Acto I
La bella Aurora
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto II

Acto II

Salen el PRÍNCIPE DORISTEO y PERSEO.
DORISTEO:

  Notables cosas hace la fortuna,
si a la fortuna se ha de dar la causa.

PERSEO:

La nueva fue fingida, y vez alguna
pronostica verdad.

DORISTEO:

¿De qué se causa?

PERSEO:

Si el alma con avisos importuna,
y no le ponen accidentes pausa,
por lo que participa de divina,
a pretender remedio el dueño inclina.

DORISTEO:

  Dije a la bella Floris que quedaba
su esposo muerto a manos de una fiera
cuando con más salud solicitaba
la caza por el monte y la ribera;
y aunque mi amor (fingiendo) la engañaba,
la mentira salió tan verdadera
que ha un año y más que Céfalo, perdido,
pasó las aguas del eterno olvido.
  Mas otro tanto tiempo mi esperanza
padece su crueldad, sin ser posible
entrar en su firmeza la mudanza.
¡Oh, gran lealtad, mas condición terrible!
¡Qué falsa fue, Perseo, mi esperanza!
Porque dura montaña inaccesible,
del peñasco de Sísifo cargado,
llevo en los hombros mi mortal cuidado.
  Sale la noche y cubre los mortales
de sueño y de temor, y yo despierto
a idolatrar de Floris los umbrales,
y parezco dormido en estar muerto.
Sale de los palacios orientales
la fresca Aurora, envuelta en velo incierto,
y hallándome a su puerta, al sol avisa
que para ver mi amor se dé más prisa.
  Sale el dorado sol; no sale a verme,
sino para que venga a retirarme
de acción tan loca; en tanto Floris duerme
descuidada de verme y remediarme.
¿De qué esperanzas puedo yo valerme,
o qué mayor crueldad desengañarme?
Yo, en tanta confusión, morir me veo
si no muere primero mi deseo.

PERSEO:

  Tratemos, si a tu Alteza le parece,
casar a Floris.

DORISTEO:

Si a un marido muerto
guarda la fe que a su memoria ofrece,
con el vivo su amor será más cierto.

PERSEO:

Si el marido, señor, su fe merece,
será sin duda pensamiento incierto;
pero siendo el marido de tu mano,
no podrá ser tu pensamiento vano.

DORISTEO:

  Luego ¿ha de ser fingido el casamiento?

PERSEO:

Y de manera que la noche propia
ocupes su lugar.

PERSEO:

¿Llamo?

DORISTEO:

Bien puedes.

PERSEO:

Si la boda aceta
la bella Floris, en amor tan ciego
no espere Doristeo de este engaño
hallar provecho, porque soy su daño.

(Salen FLORIS y ELISA.)
ELISA:

  A mucho, Floris, te atreves.

FLORIS:

No puedo ser descortés.

DORISTEO:

Ya mueve en los blancos pies
dos cristales y dos nieves.

PERSEO:

  Siempre los que amáis pensáis
desatinos semejantes.

DORISTEO:

En estrellas de diamantes
de a cinco rayos andáis.

PERSEO:

  ¡Que esto no entienda mi amor,
enfermo del mismo mal!

DORISTEO:

Hermosura celestial,
de hablaros tengo temor.

FLORIS:

  No le tenga Vuestra Alteza
de quien a sus pies está.

DORISTEO:

Quedo, que se correrá
la misma naturaleza;
  no os hizo a vos, para ser
humilde a ninguna cosa,
mortal; antes como a diosa
os tengo de obedecer.
  Días ha que no salís,
días ha que nadie os ve;
ya, Floris, pasó, ya fue
lo que lloráis y sentís.
  Tiempo es ya de descansar
de penas que no agradecen
los muertos, ni las merecen,
pues no las han de pagar.
  Diréis que aboga por mí
mi amoroso pensamiento;
ya, Floris, es otro intento
con el que he venido aquí.
  Que, viendo vuestra firmeza,
mudé amor por no querer
contra violencia vencer
tan desdeñosa belleza;
  y ya sólo vive en mí
la opinión de vuestro honor;
que si la ofendió mi amor,
no se ha de quedar ansí.
  ¡Vive Júpiter sagrado
que os he de restituir
cuanto se puede mentir
de un poderoso cuidado!
  Yo os he casado; mirad
si deseo vuestro honor;
Perseo os tenía amor
por gusto de mi amistad:
  bien os empleáis en él;
yo quiero ser el padrino.

FLORIS:

Por cierto que os imagino
cruel conmigo y con él:
  conmigo, pues intentáis
quitarme tan justa pena;
y con él, pues de amor llena
el alma, a otro amor me dais.
  Porque si habéis intentado
quitarme a un amigo esposo,
¿qué habéis de hacer, poderoso,
sino quitarme a un criado?
  ¿Es éste acaso el intento
con que habéis venido aquí?
¿Concertáis los dos ansí
este injusto casamiento?
  Pues cuando fuérades vos,
que no digo yo Perseo,
os igualara el deseo,
y el mismo amor de los dos.
  Yo fui de Céfalo; yo
soy de Céfalo, y seré
de Céfalo, que esta fe
no murió cuando él murió.
  Ella vive, y vive en mí
Céfalo, ni ha de tener
otro dueño a quien querer
alma que una vez rendí.
  No soy yo de las mujeres
que piensan más de una vez,
y vos mismo sois jüez
en amorosos placeres.
  Aquella que allí pasó,
pasa en la memoria en mí;
si a Céfalo dije sí,
diré a todo el mundo no.

DORISTEO:

  Floris, no es esto lealtad,
mas causa engendra este efeto;
¡por mi vida, que hay secreto
que engaña con la verdad!
  Y perdonad que, cansado
de tan necia resistencia,
no remito a vuestra ausencia
lo que de vos he pensado.
  Aquí hay oculta persona
que en secreto os entretiene;
yo sabré por dónde viene,
quién le ayuda y quién le abona,
  aunque, si acaso es criado,
tendrá más dificultad.

FLORIS:

Respetar la majestad
a escucharos me ha obligado;
  pero ¡quién pensar pudiera
que, contra mi honestidad,
tan injusta libertad
en vuestro valor cupiera!
  En viendo que una mujer
se conserva sola y casta,
y que el interés no basta
para poderla vencer,
  luego decís que hay secreto
de criado o de galán,
o que por ventura están
con miedo de algún defeto.
  Decís que por encubrir
faltas secretas son buenas,
por ver si con estas penas
se quisiesen descubrir.
  Cansadas tretas, ¡por Dios!,
para probar la firmeza,
e indignas de la nobleza
de un Príncipe como vos.
  Y para no proceder
adelante en enojaros,
porque quiero perdonaros
y no me quiero ofender,
  dadme licencia...

DORISTEO:

Esperad.

FLORIS:

No puedo escuchar agravios;
demás que los reyes sabios
siempre honraron la verdad.

(Vase.)
DORISTEO:

  Oye, Elisa.

ELISA:

Yo, ¿qué puedo?

DORISTEO:

Dile a esa cruel que soy
el Príncipe, y di que estoy
tal que a mí me tengo miedo.

ELISA:

  Vos haréis como señor,
estimando la lealtad
de esta mujer.

(Vase.)
DORISTEO:

Perdonad,
obligaciones de honor,
  que voy a hacer desatinos.

PERSEO:

¡Terrible crueldad!

DORISTEO:

De suerte
que solicita mi muerte
su honor con rayos divinos;
  mas yo he de hacer, o perderme,
que antes que ella pueda hacer
que me canse de querer,
se canse de aborrecerme.

(Salen CÉFALO y FABIO.)
CÉFALO:

  ¿Qué dices, Fabio? ¿Es posible
que ha un año que estoy aquí?

FABIO:

Digo mil veces que sí.

CÉFALO:

Fabio, parece imposible.

FABIO:

  Dos veces en el Carnero
que pinta la astrología
he visto el sol desde el día
que aquí llegamos.

CÉFALO:

¿Qué espero,
  sino que eterna prisión
sepulte, Fabio, mis años?

FABIO:

La causa de estos engaños
amores y hechizos son.

CÉFALO:

  ¿Aurora hechicera?

FABIO:

Sí.

CÉFALO:

Pues tan hermosa, ¿se vale
de otras cosas?

FABIO:

No te sale
del alma el amor a ti.
  Y cuando alguna mujer
que pagan su amor no alcanza,
o por gusto, o por venganza,
de esto se suele valer;
  si suspiras, si estás triste,
¿qué te espanta?

CÉFALO:

¿Cómo puedo
dejar de sentir, si quedo
sin el cielo en que me viste?

FABIO:

  No me atrevo muchas veces,
Céfalo, a desengañarte;
que tengo para avisarte
muchos ojos por jüeces.
  La noche que te advertí
de cosas que no sabías,
y falté más de seis días,
¿adónde piensas que fui?

CÉFALO:

  ¿Dónde estuviste?

FABIO:

No sé
si era monte o si era prado;
que en jumento transformado,
de hierbas me sustenté.
  No sabía la ocasión,
y un día una fuente clara
me mostró la indigna cara
de un animal de razón.
  Y aunque me vi, ni por sueños
del agua me enamoré,
puesto, Céfalo, que sé
que hay Narcisos borriqueños.
  Acordéme de que había
algunos hombres ansí,
que enamorados de sí,
se miraban cada día.
  Cuando vi las dos orejas
y aquella nariz bestial,
el hocico desigual,
hundidos ojos y cejas,
  saqué del alma dos graves
suspiros; mas tales fueron,
que como de un trueno huyeron
de todo el bosque las aves.
  En fin, con el negro hocico
la clara fuente enturbié,
pues causa de verme fue
en figura de borrico.
  Y fui diciendo entre mí:
«Quien se ve de esta manera,
¿cómo es posible que quiera
enamorarse de sí?»

(Entran BELISA y AURORA.)
AURORA:

  Con este disgusto vivo.

BELISA:

¿Tan triste Céfalo está?

AURORA:

Tanto, Belisa, que ya
de mi propio amor me privo.

BELISA:

  ¿De qué nace su tristeza?

AURORA:

De algún amor que ha dejado.

BELISA:

¿En un año no ha borrado
cualquier amor tu belleza?
  ¡Hombre firme!

AURORA:

En esta fuente
dos rayas quisiera hacer:
una, de que haya mujer
que quiera tan neciamente.
  Y otra, de que al fin de un año,
con una mujer hermosa,
se le acuerde de otra cosa
a un hombre firme en su engaño.

CÉFALO:

  ¿Cómo nos podremos ir
sin que lo supiese Aurora?

FABIO:

Es tan gran madrugadora,
que nos ha de ver huir.
  Temo estas selvas, que están
llenas de sombras y miedos,
de laberintos y enredos,
y de respuestas que dan.
  Allí asoma un elefante,
allí una mona, allí un oso.
salta un sátiro peloso,
y un fauno medio gigante.
  No sé qué habemos de hacer.

AURORA:

Céfalo mío, ¿qué es esto?

CÉFALO:

¡Oh bella Aurora! ¡Oh mi bien!
Cortina hermosa del cielo,
primero estrado del sol,
arco de su luz primero,
peine de marfil, con quien
compone el rubio cabello.
No en vano los verdes prados
de improviso florecieron,
perlas bordaron las aguas
de estos limpios arroyuelos.
No en vano las libres aves
iban alternando versos
de sauce en sauce, de flor
en flor, con tan dulces ecos.
¿Cómo te has tardado tanto
con el sol? ¡Muero de celos!
¿Qué te ha dicho de los hombres
a nuestras plantas opuestos?
Ya me mataba de verte
aquel ardiente deseo
con que te adoró mi vida.

AURORA:

Pon a tu lengua silencio,
tebano infame, y advierte
que las deidades sabemos,
no sólo vuestros engaños,
vuestros mismos pensamientos.
¿Qué mujer en hombre fía
si sé que te vas huyendo,
si ese día que lo intentas
me dices falsos requiebros?
Dime toda la verdad;
que por fuerza no te quiero
si fueras el mismo Apolo.

CÉFALO:

Aurora, tu ofensa temo;
no te espantes que los hombres
aquellas prendas amemos
que nos dieron igualmente
en matrimonio los cielos.
Señora, yo soy casado
en Tebas, y te prometo
que es digna Floris, mi esposa,
del grande amor que la tengo;
junto los dos nos criamos,
y amor de suerte en dos pechos,
que vino a ser una el alma
y uno mismo el pensamiento.
Era yo recién casado,
y de los brazos el tiempo
tan poco, que aún no llegamos
a perdernos el respeto.
Dábale a Júpiter gracias
de ver, en amaneciendo,
a mi lado abrir los ojos
ángel tan hermoso y bello,
una imagen de marfil,
una tan perfecta Venus,
que me mataba la envidia,
si supiera mis secretos,
cuando el Príncipe de Tebas,
cuando el galán Doristeo,
me manda que le acompañe
a esta caza, en que durmiendo
me viste, divina Aurora,
y donde ha un año que duermo;
que no puede tanto olvido
ser menos que eterno sueño.
Dióme de mi loco engaño
aviso Fabio.

FABIO:

¿Qué has hecho,
qué has dicho?

CÉFALO:

Y fui poco a poco
mi desdicha conociendo.

FABIO:

Hoy me matan, hoy me chupan
brujos, jimios y camellos;
ya no saldremos de aquí.

CÉFALO:

Con esto, Aurora, muriendo
de celos de la hermosura
de Floris, no estoy contento
con tus regalos y gustos;
que si hay honor de por medio,
no creas que hay hombre alegre
con cuanto bien tiene el suelo.
Es sola, es moza, es hermosa:
tiene gallardos mancebos
Tebas, y tan atrevidos,
que a nadie guardan respeto.
Pero aunque me mate aquí
mi celoso pensamiento,
la obligación de mi honor,
y el ansia de mis deseos,
no saldré de aquesta selva
ni de tu obediencia, haciendo,
de servirte y adorarte,
de nuevo mil juramentos;
porque viendo...

AURORA:

No prosigas.

CÉFALO:

Señora...

AURORA:

Basta, no quiero
tus palabras ni tus obras.
Ya, Céfalo, te aborrezco;
porque no hay mujer tan vil,
ni de tan bajo sujeto,
que quiera un hombre forzado.
Vete de mis ojos luego;
que a fe que te ha de pesar.

CÉFALO:

Aurora, si te merezco
por un año de tus brazos
que me escuches, oye.

AURORA:

Necio,
vete, pues vas por tu mal.

(Váyase AURORA.)
FABIO:

Belisa, ¿qué culpa tengo
del desamor de mi amo?

BELISA:

¡Cómo no, si tus consejos
han sido causa de todo!

FABIO:

¡Plega a Júpiter inmenso,
que si yo...

BELISA:

¡Ya es tarde, infame!
Presto verás...

FABIO:

¿Qué tan presto?

BELISA:

Que te han de sacar los ojos
mil mochuelos.

FABIO:

¡Mil mochuelos!

(Váyase BELISA.)
CÉFALO:

  ¿Que haré ¡triste de mí! que dice Aurora
que por mi mal veré mi esposa amada
si fue a mi honor y a su valor traidora?

FABIO:

No digas tal, que Aurora habló enojada.

CÉFALO:

Ya parte a verla el alma que la adora,
mas con vergüenza y con razón turbada
de ver que la ofendí.

FABIO:

No la ofendiste,
pues que forzado y engañado fuiste.

CÉFALO:

  Un año habrá que falto, y de manera
estoy trocado que fingirme quiero
un hombre extraño.

FABIO:

¡Bárbara quimera!

CÉFALO:

Probaré con amor y con dinero
a conquistar su fe.

FABIO:

Cuando te quiera,
¿que discreción será?

CÉFALO:

Saber espero,
por lo que hará conmigo, lo que ha hecho
conociendo su falso o firme pecho.

FABIO:

  No lo aconsejo.

CÉFALO:

Celos, dicen, Fabio,
y la ocasión que dió mi larga ausencia,
con lo que Aurora dice que a mi agravio
ni amor ni honor han hecho resistencia:
a ver mi muerte voy.

FABIO:

No hay hombre sabio
como ha probado en tantos la experiencia,
que haya probado ni mujer ni espada,
que a bien librar ha de quedar probada.

(Salen.)
(Salen FLORIS, ELISA y FINEO.)
FINEO:

  Tu padre tiene este gusto,
y estas memorias me dió.

FLORIS:

Si al Príncipe respondió
mi lealtad con tal disgusto,
  y queriendo que Perseo,
su más privado, y amigo,
se desposase conmigo,
¿qué me persigues, Fineo?

FINEO:

  ¿Piensas en tan verde edad
conservarte de esta suerte?
¿No has de salir, no han de verte?
¿Todo ha de ser soledad?
  ¿No estará mejor guardado
tu honor de un mancebo hermoso,
que no sujeto al ocioso
vulgo, siempre desbocado?
  ¿Qué podrá decir de ti,
si hermosura y soledad
nunca hicieron amistad?

FLORIS:

Soledad, sola, ¡ay de mí!
  Mas no digas que te envía
mi padre, porque sospecho
que el Príncipe...

FINEO:

Mal has hecho
en dudar de la fe mía;
  si hablé al Príncipe jamás,
Júpiter permita...

FLORIS:

Tente;
muestra los papeles.

FINEO:

Tente
vida los cielos.

FLORIS:

¿Hay más?
(Lea.)
«Alexandro, natural de Corinto, caballero ilustre, es de diez y ocho años, hermoso y rico.»

FINEO:

  ¿Son buenas partes?

FLORIS:

Famosas;
pero son diez y ocho años,
para marido, muy pocos;
porque, como no han gozado,
del mundo, quieren saber
qué otros gustos, qué otros brazos
tienen diversas mujeres;
y así, tengo por gran daño
que el marido sea tan mozo.
Con tu licencia, le rasgo.

FINEO:

Lee aquéste, que sospecho
que te agrade.

FLORIS:

Si me agrado,
te doy palabra de ser
suya.

FINEO:

A los méritos salgo.

FLORIS:

(Lea.)
«Lisardo, mancebo noble, de talle y costumbres, rizado de cabello, y cuidadoso de sus galas, de lindas manos y...»

Aquí me quedo, en la y,
¿éste me alababas tanto?

FINEO:

Pues ¿fue más bello Narciso?

FLORIS:

Talle y costumbres alabo;
lo rizado del cabello
no me agrada, que es mal caso
que nos estemos los dos
por la mañana rizando;
porque, si entran a saber
qué mandamos los criados,
no sabrán quién de los dos...
Mas basta, no lo digamos.

FINEO:

¿Cómo ha de ser un mancebo?

FLORIS:

Un mancebo sin cuidado.

FINEO:

¿Sucio acaso y mal vestido?

FLORIS:

No, sino muy bien; y ¿acaso
la limpieza y el aseo
no está en un hombre afectado,
que está más tiempo al espejo
que pide un cuello? Veamos
el que se sigue.

FINEO:

Será
Darte más novios cansancio.

FLORIS:

(Lea.)
«Cesarino, alto y barbinegro, de edad de cuarenta años.»

FINEO:

Reparas; luego ¿te agrada?

FLORIS:

En los cuarenta reparo;
que como mujeres y hombres
siempre los años negamos,
añado diez a cuarenta,
y así tendrá cincuenta años.

FINEO:

Pues ¿cómo, si es barbinegro?

FLORIS:

¿Y eso juzgas por milagro?
Y de ochenta puede serlo
con un poco de cuidado.
¿Llamaron?

FINEO:

Si.

FLORIS:

Vete y vuelve.

FINEO:

Voyme, el volver excusando;
que quien se quiere casar,
no mira en tantos ni en cuántos.

(Váyase FINEO.)
FLORIS:

  Vé, Elisa, y mira quién llama;
que yo no pienso querer
hombre en mi vida, ni ser
contraria a mi honesta fama.

ELISA:

  Voy, señora.

FLORIS:

La que nace
como nací, se obligó
a la fe que guardo yo;
que puesto que muerto yace
  mi esposo, está vivo en mí.

ELISA:

A la puerta un mercader,
dice que te quiere ver.

FLORIS:

¿Mercader, Elisa, a mí?
  Despídele; que no quiero
ver sedas, oro, ni galas;
que es dar más ojos, más alas
al pensamiento ligero.

ELISA:

  Parece que estás más triste
que el día que aquesta nueva
que a tantas penas te lleva
del trágico nuncio oíste.
  Déjale entrar; que no sé
lo que te quiere.

FLORIS:

No quiero.

ELISA:

Advierte que es extranjero,
como en el traje se ve,
  y que no aventuras nada;
por ventura, es en provecho
tuyo.

FLORIS:

Necia estás; sospecho
que darme pena te agrada.
  Di que entre.

ELISA:

Entrad, caballero.

(Salen, en hábito de mercaderes, CÉFALO y FABIO con una caja.)
CÉFALO:

Júpiter, señora, os guarde.

FLORIS:

¡Buena persona!

CÉFALO:

Cobarde,
Fabio, estoy; pero ¿qué espero?

FLORIS:

  Vos seáis muy bien venido.
¿De dónde sois?

CÉFALO:

Soy de Atenas.
Helada tengo en las venas
la sangre.

FABIO:

Y yo estoy perdido.

FLORIS:

  ¿Para qué me habéis buscado?
¿Qué es lo que os dicen de mí?

CÉFALO:

Hoy en el palacio oí
que os casáis o habéis casado;
  tengo joyas extremadas
de todas piedras; querría
que os agradasen.

FLORIS:

Tendría
de nuevas tan excusadas
  la culpa algún cortesano
ocioso.

CÉFALO:

Pues ¿no es verdad?

FLORIS:

Aquí vive la lealtad
de un muerto.

CÉFALO:

Es lealtad en vano;
  que también decir oí
que era vuestro esposo muerto
de una fiera en un desierto.

FLORIS:

Es verdad.

CÉFALO:

Pues siendo ansí,
  ¿por qué no os queréis casar?

FLORIS:

Porque muerta adoro en él.

CÉFALO:

No sois discreta, pues ¿dél
ya qué podéis esperar?
  Yo entré a venderos el oro
y piedras que traigo aquí,
y después, Floris, que os vi,
con toda el alma os adoro.
  Soy, como veis extranjero,
con quien no podéis perder;
y aunque me veis mercader,
disfrazado caballero.
  Porque me dejéis serviros
os quiero esta noche dar
una cintura y collar
de diamantes y zafiros
 Aparte.
(que vale diez mil ducados.)

FLORIS:

¿A quién no hicieron pensar,
y pensando dar lugar
a efectos menos honrados?
  Yo, Elisa, no he respondido
por dudar el interés,
mas por ver lo mucho que es
a Céfalo parecido.
  ¿Has visto error, si este nombre
se debe a naturaleza,
como en la igual gentileza
de Céfalo y de este hombre?
  Confieso que ha despertado
la memoria algún deseo.

ELISA:

Con inclinación te veo.

FABIO:

Dudosa está.

CÉFALO:

Si ha dudado
  Floris, me ha sido traidora.

FABIO:

Habla bajo, no te entienda.

FLORIS:

No porque interés pretenda
de cuanto el indio atesora,
  os respondo, caballero,
con alguna voluntad:
cuando os vais de la ciudad,
hablaros despacio quiero.

(Quítese la capa CÉFALO, y diga sacando la espada:)
CÉFALO:

  ¡Ah, infame! ¡Viven los cielos,
que has de morir a mis manos!
¡No eran mis recelos vanos,
verdades eran mis celos!
  ¡Yo soy Céfalo, tu esposo:
vivo estoy!

FLORIS:

¡Cielos, valedme!
¡Montes, selvas, socorredme!

(Váyanse los dos.)
FABIO:

¡Tente, señor!

CÉFALO:

¡Soy celoso!

FABIO:

  ¿Y tú, Elisa, hasme ofendido?

ELISA:

¿Yo, Fabio? Pues ¿qué me has dado,
o cuando me has obligado
con el nombre de marido?

FABIO:

  Tienes, Elisa, razón;
y aunque tu marido fuera.
y de tu amor no tuviera
ni mi honor satisfacción,
  no te probará jamás,
porque a la mujer más casta
sólo un antojo le basta,
que es golpe en vidrio, y no hay más.

(DIANA y AURORA. DIANA en hábito de diosa, con arco.)
DIANA:

  Esto me dicen de ti.

AURORA:

Si verdad, señora, fuera,
o el hombre visto se hubiera,
o se conociera en mí;
si satisfacción te di
de mi castidad, Diana;
si es de Apolo la mañana,
y las tardes tuyas son,
con siniestra información
te quiere engañar Silvana.

DIANA:

  No Silvana solamente;
Dórida, Filis, Dantea,
dicen lo mismo.

AURORA:

Aunque sea
su envidia tan vil que intente
que tu gran deidad me afrente,
no debes luego creer
cosas dichas por tener
de mi privanza recelos;
porque es con envidia y celos,
áspid la mejor mujer.

DIANA:

  Bien sé yo que las mañanas,
Aurora, estás con el sol,
y que al primer arrebol
de sus luces soberanas,
en blancas telas y granas
le envuelves, y das al suelo;
de las tardes no recelo:
vas conmigo a las florestas;
pero ¿no hay noches, no hay siestas?

AURORA:

¿Qué cosa se encubre al cielo?
  Haz mejor información,
y de tus baños me arroja
si mi término te enoja.

DIANA:

En fin, ¿testimonio son?

AURORA:

Como a ti de Endimión,
pues, en fin, te han levantado,
Diana, que le has amado.

DIANA:

¿Qué cosa en el sentenciar
la ira puede templar
como hallarse el jugo culpado?

(FLORIS huyendo.)
FLORIS:

  A tu soberano amparo
una tebana mujer
su vida quiere ofrecer,
falta de humano reparo.
No es, señora, el sol más claro
que mi inocencia.

DIANA:

¿Quién viene
siguiendo?

FLORIS:

Quien no tiene
piedad.

DIANA:

Sosiega segura.

FLORIS:

Matarme un traidor procura
que mi deshonra previene.

DIANA:

  No osará llegar aquí,
o en mármol le volveré;
mil vidas le quitaré
si él sólo un cabello a ti.
Todo el suceso me di
porque la verdad me obligue
que te guarde y le castigue.

FLORIS:

Oye, señora, mi historia,
si me basta la memoria
para tanto mal.

DIANA:

Prosigue.

FLORIS:

  Divina Diana,
gloria de las selvas,
luna en las celestes
regiones etéreas:
de las ninfas castas
ilustre defensa,
a quien los lascivos
sátiros respetan:
hija soy, señora,
de Ericteo y Celia;
mi primera patria,
la famosa Tebas.
En mis años tiernos,
porque apenas eran
convenientes años
para tener penas,
amé, siendo amada
de quien bien pudiera
ser amor, por niño,
de mejores flechas.
Aumentóle el tiempo;
que el amor se aumenta
con las privaciones
cuando dos desean.
Céfalo era el nombre
de mi dulce prenda,
pintura admirable
de naturaleza.
Ibamos al campo,
dándonos licencia,
a coger las flores
de la primavera.

FLORIS:

El me coronaba
la frente con ellas;
yo, con mis collares,
la suya de perlas.
Daba el tiempo a amor
atrevidas fuerzas;
vieron nuestros padres
peligrosas muestras.
Encerrada estuve,
pero no se encierran
las almas que salen
en escritas letras.
Al fin nos casaron,
porque no vinieran
a mayores daños
privaciones necias.
Apenas un mes,
locamente ciega,
gocé de mi esposo
las caricias tiernas,
cuando Doristeo,
príncipe de Tebas,
necio amante mío,
causa de mis penas,
por aquestos montes
a caza le lleva,
y para engañarme
perdido le deja.

FLORIS:

Díceme que es muerto;
mentirosas nuevas,
por ver si podía
vencerme con ellas;
pero a él y a muchos
hizo resistencia
limpia castidad
y casta limpieza.
No quise casarme,
puesto que pudiera
con grandes señores.
¡Qué injusta firmeza!
Pues después de un año,
con la voz diversa,
el rostro y el traje,
y diciendo que era
mercader corintio,
Céfalo me prueba
con diversas joyas
de preciosas piedras.
Yo, no porque fuese
codiciosa de ellas,
mas porque el retrato,
el rostro y presencia
de mi esposo vía,
alguna flaqueza
repartí a los ojos,
permití a la lengua;
él, sacando entonces
la espada sangrienta
de fieras del campo.
quiso hacerme fiera,
diciendo: «¡Ah, traidora!

FLORIS:

¿Esta fe profesas?
¿Este amor me guardas?
¿Este honor respetas?»
Yo, triste, turbada,
sin hallar respuesta,
sin tener disculpa,
sin saber enmienda,
porque nunca aguardan
en desdichas ciertas
espadas desnudas,
razones compuestas,
salí de mi casa,
dándome una huerta
paso para el campo
entre unas acequias.
Viéneme siguiendo,
y entre aquellas peñas
oigo decir: «¡Floris!
«¡Adúltera, espera!»
Nunca yo he sido;
él sí que me deja
por otra mujer
en tan larga ausencia;
mas para los hombres
no se hicieron quejas;
suyas son las culpas,
nuestras son las penas.

DIANA:

  Lástima me ha dado oírte;
pero ya has llegado a parte
que no podrá molestarte
aunque se canse en seguirte;
  que no será poderoso
si mil engaños apresta.

AURORA:

¡Ay, triste! Floris, es ésta
por quien me deja su esposo,
  pero ya con más consuelo
de su desdén y aspereza,
pues nunca mayor belleza
salió del pincel del cielo.

FLORIS:

  Estoy, señora, segura
de tu grandeza y piedad.

DIANA:

Tu inocencia y mi deidad
de su traición te asegura;
  ven, y estarás en mis baños.

AURORA:

Por mi mal quieren los cielos
que tengan tan fieros celos
tan hermosos desengaños.

(Salen el PRÍNCIPE, PERSEO y CAZADORES.)
DORISTEO:

  Dos veces el dorado vellocino,
que a Colcos dió jardín y nombre eterno,
dorado Febo, infatigable vino,
enjugando los ojos al invierno,
desde que en este monte peregrino,
amor sin esperanza y sin gobierno,
con Céfalo a seguir las fieras y aves
me trujo sólo entre cuidados graves.
  Aquí, si tienes bien en la memoria,
Perseo, este lugar, quedó engañado,
y yo volví solícito a mí gloria,
que tanta pena y confusión me ha dado.
¡Dichoso ausente, cuya nueva historia
a la fama dará mayor cuidado
que pudo de Penélope la tela!
Siendo verdad aquí, y allá cautela,
  ¿de cuál mujer se cuenta tal hazaña?
¿Qué difunto gozó de tal firmeza?

PERSEO:

O fue sepulcro suyo esta montaña,
o peña se volvió de su aspereza;
ninguna cosa a Floris desengaña
para que dé lugar a su belleza:
¡notable amor!

DORISTEO:

Merece bronce eterno
tan duro corazón, pecho tan tierno.

(Entrense y salga FABIO.)
CÉFALO:

  Inmensos montes, que a mis tristes quejas
de peñas me prestáis duros oídos;
hiedras del claro Apolo, verdes rejas
que dais a tantos álamos vestidos;
mar que en escollos bárbaros te quejas,
triste de ver tus campos oprimidos
de un monte vuelto en pájaro ligero,
decidle a Floris que sin ella muero.
  Arboles que escaláis las intrincadas
nubes, con verdes almas arrogantes,
por quien segunda vez miran turbadas
la guerra que intentaron los gigantes;
sonoras fuentes que corréis templadas,
salpicando las hierbas de diamantes,
formando ese arroyuelo lisonjero,
decid a Floris que sin ella muero.

DORISTEO:

  ¿Céfalo no es aquéste? ¡Caso extraño!

PERSEO:

Parécelo, ¡por Júpiter!

DORISTEO:

¡Ay, cielos!
Aunque en los ojos puede haber engaño,
éstas verdades son, no son recelos:
Céfalo, ¿dónde vas? ¿Quién a tal daño
redujo tu valor?

CÉFALO:

Celos.

DORISTEO:

¿Qué celos?

CÉFALO:

Celos de Floris, Floris fugitiva,
que no quiere que ya con ella viva.

DORISTEO:

  ¿El seso le han quitado?

PERSEO:

Así parece.

DORISTEO:

Pues ¿dónde está tu Floris?

CÉFALO:

Este monte
la esconde en su aspereza, y me enloquece
por todo aqueste bárbaro horizonte.
Si piadosa por dicha se os ofrece
antes que como sol se me transmonte,
pasando el mar, a mis suspiros fiero,
decid a Floris que sin ella muero.
  Después de un año que viví escondido
en este monte con extrañas pruebas
de mi fortuna, y de un amor fingido,
fui disfrazado a ver mi esposa a Tebas.
Engañáronme celos, y atrevido
propuse a su virtud infamias nuevas:
saqué la espada. ¡Qué rigor, ¡ay, cielos!
de lo que puede un desengaño en celos!
  Huyó, seguíla, y en aquesta selva
la voy buscando, sin saber por dónde;
mas no es posible que a escucharme vuelva,
que por mas que la llamo no responde.

DORISTEO:

Pues, Céfalo, por más que se revuelva,
si no es que el centro de este mar la esconde,
penetraré las selvas con mi gente
antes que vuelva el sol al Occidente.
  Ea, Perseo, no ha de quedar rama.
Que no vamos contando una por una.

PERSEO:

Hoy a nueva esperanza amor te llama.

DORISTEO:

Favorecerme quiere la fortuna.

(Entre CÉFALO.)
FABIO:

Por este arroyo que el cristal derrama
de aquella fuente en quejas importuna,
unos pastores dicen que le vieron:
aquél parece; él es, no me mintieron.
  ¿Dónde vas, señor mío, de esta suerte?

CÉFALO:

¡Eh, Floris de mi vida!

FABIO:

¿Yo tu vida?

CÉFALO:

¡Oh, dulce causa de mi amarga muerte!
Vuelve a mis brazos, ¿dónde vas perdida?

FABIO:

Que no soy Floris, sino Fabio; advierte
que estás sin seso.

CÉFALO:

El alma, divertida,
a la imaginación la representa.

FABIO:

Pues dile al alma tú que no te mienta.

CÉFALO:

  Fabio, busquemos a mi amada esposa,
pidámosle perdón de aquel agravio.

FABIO:

Busquémosla, señor, que es justa cosa.

CÉFALO:

Rompe la voz en esos montes, Fabio.

FABIO:

¡Floris! ¡Ah, Floris!

CÉFALO:

Dile, Fabio, ¡hermosa!
Quizá responderá

FABIO:

Concepto sabio,
que a hermosa no hay mujer, puesto que fea
que no responda y que es su nombre crea.
  ¡Floris hermosa, Floris más hermosa
que al prevenir el sol la blanca aurora!

(AURORA entre.)
AURORA:

¿Quién llama a Aurora?

CÉFALO:

¡Oh, Floris amorosa!
Céfalo, aquel que tu hermosura adora.

AURORA:

Vengada estoy de ti; no soy tu esposa,
tu enemiga, villano, soy agora.

CÉFALO:

¿Sabes, Aurora, de mi Floris nuevas?

AURORA:

Sé que la goza el Príncipe de Tebas.

CÉFALO:

  Espera, aguarda. ¡Ay de mí!

FABIO:

¿No ves que es venganza?

CÉFALO:

Espera.

FABIO:

Por entre las ramas corre.

CÉFALO:

Daréle voces que vuelva.
(Dentro.)
¡Aurora, Aurora!

(Diga desde adentro, y siempre más lejos:)
AURORA:

¿Qué quieres?

CÉFALO:

Dime, Aurora, así amanezcas
clara, cristalina y limpia,
¿hablas de veras?

AURORA:

De veras.

CÉFALO:

¿El príncipe Doristeo
a mi Floris lleva?

AURORA:

Lleva.

FABIO:

Mira, señor, que es el eco
que en aquellos valles suena.

CÉFALO:

Déjame, Fabio, que ya
fueron ciertas mis sospechas.
¿No es verdad, hermosa Aurora,
y que ya son ciertas?

AURORA:

Ciertas.

CÉFALO:

¿No se va con Doristeo
Floris a Tebas?

AURORA:

A Tebas.

FABIO:

No porfíes, no la llames;
y porque mejor lo creas,
déjame que la pregunte:
Aurora, ¿eres necia?

AURORA:

Necia.

FABIO:

¿Eres traidora?

AURORA:

Traidora.

FABIO:

¿Eres vieja y fea?

AURORA:

Fea.

FABIO:

Que era fea confesó,
pero calló que era vieja,
que hasta el eco en las mujeres
la edad y los años niega.

CÉFALO:

¿Qué haré, Fabio?

FABIO:

No creer
esta celosa hechicera,
sino buscar a tu esposa.

CÉFALO:

Prados, montes, fuentes selvas,
¿dónde está mi bella Floris?

(FLORIS entre con ELISA.)
FLORIS:

Que la lleve al baño, ordena
Diana, estas blancas tocas.

ELISA:

Y a mí estas flores y hierbas.

FLORIS:

¿No es buena esta vida, Elisa?
¿No te hallas bien con ella?

ELISA:

No volviera a la ciudad
por los tesoros de Grecia.

FLORIS:

¿Qué hará mi enemigo esposo?

ELISA:

Querrá dar a tu inocencia
la muerte, y por galardón
de tu lealtad y firmeza,
la infamia de que le has hecho
la no imaginada ofensa.

CÉFALO:

Fabio, Fabio, vuelve el rostro,
¿no es Floris, mi esposa, aquélla?