La busca/Parte III/IV
IV
Después de una semana pasada al sereno, un día Manuel se decidió a reunirse con Vidal y el Bizco y a lanzarse a la vida maleante.
Preguntó por sus amigos en los ventorros de la carretera de Andalucía, en la Llorosa, en las Injurias, y un compinche del Bizco, que se llamaba el Chungui, le dijo que el Bizco paraba en las Cambroneras, en casa de una mujer ladrona de fama, conocida por Dolores la Escandalosa.
Fue Manuel a las Cambroneras, preguntó por la Dolores y le indicaron una puerta en un patio habitado por gitanos.
Llamó Manuel, pero la Dolores no quiso abrir la puerta; luego, con las explicaciones que le dio el muchacho, le dejó entrar.
La casa de la Escandalosa consistía en un cuarto de unos tres metros en cuadro; en el fondo se veía una cama, donde dormía vestido el Bizco; a un lado, una especie de hornacina con su chimenea y un fogón pequeño. Además, ocupaban el cuarto una mesa, un baúl, un vasar blanco con platos y pucheros de barro y una palomilla de pino con un quinqué de petróleo encima.
La Dolores era mujer de cincuenta años próximamente; vestía traje negro, un pañuelo rojo atado como una venda a la frente, y otro, de color oscuro, por encima.
Llamó Manuel al Bizco y, cuando éste se despertó, le preguntó por Vidal.
Ahora vendrá -dijo el Bizco; luego, dirigiéndose a la vieja, gritó:
-Tráeme las botas, tú.
La Dolores no hizo pronto el mandado, y el Bizco, por alarde, para demostrar el dominio que tenía sobre ella, le dio una bofetada.
La mujer no chistó; Manuel miró al Bizco fríamente, con disgusto; el otro desvió la vista de modo huraño.
-¿Queréis almorzar? -preguntó el Bizco a Manuel cuando se hubo levantado.
-Si das algo bueno...
La Dolores sacó la sartén del fuego, llena de pedazos de carne y de patatas.
-No os tratáis poco bien -murmuró Manuel, a quien el hambre hacía profundamente cínico.
-Nos dan fiado en la casquería -dijo la Dolores, para explicar la abundancia de carne.
-¡Si tú y yo no afanáramos por ahí -saltó el Bizco, dirigiéndose a la vieja-, lo que comiéramos nosotros!
La mujer sonrió modestamente. Acabaron con el almuerzo, y la Dolores sacó una botella de vino.
-Esta mujer -dijo el Bizco-, ahí donde la ves, no hay otra como ella. Enséñale lo que tenemos en el rincón.
-Ahora no, hombre.
-¿Por qué no?
-¿Si viene alguno?
-Echo el cerrojo.
-Bueno.
Cerró la puerta el Bizco; la Dolores empujó la cama al centro del cuarto, se acercó a la pared, despegó un trozo de tela rebozado de cal, de una vara en cuadro, y apareció un boquete lleno de cintas, cordones, puntillas y otros objetos de pasamanería.
-¿Eh? -dijo el Bizco-. Pues todo esto lo ha afanado ella.
-Aquí debéis tener mucho dinero.
-Sí; algo hay -contestó la Dolores-. Luego dejó caer el trozo de tela que tapaba la excavación de la pared, lo sujetó y colocó delante la cama. El Bizco descorrió el cerrojo. Al poco rato llamaban en la puerta.
-Debe ser Vidal -dijo el Bizco, y añadió en voz baja, dirigiéndose a Manuel: -Oye, tú, a éste no le digas nada.
Entró Vidal con su aire desenvuelto, celebró la llegada de Manuel y los tres camaradas salieron a la calle.
-¿Vais a barbear por ahí? -preguntó la vieja.
-Sí.
A ver si no vienes tarde, ¿eh? -añadió la Dolores, dirigiéndose al Bizco.
Éste no se dignó contestar a la recomendación.
Salieron los tres a la glorieta del puente de Toledo; allí cerca tomaron una copa, en el cajón del Garatusa, licenciado de presidio, protector de descuideros, no sin interés y su cuenta, y luego, por el paseo de los Ocho Hilos, salieron a la ronda de Toledo.
Como domingo, los alrededores del Rastro rebosaban gente.
A lo largo de la tapia de las grandiosas Américas, en el espacio comprendido entre el Matadero y la Escuela de Veterinaria, una larga fila de vendedores ambulantes establecía sus reales.
Había algunos de éstos con trazas de mendigos, inmóviles, somnolientos, apoyados en la pared, contemplando con indiferencia sus géneros: cuadros viejos, cromos nuevos, libros, cosas inútiles, desportilladas, sucias, convencidos de que nadie mercaría lo que ellos mostraban al público. Otros gesticulaban, discutían con los compradores; algunas viejas horribles y atezadas, con sombreros de paja grandes en la cabeza, las manos negras, los brazos en jarra, la desvergüenza pronta a surgir del labio, chillaban como cotorras.
Las gitanas, de trajes abigarrados, peinaban al sol a las gitanillas morenuchas y a los churumbeles, de pelo negro y ojos grandes; una porción de vagos discurría gravemente; pordioseros envueltos en harapos, lisiados, lacrosos, clamaban, cantaban, se lamentaban, y el público dominguero, buscador de gangas, iba y venía, deteniéndose en este puesto, preguntando, husmeando, y la gente pasaba, con el rostro inyectado por el calor del sol, un sol de primavera, que cegaba al reflejar la blancura de creta de la tierra polvorienta, y brillaba y centelleaba con reflejos mil en los espejos rotos y en los cachivaches de metal, tirados y amontonados en el suelo. Y para aumentar aquella baraúnda turbadora de voces y de gritos, dos organillos llenaban el aire con el campanilleo alegre de sus notas, mezcladas y entrecruzadas.
Manuel, el Bizco y Vidal subieron a la cabecera del Rastro y volvieron a bajar. En la puerta de las Américas se encontraron con el Pastiri, que andaba husmeando por allí.
Al ver a Manuel y a los otros dos, el de las tres cartas se les acercó y les dijo:
-¿Vamos a tomar unas tintas?
-Vamos.
Entraron en una tasca de ¡a Ronda. El Pastiri aquel día estaba solo, porque su compañero se había marchado a El Escorial, y como no tenía quien le hiciera el paripé en el juego, no sacaba una perra. Si ellos tomaban el papel de ganchos, para decidir a los curiosos a jugar, les daría parte en las ganancias.
-Pregúntale cuánto -dijo el Bizco a Vidal.
-No seas tonto.
El Pastiri explicó la cosa para que la entendiera el Bizco; la cuestión era apostar y decir en voz alta que ganaban, que él se encarga ría de meter en ganas de jugar a los espectadores.
Ya, ya sabemos lo que hay que hacer -dijo Vidal.
-¿Y aceptáis la combi?
-Si, hombre.
Repartió el Pastiri tres pesetas por barba, y salieron los cuatro de la taberna, atravesaron la ronda y se metieron en el Rastro.
A veces se paraba el Pastiri, creyendo tener algún tonto a la vista; el Bizco o Manuel apuntaban; pero el que parecía tonto sonreía al notar la celada, o pasaba indiferente, acostumbrado a presenciar aquellas clases de timos.
De pronto vio venir el Pastiri un grupo de paletos con sombrero ancho y calzón corto.
Aluspiar, que ahí vienen unos pardillos, y puede caer algo -dijo, y se plantó delante de los paletos con su tablita y sus cartas, y comenzó el juego.
El Bizco apuntó dos pesetas y ganó; Manuel hizo lo mismo, y ganó también.
-Este hombre es un primo -dijo Vidal, en voz alta, y dirigiéndose al grupo de los campesinos-. Pero ¿han visto ustedes el dinero que está perdiendo? -añadió-. Aquel militar le ha ganado seis duros.
Uno de los paletos se acercó al oír esto, y viendo que Manuel y el Bizco ganaban, apostó una peseta y ganó. Los compañeros del paleto le aconsejaron que se retirara con su ganancia; pero la codicia pudo más en él, y, volviendo, apostó dos pesetas y las perdió.
Vidal puso entonces un duro.
-Un machacante -dijo, dando con la moneda en el suelo-. Acertó la carta y ganó.
El Pastiri hizo un gesto de fastidio.
Apostó el paleto otro duro y lo perdió; miró angustiado a sus paisanos, sacó otro duro y lo volvió a perder.
En aquel momento se acercó un guardia y se disolvió el grupo; al ver el movimiento de fuga del Pastiri, el paleto quiso sujetarle, agarrándole de la americana; pero el hombre dio un tirón y se escabulló por entre la gente.
Manuel, Vidal y el Bizco salieron por la plaza del Rastro a la calle de Embajadores.
El Bizco tenía cuatro pesetas, Manuel seis y Vidal catorce.
-¿Y qué le vamos a devolver a ése? -preguntó el Bizco.
-¿Devolver? Nada -contestó Vidal.
-Le vamos a apandar la ganancia del año -dijo Manuel.
-Bueno; que lo maten -replicó Vidal-. Pa chasco que nos fuéramos nosotros de rositas.
Era hora de almorzar, discutieron adónde irían, y Vidal dispuso que ya que se encontraban en la calle de Embajadores, la Sociedad de los Tres en pleno siguiera hacia abajo hasta el merendero de la Manigua.
Se tuvo en cuenta la indicación, y los socios pasaron toda la tarde del domingo hechos unos príncipes; Vidal estuvo espléndido, gastando el dinero del Pastiri, convidando a unas chicas y bailando a lo chulo.
A Manuel no le pareció tan mal el comienzo de la vida de golfería. De noche, los tres socios, un poco cargados de vino, subieron por la calle de Embajadores, tomando después por la vía de circunvalación.
-¿Adónde iré a dormir? -preguntó Manuel.
-Ven a mi casa -le contestó Vidal.
Al acercarse a Casa Blanca, se separó el Bizco.
-Gracias a Dios que se va ese tío -murmuró Vidal.
-¿Estás reñido con él?
-Es un tío bestia. Vive con la Escandalosa, que es una vieja zorra; es verdad que tiene lo menos sesenta años y gasta lo que roba con sus queridos; pero bueno, le alimenta y él debe considerarla; pues nada, anda siempre con ella a puntapiés y a puñetazos y la pincha con el puñal, y hasta una vez ha calentado un hierro y la ha querido quemar.
Bueno que la quite el dinero; pero eso de quemarla, ¿para qué?
Llegaron a Casa Blanca, que era como una aldea pobre, de una calle sola; Vidal abrió con su llave una puerta, encendió un fósforo y subieron los dos a un cuarto estrecho con un colchón puesto sobre los ladrillos.
-Te tendrás que echar en el suelo -dijo Vidal-. Esta cama es la de mi chica.
-Bueno.
-Toma esto para la cabeza -y le arrojó una falda de mujer arrebuñada.
Manuel apoyó allí la cabeza y quedó dormido. Se despertó a la madrugada. Se incorporó y se sentó en el suelo sin darse cuenta de dónde podía encontrarse. Entraba pálida claridad de un ventanuco. Vidal, tendido en el colchón, roncaba; a su lado dormía una muchacha, respirando con la boca abierta; grandes chafarrinones de pintura le surcaban las mejillas.
Manuel sentía el malestar de haber bebido demasiado el día anterior y profundo abatimiento. Pensó seriamente en su vida:
-Yo no sirvo para esto -se dijo-; ni soy un salvaje como el Bizco, ni un desahogado como Vidal. ¿Y qué hacer?
Ideó mil cosas, la mayoría irrealizables, imaginó proyectos complicados. En el interior luchaban oscuramente la tendencia de su madre, de respeto a todo lo establecido, con su instinto antisocial de vagabundo, aumentado por su clase de vida.
-Vidal y el Bizco -se dijo- son más afortunados que yo; no tienen vacilaciones ni reparos; se han lanzado...
Pensó que al final podían encontrar el palo o el presidio; pero mientras tanto no sufrían; el uno por bestialidad, el otro por pereza, se abandonaban con tranquilidad a la corriente...
A pesar de sus escrúpulos y remordimientos, el verano lo pasó Manuel protegido por el Bizco y Vidal, viviendo en Casa Blanca con su primo y la querida de éste, muchachuela vendedora de periódicos y buscona al mismo tiempo.
La Sociedad de los Tres funcionó por las afueras y las Ventas, la Prosperidad y el barrio de doña Carlota, el Puente de Vallecas y los Cuatro Caminos; y si la existencia de esa Sociedad no llegó a sospecharse ni a pasar a los anales del crimen, fue porque sus fechorías se redujeron a modestos robos de los llamados por los profesionales al descuido.
No se contentaban los tres socios con espigar en las afueras de Madrid: extendían su radio de acción a los pueblos próximos y a todos los sitios en general en donde se reuniera alguna gente.
Los mercados y las plazuelas eran lugares de prueba, porque el descuido podía ser de mayor cantidad; pero, en cambio, la policía andaba ojo avizor.
En general, los puntos más explotados por ellos eran los lavaderos.
Vidal, con su genuina listeza, convenció al Bizco de que él era quien poseía más condiciones para el afano; el otro, por vanidad, se lanzaba siempre a lo más peligroso, el coger la prenda, mientras Vidal y Manuel estaban a la husma.
Solía decir Vidal a. Manuel, en el momento mismo del robo, cuando el Bizco se guardaba debajo de la chaqueta la sábana o la camisa:
-Si viene alguno no hagas seña ni nada. Que lo cojan; nosotros callados, hechos unos púas, sin movernos; nos preguntan algo, nosotros no sabemos nada, ¿eh?
-Convenido.
Sábanas, camisas, mantas y otra porción de ropas robadas por ellos las pulían en la ropavejería de la ribera de Curtidores, adonde solía ir de visita don Telmo. El amo, encargado o lo que fuese, de la tienda, compraba todo lo que le llevaban los randas a bajo precio.
Vigilaba esta ropavejería de peristas, de las asechanzas de algún polizonte torpe (los listos no se ocupaban de estas cosas), un hombre a quien llamaban el Tío Pérnique. Este hombre se pasaba la vida paseándose por delante del establecimiento. Para disimular la guardia vendía cordones para las botas y géneros de saldo que le entregaban en la ropavejería.
En la primavera este hombre se ponía un gorro blanco de cocinero y pregonaba unos pastelillos con una palabra que apenas pronunciaba y que se entretenía en cambiar constantemente. Unas veces la palabra parecía ser ¡Pérquique! ¡Pérquique!; pero inmediatamente cambiaba el sonido, se transformaba en ¡Pérqueque! o en ¡Párquique! y estas evoluciones fonéticas se alargaban hasta el infinito.
El origen de esta palabra Pérquique, que no se encuentra en el diccionario, era el siguiente: Los pastelillos rellenos de crema que vendía el del gorro blanco los daba al precio de cinco céntimos y los voceaba: ¡A perra chica! ¡A perra chica! De vocearlos perezosamente suprimió la A primera y convirtió en e las otras dos, transformando su grito en ¡Perre chique! ¡Perre chique! Después, Perre chique se convirtió en Pérquique.
El guardián de la ropavejería, hombre de carácter jovial, tenía la especialidad en los pregones, los matizaba artísticamente; iba de las notas agudas a las más graves, o al contrario. Comenzaba, por ejemplo, en un tono muy alto, gritando:
-¡Miren, a real! ¡Miren, a real! ¡Calcetines y medias a real! ¡Miren, a real! -Luego bajaba el diapasón, y decía gravemente: -¡Chalequito de Bayona muy bonito! -Y, por último, en voz de bajo profundo, añadía: -¡A cuatro perra orda!
El Tío Pérquique conocía la Sociedad de los Tres, y daba al Bizco y a Vidal algunos consejos.
Más seguro y mucho más productivo que el trato con los peristas de la ropavejería era el procedimiento de Dolores la Escandalosa, la cual vendía las cintas y encajes robados por ella a buhoneros que pagaban bien; pero los socios de la Sociedad de los Tres querían cobrar sus dividendos pronto.
Hecha la venta se iban los tres a una taberna del final del paseo de Embajadores, esquina al de las Delicias, que llamaban del Pico del Pañuelo.
Tenían los socios especial cuidado de no robar en el mismo sitio y de no presentarse juntos por aquellos parajes de donde había temor de una vigilancia molesta.
Algunos días, muy pocos, que la rapiña no dio resultado, se vieron los tres socios obligados a trabajar en el Campillo del Mundo Nuevo, esparciendo montones de lana y recogiéndola, después de aireada y seca, con unos rastrillos.
Otro de los medios de subsistencia de la Sociedad era la caza del gato.
El Bizco, que no atesoraba ningún talento, su cabeza, según frase de Vidal, era un melón calado, poseía, en cambio, uno grandísimo para coger gatos. Con un saco y una vara se las arreglaba admirablemente. Bicho que veía, a los pocos instantes había caído.
Los socios no distinguían de gato flaco o tísico, ni de gata embarazada; todos los que caían se devoraban con idéntico apetito. Se vendían las pieles en el Rastro; el tabernero del Pico del Pañuelo fiaba el vino y el pan, cuando no había fondos con qué pagarlos, y la Sociedad se entregaba al sardanapalesco festín...
Una tarde de agosto, Vidal, que había estado merendando en las Ventas con su prójima el día anterior, expuso ante sus socios y compañeros el proyecto de asaltar una casa abandonada del camino del Este.
Se discutió el proyecto con seriedad, y al día siguiente, por la tarde, fueron los tres a estudiar el terreno.
Era domingo; había novillos en la plaza; pasaban por la calle de Alcalá ómnibus y tranvías llenos de bote en bote, manuelas ocupadas por mujeronas con mantones de Manila y hombres de aspecto rufianesco.
En los alrededores de la plaza el gentío se amontonaba; de los tranvías bajaban grupos de gente que corrían hacia la puerta; los revendedores se abalanzaban sobre ellos voceando; brillaban entre la masa negra de la multitud los cascos de los guardias a caballo. Del interior de la plaza salía un vago rumor, como el de la marea.
Vidal, el Bizco y Manuel, lamentándose de no poder entrar allí, siguieron adelante, pasaron las Ventas y tomaron el camino de Vicálvaro.
El viento sur, cálido, ardoroso, blanqueaba de polvo el campo; por la carretera pasaban y se cruzaban coches de muerto blancos y negros, de hombres y de niños, seguidos por tartanas llenas de gente.
Vidal mostró la casa: hallábase a un lado del camino; parecía abandonada; por delante la rodeaba un jardín con su verja; por la parte de atrás se extendía un huerto plantado de arbolillos sin hojas, con un molino para sacar agua. La tapia del huerto, baja, podía escalarse con relativa facilidad; ningún peligro amenazaba; ni vecinos curiosos ni perros; la casa más próxima, un taller de marmolista, distaba más de trescientos metros.
Desde las cercanías de la casa se divisaba el cementerio del Este, rodeado de campos áridos amarillos y lomas yermas; en dirección contraria se presentaba la plaza de toros, con su bandera flamante, y las primeras casas de Madrid; el camino del camposanto se tendía, polvoriento, por entre hondonadas y taludes verdes, por entre tejares abandonados y lomas con las entrañas de ocre rojo al descubierto.
Cuando examinaron bien las condiciones de la casa, volvieron los tres a las Ventas. De noche, se hallaban dispuestos a regresar a Madrid; pero Vidal aconsejó el quedarse allá para dar el golpe al amanecer del día siguiente. Decidieron esto, y se tendieron en un tejar en el callejón constituido por dos murallas de ladrillos apilados.
El viento, frío, sopló durante toda la noche con violencia. El primero que se despertó fue Manuel, y llamó a los otros dos. Salieron del callejón formado por los dos muros de ladrillo. Aún era de noche; un trozo de luna asomaba de vez en cuando en el cielo por entre las nubes oscuras; a veces se ocultaba, a veces parecía descansar en el seno de uno de aquellos nubarrones, a los cuales plateaba débilmente.
A lo lejos, sobre Madrid, se cernía gran claridad, irradiada de las luces del pueblo, en el camposanto blanqueaban algunas lápidas pálidamente. El alba teñía con su claridad melancólica el cielo, cuando los tres socios se acercaron a la casa.
A Manuel le palpitaba el corazón con fuerza.
-¡Ah! Una advertencia -dijo Vidal-: Si por casualidad nos pescaran, no hay que echar a correr, sino quedarse dentro de la casa.
El Bizco se echó a reír; Manuel, que comprendía que su primo no hablaba por hablar, preguntó:
-¿Y por qué? .
-Porque si nos pescan en la casa es un robo frustrado, y tiene poco castigo; en cambio, si nos cogieran huyendo, seria un robó consumado, lo que tiene mucha pena. Esto me lo dijeron ayer.
-Pues yo escapo si puedo -dijo el Bizco.
-Haz lo que quieras.
Saltaron la cerca de la casa; Vidal quedó a caballo encima, agachado, espiando, por si venía alguno. Manuel y el Bizco, a horcajadas, se acercaron a la casa y, afianzando el pie en el tejadillo de un cobertizo, bajaron a una terraza con un emparrado un tanto más alta que la huerta.
A esta galería daban la puerta trasera y los balcones del piso bajo de la casa; pero estaban una y otros tan bien cerrados, que era imposible abrirlos.
-¿No se puede? -preguntó Vidal desde arriba.
-No.
-Ahí va mi navaja -y Vidal la tiró a la galería.
Manuel intentó con la navaja abrir los balcones, pero no había medio; el Bizco se puso a empujar con el hombro la puerta, cedió algo, dejando un resquicio, y entonces Manuel introdujo por allí la hoja del cuchillo, e hizo correr la lengüeta de la cerradura hasta conseguir abrir la puerta.
Al momento entraron el Bizco y Manuel.
El piso bajo de la casa constaba de un vestíbulo, desde donde comenzaba la escalera de un corredor, y de dos gabinetes con balcón al huerto.
La primera idea de Manuel fue salir al vestíbulo, y echar el cerrojo a la puerta que daba a la carretera.
-Ahora -le dijo al Bizco, que quedó admirado de aquel rasgo de prudencia -vamos a ver qué hay aquí.
-Se pusieron a registrar la casa con tranquilidad, sin apurarse; no había nada que valiera tres ochavos. Estaban forzando el armario del comedor, cuando, de pronto, oyeron muy cerca los ladridos de un perro, y salieron asustados a la galería.
-¿Qué hay? -preguntaron a Vidal.
-Un condenado perro que se ha puesto a ladrar y va a llamar la atención de alguno.
-Tírale una piedra.
-¿De dónde?
-Asústale.
-Ladra más.
-Baja aquí, si no te van a ver.
-Vidal saltó al huerto. El perro, que debía de ser un perro moral, defensor de la propiedad, siguió ladrando fuerte.
-Pero ¡leñe! -dijo Vidal a sus amigos-, ¿no habéis concluido? -¡Si no hay nada!
Entraron los tres llenos de miedo, atortolados, cogieron una servilleta y metieron dentro lo que encontraron a mano, un reloj de cobre, un candelero de metal blanco, un timbre eléctrico roto, un barómetro de mercurio, un imán y un cañón de juguete.
Vidal se subió a la tapia con el lío.
-Ahí está -dijo asustado.
- ¿Quién?
-El perro.
-Yo bajaré primero -murmuró Manuel- y se puso la navaja en los dientes y se dejó caer. El perro, en vez de acercarse, se alejó un poco; pero siguió ladrando.
Vidal no se atrevía a saltar la tapia con el lío en la mano y lo echó con cuidado sobre unas matas; en la caída no se rompió más que el barómetro, lo demás estaba roto. Saltaron la tapia el Bizco y Vidal, y los tres socios echaron a correr a campo traviesa, perseguidos por el perro defensor de la propiedad, que ladraba tras de ellos.
-¡Qué brutos somos! -exclamó Vidal deteniéndose-. Si nos ve un guardia correr así nos coge.
-Y si pasamos por el fielato reconocerán lo que llevamos en el lío y nos detendrán -añadió Manuel.
La Sociedad se detuvo a deliberar y a tomar acuerdos. Se dejó el botín al pie de una tapia. Se tendieron en el suelo.
-Por aquí -dijo Vidal- pasan muchos traperos y basureros a La Eiipa.
Al primero que veamos le ofrecemos esto.
-Si nos diesen tres duros -murmuró el Bizco.
-Sí, hombre.
Esperaron un rato y no tardó en pasar un trapero con su saco vacío en dirección a Madrid. Le llamó Vidal y le propuso la venta.
-¿Cuánto nos da usted por estas cosas?
El trapero miró y remiró lo que había en el lío, y después en tono de chunga y manera de hablar achulapada preguntó:
-¿Dónde habéis robao eso?
Protestaron los tres socios, pero el trapero no hizo caso de sus protestas.
-No os puedo dar por to más que tres pesetas.
-No -contestó Vidal-; para eso nos llevamos el lío.
-Bueno. Al primer guardia que encuentre le daré vuestras señas y le diré que sus lleváis unas cosas robás.
Vengan las tres pesetas -dijo Vidal-; tome usté el lío.
Tomó Vidal el dinero, y el trapero, riéndose, el envoltorio.
-Cuando veamos al primer guardia le diremos que lleva usted unas cosas robás -le gritó Vidal al trapero. Alterose éste y empezó a correr detrás de los tres.
-¡Esperaisos! ¡Esperaisos! -gritaba.
-¿Qué quiere usté?
-Dame mis tres pesetas y toma el lío.
-No; denos usté un duro y no decimos nada.
-Un tiro.
-Denos usté aunque no sea más que dos pesetas.
-Ahí tienes una, bribón.
Cogió Vidal la moneda que tiró el trapero, y como no las tenían todas consigo, fueron andando de prisa. Cuando llegaron a la casa de la Dolores, en las Cambroneras, estaban rendidos, nadando en sudor. Mandaron traer un frasco de vino de la taberna.
-Menuda chapuza hemos hecho, ¡moler! -dijo Vidal.
Después de pagado el frasco les quedaban diez reales; repartidos entre los tres les tocaron a ochenta céntimos cada uno. Vidal resumió la jornada diciendo que robar en despoblado tenía todos los Inconvenientes y ninguna de las ventajas, pues, además de exponerse a ir a presidio para casi toda la vida y a recibir una paliza y a ser mordido por un perro moral, corría uno el riesgo de ser miserablemente engañado.