La campana de Huesca: 15

La campana de Huesca
de Antonio Cánovas del Castillo
Capítulo XIV

Capítulo XIV

Que es, si no de los más largos, de los más singulares de esta historia


No temían la braveza del mar
ni las dificultades de la tierra.


(Crónica de Corbera)


Aznar, separándose del sendero que llevaban, echó por unas hazas recién sembradas que hacia la parte de la derecha se velan, y anduvo por ellas largo trecho.

De cuando en cuando sonaban voces indefinibles, unas veces más lejos, otras más cerca, según soplaba el viento en el campo. Pasaron algunos momentos de incertidumbre, durante los cuales el almogávar apuró cuantos recursos podía ofrecerle su ejercitado instinto, y la sagacidad admirable de los de su laya para conocer de qué parte venían tales voces y ruidos, que anunciaban población cercana.

No bien lo hubo averiguado, echó a andar precipitadamente, y, al cabo de medio cuarto de hora, o poco más, llegó delante de una pequeña aldea asentada sobre una colina, a orillas de un arroyo de poco caudal, que, con el silencio de la noche, claramente se oía zumbar entre las peñas.

Las bocacalles estaban cerradas con toscas empalizadas y zanjas, y, detrás de tales defensas oíanse pasos como de gente que las guardase; que en los tiempos que corrían, ni el más miserable lugar estaba libre de algaradas o rebatos, dado que si no los fraguaban moros, poco lejanos todavía, siempre había ricohombre codicioso o pueblo rival que en ellos pusiese mano.

Aznar andaba tan calladamente, que no fue sentido de los atalayas del lugar.

Y notando que entrar por las calles no era posible, dio dos vueltas en derredor, a ver si parecía más hacedero asaltar alguna casa principal.

Eran las tapias de enormes piedras del vecino arroyo, unidas con argamasa de tierra, y de la cresta colgaban espinosas bardas. Aznar no se arredró, sin embargo.

Llegose a una de gran apariencia para aquel tiempo y lugar, y de las que más lejos caían de las bocacalles donde estaban los guardas, y se encaramó en las tapias sin gran dificultad, a lo que pudo observarse.

Al llegar a la cresta desató de su cintura la ancha piel de toro que traía por abrigo, plantola sobre las bardas, y apoyando en ellas las manos saltó al otro lado. La caída hubiera sido mortal para otro que el almogávar. Mas este se levantó sin el menor daño, y atentamente se puso a mirar por el patio, plantado de maíz y árboles frutales.

Al fijarlos ojos en un punto, se escapó de su pecho una exclamación de alegría: era que a la parte frontera de aquella por donde había entrado descubría una puerta lóbrega sobre todo encarecimiento, pero sin postigo ni otra cosa que la cerrase.

Entró entonces por ella y se halló en medio de un espacioso establo: los bueyes continuaron comiendo su paja de centeno, con su ordinaria gravedad, y saboreándola tranquilamente. El almogávar no deseó más sino que en todos los habitantes de la casa hubiera igual reposo y mansedumbre.

Pero, antes de mucho, los descompuestos ladridos de un perro vinieron a mostrarle que no era para cumplido su deseo. El perro se acercaba, y Aznar temía lo largo de la lucha por el ruido, y porque daría lugar a que despertase la gente de la casa.

Recordando entonces una treta muy usada en sus montañas contra los lobos hambrientos, salió al patio, cortó una rama de fresno, y en un instante la afiló muy bien por los extremos.

Apenas había acabado de hacerlo todavía, cuando el perro, que era un mastín enorme y defendido con collar y puntas de hierro, se abalanzó a él. Aznar le aguardó puesto de rodillas, cogido por la mitad el palo de fresno con la mano izquierda, y con la derecha levantada la cuchilla. Luego, al verlo ya encima, introdújole entre las quijadas el puño siniestro: quiso morderle el animal, y las dos puntas de fresno se le clavaron por arriba y por abajo a un tiempo, no dejándole más cerrar la boca.

Al punto que así lo tuvo sujeto, el almogávar le descargó una cuchillada en la cabeza, tan sobre seguro, que el fiel can cayó muerto a sus plantas sin exhalar un aullido.

No había tiempo que perder, porque de un momento a otro la gente de la casa podía despertarse.

Aznar no había encontrado aún lo que buscaba; pero estaba seguro de que, en casa como aquella, no podían faltar caballos de guerra, puesto que ningún rico de la época dejaba de tenerlos.

Salió del establo y vagó algunos momentos por grandes cuadras de ganado y habitaciones desamparadas, hasta que al fin topó con dos soberbios caballos, puestos a un pesebre muy bien abastecido, según lo que sonaba el crujir de dientes, con que se regalaban en él aquellos animales dichosos.

Aznar, lleno de regocijo, desató el uno; mas entonces recordó que no tenía por dónde salir con él.

A aquel hombre singular le bastaba saber dónde estaba su objeto: el modo de lograrlo dejábalo siempre a la fortuna y a su propio esfuerzo y destreza.

Otro que él no habría pensado en buscar caballo, solo y a tales horas, para don Ramiro. Pero a pensarlo, hallándose en una población tan grande y con las entradas fortalecidas, habría al fin abandonado su intento sin osar asaltar las tapias. Y si por acaso hubiese llegado a este punto, lo que es con el medio de rematar su obra no habría acertado jamás.

Pero los almogávares no se parecían a los demás hombres, y Aznar era el más determinado de todos.

Pocos momentos le bastaron para imaginar cómo había de salir de tal aprieto.

La cuadra se comunicaba con el interior de la casa por una gran puerta, cuyas maderas estaban harto quebrantadas del tiempo, y mal clavadas y unidas.

Aznar levantó con la espada uno de los tablones sin gran esfuerzo. Metió en seguida la mano por la gran abertura que quedó, y pudo así descorrer la barra de hierro que aseguraba por dentro la puerta.

Con esto no halló más obstáculo para entrar en el ancho zaguán de la casa. No se sentía aún allí el menor ruido: solamente los canes de la vecindad multiplicaban de una manera sus ladridos, que bien daban a entender que algo inusitado pasaba por allí junto.

Aznar, seguro ya del logro de su empresa, se encaminó a la puerta que daba a la calle, y la abrió de par en par: volvió a la cuadra, ensilló el caballo en un santiamén, y montándose en él de un salto, salió a escape.

No había perdido de vista todavía la casa cuando sintió por todos los contornos abrirse y cerrarse postigos, y preguntarse unos a otros los vecinos qué novedad era aquella, de que en tales horas corriera tan desesperadamente un caballo por el lugar.

Poco después oyó ya detrás de sí los gritos de «¡Alarma, al ladrón, al ladrón!», los cuales partían sin duda de la casa de donde había sacado el caballo.

Aznar preparó sus dardos, y apretó más los ijares al animal, que en tan corta carrera echaba blancos espumarajos por la boca.

De pronto, al revolver un esquinazo, hallose en cierta plazoleta que caía ya fuera del lugar: solo que estaba cerrada con empalizadas y zanjas como todas las otras salidas.

Tendió entonces la vista, y divisó a un hombre que allí hacía la atalaya, el cual se adelantaba hacia él como para reconocerle.

No había otro medio de escapar que combatir, y el almogávar no quiso dilatarlo. Luego que se halló a proporcionada distancia, disparó contra él uno de sus dardos, mas no acertó el golpe.

-Voto va, mal dardo -exclamó Aznar-, que es la primera vez que me falláis, y que en peor ocasión no pudisteis hacerlo.

Sacó el otro dardo, lo disparó, y aquella vez tuvo más fortuna: el atalaya cayó muerto a sus pies.

Entonces salvó zanjas y empalizadas de un salto, y, así como se contó por libre, partió a toda rienda hacia el punto donde le esperaba don Ramiro.

Mas tuvo que pasar por delante de algunas de las tapias del pueblo; y los vecinos ya dispuestos, y aquí y allá apostados, dispararon contra él un diluvio de flechas y piedras.

Aznar temió que le matasen el caballo y que fuesen perdidos sus esfuerzos; pero no podía por menos de pasar al lado de las tapias, porque al frente de ellas estaba casi tajada la colina, y más allá muy quebrado el terreno, de suerte que el salto podía estropear al bruto, que parecía generoso y fuerte.

Alguna vez, al oír zumbar la piedra, poderosamente disparada, de honda enemiga, miró al caballo y exhaló un grito de ira; y al sentir por junto a su cabeza los silbidos de las flechas y ballestas, agradeció más a Dios que su propia salvación la salvación de aquel bruto, que era la única esperanza del rey.

Mas ello fue por obra de un momento. El caballo corría desesperadamente, el jinete lo aguijaba más y más, y antes de mucho pudieron, lejos de las tapias del lugar, y fuera del alcance de los irritados burgueses, correr sin obstáculo por el llano.

Y ahora advertimos que, por seguir al almogávar en su audaz intento y aventura, nos hemos olvidado del rey, que, como primero en autoridad, merece, sin alguna duda, prioridad y preferencia sobre todos los personajes de esta crónica.

Pero aunque se tache de importuno esto de citar y citar al autor primitivo de la historia, fuerza es decir que a él, antes que a otro, corresponde la falta, puesto que así dejó colocadas las cosas en su manuscrito. Y es que al buen mozárabe, aunque leal, le divertían más el ánimo los hechos de Aznar que los hechos de don Ramiro, con ser este rey y aquel vasallo: achaque, en verdad, de algunos otros que han tenido ocasión de saber los varios y casi increíbles sucesos de esta historia.