Elenco
La bella Aurora
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto I

Acto I

Salen CÉFALO, de camino, y FLORIS.
CÉFALO:

  Señora, fálteme Dios
si hallo cosa en esta ausencia
que pueda hacer resistencia
al mal de faltarme vos.
  Y es para el alma tan fuerte,
que su consideración
no tiene comparación
con el rigor de la muerte.
  Crece la tristeza mía
con tanta violencia, amor,
que en el temor y el dolor
mil veces muero en un día.
  Yo llevo, en fin, de los dos
mayor soledad agora,
que no estáis sola, señora,
acompañada de vos;
  que para comparación
de que en dolor me igualáis,
pues que vos con vos estáis,
mayores mis males son.
  Dad ventaja a mi memoria
de las penas que sentís,
porque donde vos vivís,
¿qué puede haber sino, gloria?
  Cesar la eterna armonía
de las esferas del cielo,
alma del sol, que en el suelo
cuanto vive engendra y cría:
  Hacer eterna amistad
los elementos, parece
decir que haceros merece
mi presencia soledad.
  No lo creáis, pensamiento;
máteme cuerdo el pesar,
y no sin seso el pensar
tan altos merecimientos.

FLORIS:

  Si es cumplir la obligación
que a los discretos les dan
el ser marido y galán,
Céfalo, en esta ocasión,
  como ya propia mujer,
viéndoos burlar y partir,
pondré el cuidado, en sentir,
no le pondré en responder:
  y no diré el sentimiento,
si no es que celos me den
para responder también
vuestro mismo entendimiento.
  Que dicen que suelen ser,
con la fuerza del sentir,
tan discretos en decir
como necios en hacer.
  Sé que os vais, y que no es justo
que me obligue lo que os culpa,
porque no tiene disculpa
quien se parte por su gusto.
  Y así, no quiero admitir
lo que vos me podéis dar;
que quien lo pudo excusar,
¿cómo lo puede sentir?
  Y aunque galán presumáis
quererme satisfacer,
basta ser propia mujer
para que no lo sintáis.

CÉFALO:

  Vos habéis, mi bien, caído
en yerro en que muchas dan,
que no puede amar galán
el que posee marido;
  porque la seguridad
no quita fuerza al amor,
que antes, en todo rigor,
aumenta la voluntad;
  ni sé qué pueda tener
de discreto ni de grave
el marido que no sabe
ser galán de su mujer.
  Que adonde hay entendimiento
y discurso de razón,
una justa posesión
no quita el merecimiento.
  Que me parto por mi gusto
niego, pues voy tan forzado
cuanto sé que causa he dado,
mi bien, a vuestro disgusto.
  No presumáis tan cruel
que mi amor en celos anda,
pues el Príncipe me manda
ir a esta caza con él.
  ¿Qué excusa pudiera dar
que me pudiera valer?
Que de la propia mujer
nunca se admite el pesar.
  Porque, fuera de perdelle,
quedáramos mal los dos
si dijera que por vos
dejaba de obedecelle.

FLORIS:

  La disculpa no os faltara
si el gusto y la novedad
para dejar la ciudad,
a mis brazos no os forzara:
  mas no quiero daros pena,
que me voy pasando a dama,
cosa que la buena fama
en mujer propia condena.
  Y aunque al honor fuera impropia,
¡ay Dios, quién supiera hacer
que se pudiera perder
esto de ser mujer propia!

CÉFALO:

  ¡Oh, qué donaire tan grande!
¡Oh, qué imposible tan nuevo!

(Salen FABIO y ELISA, criados.)
FABIO:

Yo cumplo con lo que debo,
si no es que quedar me mande.

ELISA:

  Bien te supieras quedar
si me tuvieras amor.

FABIO:

No hay amor donde hay señor,
ni quedar donde hay mandar.

ELISA:

  ¿Otros criados no había?

FABIO:

No seas, Elisa, loca;
que hay criados de la boca,
que la sirven todo el día,
  que en dando todo señor
en llamar siempre un criado,
aquél es de su cuidado
inmortal ejecutor.

CÉFALO:

  ¿Es Fabio?

FABIO:

¿Qué es lo que quieres?

CÉFALO:

¿Qué hay de partida?

FABIO:

Que ya
todo apercibido está.

FLORIS:

Fabio, cuidadoso eres.

FABIO:

  Lo primero los rocines,
aunque boca abajo están,
relinchos por gracias dan
que al campo los encamines;
  el tuyo el bocado muerde
bañando el oro en espuma,
ya papagayo sin pluma
todo vestido de verde;
  porque sin las guarniciones,
verdes por partes distintas,
en crin y cola, mil cintas
sirven de plumas y alones;
  yo llevo aquel bayo a quien
cubre el enmaderamiento,
un pellejo macilento
por quien las tripas se ven.
  Si ves el rocín, señor,
pensarás que han puesto allí
un viejo guadamací
a un banco de un herrador.
  ¡Por Dios, que pienso que voy
sobre la envidia a esta caza!

CÉFALO:

¿No vas con gusto?

FABIO:

Mi plaza
a quien la quisiere doy.

CÉFALO:

  El correrá.

FABIO:

Poco o nada;
presto tus ojos lo vean,
sino es que los ciervos sean
hechos de paja y cebada.
  De perros nos va mejor,
galgos, sabuesos y bracos,
grandes, chicos, gordos, flacos,
que atados forman, señor,
  una capilla perruna
en esa puerta, que es cosa
insufrible.

CÉFALO:

Dulce esposa,
yo voy corriendo fortuna
  en el mar de vuestros ojos;
no me aneguéis de esa suerte,
ni el sol que de ellos se vierte
eclipse nubes de enojos.
  Venid a verme partir
pues tan presto he de volver.

FLORIS:

Temo que os he de perder,
porque me suele decir
  el alma muchas verdades.

CÉFALO:

¿Perder por ir a cazar
a un monte? ¡Qué incierto mar
para apartar voluntades!
  Venid, que el Príncipe espera.

FLORIS:

No me puedo consolar.

FABIO:

Y ella no puede llorar.

ELISA:

Llorar ¡oh Fabio! quisiera;
  pero tengo el corazón
encontrado con los ojos.

FABIO:

Pues pescados sin remojos
secos, incomibles son;
  no llores si hay fe tan poca;
que llorar y no sentir,
es por los ojos mentir,
que suele ser por la boca.

(Salen el Príncipe de Tebas, DORISTEO, de caza, y PERSEO, privado suyo.)
DORISTEO:

  Si sabes qué es amor, sabrás, Perseo,
que es siempre industrias todo.

PERSEO:

No sé de amor el modo,
mas sé que amor es hijo del deseo,
y que para gozar lo que desea,
no hay imposible que difícil sea.

DORISTEO:

  Adoro la divina prenda hermosa
de Céfalo dichoso,
imposible forzoso,
por ser, como lo es ya, su casta esposa:
hoy al campo le llevo
sin estimar lo que a mí mismo debo.
  No a quitarle la vida, porque fuera
quitársela a su esposa:
una industria amorosa
me enseña a que le deje en la ribera
del mar, o entre las selvas divertido,
para que vuelva a pretender su olvido;
  favor pido al amor, Céfalo ausente,
que ausencias suelen darle:
no con dejar de amarle,
con menos quiero yo que me contente:
hábleme sólo a mí, sólo merezca
mi amor, que sin amarme le agradezca.
  Dos ojos tiene el cielo: el verdadero
se llama el sol dorado;
con resplandor prestado
sale la luna; pues lo mismo quiero.
Quiera a Céfalo bien, ¡qué desvarío!
Y resplandor prestado será el mío.

PERSEO:

  Si no supiera yo lo que es amarte,
divina Floris mía,
fuera vana porfía
sus experiencias presumir el arte;
el Príncipe te adora, y yo en secreto,
pero con esperanza a un mismo efeto.
  Mas ¿quién tan atrevida y locamente
al poder amoroso
querrá oponer celoso
su loco amor, si el Príncipe le siente?
Porque no sólo la lealtad debida,
que igual peligro correrá la vida.

DORISTEO:

  ¿Murmuras de mi loco pensamiento,
o por ventura piensas
que igualará defensas
Floris a su amoroso atrevimiento?
Pues ten por cierto (aunque parezca loco)
que, a ser posible, le tuviera en poco.
  Armese Floris de desdén conmigo,
cubra el hermoso cielo
de cristalino hielo,
y los dioses me dan mayor castigo
que a quien hurtó su llama, que no puedo,
tener menos amor ni mayor miedo.

PERSEO:

  Conmigo estás, señor, tan disculpado,
que de este pensamiento
a tu merecimiento,
si no te conociera, hubiera dado
aquel lugar que la naturaleza
puso en tu sangre por mayor grandeza.
  Ama a Floris divina, al campo lleva
a su engañado esposo;
que amor es poderoso,
y no es la industria en sus intentos nueva:
de los dioses que adoras en su templo,
los engaños de amor toman ejemplo.
  Coronados de flores, blanco Toro,
pasó la mar a Europa,
sin vela, o viento en popa,
Júpiter, que otra vez en lluvia de oro
transformado, gozó de Danae bella.

DORISTEO:

Valed, engaños, mi amorosa estrella.

(Salen CÉFALO y FABIO.)
CÉFALO:

  Déme, señor, Vuestra Alteza
los pies.

DORISTEO:

¡Oh, Céfalo amigo!
¡Ay celos, de amor castigo!
¡Ay, soberana belleza!
  ¡Oh, qué gran favor me has hecho
en quererme acompañar!

CÉFALO:

Esto es servirte, y mostrar
que amor me debe tu pecho.

DORISTEO:

  El ser tan recién casado,
bien claro muestra que ha sido
haberme favorecido
y para siempre obligado.
  Quedará Floris muy triste.

CÉFALO:

Es discreta, y vió que es justo
servirte, porque en tu gusto
todo el de los dos consiste;
  pero al fin, como mujer,
pagó el censo del amor
en lágrimas...

DORISTEO:

¡Qué rigor!
¡Quién las mereciera ver!
  Pero lágrimas lloradas
por otro amor fuego fueran,
por más hermosas que hicieran
tus estrellas enojadas.
  Ahora bien, Céfalo, vamos;
que ya nos llaman ausentes,
las sombras entre las fuentes,
y la caza entre los ramos:
  que yo también dejo a quien
no siente mi ausencia menos;
volveremos de amor llenos,
y de despojos también.
  Tú para dar a tu esposa,
y yo a cierto desdén mío;
que mucha venganza fío
para la vuelta amorosa
  de esta ausencia, aunque ha de ser
más breve de lo que piensas.

CÉFALO:

No hay para mi amor ofensas
como no darte a entender
  que aventurara por ti
mayor bien, si mayor fuera,
aunque mi esposa perdiera,
que es el mayor que hay en mí.
  A los montes que me llevas
y adonde Alcides bajó,
iré por servirte yo;
sólo quiero que me debas
  este amor, este deseo.

DORISTEO:

¿Quién viene contigo?

CÉFALO:

Fabio;
que en dejarle hiciera agravio
a su amor.

DORISTEO:

Así lo creo.

FABIO:

  Déme tu Alteza los pies.

DORISTEO:

¿Traes, Fabio, aquestos días
aquel humor que solías?
que ha mucho que no me ves.

FABIO:

  Señor, las cosas están
de forma, o fueron mejores,
que gastarán los humores,
y aun la vida gastarán.
  Perece el mundo, y no espero
que ha de haber otro segundo.

DORISTEO:

¿Cómo ansí?

FABIO:

Falta del mundo,
el alma, que es el dinero.
  No sé cómo pueda darte
de esta sentencia el sentido;
lo que estaba repartido,
está todo en una parte.
  No tiene la mocedad
las costumbres que solía;
la vejez niega y porfía
las señales, y la edad:
  esto no entra bien aquí;
de damas, el interés
se ha vuelto amor.

DORISTEO:

Si ansí es,
bien andará para mí
  el mundo con sus mudanzas,
pues podré, Floris, con oro,
atrevido a tu decoro,
esforzar mis esperanzas.
  En fin es el interés
muy poderoso.

FABIO:

Es de modo,
que es dueño y señor de todo.

DORISTEO:

Muy justamente lo es;
  y a su ejemplo, esta cadena
te has de poner.

FABIO:

Ya tenía
otra mayor, que es la mía,
de tus beneficios llena.

DORISTEO:

  Fabio, Fabio, los criados
todos sois murmuración,
si por cualquiera ocasión
nos veis de dar descuidados.
  ¡Ay de los señores, Fabio!
Porque, en dejando de dar.
cosa no sabéis hablar
sin nuestra ofensa y agravio.

FABIO:

  Si con aquesta pensión
esta cadena me dabas,
más intereses cobrabas
que sus principales son:
  lo que yo decir quería
no lo interpretaste bien,
porque el interés también
más altamente porfía:
  bien sé que dais, y que honráis,
y sé, pero no te enojes
que dais como los relojes,
que no sabéis lo que dais;
  dad a un cuerdo, a un noble, a un sabio
y daréis bien.

DORISTEO:

Ahora bien,
yo quiero darte también
por esas tres cosas, Fabio.)
  Venme a hablar sin que te vea
Céfalo.

FABIO:

Tu esclavo soy.
¿Qué es esto? Confuso estoy.
Algo el Príncipe desea.

(Vanse.)
(Salen la ninfa AURORA, y BELISA, con arcos, velos y baqueros.)
BELISA:

  Amor menospreciado,
venganzas apercibe.

AURORA:

De quien segura vive,
no se verá vengado;
que él deseos tira,
que no con arco y flechas, que es mentira
  pues esos reportados
con cuidados que velan,
cuando más se revelan,
¿cómo serán cuidados?
si el amor es deseo,
haced que el alma ignore lo que veo.

BELISA:

  Pues cuando ven los ojos
lo que es digno de amarse,
¿Puede el alma ocultarse
para no darle enojos?
Mas ignoras con arte
que el alma está del todo en toda parte.
  Desengáñate, Aurora,
que el alma es la primera,
que lo que considera,
por los ojos adora;
sin consultarla, o casta, o amorosa.

AURORA:

  Belisa, yo te digo
que, si ella se resiste,
que nunca la conquiste
pensamiento enemigo:
donde ella no consiente,
ni el gusto obliga, ni el sentido siente.
  La dulce compañía
de la casta Diana,
desde que la mañana
abre, la puerta al día,
hasta que se la cierra
la oscura hija de la helada tierra,
  es gloria, es alegría
de un casto y libre pecho,
que no ha pagado pecho
a humana compañía;
allá, por las ciudades
hay mujeres que entienden voluntades.
  Aquí, seguir las fieras
por selvas enramadas,
a veces avisadas
de las aves parleras,
es el mayor contento
que puede presumir el pensamiento.

AURORA:

  Ver bañar una siesta
a la bella Diana,
adonde planta humana
ni llega, ni molesta;
tan blanca y transparente,
que parece figura de la fuente;
  y de ninfas cercada,
como luna de estrellas,
celebra las más bellas,
después de ser de todas envidiada.
¡Qué diversa escultura
descubre sin el velo la hermosura!
  Es vida más contenta
por estas soledades,
que cuantas las ciudades
que el loco vulgo aumenta
dan al entendimiento;
que amor, ¿cuándo no fue pena y tormento?

(Salen dos villanos: JULIO y ANTEO.)
JULIO:

  Todo queda apercibido;
no falta sino que venga.

ANTEO:

Feliz monte cuando tenga
rey tan amado y querido,
  que le quiere de manera,
sin haber visto su cara,
que para que me matara,
quisiera volverme fiera.
  Dos veces esta mañana
salí a ver si viene ya.

JULIO:

Quedo, que están por acá
dos Nínfolas de Diana.

ANTEO:

  ¿Mirarélas?

JULIO:

No sé, a fe;
dicen que vuelven cochinos
los hombres.

ANTEO:

¡Qué desatinos!
No hacen mal, Julio.

JULIO:

Pues ¿qué?

ANTEO:

  Si las van a ver desnudas,
vuelven los hombres venados,
que por eso en nuestros prados
hay tantas seguras mudas;
  mas si los hombres no son
bachilleres y atrevidos,
los dejan con sus sentidos,
sin hacer transformación.

AURORA:

  ¡Labradores!

ANTEO:

¡Santo cielo!

AURORA:

¿De qué andáis alborotados?

ANTEO:

Nínfolas que en estos prados
habitáis en mortal velo,
  sabed que viene a cazar
hoy el Príncipe de Tebas.

AURORA:

Pues, ¡tomad por esas nuevas!

JULIO:

¡Ay, que nos quieren tirar!

ANTEO:

  ¡Huye, Julio!

JULIO:

¡Corre, Anteo!

ANTEO:

¡Ah, borrachas!

BELISA:

¡Cuáles van!

AURORA:

¡Qué poco de verme dan
estos tebanos deseo!

BELISA:

  El Príncipe es alabado
de hermoso.

AURORA:

No hay igualdad
con la hermosa libertad
de un corazón descuidado.

BELISA:

  Luego ¿no, le piensas ver?

AURORA:

¿Yo ver hombres en mi vida?

BELISA:

Desde aquí, Aurora, escondida,
¿en qué se puede ofender
  nuestra señora. Diana?
Mira que en este rüido
se conoce que han venido.

AURORA:

A lo que tengo de humana
  piden los ojos su parte.
(Dentro.)
¡To, to! Por acá, Melampo.

BELISA:

De gritos se vuelve el campo
sabrosa imagen de Marte.

(Salen CÉFALO y FABIO con venablos.)
CÉFALO:

  ¡Qué notables espesuras!

FABIO:

Nunca mayores las vi.

BELISA:

Escondámonos aquí
para mirarlos seguras.

CÉFALO:

  No ha tocado el sol más claro
sus arenas plateadas.

AURORA:

Estas zarzas intrincadas
nos servirán de reparo.

(Escóndense.)
CÉFALO:

  ¿Dónde el Príncipe quedó?

FABIO:

Siguiendo va por la selva
un jabalí que al de Adonis
imitaba en la fiereza.
Yo, en viéndole los colmillos,
hice broquel de una peña;
que todo animal que muerde,
es como veneno en flecha.
También hay en la ciudad
jabalíes que penetran
honras con dientes de envidia,
de los cuales no aprovecha
guardarse el más recatado;
mas como de aquéstas pueda,
es necedad arrogante.

CÉFALO:

Son las domésticas fieras
las que dan más ocasión
a que los hombres las teman.
Las de esta selva son muchas:
temo que el Príncipe quiera
salir tan presto de aquí.

FABIO:

Ten, señor, por cosa cierta
que saldrá presto si ama.

CÉFALO:

Si él amara, no viniera
a los montes, en que olvidan
los que aborrecer desean.

FABIO:

¿Qué sabes tú si hay agravio
que obligarle a olvidar pueda?
Pero no se aplican bien
a la caza estas materias.
Mira dónde has de pasar
el sol de esta ardiente siesta:
¿qué ladra el perro del cielo
a las vecinas estrellas?

CÉFALO:

Esta fuente, Fabio amigo,
donde encajara un poeta
esto de planta sonora,
cristal vivo, voz de perlas,
a quien hacen verde toldo
los alisos que la cercan:
como laurel de su margen
y sombra de sus arenas,
con dulcísima harmonía
es cítara de estas selvas,
adonde a versos las aves
historias de amor alternan;
ello nos llama; no es bien,
cansados, buscar por ellas
más frescura que sus aguas,
más alfombra que su hierba:
ríndete aquí.

FABIO:

¡Por Apolo,
que presumo que durmiera,
no digo al son desta fuente,
que parece que se queja,
pero en un trillo por cama,
y por algodón sus piedras.
Aquí mi venablo arrimo.

CÉFALO:

Aura, mis ojos refresca.

FABIO:

¿Quién es Aura?

CÉFALO:

El viento manso
que por estas hojas suena.

(En echándose, salgan AURORA y BELISA.)
BELISA:

¿Qué te parece?

AURORA:

No he visto,
Belisa, mayor belleza:
¿es posible que son tales
todos los hombres de Tebas?

BELISA:

Si del primero que has visto
te agradas desta manera,
¿para qué, de amor burlando,
mostrabas tanta aspereza?

AURORA:

¿No has visto hablar de la mar
los que no han entrado en ella?
¿No has visto la valentía
de quien nunca vio la guerra?
Pues así yo blasonaba
de las hondas y armas fieras,
hasta que vi sus peligros
y conocí sus tormentas:
por cierto, el hombre es gallardo;
presumo que si le viera
la misma casta Diana...

BELISA:

Tente, Aurora, no lo sepa.

AURORA:

Ahora bien, voyme de aquí
antes que el hombre nos sienta;
pero no, vuelve; ¿qué importa
cuando nos hable y nos vea?
Pero ¿soy yo la que digo,
Belisa, cosas como éstas?

BELISA:

Déjame mirar a mí
el que, con menos nobleza,
acompaña al que tú miras.

AURORA:

Mírale presto, y no seas
causa que despierte acaso.

BELISA:

¡Buena traza!

AURORA:

Pues si es buena,
para él será lo mejor.
¡Huye!

BELISA:

Vamos.

AURORA:

Pero espera;
que, aunque es gran diosa Diana,
dicen que es más fuerte que ella
Venus, y que le ha mandado
que sus secretos no entienda
Júpiter, porque el amor
todas las cosas aumenta,
y no quiere que los dioses
puedan impedir que crezcan.
Volvamos a ver el hombre.

BELISA:

Como pájaro, te enreda.
mientras más piensas que huyes,
la liga de su belleza.

AURORA:

¿Cómo le podré yo hablar?

BELISA:

No podrás si no despierta.

AURORA:

Pues ¿cómo haremos rüido?

BELISA:

Finjamos algunas quejas.

AURORA:

¡Ay, qué terrible león!
¡Valedme Venus, Minerva,
Palas!

BELISA:

¡No hay quién nos socorra!

CÉFALO:

Fabio, ¿qué voces son éstas?

FABIO:

Toma, señor, tu venablo.

AURORA:

¡Por Marte que nos defiendas,
mancebo, en tus fuertes brazos
de la furia de esta fiera!

CÉFALO:

¿Por dónde va?

AURORA:

¿Qué virtud
tienes, señor, contra ellas,
que en viéndote huyó?

FABIO:

Las ramas
por aquella parte suenan.

AURORA:

¡Yo me desmayo!

CÉFALO:

¡Hola, Fabio!
¡Agua!

FABIO:

De allí se despeña
una ninfa de cristal.

CÉFALO:

Señora, ¿tanta flaqueza,
siendo de estas selvas ninfa,
siendo cielo de esta tierra?

AURORA:

Ya estoy en mí.

FABIO:

Pues el agua
algún ninfo se la beba;
que en las selvas es el vino
elemento de más fuerza.

CÉFALO:

Vos os desmayáis de ver
las fieras; mayor flaqueza
es el desmayarse un hombre
mirando las rosas bellas.

AURORA:

¿Quién sois, señor?

CÉFALO:

He venido
con el Príncipe de Tebas
a estos bosques a cazar;
perdíme esta ardiente siesta
de los demás caballeros.

AURORA:

Vuestro disgusto me pesa;
pero porque este favor
 (aunque para tanta deuda,
si bien con gran voluntad,
será la paga pequeña)
agradecer pueda en algo,
venid donde daros pueda
en que podáis descansar.

CÉFALO:

Transformándome en estrella,
fuera a gozar de ese cielo;
mas, ¿cómo tanta bajeza
ocupará tal lugar?

AURORA:

Esa humildad fuera buena
en otros merecimientos,
mas no en la nobleza vuestra,
que bien se ve en vuestro rostro.
Detrás de aquesta arboleda,
adonde están más casados
los álamos y las yedras,
yace un palacio en que vive,
a cuya vistosa puerta
forman linteles y jambas
las enramadas cabezas
de ciervos de aquestos montes,
y las forcejudas testas
de jabalíes y osos;
porque sirve su fiereza
de rústica arquitectura.
Vamos; estaréis en ella
hasta que decline el sol
y el Occidente se vea
vestido de azules nubes.

CÉFALO:

Ya es fuerza que os obedezca,
porque, como a las deidades
que estas montañas respetan,
os tengo en veneración.

AURORA:

Yo agradezco la obediencia.
¿El nombre?

CÉFALO:

Céfalo es;
¿y el vuestro?

AURORA:

No tengan
más bella aurora mis ojos
siempre que el cielo amanezca.

FABIO:

¿Y yo tengo de ir allá?

BELISA:

Pues ¿no ve que si se queda
le harán aquí mil pedazos
de aqueste monte las fieras,
y que hay en estos sagrados
bosques figuras diversas
de sátiros y de faunos?

FABIO:

¡Por Dios, mala gente es esa!

BELISA:

¿Cómo es su nombre?

FABIO:

Mi nombre
por una parte comienza
de la música.

BELISA:

¿Es el ut?

FABIO:

No es el ut.

BELISA:

¿El re?

FABIO:

No acierta.

BELISA:

Apostaré que es el mi.

FABIO:

Pase adelante dos letras.

BELISA:

¿Es el fa?

FABIO:

Fabio me llamo.

BELISA:

Humor gastas.

FABIO:

Bien quisiera:
¿cómo se llama?

BELISA:

Belisa
porque no se desvanezca.

FABIO:

¿Belisa de golpe?

BELISA:

Sí.
Y sígame, por que tenga
menos calor, hasta tanto
que el sol antípoda sea.

FABIO:

Pienso que vamos vendidos;
que nunca los hombres llevan
más peligro que tratando
con mujeres bachilleras.

(Salen el PRÍNCIPE DORISTEO y PERSEO, de noche.)
DORISTEO:

  Noche de amor, amparo, norte y guía,
secretaria de todos sus secretos,
muda enemiga del parlero día,
madre de pensamientos y concetos;
de celos y de honor secreta espía,
indiferente a necios y a discretos;
en fin, noche que callas cuando mira
el cielo con más ojos tu mentira.
  Mientras que la verdad de la mañana
descubre engaños, y en el campo flores,
y en estrados de raso azul y grana
sale a juzgar el sol causas mayores,
permite que en otra alba soberana
sin celos amanezcan mis amores;
pues no le faltará blando rocío,
quinta esencia de amor, al fuego mío.
  Dejo los montes, y dejando en ellos
también mis celos, vengo a ver tus puertas,
hermosa Floris, que a tus ojos bellos
traigo una vida entre esperanzas muertas
recoge, si salieres, tus cabellos,
si tanto amor los mereciere abiertos;
que si piensa la noche que es el día,
en Tebas se sabrá la pasión mía.

PERSEO:

  Si tuviera tu amor, y si tuviera,
Príncipe, tu poder, yo me arrojara
donde la fuerza más lugar mediera,
y de penas injustas me excusara;
Júpiter por ejemplo me sirviera,
y en lluvia de oro por la torre entrara;
que por su gusto un Príncipe mancebo,
¿por qué no puede ser Júpiter nuevo?
  Ven con armas aquí, rompe, derriba,
pues ya en el campo su marido ausente,
ninguna cosa de gozar te priva
la hermosura de Floris.

DORISTEO:

Necio, tente,
y nunca amor permita que se escriba
de un hombre como yo que fui insolente;
porque los altos poderosos dueños,
el espejo han de ser de los pequeños:
  pues ¿cuál entendimiento enamorado
brazos buscó sin ser correspondido?
¿A quién pudo mover un rostro airado,
de forzadas colores encendido?
Quieren gustos de amor un mismo agrado,
un mismo sentimiento consentido;
porque en disgustos pretender contentos,
es tañer, sin templar, dos instrumentos:
  llama, Perseo, y déjame que intente
el olvido primero de su esposo.

PERSEO:

Ya he llamado, y responden tibiamente.

DORISTEO:

Llama con voces de mi amor celoso.

(ELISA en alto.)
ELISA:

¿Quién llama a tales horas?

DORISTEO:

Ya el Oriente
abrió la puerta a Febo luminoso;
di, Elisa, que es el Príncipe de Tebas,
bien triste de traer tan tristes nuevas.

(FLORIS en alto.)
FLORIS:

  ¿Qué es esto, gran señor?
{{Pt|DORISTEO:|
Mandad, señora,
que abran la puerta.v

FLORIS:

No será posible
Céfalo ausente.

DORISTEO:

Bien podéis agora;
yo soy quien soy.

FLORIS:

Yo soy un imposible.

DORISTEO:

La cortesía que valor desdora,
¿dónde vive el honor tan invencible?

FLORIS:

¿Qué me podéis querer mi dueño ausente?

DORISTEO:

¿Téngolo de decir públicamente?

FLORIS:

  Pues cosa que no puede ser tan clara
yo no la escucharé.

DORISTEO:

¡Brava aspereza!
¿Pensáis que os tengo amor?

FLORIS:

¿Quién tal pensara?

DORISTEO:

Bien pudiera por vos tanta belleza.

FLORIS:

Los criados no es gente que repara
en la seguridad ni en la nobleza;
los que saben que son siempre testigos,
los llaman los primeros enemigos;
  pero ¿que puede ser que no se pueda
decir menos que abriendo a tales horas?

DORISTEO:

Quisiera yo, pues a mi cuenta queda,
darte consuelos de dolor que ignoras:
tu gran lealtad mañana me conceda,
si aquesta noche tu marido lloras,
que te venga a decir de qué manera
murió en el monte a manos de una fiera.

FLORIS:

  ¡Ay! mísera de mí, no me engañaba
el alma en tanto mal!

PERSEO:

Quitóse, o creo
que cayó de la reja donde estaba;
pero ¿qué es lo que intenta tu deseo?

DORISTEO:

Que le olvide no más.

PERSEO:

¿Y si no acaba
de olvidarle jamás?

DORISTEO:

Mira, PERSEO
si un vivo ausente lo que ves padece,
el que no ha de volver, ¿qué se merece?

PERSEO:

  Pues, ¿él no volverá?

DORISTEO:

No, que yo tengo
ordenado a Tancredo y a Lidoro
que le detenga, sin decir que vengo
a la ciudad y a ver el sol que adoro.
iré y vendré, si a Céfalo entretengo,
guardando a su nobleza igual decoro.

PERSEO:

Terribles voces dan.

DORISTEO:

Ven, no me espanto;
la nueva es falsa y verdadero el llanto.

(Salen FABIO y BELISA.)

FABIO:

  Si algún amor me has debido,
que más es que algún amor,
di, ¿qué laberinto ha sido
este de tanto rigor,
Belisa, en que estoy metido?
  ¿En qué palacio encantado.
si bien es tan regalado,
mi señor y yo vivimos,
si por una hora venimos
y un siglo habemos estado?

BELISA:

  ¿Un siglo te ha parecido?

FABIO:

Con las cosas que aquí veo
estoy tan desvanecido,
que he pensado, y aun lo creo,
que há mil que habemos venido.
  Todo es salas y aposentos,
dorados los pavimentos,
y los techos de cristal,
con pintura celestial
en paredes y cimientos;
  todo es camas de labores
extrañas, ricos estrados,
donde parecen, con flores
varias, pedazos de prados
las alfombras de colores:
  todo es jardines y fuentes,
cuyas sonoras corrientes
caminan sendas de arena,
con larga espaciosa vena,
por mil cuadros diferentes.
  Y componen sus labores
flores de tales colores
y con tanta actividad,
que parece que es verdad
que hay elemento de flores,
  tanta flor, tanta violeta,
cristales y oro verás,
plata y perla tan perfeta,
que no es posible haber más
en la frente de un poeta.
  ¿Qué es esto, Belisa?

BELISA:

Fabio,
el tebano, tu señor,
es gallardo, es fuerte, es sabio;
los que merecen amor,
también merecen agravio.
  Nunca verás hombre feo,
necio e indigno, querido;
el ser tal movió el deseo
de Aurora; la Aurora ha sido
digna de su hermoso empleo.
  El palacio es del Aurora,
ninfa que el sol enamora
y que, amándola, porfía
a seguirla cada día,
y con sus rayos la dora
  Ella, aunque cada mañana
lo espera en camas de grana,
de diamantes y zafiros,
da por Céfalo suspiros,
aunque es hermosura humana.
  ¿Ves las perlas y el cristal
que llueve el cielo al Aurora?
Pues es, con ser desigual,
que por su Céfalo llora
y que a su sol quiere mal.
  Ella le tiene encantado
y de la caza olvidado,
dándole favor Diana.

FABIO:

Si Diana fue liviana,
el mundo vive engañado;
  casta por nombre tenía,
aunque cierto tropezón
me dicen que tuvo un día
con aquel Endimión
que en sus menguantes dormía.
  ¡Oh, cuántas, con ser tan diosas,
tienen flaquezas humanas!

BELISA:

Fabio, en todas estas cosas
calla; que las lenguas vanas
nunca fueron provechosas.
  Mira que es santo el callar
y que, en llegando a contar
a tu dueño lo que digo.
te ha de venir el castigo
en este mismo lugar.

FABIO:

  Temblando estoy; no he topado,
Belisa mía, en los días
que en este palacio he estado,
sino sátiras y arpías
que en su lengua me han hablado.
  No sé por dónde me trujo
a este monte mi fortuna;
que si a tratar me redujo,
Belisa, gente cabruna,
yo he de salir mono o brujo.

BELISA:

  Calla; mira que el hablar
llaman veneno los sabios,
que a muchos suele matar.

FABIO:

Yo me coseré los labios;
pero déjame quejar.
(Salen CÉFALO y AURORA.)

AURORA:

  No me puedo detener,
Diana a llamar me envía.

CÉFALO:

No es posible que me quieras,
pues ausentarte porfías.
Ya que de mi propio ser,
hermosa Aurora, me olvidas,
no me dejes; que de celos,
la vida, el gusto me quitas.
¿Antes que el cielo amanezca
de mi lado te desvías?
¿Dónde, Aurora, te levantas?
¿Cómo, señora, no miras
que el mayor gusto de un hombre
que adora mujer o amiga,
es, en abriendo los ojos,
decirle: «Amor, buenos días»;
mirar cómo abre los suyos,
y le mira, vuelta en risa
la bella boca, y le dice:
«Buenos los tengas, mi vida»
Tú, con irte de mis brazos,
de tan alto bien me privas;
¿dónde vas tantas mañanas
destocada y mal vestida?
Vuelvo a verte, y no te hallo;
lloro de amor y de envidia
del dichoso que te lleva.

AURORA:

¡Que engañada celosía!
¿No ves que, si me estuviese
entre tus brazos dormida,
siendo el Aurora, que el sol
a la tierra no saldría?
Yo voy por él, y a correr
de su cama las cortinas,
para que el mundo amanezca,
que ¡por tu vida y la mía!
que las perlas, que las flores,
beben cuando ya se libran
de la prisión de la noche,
en que estuvieron marchitas;
son lágrimas que me debes.

FABIO:

¡Qué mal hace quien camina!
pobre sol, que con ser sol,
sólo porque cada día
anda en estas ocasiones,
cervales rayos le crían.

AURORA:

Déjame, mi bien, pues sabes
la verdad; que con más prisa
que voy volveré a tus brazos.

CÉFALO:

Parte, y déjame sin vida.

AURORA:

Ven, Belisa, que ha media hora
que la noche fugitiva
se atreve al sol por mi causa.

BELISA:

Siguiéndote voy.

AURORA:

Camina.

CÉFALO:

¿Qué es esto, Fabio?

FABIO:

Ay, señor!
Desdichas tuyas y mías;
aquí estamos encantados.

CÉFALO:

¿Qué dices?

FABIO:

Pues ¿no imaginas
que te han quitado el amor
de tu esposa y tu familia?

CÉFALO:

¿De qué lo sabes?

FABIO:

Aquí
me lo ha contado Belisa.

CÉFALO:

Encantado estoy.

FABIO:

Señor,
advierte que Aurora es ninfa
de Diana, y le ha pedido
favor.

CÉFALO:

Todo eso es mentira,
porque la casta Diana
no trae en su compañía
ninfas que con hombres duerman.

FABIO:

Si a Diana llaman trina,
será casta cuando es luna;
la luna es húmeda y cría,
mas en la tierra es Diana,
y en el centro Proserpina:
tales vemos las mujeres,
que por la nobleza altivas,
en la condición son flacas.

CÉFALO:

Pues déjame que la siga,
pues he de ver si el sol sale
como ella dice.
(Vase CÉFALO.)

FABIO:

No pidas
desengaños a los celos,
que ejecutan más que fían;
él va mirando las nubes,
que es natural fantasía
de hombre que ama. ¿Qué es aquesto?
Abrió la tierra una mina;
parece que pare un hombre.
(Toquen una caja.)
Con los dolores suspira:
¡muerto soy! ¡Qué gran gigante!
(Salga un GIGANTE por un hueco del teatro.)

GIGANTE:

Hombre que en Tebas habitas,
¿sabes dónde estás?

FABIO:

Señor,
no ha mucho que lo, sabía;
ya he perdido la memoria.

GIGANTE:

Cuando a un parlero le avisan
de que no diga un secreto
y la palabra le obliga,
¿qué espera el tal hablador,
y más cuando es la ofendida
persona tan principal?

FABIO:

Señor, si en toda mi vida
dijere cosa que vea,
aun de personas indignas,
que me entierren donde estás;
súbase la tiranía
adonde le diere gusto;
ande el poder homicida
quitando vidas sin causa;
las letras desnudas vivan;
pida por Dios el ingenio,
y la necedad se vista
telas de Persia, y esconda
el oro de las dos Indias;
haya estrellas en la arena,
y cardos en donde habitan
los dioses; el más cobarde
se asiente en la esfera quinta,
y el más valiente a sus pies;
hable la lisonja y sirva;
den palos a la verdad
y premios a la mentira;
pueda el que tiene dineros,
y el que no, pueda desdichas;
que no hablaré más palabra.

GIGANTE:

Jura en el cetro que miras
del gran dios Demogorgón.

FABIO:

Señor Gorgón, si en mi vida
dijere cosa que vea,
hagan los dioses salchichas
de este cuerpo desdichado.

GIGANTE:

Tú verás si te castigan.
(Métase por donde salió.)

FABIO:

¡Lo que ha menester saber
un hombre para que viva!
Finalmente, no hay que hablar
si se cae el cielo encima:
el que es discreto, silencio,
y ande lo de abajo arriba;
que si muere en pie el conejo,
es no más de porque chilla.