La busca/Parte III/VI

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​La busca​ de Pío Baroja
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El señor Custodio y su hacienda - A la busca


...Y dormía con el más dulce de los sueños, cuando una voz áspera le trajo a las amargas e impuras realidades de la existencia.

-¿Qué haces ahí, golfo? -le dijeron.

-¡Yo! -murmuró Manuel, abriendo los ojos y contemplando a quien le hablaba-. Yo no hago nada.

-Sí; ya lo veo, ya lo veo.

Manuel se incorporó; tenía ante sí un viejo de barba entrecana y mirada adusta, con un saco al hombro y un gancho en la mano. Llevaba el viejo gorra de piel, una especie de gabán amarillento y bufanda rojiza, arrollada al cuello.

-¿Es que no tienes casa? -preguntó el hombre.

-No, señor.

-¿Y duermes al aire libre?

-Como no tengo casa...

El trapero se puso a escarbar en el suelo, sacó algunos trapos y papeles, los guardó en el saco y, volviendo a mirar a Manuel, añadió:

-Más te valdría trabajar.

-Si tuviera trabajo, trabajaría; pero como no tengo... a ver... -y Manuel, harto de palabras inútiles, se acurrucó para seguir durmiendo.

-Mira... -dijo el trapero- ven conmigo. Yo necesito un chico... te daré de comer.

Manuel miró al viejo, sin contestar anda.

-Conque ¿quieres o no? Anda, decídete.

Manuel se levantó perezosamente. El trapero subió la cuesta del terraplén con el saco al hombro, hasta llegar a la calle de Rosales, en donde tenía un carrito, tirado por dos burros. Arreó el hombre a los animales, bajaron el paseo de la Florida, y después, por el de los Melancólicos, pasaron por delante de la Virgen del Puerto y siguieron la ronda de Segovia. El carro era viejo, compuesto con tiras de pleita, con su chapa y su número, y estaba cargado con dos o tres sacos, cubos y espuertas.

El trapero, el señor Custodio, así dijo él que se llamaba, tenía facha de buena persona.

De cuando en cuando recogía algo en la calle y lo echaba en el carro.

Debajo del carro, sujeto por una cadena y andando despacio, iba un perro con lanas amarillas, largas y lustrosas, perro simpático que, en su clase, le pareció a Manuel que debía ser tan buena persona como su amo.

Entre el puente de Segovia y el de Toledo, no muy lejos del .comienzo del paseo Imperial, se abre una hondonada negra con dos o tres chozas sórdidas y miserables. Es un hoyo cuadrangular, ennegrecido por el humo y el polvo del carbón, limitado por murallas de cascote y montones de escombros.

Al llegar a los bordes de esta hondonada, el trapero se detuvo e indicó a Manuel una casucha próxima a un Tío Vivo roto y a unos columpios, y le dijo:

-Esa es mi casa; lleva el carro ahí y vete descargando. ¿Podrás?

-Sí; creo que sí.

-¿Tienes hambre?

-Sí, señor.

-Bueno; pues dile a mi mujer que te dé de almorzar.

Bajó Manuel con el carro hasta la hondonada por una pendiente de escombros. La casa del trapero era la mayor de todas y tenía corral y un cobertizo adosado a ella.

Se detuvo Manuel a la puerta de la casucha; una vieja le salió al encuentro.

-¿Qué quieres tú, chaval? -le dijo-. ¿Quién te manda venir aquí?

-El señor Custodio. Me ha encargado que me diga usted dónde tengo que dejar lo que va en el carro.

La vieja le indicó el cobertizo.

-Me ha dicho también -agregó el muchacho- que me dé usted de almorzar.

-¡Te conozco, lebrel! -murmuró la vieja.

Y después de refunfuñar durante largo rato y de esperar a que Manuel descargara el carro, le dio un trozo de pan y de queso.

La vieja desenganchó los dos borricos del carrito y soltó al perro, que se puso a ladrar y a jugar de contento; ladró a los burros, uno negro y otro rucio, que volvieron la cabeza para mirarle, y le enseñaron los dientes; persiguió desesperadamente a un gato blanco de cola erizada como un plumero, luego se acercó a Manuel, que, sentado al sol, comía su trozo de queso y de pan en espera de algo. Almorzaron los dos. Manuel dio vuelta a la casa para verla. Uno de sus lados estrechos lo componían dos casetas de baño.

Estas dos casetas no se hallaban unidas; dejaban entre ambas un espacio tapado por una puerta de hierro, de las usadas para cerrar las tiendas, llenas de orín.

Formaban las dos paredes más largas de la casa del trapero estacas embreadas, y la pared contraria a la de las dos casetas de baño estaba construida con piedras gruesas e irregulares, y se curvaba hacia el exterior con un abombamiento como el del ábside de una iglesia. Por dentro, esta curvatura correspondía a un hueco a modo de ancha hornacina, ocupado por el fogón de la chimenea.

La casa, a pesar de ser pequeña, no tenía un sistema igual de cubierta; en unas partes, las latas, con grandes pedruscos encima y con los intersticios llenos de paja, sustituían a las tejas; en otras, las pizarras sujetas y afianzadas con barro; en otras, las chapas de cinc.

Se notaba en la construcción de la casa las fases de su crecimiento. Como el caparazón de una tortuga aumenta a medida del desarrollo del animal, así la casucha del trapero debió ir agrandándose poco a poco. Al principio, aquello debió ser una choza para un hombre solo, como la de un pastor; luego se ensanchó, se alargó, se dividió en habitaciones; después agregó sus dependencias, su cubierta y su corraliza. Frente a la puerta de la vivienda, en un raso de tierra apisonado, se levantaba un Tío Vivo, rodeado de una valla bajita, octogonal, en cuyos palitroques, podridos por la acción de la humedad y del calor, se conservaban algunos restos de pintura azul.

Aquellos pobres caballos del Tío Vivo, pintados de rojo, ofrecían a las miradas del espectador indiferente el más cómico y al mismo tiempo el más lamentable de los aspectos; uno de los corceles, desteñido, presentaba color indefinible; otro debió de olvidar una de sus patas en su veloz carrera; algunos de ellos, en postura elegantemente incómoda, simbolizaban la tristeza humilde y la modestia honrada y de buen gusto.

Al lado del Tío Vivo se levantaba un caballete formado por dos trípodes, sobre los cuales se apoyaba una viga, cuyos ganchos servían para colgar los columpios.

La hondonada negra contaba con tres casuchas más, las tres construidas con latas, escombros, tablas, cascotes y otros elementos similares de construcción; una de las chozas se cuarteaba por vejez o mala construcción, y para impedir su caída, su dueño, sin duda, la puso, a lo largo de una de las paredes, una fila de estacas, en las cuales se apoyaba como un cojo en su muleta; otra de las casas tenía, a modo de asta de bandera, un palo largo en el tejado, con un puchero en la punta...

Después de almorzar, Manuel indicó a la vieja cómo el señor Custodio le había dicho que se quedara allí.

-Dígame usted si tengo que hacer algo -concluyó diciendo.

-Bueno; quédate aquí. Ten cuidado con la lumbre; si el puchero hierve, déjalo; si no, echa al fuego un poco de carbón. ¡Reverte.! ¡Reverte.-gritó la vieja, llamando al perro-. Que se quede aquí.

Se fue la mujer y quedó Manuel solo con el perro. La olla hervía. Manuel, seguido de Reverte, recorrió la casa por dentro. Estaba dividida en tres cuartos: una cocina pequeña y un cuarto grande, al cual entraba la luz por dos altos ventanillos.

En este cuarto o almacén, por todas partes, de las paredes y del techo, colgaban trapos viejos de diversos colores, ropas blancas, barretinas y boinas rojas, trozos de mantones de crespón. En los vasares y en el suelo, separados por clases y tamaños, había frascos, botellas, tarros, botes, un verdadero ejército de cacharros de cristal y de porcelana; rompían fila esos botellones verdosos hidrópicos de las droguerías y unas cuantas ventrudas damajuanas; luego venían botellas de azumbre, altas, negruzcas; bombonas recubiertas de paja; después seguía la sección de aguas medicamentosas, la más variada y numerosa, pues en ella se incluían los sifones de agua de Seltz y de agua oxigenada, los botellines de gaseosa, las botellas de Vichy, de Mondáriz, de Carabaña; y pasada esta sección, se amontonaba la morralla, los frascos de perfumería, los tarros y botes de pomada, de crema y de velutina.

Además de este departamento de botillería, había otros: de latas de conservas y de galletas, colocadas en vasares; de botones y llaves metidos en cajas; de retales, de cintas y de puntillas arrollados en carretes y cartones.

A Manuel le pareció agradable aquello. Hallábase todo arreglado, limpio, relativamente; se notaba la mano de una persona ordenada y pulcra.

En la cocina, enjalbegada de cal, brillaban los pocos trastos de la espetera. En el fogón, sobre la ceniza blanca, un puchero de barro hervía con un glu glu suave.

De fuera, apenas llegaba vagamente, y eso como un pálido rumor, el ruido lejano de la ciudad; reinaba un silencio de aldea; a intervalos, algún perro ladraba, algún carro resonaba al dar barquinazos por el camino y volvía el silencio, y en la cocina sólo se escuchaba el glu glu del puchero, como un suave y confidencial murmullo...

Manuel echaba una mirada de satisfacción, por la rendija de la puerta a la hondonada negra. En el corral, las gallinas picoteaban la tierra; un cerdo hozaba y corría asustado de un lado a otro, gruñendo y agitándose con estremecimientos nerviosos; Reverte bostezaba y guiñaba los ojos con gravedad, y uno de los burros se revolcaba alegremente entre pucheros rotos, cestas carcomidas y montones de basura, mientras el otro le contemplaba con la mayor sorpresa, como escandalizado por un comportamiento tan poco distinguido.

Toda aquella tierra negra daba a Manuel una impresión de fealdad, pero al mismo tiempo de algo tranquilizador, abrigado; le parecía un medio propio para él. Aquella tierra, formada por el aluvión diario de los vertederos; aquella tierra, cuyos únicos productos eras latas viejas de sardinas, conchas de ostras, peines rotos y cacharros desportillados; aquella tierra, árida y negra, constituida por detritus de la civilización, por trozos de cal y de mortero y escorias de fábricas, por todo lo arrojado del pueblo como inservible, le parecía a Manuel un lugar a propósito para él, residuo también desechado de la vida urbana.

Manuel no había visto más campos que los tristes y pedregosos del pueblo de Soria y los más tristes aún de los alrededores de Madrid. No sospechaba que en sitios no cultivados por el hombre hubiese praderas verdes, bosques frondosos, macizos de flores; creía que los árboles y las flores sólo nacían en los jardines de los ricos...

Los primeros días en casa del señor Custodio parecieron a Manuel de demasiada sujeción; pero como en la vida del trapero hay mucho de vagabundaje, pronto se acostumbró a ella.

Se levantaba el señor Custodio todavía de noche, despertaba a Manuel, enganchaban entre los dos los borricos al carro y comenzaban a subir a Madrid, a la caza cotidiana de la bota vieja y del pedazo de trapo. Unas veces iban por el paseo de los Melancólicos; otras, por las rondas o por la calle de Segovia.

El invierno comenzaba; a las horas que salían, Madrid estaba completamente a oscuras. El trapero tenía sus itinerarios fijos y sus puntos de parada determinados. Cuando iba por las rondas subía por la calle de Toledo, que era lo más frecuente, se detenía en la plaza de la Cebada y en Puerta de Moros, llenaba los serones de verdura y seguía hacia el centro.

Otros días se encaminaba por el paseo de los Melancólicos a la Virgen del Puerto, de aquí a la Florida, luego a la calle de Rosales, en donde escogía lo que echaban algunos volquetes de la basura; seguía a la plaza de San Marcial y llegaba a la plaza de los Mostenses.

En el camino, el señor Custodio no veía nada sin examinar al pasar lo que fuera, y recogerlo si valía la pena; las hojas de verdura iban a los serones; el trapo, el papel y los huesos, a los sacos; el cok medio quemado y el carbón, a un cubo, y el estiércol, al fondo del carro.

Regresaban Manuel y el trapero por la mañana temprano; descargaban en el raso que había delante de la puerta, y marido y mujer y el chico hacían las separaciones y clasificaciones. El trapero y su mujer tenían habilidad y rapidez para esto, pasmosa.

Los días de lluvia hacían la selección dentro del cobertizo. En estos días la hondonada era un pantano negro, repugnante, y para cruzarlo había que meterse en el lodo, en algunos sitios hasta media pierna. Todo en estos días chorreaba agua; en el corral, el cerdo se revolcaba en el cieno; las gallinas aparecían con las plumas negras, y los perros andaban llenos de barro hasta las orejas.

Después de la clasificación de todo lo recogido, el señor Custodio y Manuel, con una espuerta cada uno, esperaban a que vinieran los carros de escombros, y cuando descargaban los carreros, iban apartando en el mismo vertedero: los cartones, los pedazos de trapo, de cristal y de hueso.

Por las tardes, el señor Custodio iba a algunas cuadras del barrio de Argüelles a sacar el estiércol y lo llevaba a las huertas del Manzanares. Entre unas cosas y otras, el señor Custodio sacaba para vivir con cierta holgura; tenía su negocio perfectamente estudiado, y como el vender su género no le apremiaba, solía esperar las ocasiones más convenientes para hacerlo con alguna ventaja.

El papel que almacenaba se lo compraban en las fábricas de cartón; le daban de treinta a cuarenta céntimos por arroba. Exigían los fabricantes que estuviera perfectamente seco, y el señor Custodio lo secaba al sol.

Como a veces querían escatimarle en el peso, solía meter en cada saco tres o cuatro arrobas justas, pesadas con una romana; en la jerga del talego pintaba un número con tinta, indicador de las arrobas que contenía; estos sacos los guardaba en una especie de bodega o sentina de barco que había hecho el trapero ahondando en el suelo del cobertizo.

Cuando había una partida grande de papel se vendía en una fábrica de cartón del paseo de las Acacias. No solía perder el viaje el señor Custodio, porque además de vender el género en buenas condiciones, a la vuelta llevaba su carro a las escombreras de una fábrica de alquitrán que había por allá, y recogía del suelo carbonilla muy menuda, que se quemaba bien y ardía como cisco.

Las botellas las vendía el trapero en los almacenes de vino, en las fábricas de licores y de cervezas; los frascos de específicos, en las droguerías; los huesos iban a parar a las refinerías, y el trapo, a las fábricas de papel.

Los desperdicios de pan, hojas de verdura, restos de frutas, se reservaban para la comida de los cerdos y gallinas, y lo que no servía para nada se echaba al pudridero y, convertido en fiemo, se vendía en las huertas próximas al río.

El primer domingo que estuvo allí Manuel, el señor Custodio y su mujer aprovecharon la tarde. Hacía mucho tiempo que no salían juntos por no dejar la casa sola; se vistieron los dos muy elegantes y fueron a visitar a su hija, que estaba de modista en el taller de una parienta.

Manuel se quedó solo muy a gusto con Reverte, contemplando la casa, el corral, la hondonada; hizo dar vueltas al Tío Vivo, que rechinó como malhumorado; se subió al caballete del columpio, contempló a las gallinas, molestó un poco al cerdo y corrió de un lado para otro, perseguido por el perro, que ladraba alegremente con furia fingida.

Atraía a Manuel, sin saber por qué, aquella negra hondonada con sus escombreras, sus casuchas tristes, su cómico y destartalado Tío Vivo, su caballete de columpio y su suelo, lleno de sorpresas, pues lo mismo brotaba de sus entrañas negruzcas el pucherete tosco y ordinario, que el elegante frasco de esencias de la dama; lo mismo el émbolo de una prosaica jeringa, que el papel satinado y perfumado de una carta de amor.

Aquella vida tosca y humilde, sustentada con los detritus del vivir refinado y vicioso; aquella existencia casi salvaje en el suburbio de una capital, entusiasmaba a Manuel. Le parecía que todo lo arrojado allí de la urbe, con desprecio, escombros y barreños rotos, tiestos viejos y peines sin púas, botones y latas de sardinas, todo lo desechado y menospreciado por la ciudad, se dignificaba y se purificaba al contacto de la tierra.

Manuel pensó que si con el tiempo llegaba a tener una casucha igual a la del señor Custodio, y su carro, y sus borricos, y sus gallinas, y su perro, y además una mujer que le quisiera, sería uno de los hombres casi felices de este mundo.