La busca/Parte III/V

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​La busca​ de Pío Baroja
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Vestales del Arroyo - Los trogloditas


-Nada. Tenemos que separarnos de ese bruto de Bizco. Cada vez le tengo más odio y más asco.

-¿Por qué?

-Porque es un bestia. Que se vaya con esa vieja zorra de la Dolores.

Nosotros, tú y yo, vamos a ir al teatro todas las noches.

-¿Cómo?

-Con la clac. No tenemos que pagar; lo único que hay que hacer es aplaudir cuando nos den la señal.

La condición ]e pareció a Manuel tan fácil de cumplir, que le preguntó a su primo:

-Pero oye, ¿cómo no va todo el mundo así?

-Todos no conocen como yo al jefe de la clac.

Fueron, efectivamente, al teatro de Apolo. Manuel los primeros días no hizo más que pensar en las funciones y en las actrices. Vidal, con la superioridad que tenía para todo, aprendió las canciones en seguida; Manuel, en secreto, le envidiaba.

En los entreactos iban los de la clac a una taberna de la calle de Barquillo, y algunas veces a otra de la plaza del Rey. En esta última abundaban los alabarderos del circo de Price.

Casi todos los que formaban la legión de aplaudidores contaban pocos años; algunos, en corto número, trabajaban en algún taller; la mayoría, golfos y organilleros, terminaban después en comparsas, coristas o revendedores.

Había entre ellos tipos afeminados, afeitados, con cara de mujer y voz aguda.

A la puerta del teatro conocieron Vidal y Manuel una cuadrilla de muchachas, de trece a diez y ocho años, que merodeaban por la calle de Alcalá, acercándose a los buenos burgueses, fingiéndose vendedoras de periódicos y llevando constantemente un Heraldo en la mano. Vidal cultivó la amistad de las muchachas; casi todas eran feas, pero esto no estorbaba para sus planes, que consistían en ensanchar el radio de acción de sus conocimientos.

-Hay que dejar las afueras y meterse en el centro -decía Vidal.

Vidal quería que Manuel le secundase, pero éste no tenía aptitudes.

Vidal llegó a ser el indispensable para cuatro muchachas que vivían juntas en Cuatro Caminos, que se llamaban la Mellá, la Goya, la Rabanitos y la Engracia, y que habían formado como Vidal, el Bizco y Manuel una Sociedad, aunque anónima.

Las pobres muchachas necesitaban alguna protección; las perseguían los polizontes más que a las demás mujeres de la vida porque no pagaban a los inspectores. Solían andar huyendo de los guardias y agentes, los cuales, cuando había recogida, las llevaban al Gobierno Civil, y de aquí al convento de las Trinitarias.

La idea de quedar encerradas en el convento producía en ellas verdadero terror.

-¡Eso de no ver la caye! decían, como si fuera un tremendo castigo.

Y el abandono de noche, en las calles desamparadas, para otros motivo de horror; el frío, el agua, la nieve, era para ellas la libertad y la vida.

Hablaban todas de manera tosca; decían veniría, saliría, quedría; en ellas el lenguaje saltaba hacia atrás en curiosa regresión atávica.

Adornaban sus dichos con larga serie de frases y muletillas del teatro.

Llevaban las cuatro una vida terrible; pasaban la mañana y tarde durmiendo y se acostaban al amanecer.

-Nosotras somos como los gatos -decía la Mellá-, cazamos de noche y dormimos de día.

La Mellá, la Goya, la Rabanitos y la Engracia, solían venir de noche al centro de Madrid, acompañadas por un mendigo de barba blanca, cara sonriente y boina a rayas.

El viejo venía a pedir limosna, era vecino de las muchachas y éstas le llamaban el Tío Tarrillo y le daban broma por las borracheras que pescaba. Completamente chocho, le gustaba hablar de lo corrompido de las costumbres.

La Mellá contaba que el Tío Tarrillo la quiso forzar al volver a casa los dos solos una noche en los jardinillos del Depósito de Agua, y la dio a la muchacha tanta risa que no pudo ser.

El mendigo se indignaba al oír esto y perseguía a la indiscreta como un viejo fauno.

De las cuatro muchachas la más fea era la Mellá; con su cabeza gorda y disforme, los ojos negros, la boca grande con los dientes rotos, el cuerpo rechoncho, parecía la bufona de una antigua princesa. Había estado a punto de entrar de corista en un teatro; pero no pudo, porque, a pesar de su buena voz y oído, no pronunciaba con claridad por la falta de dientes.

Estaba la Mellá siempre alegre, a todas horas cantando y riendo; llevaba una polvera pequeña en el bolsillo del delantal, que en el fondo de la tapa tenía un espejo, y mirándose en él a la luz de un farol, se enharinaba la cara a cada paso.

La Mellá era cariñosa y de muy buen corazón; a Manuel se le atragantaba por demasiado fea; la muchacha quería captarse sus simpatías, pero Vidal aconsejó a su primo que no se quedara con ella; le convenía más la Goya, que sacaba más dinero.

A Manuel no le gustaba la Mellá, a pesar de sus arrumacos; pero la Goya estaba comprometida con el Soldadito, un hombre con oficio, según decía ella, porque cuando se ponía a trabajar era pianista de manubrio.

Este organillero sacaba los cuartos a la Goya, que como más bonita tenía también más parroquia; el Soldadito, la vigilaba, y cuando se iba con alguno, la seguía y la esperaba a la salida de la casa de citas para sacarle el dinero.

Vidal, de las cuatro, se dignaba proteger a la Rabanitos y a la Engracia; las dos se lo disputaban. La Rabanitos parecía una mujer en miniatura: carita blanca, con manchas azules alrededor de la nariz y de la boca; cuerpecillo raquítico y delgaducho; labios finos y ojos grandes de esclerótica azul; en el vestir, una vieja, con su mantoncito oscuro y su falda negra: ésta era la Rabanitos. Echaba sangre por la boca con frecuencia; hablaba con remilgos de comadre, haciendo gestos y jeribeques, y todo su dinero lo gastaba en mojama, en caramelos y en golosinas.

La Engracia, la otra favorita de Vidal, era el tipo de la mujer de burdel: llevaba la cara blanca, por los polvos de arroz; sus ojos, negros y brillantes, tenían expresión de melancolía puramente animal; al hablar enseñaba los dientes azulados, que contrastaban con la blancura de su cara empolvada. Pasaba de la alegría al enfado sin transición. No sabía sonreír. En su cara aleteaba tan pronto la estupidez como una alegría canallesca, insultante y cínica.

La Engracia hablaba poco, y cuando hablaba era para decir algo muy bestial y muy sucio, algo de un cinismo y de una pornografía”, complicada. Tenía la imaginación monstruosa y fecunda.

Un imaginero macabro hubiese encontrado algo genial tallando en piedra los pensamientos de aquella muchacha en el infierno de una Danza de la Muerte.

La Engracia no sabía leer. Vestía blusas vistosas, azules y sonrosadas; pañuelo blanco en la cabeza y delantal de color; andaba siempre corriendo de un lado a otro, haciendo sonar las monedas del bolsillo.

Llevaba ocho años de buscona y tenía diez y siete. Se lamentaba de haber crecido, porque decía que de niña ganaba más.

Las amistades de Manuel y de Vidal con las muchachas duraron un par de meses; Manuel no se decidía por la Mellá, le resultaba demasiado fea; Vidal extendía su radio de acción, copeaba con unos cuantos chulos y se dedicaba a la conquista de una florera que vendía claveles.

La Engracia y la Rabanitos tenían odio feroz a la muchacha.

-Ésa -decía la Rabanitos-, ésa está ya tan deshonrá como nosotras...

Una noche, Vidal no se presentó en Casa Blanca, y a los dos o tres días apareció en la Puerta del Sol con una mujerona alta, vestida de gris.

-¿Quién es? -le preguntó Manuel a su primo.

-Se llama Violeta; me he quedado con ella.

-¿Y la otra, la de Casa Blanca?

Vidal se encogió de hombros.

-Quédate tú con ella si quieres -dijo.

La antigua querida de Vidal dejó de aparecer también por Casa Blanca, y a las dos semanas de no pagar, el administrador puso a Manuel en la calle y vendió el mobiliario: unas cuantas botellas vacías, un puchero y una cama.

Manuel durmió durante algunos días en los bancos de la plaza de Oriente y en las sillas de la Castellana y Recoletos. Era el final del verano y todavía se podía dormir al raso. Algunos céntimos que ganó subiendo maletas de las estaciones le permitieron ir viviendo, aunque malamente, hasta octubre.

Hubo días en que no comió más que tronchos de berza cogidos en el suelo de los mercados; otros, en cambio, se regaló con banquetes de setenta y ochenta céntimos en los figones.

Llegó octubre, y Manuel empezó a helarse por las noches; su hermana mayor le proporcionó un gabán raído y una bufanda; pero, a pesar de esto, cuando no encontraba sitio donde dormir bajo techado, se moría de frío en la calle.

Una noche, a principios de noviembre, Manuel se encontró a la puerta de un cafetín de la Cabecera del Rastro con el Bizco, que iba encorvado, casi desnudo, con los brazos cruzados por delante del pecho, y descalzo; tenía un aspecto imponente de miseria y de frío.

Dolores la Escandalosa le había dejado por otro.

-¿Dónde podríamos ir a dormir? -le preguntó Manuel.

-Vamos a las cuevas de la Montaña -contestó el Bizco.

-Pero ¿allá se podrá entrar?

-Sí; si no hay mucha gente.

-Entonces, andando.

Salieron los dos, por Puerta de Moros y la calle de los Mancebos, al Viaducto; cruzaron la plaza de Oriente, siguieron la calle de Bailén y la de Ferraz, y, al llegar a la Montaña del Príncipe Pío, subieron por una vereda estrecha, entre pinos recién plantados.

A oscuras anduvieron el Bizco y Manuel de un lado a otro, explorando los huecos de la Montaña, hasta que la línea de luz que brotaba de una rendija de la tierra les indicó una de las cuevas.

Se acercaron al agujero; salía del interior un murmullo interrumpido de voces roncas.

A la claridad vacilante de una bujía, sujeta en el suelo entre dos piedras, más de una docena de golfos, sentados unos, otros de rodillas, formaban corro jugando a las cartas. En los rincones se esbozaban vagas siluetas de hombres tendidos en la arena.

Un vaho pestilente se exhalaba del interior del agujero.

Temblaba la llama, iluminando a ratos, ya un trozo de la cueva, ya la cara pálida de uno de los jugadores, y, al parpadear de la luz, las sombras de los hombres se alargaban y se achicaban en las paredes arenosas. De cuando en cuando se oía una maldición o una blasfemia.

Manuel pensó haber visto algo parecido en la pesadilla de una fiebre.

-Yo no entro -le dijo al Bizco.

-¿Por qué? -preguntó éste.

-Prefiero helarme.

-Haz lo que quieras. Yo conozco a uno de esos. Es el Intérprete.

-¿Y quién es el Intérprete?

-El capitán de los golfos de la Montaña.

A pesar de estas seguridades, Manuel no se decidió.

-¿Quién está ahí? -se oyó que preguntaban de dentro.

-Yo -contestó el Bizco.

Manuel se alejó de allá a todo correr. Cerca de la cueva había dos o tres casuchas reunidas, con un corral en medio, cercadas por una tapia de pedruscos.

Era aquello, según el nombre irónico puesto por la golfería, el Palacio de Cristal, nido de palomas torcaces de bajo vuelo que garfaban en el cuartel de la Montaña, y a las cuales, por la noche, acompañaban gavilanes y gerilfaltes amigos.

El paso del corral estaba cerrado por una puerta de dos hojas.

Manuel la examinó por ver si cedía, pero era fuerte, y blindada con latas extendidas y claveteadas sobre esteras.

Pensó que allí no habría nadie, e intentó saltar la tapia; subió sobre el muro bajo de cascote y al ir a pasar, se enredó en un alambre, cayó una piedra de la cerca al suelo, comenzó a ladrar un perro con furia y se oyó de dentro una maldición.

Manuel pudo convencerse de que el nido no estaba vacío, y huyó de allá. En un hueco, algo resguardado de la lluvia, se metió y se acurrucó a dormir.

Era de noche aún cuando se despertó tiritando de frío, temblando de la cabeza a los pies. Echó a correr para entrar en reacción; llegó al paseo de Rosales y dio varias vueltas arriba y abajo.

La noche se le hizo eterna.

Dejó de llover; a la mañana salió el sol; en un agujero abierto en la pendiente del terraplén, Manuel se guareció. El sol comenzaba a calentar de manera deliciosa. Manuel soñó con una mujer muy blanca y muy hermosa, con cabellos de oro. Se acercó a la dama, muerto de frío, y ella le envolvió con sus hebras doradas y él se fue quedando en su regazo agazapado dulcemente, muy dulcemente...