargo, con los demonios malos, que se lisonjeaban con la celebración de sus maldades; y que los dioses buenos no conocían al hombre bueno que distaba mucho de ellos, sino por medio de los malos demonios, a quienes, teniéndolos tan próximos, no podían conocer. Si eligiesen la segunda, y dijesen que lo uno y lo otro les callaron los demonios, de modo que los dioses por ningún motivo tuvieron noticia, ni de la religiosa ley de Platón, ni del sacrílego gusto y deleite de los demonios, ¿qué suceso de importancia pueden saber los dioses de los acontecimientos humanos, por medio de la legacía de los demonios, cuando ignoran las saludables sanciones que decretan por la religión los hombres virtuosos, en honor de los dioses buenos, contra el voluptuoso deseo de los malos demonios? Y si escogiesen la tercera y respondieren que no sólo tuvieron noticia por medio de los mismos demonios del sentir de Platón, que vedaba la manifestación de los afrentosos dicterios de los dioses, sino también de la lascivia y maldad de los demonios, que se entretienen y recrean con las injurias de los dioses, pregunto: ¿esto es dar aviso o hacer mofa? ¿Y los dioses oyen lo uno y lo otro, y lo conocen y sufren con tanta conformidad, que no sólo no rehúsan la comunicación con los malignos demonios y desean y obran acciones tan contrarias a la dignidad de los. dioses y a la religión de Platón, sino que por medio de estos impíos vecinos, al buen Platón, estando muy distantes de ellos, le remiten sus dones? Pues de tal modo los unió entre sí el orden de los elementos, que pueden comunicarse con los que les agravian, y con Platón, que los defiende, no pueden; sabiendo lo uno y lo otro, aunque no son poderosos para mudar la constitución del aire y de la tierra. Y si escogieren la cuarta, peor es que las demás; porque ¿quién ha de sufrir que los demonios digan a los dioses inmortales las ignominias y culpas que los poetas les suponen, y los indignos escarnios que se les hacen en los teatros, y el ardiente gusto y suavísimo deleite con que los mismos demonios se entretienen con estas fruslerías? A vista de esta doctrina deben confundirse y callar cuando Platón, con gravedad filosófica, fue de parecer que se desterrasen estas infamias de una República bien ordenada, de modo que ya con esto los dioses buenos se vean obligados a saber por estos medios las obscenidades de estos perversos: no ajenas, sino de los mismos que se las dicen; y no los permiten y dejan saber lo contrario a ellas, es decir, las bondades de los filósofos; siendo lo primero en agravio y lo segundo en honra de los mismos dioses.
CAPITULO XXII. Que se debe dejar el culto de los demonios contra Apuleyo
Y puesto que no debe adoptarse ninguna de estas cuatro cosas, porque con cualesquiera de ellas no se sienta tan impíamente de los dioses, resta que de ningún modo debe creerse lo que procura persuadirnos Apuleyo y cualesquiera otros filósofos que son de su dictamen, y sostienen que de tal manera están colocados en el lugar medio los demonios entre los dioses y los hombres, que son como internuncios e intérpretes, para que desde acá lleven nuestras peticiones y de allá nos traigan las gracias de los dioses, sino que son unos espíritus deseosísimos de hacer mal, ajenos totalmente de lo que es justo y bueno, llenos de soberbia, carcomidos de envidia, forjados de engaños y cautelas que habitan en la región del aire, porque cuando los echaron de la altura del cielo superior (lo que merecieron por la culpa y transgresión irreiterable» los condenaron a este lugar como a cárcel conveniente para ellos; y no porque la región del aire era superior en el sitio a la tierra y al agua, por eso también ellos en el mérito son superiores a los hombres, los cuales fácilmente los exceden y hacen ventaja, no en el cuerpo terreno, sino en haber escogido en su favor al verdadero Dios, y en la conciencia piadosa y temerosa de Dios. Y aunque es verdad que ellos se apoderaron de muchos que son indignos de la participación de la verdadera religión como de cautivos y súbditos suyos, persuadiendo a la mayor parte de éstos que son dioses, embelecándolos con señales maravillosas y engañosas de obras y adivinaciones; sin embargo, a otros que miraron y consideraron con más atención sus vicios, no pudieron persuadirles que eran dioses, y así fingieron que eran entre los dioses y los hombres los internuncios, y los que alcanzaban de ellos los beneficios; mas ni aun esta honra quisieron se les diese los que tampoco creían que eran dioses, porque advertían que eran malos; porque éstos eran de opinión que todos los dioses eran buenos; y, con todo, no se atrevían a decir que del todo eran indignos del honor que se debe a Dios, principalmente por no ofender al pueblo el cual veían que con tantos sacrificios y templos los honraba y servía por una envejecida superstición.
CAPITULO XXIII. Lo que sintió Hermes Trimegisto de la idolatría, y de dónde pudo saber que se habían de suprimir las supersticiones de Egipto
De modo diverso sintió y escribió de ellos Hermes, egipcio, a quien llaman Trimegisto; pues Apuleyo, aun cuando conceda que no son dioses, pero diciendo que son medianeros entre los dioses y los hombres, de modo que son necesarios a los hombres para el trato con los mismos dioses, no diferencia su culto de la religión de los dioses superiores. Mas el egipcio dice que hay unos dioses que los hizo el sumo Dios, y otros que los hicieron los hombres. El que oye esto como yo lo he puesto, entiende que habla de los simulacros que son obras de las manos de los hombres; con todo, dice que las imágenes visibles y palpables son como cuerpos de los dioses, y que hay en éstos ciertos espíritus atraídos allí que tienen algún poder, ya sea para hacer mal, ya para cumplir algunos votos y deseos de los que los honran y reverencian con culto divino. El enlazar, pues, y juntar estos espíritus invisibles por cierta parte con los visibles de materia corpórea, de manera que los simulacros dedicados y sujetos a aquellos espíritus sean como unos cuerpos animados, esto dicen que es hacer dioses, y que en los hombres hay esta grande y admirable potestad de formar dioses. Extractaré las palabras de este egipcio cómo se hallan traducidas en nuestro idioma: «y porque, dice él, nos notifican que hablemos de la cognación y comunicación de los hombres y de los dioses, mira, ¡oh Asclepio!, la potestad y vigor del hombre: así como el Señor y Padre, o, lo que es lo mismo, Dios, es hacedor y autor de los dioses celestiales, así el hombre es el fabricador de los dioses que están en los templos contentos de la proximidad del hombre.» Y poco después añade: «La humanidad de tal modo persevera en aquella imitación de la divinidad, acordándose siempre de su naturaleza humana y de su origen, que así como el Padre y Señor, por que fuesen semejantes a él, hizo a los dioses eternos, así el hombre hizo y figuró a sus dioses semejantes a él a la similitud de su rostro.» Aquí, habiéndole Asclepio, con quien principalmente conferenciaba, respondido y dicho: «¿Habláis, ¡oh Trimegisto!, de las estatuas?»; entonces dice: «¡Oh Asclepio! Ves estatuas, como tú mismo desconfías, estatuas animadas llenas de sentido y espíritu, y que ejecutan tales y tan grandes maravillas. Estatuas que saben lo futuro, adivinan y dicen en diferentes cosas lo que acaso ignora cualquier adivino; que causan las enfermedades en los hombres, y las curan y los convierten en tristes y alegres conforme lo merecieron. ¿Ignoras, por ventura, ¡oh Asclepio!, que Egipto es un retrato e imagen del cielo, o, lo que es mas cierto, es una traslación portentosa donde se establecen y descienden todas las cosas que se gobiernan y practican en el cielo? Y si ha de decir la verdad, añade, esta nuestra tierra es un templo vivo de todo el mundo. Y pues es conveniente que el prudente lo prevea y sepa todo, no es razón que vosotros ignoréis lo que voy a decir. Vendrá tiempo en que se advertirá que los egipcios inútilmente guardaron tan piadosa y devotamente la religión a los dioses, y que, cesando toda su santa veneración, los dejará frustrados y burlados.» Después Hermes, con muchos raciocinios, prosigue este asunto, donde parece que profetiza o adivina aquella feliz época en que la religión cristiana, cuanto es más verdadera y santa, con tanta más eficacia y libertad destruye y echa por tierra todas las engañosas ficciones; para que la gracia del verdadero Salvador libre al hombre del cautiverio de los dioses, que por si estableció el hombre, y los someta a aquel Dios que hizo al hombre. Pero cuando habla, no vaticina estas maravillas, habla como si fuera amigo de estos mismos engaños; ni expresa claramente el nombre cristiano, pero lamenta que se destierren de Egipto las observancias que le hacen semejante al cielo y anuncia con lacrimoso estilo los sucesos venideros; pues era de los que dice el Apóstol: «que conociendo a Dios no le dieron la gloria de Dios, ni se le mostraron agradecidos, sino que dieron en vano con sus imaginaciones y discursos, y quedó su necio corazón rodeado y sumergido en las tinieblas de su presunción y arrogancia, porque en lo mismo en que se gloriaban de sabios y literatos, en esto mismo quedaron necios e ignorantes, andando tan ciegos que profanaron la majestad de Dios inmortal mudándola en la imagen o estatua de hombre mortal»; y lo demás que sería largo referir. Alegando Hermes tan sólidos fundamentos sobre el único y solo Dios verdadero, Criador del mundo, conformes a lo que prescribe la verdad, no sé de qué modo se deja llevar de las, oscuras tinieblas de su corazón a cosas como éstas; que quiere estén sujetos los hombres a los dioses, que confiesa son obras de los mismos hombres, y siente haya de venir tiempo en que esto desaparezca; como si pudiese haber cosa más desdichada que el hombre, a quien dominan los figmentos y estatuas que ha fabricado por sus manos; siendo más fácil que, adorando a los dioses que formó con sus propias manos, deje de ser hombre, que no porque él los adore sean dioses lo que hizo el mismo hombre, porque más presto sucede: «Que el hombre colocado en honrosa condición, y en un estado superior semejante a la imagen de Dios, no conociendo, antes olvidado de su condición y nobleza, se iguale en su miseria a las bestias; que llegue a anteponerse una obra de las manos del hombre a la obra de Dios, hecha por Dios a su semejanza, esto es, al mismo hombre.» Por eso el hombre pierde algún tanto de ser que tiene de aquel que le crió, cuando se sujeta y toma por superior a lo que formó con sus mismas manos. De que estas falsedades, maldades y sacrilegios desapareciesen se dolía el egipcio Hermes, porque sabía que había de llegar tiempo en que así sucediese, pero lo sentía tan sin pudor, cuanto lo sabía sin fundamento sólido; pues el Espíritu Santo no se lo había revelado como a los santos profetas, que, conociendo y previendo estos admirables sucesos, decían con alegría de su corazón: «Si hiciere y fabricare el hombre dioses para sí, presto llegará el desengaño de esta vana ilusión, y experimentará que no son dioses»; y en otro lugar: «Vendrá tiempo, dice el Señor, en que exterminaré del mundo los ídolos y simulacros, y no habrá más memoria de ellos.» Pero sobre este punto vaticinó en términos más claros e incontrastables contra Egipto el santo profeta Isaías por estas palabras: «Se desharán y desaparecerán cuando viniere el Señor los ídolos que hicieron para, sí los egipcios, y el corazón de éstos se deshará y aniquilará entre sí»; con lo demás que continúa en orden a la misma profecía. De éstos fueron también los que, teniendo una ciencia positiva e infalible de lo venidero, se alegraban y lisonjeaban de que hubiese venido el Mesías prometido, como Simeón y Ana, que al punto que nació Jesús le conocieron; como Isabel, que con espíritu profético le reconoció existente en el vientre de su Madre, y como Pedro cuando, revelándoselo el Eterno Padre, dijo: «Tú eres Cristo, hijo de Dios vivo». Mas a este sabio egipcio le inspiraron su futura destrucción los mismos espíritus, que teniendo presente en carne humaba al Dios todopoderoso, amilanados y llenos de temor y espanto, le dijeron: «¿A qué viniste antes de tiempo a perdernos?» O porque para ellos repentinamente acaeció lo que creían debía tardar más tiempo en verificarse, o porque llamaban su destrucción y perdición al mismo acontecimiento en que fueron descubiertos, pues siendo conocidos los habían de desamparar y despreciar los hombres, lo cual era antes de tiempo, esto es, antes de la época en que se debe suceder el juicio universal, en el cual serán castigados con eterna condenación, juntamente con todos los hombres que se hallaren asociados a su compañía, como lo insinúa expresamente la verdadera religión, que ni engaña ni puede ser engañada; y no como este sabio que, dejándose llevar por una parte y por otra del viento de cualquiera doctrina, mezclando y confundiendo lo falso con lo verdadero, se duele como si hubiera de extinguirse la religión, que confiesa después llanamente ser un error.
CAPITULO XXIV. Cómo Hermes claramente confesó el error de sus padres y, con todo, le pesó que hubiese de desaparecer
Después de algún intervalo vuelve a discurrir sobre el mismo punto y hablar de los dioses hechura del hombre, diciendo de este modo: «Pero ya de estos tales basta lo referido. Volvamos al hombre y a la razón, por la cual, concedida por singular beneficio de Dios, se denominó el hombre animal racional.»
Admirables se nos presentan las cualidades del hombre que hemos relacionado por extenso, pero en verdad excede toda admiración que fuera posible al hombre investigar y descubrir la naturaleza divina, y ser autor, criador y único artífice de ella. Pues como nuestros mayores anduvieron muy errados e incrédulos acerca de los dioses, sin atender a su culto y religión, hallaron traza e invención para formar dioses. Y luego que la descubrieron la apropiaron y aplicaron una virtud conveniente, tomándola de la naturaleza del mundo y mezclándola, y ya que no podían crear almas, invocaron las de los demonios o de los ángeles; y las hicieron entrar, dentro de las imágenes y en los divinos misterios, por los cuales los ídolos pudiesen tener potestad y virtud para hacer bien y mal. No sé si los mismos demonios, a fuerza de conjuros, confesarían esta verdad como la confiesa Hermes; porque dice: nuestros antepasados andaban muy errados e incrédulos acerca de la calidad de los dioses, y, sin advertir a su culto y religión hallaron traza y modo para formar dioses. Porque no dijo que andaban un tanto equivocados para descubrir el arte de hacer dioses, ni contentóse con decir errados, sino que añadió y dijo muy errados. Este grande error e incredulidad de los que no le advertían ni se aplicaban al culto y religión de Dios inventó un raro medio de hacer dioses. Un error tan craso, una incredulidad tan dura, y la aversión o contradicción del ánimo humanó al culto y religión de Dios, encontró, sin embargo, modo de que el hombre fabricase con artificio dioses. Duélese de esta inepcia un hombre tan sabio como Hermes, sintiendo haya de venir tiempos en que se abrogue la religión divina. Adviertan, pues, cómo por virtud divina confiesa, aunque implícitamente, la alucinación y error de sus antepasados, y por una fuerza diabólica se siente penetrado de dolor por el futuro castigo de los demonios. Porque si sus mayores, procediendo con notable equivocación sobre la condición de los dioses, y estando dominados de incredulidad y aversión al culto de la religión divina, hallaron un espacioso artificio para crear dioses, ¿qué maravilla, que todo lo que hizo esta arte abominable, contraria a la religión divina, lo quite la religión divina; pues la verdad es la que enmienda y modera el error, y la fe la que convence a la incredulidad, y la conversación la que corrige a la aversión?
Porque si, omitiendo las causas, dijera que sus predecesores habían encontrado traza y modo para hacer dioses, sin duda nos tocaba a nosotros, si éramos cuerdos y religiosos, el averiguar cómo de ninguna manera pudieran llegar ellos a conseguir este arte con que el hombre crea dioses, si no fueran equivocados en la verdad, si creyeran cosas dignas de Dios, si advirtieran y aplicaran el ánimo al culto y religión divina. Podríamos decir nosotros que las causas de este arte vano eran el error inmoderado de los hombres, la incredulidad y la aversión que el ánimo alucinado e infidente tenía a la religión divina, como la desenvoltura de los que se defienden contra la verdad merecían que dijésemos. Pero cuando esto admira el hombre más enterado que todos en lo concerniente a este arte de hacer dioses, y se duele de que ha de venir tiempo en que todas estas ficciones o estatuas de los dioses fabricadas por los hombres se manden públicamente quitar y destruir por las leyes civiles, confesando además y declarando las causas porque llegaran a experimentar tan fatal excidio, diciendo que sus antepasados, poseídos de sus errores e incredulidad, y sin advertir ni aplicar su ánimo al culto y religión divina, descubrieron el arte con que pudieron formar dioses; dejará de ser muy conforme que nosotros digamos, o, por mejor decir, demos afectuosas y reverentes gracias a Dios nuestro Señor, que por su amor benéfico hacia nosotros se sirvió desterrar y abolir tales errores, con causas contrarias a las que se instituyeron. Porque lo mismo que estableció el error y humano desvarío, lo abrogó la invención de la verdad; lo que introdujo la incredulidad lo quitó la fe, lo que instituyó la aversión que tuvieron al culto divino y a la religión, lo destruyó la conversión sincera a un Dios Santo y verdadero; y no sólo quitó y desterró de Egipto, del cual solamente se duele este sabio, el espíritu de los demonios, sino de toda la tierra, donde se canta con indecible júbilo al Señor un nuevo cántico, como lo, expresaron las letras verdaderamente sagradas y verdaderamente proféticas, donde dice la Escritura: «Cantad al Señor un nuevo cántico, cantad y glorificad al Señor toda la tierra.» Pues el titulo del salmo es: «Cuando se edificaba la casa después de la cautividad.» Pues construyéndose va el Señor por casa la Ciudad de Dios, que es la Santa Iglesia en toda la tierra, después del penoso cautiverio eh que los demonios tenían esclavizados a los hombres, y de estos hombres creyentes, como de unas piedras vivas y sólidas, se edificaba la casa. Pues no, porque el hombre formase dioses a su albedrío, dejaban de poseer al que los hacía; porque adorándolos se hacía su partidario y compañía, no ya de los insensatos y dolorosos, sino de los astutos demonios. Pues ¿qué son los ídolos, sino lo que insinúa la Sagrada Escritura?, «que tienen ojos y no ven», y todo lo demás que a este tenor pudo decirse de una masa, aunque artificiosamente labrada, sin embargo, sin vida ni sentido. Con todo, los espíritus inmundos, encerrados por aquella arte nefaria en los mismos simulacros, reduciendo a su compañía las almas de sus adoradores, las veían miserablemente cautivas, por lo que dice el Apóstol: «Sabemos bien que el ídolo es nadie, y lo que sacrifican los gentiles, a los demonios lo sacrifican y no a Dios; no quiero que os hagáis participes y compañeros de los demonios.» Así que después de este cautiverio, en que los malignos demonios tenían esclavizados a los hombres, se va edificando la casa de Dios en toda la tierra, de donde tomó su título aquel salmo que dice: «Cantad al Señor un cántico nuevo. Cantad al Señor toda la tierra. Cantad al Señor y bendecid su nombre. Anunciad cada día su salud. Anunciad y evangelizad a las gentes su gloria, y todos los pueblos sus maravillas, porque es grande el Señor y digno de alabanza sobremanera, y más terrible que todos los dioses; porque todos los dioses de los gentiles son demonios, pero el Señor hizo los Cielos.» El que se dolía de que había de venir tiempo en que se desterrase del mundo el culto y religión de los ídolos y el dominio que tenían los demonios sobre los que le adoraban, instigado del espíritu maligno, quería que durase siempre esta cautividad, la cual concluida, canta el Salmista rey que se va edificando la casa en toda la tierra. Profetizaba Hermes aquello doliéndose, y vaticinaba esto el profeta alegrándose. Y porque es el espíritu vencedor el que cantaba estas divinas alabanzas por medio de los profetas santos, también Hermes, lo que no quería y sentía que se abrogase, por un modo y traza admirable fue obligado a confesar que lo habían establecido no los prudentes, fieles y religiosos, sino los que andaban errados, los que eran incrédulos y opuestos al culto de la religión divina. Este sabio escritor, aunque los llame dioses, con todo, cuando confiesa que los formaron tales hombres cuales, sin duda, no debemos ser nosotros, aun contra su voluntad, manifiesta que no deben ser adorados por los que no son semejantes a los que los hicieron, esto es, a los sabios, fieles y religiosos, demostrando al mismo tiempo que los mismos hombres que los hicieron se impusieron a sí el subsidio de tener por dioses a los que no lo eran. Porque es infalible aquella divina expresión del profeta: «Si hiciere y fabricare el hombre dioses, ellos no son dioses.» Así que a tales dioses, habiéndolos llamado Hermes dioses de tales, fabricados artificiosamente por tales, esto es, demonios, no sé por qué arte encerrados y detenidos en los ídolos con los lazos de sus apetitos o antojos, habiendo, digo, llamado dioses a los que hablan creado los hombres, con todo, no les concedió lo que el platónico Apuleyo (de quien hemos ya hablado demostrando cuán absurda y contradictoria era su opinión) que sean intérpretes e intercesores entre los dioses que hizo Dios y los hombres que crió el mismo Dios, llevando desde la tierra los votos y peticiones, y volviendo del cielo con, los despachos y gracias. Porque es un grande desatino creer que los dioses que crearon los hombres puedan más con los dioses que hizo Dios que los mismos hombres que hizo el mismo Dios. Pues el demonio, luego que el hombre le encierra con arte sacrílego en el simulacro, vino a ser dios aunque peculiar para tal hombre, no para todos los hombres. ¿Cuál, pues, será este dios a quien no formara el hombre sino errando y siendo incrédulo, y habiendo vuelto las espaldas al Dios verdadero? Y si los demonios que se adoran en los templos, encerrados no sé por qué arte en las imágenes, esto es, en los simulacros y estatuas visibles por industria de los hombres, que con este artificio los hicieron dioses, caminando errados y vueltas las espaldas al culto y religión divina, no son internuncios ni intérpretes entre los hombres y los dioses, y por sus perversas y torpes costumbres, aun los mismos hombres, aunque infieles y ajenos del culto y religión divina, son sin duda mejores que aquellos a quienes con sus artificios hicieron dioses; resta, pues, que la autoridad que usurpan puedan ejercerla como demonios, ya sea cuando, pareciendo que nos hacen bien nos hacen mal, porque entonces nos engañan mejor, ya cuando a las claras nos dañan. Y con todo, cualquiera operación de éstas no pueden efectuaría por sí mismos, sino cuando y en cuanto se les permite por la alta y secreta providencia de Dios, y no porque puedan mucho sobre los hombres por su amistad de los dioses, como intermedios entre los hombres y ellos. Porque de ningún modo pueden tener amistad con los dioses buenos, que nosotros llamamos ángeles santos y criaturas racionales, que habitan en las Santas moradas del cielo, ya sean tronos, o dominaciones, a principados, o potestades, de quienes distan tanto cuanto los vicios de las virtudes y la malicia de la bondad.
CAPITULO XXV. De la comunicación que puede haber entre los santos ángeles y los hombres
De ningún modo por mediación e intercesión de los demonios debemos aspirar a la amistad o beneficencia de los dioses, o, por mejor decir, de los ángeles buenos, sino por la semejanza de la buena voluntad con que estamos unidos con ellos, vivimos con ellos y adoramos con ellos al mismo Dios que ellos adoran, aunque no los podamos ver con los ojos carnales; pero en cuanto somos miserables por la desemejanza de la voluntad y por la fragilidad de nuestra flaqueza, en tanto nos alejamos de ellos por el mérito de la vida, no por la distancia del cuerpo. Pues, no porque dada la condición de la carne vivamos en la tierra, por eso
dejamos de juntarnos y unirnos con ellos, si no gustamos de las cosas terrenas por la inmundicia del corazón. Pero cuando, recuperada la salud, somos como ellos son, entonces, y en la fe, nos acercamos y unimos con ellos si creemos también y esperamos por su intercesión la bienaventuranza de Aquel que los hizo a ellos felices.
CAPITULO XXVI. Que toda la religión de los paganos se empleó y resumió en adorar hombres muertos
Y verdaderamente es digno de advertir cómo este egipcio sintiendo el tiempo que habla de sobrevenir, en el cual había de desterrarse de Egipto lo mismo que confiesa fue establecido por los que andaban muy errados y eran incrédulos y contrarios al culto de la religión divina, entre otras cosas, dice: «Entonces esta tierra, que es un venerable asiento de los delubros y templos, estará sumamente llena de sepulcros y difuntos.» Como si de no desaparecer esta vana superstición, no hubieran de morir los hombres, o se hubieran de sepultar los muertos en otra parte que en la tierra, pues seguramente que cuanto más fuese corriendo el tiempo y los días, tanto mayor había de ser el número de los sepulcros por el número mayor de los muertos. Sin embargo, parece que se duele porque las memorias y capillas de nuestros mártires habían de suceder a sus delubros y templos. Sin duda por que leyendo esto los que nos tienen mala voluntad y el corazón dañado, imaginen que los paganos adoraron a los dioses en los templos, y que nosotros adoramos a los muertos en los sepulcros, pues es tanta la ceguedad de los hombres impíos, que ofenden y tropiezan con los mismos montes, y no quieren observar las cosas que les dan en los ojos, para no echar de ver y confesar que en todas las historias o memorias de los paganos, o no se hallan, o apenas se encuentran dioses que no hayan sido hombres, y que, con todo, después de muertos, procurasen honrar a todos y reverenciarlos como si fuesen dioses. Omito lo que dice Varrón, quien sustenta que tienen por dioses manes a todos los difuntos, y lo prueba por los sacrificios que se hacen a casi todos los muertos, entre los cuales refiere también los juegos fúnebres, como si éste fuera el argumento más convincente de su divinidad, puesto que los juegos no suelen dedicarse sino a los dioses. El mismo Hermes, de quien ahora hablamos, en el mismo libro donde, como vaticinando lo venidero y lamentándose, dice: «Entonces esta tierra, que es un venerable asiento de los delubros y templos, estará inundada de sepulcros y difuntos»; afirma que los dioses de Egipto son hombres muertos. Porque habiendo dicho que sus antepasados, andando muy errados sobre la razón de los dioses incrédulos y sin advertir al culto y religión de los dioses, hallaron artificio para hacer dioses y «luego que le encontraron le aplicaron una virtud congruente y acomodada, tomándola de la naturaleza del mundo y mezclándola; y porque no podían crear almas invocaron las de los demonios o de los ángeles, las hicieron entrar dentro de las imágenes y en los divinos misterios, por las cuales los ídolos pudiesen tener poder y autoridad para hacer bien y mal»; después prosigue, como intentando comprobar esta aserción con ejemplos, y dice: «Porque tu abuelo, Ioh Asclepio!, que fue el primer inventor de la Medicina, a quien está consagrado un templo en el monte de Libia, cerca de la costa de los cocodrilos, donde yace su hombre mundano, esto es, su cuerpo, porque lo restante de él o, por mejor decir, todo él, si es que está todo el hombre en el sentido de la vida, mejorando se volvió al cielo, de donde acude ahora también a auxiliar en todo a las enfermedades de los hombres con su virtud divina, como antes acostumbraba con el arte de la Medicina.» Ved aquí cómo dijo que adoraban por dios a un hombre difunto en el lugar donde tenía su sepultura, engañándose y engañando, diciendo que volvió al cielo. Añadiendo después otro ejemplo, dice: «Hermes, mi abuelo, cuyo nombre he heredado yo, pregunto, estando en su patria qué se intitula con su propio nombre, ¿no ayuda y conserva a todos los mortales que de todo el mundo, acuden allí?» Porque Hermes el mayor, esto es, Mercurio, de quien dice que fue su abuelo, refiere que está enterrado en Hermópoli, es decir, en la ciudad de su propio nombre. Ved cómo dice que dos dioses fueron hombres, Esculapio y Mercurio. De Esculapio sienten lo mismo los griegos y latinos, aunque de Mercurio opinan muchos que no fue mortal, quien, sin embargo, dice Hermes que fue su abuelo. Pero acaso dirán que uno fue aquél y otro éste, no obstante de que tengan un mismo nombre. No reparo mucho en esta objeción, sea o no aquél, y otro distinto éste; con todo, a éste, como a Esculapio, de hombre le hicieron dios, según lo refiere Trimegisto, varón tan apreciado entre los suyos y nieto de Mercurio.
Más adelante continúa aún, y dice: «Sabemos de Isis, mujer de Osiris, cuántos beneficios hace a los que la tienen favorable, y cuántos daños a los que la tienen enojada.» Y, en seguida, para demostrar que de tal género son los dioses que los hombres crean con el insinuado artificio (donde da a entender que los demonios han resultado de las almas de los hombres difuntos, a quienes por el arte que descubrieron los hombres que caminaban errados, infieles y sin religión, dice que los hicieron entrar dentro de los simulacros, por cuanto los que formaban tales dioses no podían realmente crear almas), habiendo dicho él mismo de Isis lo que tengo referido: «A cuántos sabemos que ha dañado el tenerla irritada», prosiguiendo dice: «porque es muy fácil enojarse los dioses terrenos y mundanos, como aquellos que de ambas naturalezas han formado y compuesto los hombres». De ambas naturalezas, dice, de alma y de cuerpo, de modo que por el alma se entienda el demonio, y por el cuerpo el simulacro. «Por lo que sucedió, añade, que los egipcios llamaron a estos animales santos, ordenando que en todas las ciudades se adoren las almas de los que en vida los consagraron; de tal suerte, que con sus leyes se gobiernen y se llamen con sus propios nombres.» ¿Dónde está aquella que parecía queja lastimosa, que vendría tiempo en que la tierra de Egipto, venerable asiento de los delubros y templos, estaría llena de sepulcros y de muertos? En efecto, el seductor y falso espíritu que impelía a explicarse así, a Hermes fue obligado a confesar por boca del mismo Hermes que ya entonces estaba aquella tierra inundada de sepulcros y de difuntos que eran adorados como dioses. Pero el sentimiento de los demonios les hacía hablar por boca de este sabio, porque les pesaba de ver que se acercaban y amenazaban las duras penas que habían de padecer en las memorias o capillas de los santos mártires; pues en muchos lugares de éstos son atormentados, como lo confiesan ellos mismos, echándolos de los cuerpos de los hombres, de quienes estaban tiránicamente apoderados.
CAPITULO XXVII. Del modo con que los cristianos honran a los mártires
Tampoco nosotros fundamos en honor de los mártires templos, sacerdotes, sacrificios y solemnidades porque sean nuestros dioses, sino porque el Dios de éstos es el nuestro. Es cierto que honramos su memoria como de hombres santos, amigos de Dios, que combatieron por la verdad hasta aventurar y perder la vida de sus cuerpos para que se manifestase la verdadera religión, convenciendo y confundiendo las falsas y fingidas religiones, lo cual si algunos lo sentían antes, de miedo lo disimulaban y reprimían. ¿Quién de los fieles oyó jamás que estando el sacerdote en el altar, aunque fuese hecho el sacrificio sobre algún cuerpo santo de cualquier mártir a honra y reverencia de Dios, dijese en sus oraciones: Pedro, o Pablo, o Cipriano, yo te ofrezco este sacrificio? Pues es manifiesto a todos que se ofrece en sus capillas u oratorios a Dios, que los hizo hombres y mártires, y los honró y juntó con sus santos ángeles en el Cielo, para que con aquella ofrenda demos gracias a Dios por las victorias de estos ínclitos soldados de Jesucristo, y para que, a imitación de semejantes coronas y palmas; renovando su memoria y suplicando al mismo Señor que nos favorezca, nos animemos. Todas las obras piadosas que practican los hombres devotos en los lugares de los mártires son beneficios que ilustran sus memorias, no sacrificios que se hacen a muertos como a dioses; y todos los que allí llevan sus comidas (aunque esto no lo hacen los mejores cristianos, y en las más partes no hay tal costumbre), con todo, los que lo ejecutan, en poniéndolas allí oran y las quitan, o para comerlas, o para distribuirlas entre los pobres y necesitados, pues sólo pretenden sacrificar y bendecir en aquel santo lugar su comida por los méritos de los mártires, en nombre del Señor verdadero de éstos. Y que esta práctica no sea ofrecer sacrificio a los mártires lo sabe y comprende el que conoce el único y solo sacrificio que allí se ofrece: el sacrificio de los cristianos. Así que nosotros no reverenciamos a nuestros mártires ni con honras divinas ni con culpas humanas, como ellos adoran a sus dioses, ni les ofrecemos sacrificios ni sus crímenes y afrentas las convertimos en un acto de religión suyo. De Isis, mujer de Osiris, diosa de Egipto, y de sus respectivos padres (quienes escriben que todos fueron reyes, y que sacrificando Isis un día en honor de sus padres descubrió la planta de la cebada, manifestando, las espigas al rey su esposo y a su consejero Mercurio, por lo cual quiere que sea la misma que Ceres), cuántos y cuán grandes crímenes y maldades se hallan escritas no en los poetas, sino en sus escrituras místicas, como lo que escribe Alejandro Magno a su madre Olimpias, conforme al secreto que le descubrió y comunicó un sacerdote llamado León; léanlo, pues, los que quieren o pudieren, y recorran su memoria los que lo hayan leído, y adviertan a qué especie de hombres muertos, o por qué hazañas practicadas por ellos les instituyeron como a dioses culto, religión y sacrificios. Y no presuman con ningún pretexto comparar a estos tales, aunque los reputen por dioses, con nuestros santos mártires, no obstante de que no los tengamos por dioses; porque de este modo no instituimos sacerdotes, ni ofrecemos sacrificios a nuestros mártires, pues esta liturgia es improporcionada, indebida, ilícita, y solamente debida a un solo Dios; de forma que no los entretendremos ni con sus culpas ni con sus juegos torpes y abominables en los cuales celebran éstos, o las abominaciones de sus dioses, si es que en vida, cuando eran hombres, cometieron semejantes crímenes, o las fingidas diversiones y deleites de los malos demonios, si es que no fueron hombres. De esta clase de demonios no tuviera Sócrates un dios, si realmente tuviera un dios, sino que, acaso, estando ajeno e inocente del arte de formar dioses, le acumularon semejante dios los que quisieron ser reputados por excelentes y singulares en el arte. ¿Y para qué me dilato más, puesto que no hay alguno medianamente juicioso que dude no deben ser adorados estos espíritus por la esperanza de conseguir la vida bienaventurada que ha de suceder después de la actual y mortal? Pero seguramente dirán que, aunque es cierto que todos los dioses son buenos, sin embargo, los demonios, unos son buenos y otros malos, y les parecerá que deben adorarse aquellos por quienes hemos de alcanzar la vida feliz y eterna, quienes creen que son buenos; y en cuánto sea cierta o falsa esta opinión, lo demostraremos en el siguiente libro.