V
La araucana primera parte
de Alonso de Ercilla
VI
VII

VI

Prosigue la comenzada batalla, con las estrañas, y diversas
muertes que los araucanos ejecutaron en los vencidos y la poca
piedad que con los niños y mujeres usaron, pasándolos todos a cuchillo


Al valeroso espíritu, ni suerte
ni revolver de hado riguroso
le pueden presentar caso tan fuerte,
que le traigan a estado vergonzoso.
Como ahora a Villagrán, que con su muerte
(no siendo de otro modo poderoso)
piensa atajar el áspero camino
a donde le tiraba su destino.

Sus soldados, el paso apresurando,
en confuso montón se retrujeron,
cuando en el nuevo y gran rumor mirando
a su buen capitán en tierra vieron.
Solos trece, la vida despreciando,
los rostros y las riendas revolvieron,
rasgando a los caballos los ijares
se arrojan a embestir tantos millares.

Con más valor que yo sabré decillo
el pequeño escuadrón ligero cierra,
abriendo en los contrarios un portillo
que casi puso en condición la guerra;
rompen hasta do el mísero caudillo
de golpes aturdido estaba en tierra,
sin ayuda y favor desamparado,
de la enemiga turba rodeado.

Todos a un tiempo quieren ser primeros
en esta presa y suerte señalada,
y estaban como lobos carniceros
sobre la mansa oveja desmandada,
cuando discordes con aullidos fieros
forman música en voz desentonada,
y en esto los mastines del ejido
llegan con gran presteza aquel ruido.



Así los enemigos apiñados
en medio al triste Villagrán tenían,
que, por darle la muerte embarazados
los unos a los otros se impedían;
mas los trece españoles esforzados
rompiendo a la sazón sobrevenían
de roja y fresca sangre ya cubiertos
de aquellos que dejaban atrás muertos.

Con gran presteza, del amor movidos,
a donde Villagrán veen se arrojaban,
y los agudos hierros atrevidos
de nuevo en sangre nueva remojaban.
Desamparan el cerco los heridos,
acá y allá medrosos se apartaban,
algunos sustentaban con más suerte
su parte y opinión hasta la muerte.

Si un espeso montón se deshacía
desocupando el campo escarmentados,
otra junta mayor luego nacía,
y estaban sus lugares ocupados;
del sueño Villagrán aún no volvía,
mas tal maña se dieron sus soldados
y así las prestas armas revolvieron
que en su acuerdo a caballo lo pusieron.

A tardarse más tiempo fuera muerto
y a bien librar salió tan mal parado,
que, aunque estaba de planchas bien cubierto,
tenía el cuerpo molido y magullado;
pero del sueño súbito despierto
viendo trece españoles a su lado,
olvidando el peligro en que aún estaba,
entre los duros hierros se lanzaba.

Por medio del ejército enemigo
sin escarmiento ni temor hendía,
llevando en su defensa al bando amigo
que destrozando bárbaros venía.
Trillan, derriban, hacen tal castigo
que duran las reliquias hoy en día,
y durará en Arauco muchos años
el estrago y memoria de los daños.



Bernal hiere a Mailongo de pasada
de un valiente altabajo a fil derecho;
no le valió de acero la celada
que los filos corrieron hasta el pecho;
Aguilera al través tendió la espada
y al dispuesto Guamán dejó maltrecho,
haciendo ya el temor tan ancha senda
que bien pueden correr a toda rienda.

Salen, pues, los catorce vitoriosos
donde los otros de su bando estaban,
que turbados, sin orden, temerosos
de ver su muerte ya remolinaban;
no bastaron ni fueron poderosos
Villagrán y los otros que llegaban
a estorbar el camino comenzado,
que ya el temor gran fuerza había cobrado.

Viendo bravo y gallardo al araucano,
del todo de vencer desconfiados,
y los caballos sin aliento, en vano
de importunas espuelas fatigados,
a grandes voces dicen: «¡A lo llano!
No estemos desta suerte arrinconados...»
Y con nuevo temor y desatino
toman algunos dellos el camino.

Cual de cabras montesas la manada
cuando a lugar estrecho es reducida,
de diestros cazadores rodeada
y de importunos tiros perseguida,
que viéndose ofendida y apretada
una rompe el camino y la huida,
siguiendo las demás a la primera:
así abrieron los nuestros la carrera.

Uno, dos, diez y veinte, desmandados
corren a la bajada de la cuesta,
sin orden y atención apresurados,
como si al palio fueran sobre apuesta.
Aunque algunos valientes ocupados
con firme rostro y con espada presta,
combatiendo animosos, no miraban
cómo así los amigos los dejaban.



No atienden al huir ni se previenen
de remedio tan flaco y vergonzoso;
antes en su batalla se mantienen
trayendo el fin a término dudoso,
y con heroicos ánimos detienen
de los indios el ímpetu furioso;
y la disposición del duro hado
en daño suyo y contra declarado.

Y así resisten, matan y destruyen,
contrastando al destino, que parece
que el valor araucano disminuyen
y el suyo con difícil prueba crece;
mas viendo a los amigos cómo huyen,
que a más correr la gente desparece,
hubieron de seguir la misma vía
que ya fuera locura y no osadía.

Quiero mudar en lloro amargo el canto,
que será a la sazón más conveniente
pues me suena en la oreja el triste llanto
del pueblo amigo y género inocente.
No siento el ser vencidos tanto cuanto
ver pasar las espadas crudamente
por vírgines, mujeres, servidores,
que penetran los cielos sus clamores.

La infantería española sin pereza
y gente de servicio iban camino,
que el miedo les prestaba ligereza
y más de la que algunos les convino;
pues con la turbación y gran torpeza
muchos perdieron de la cuesta el tino:
ruedan unos, los lomos quebrantados,
otros hechos pedazos despeñados.

Quedan por el camino mil tendidos,
los arroyos de sangre el llano riegan,
rompiendo el aire el planto y alaridos
que en són desentonado al cielo llegan,
y las lástimas tristes y gemidos
(puestas las manos altas) con que ruegan
y piden de la vida gracia en vano
al inclemente bárbaro inhumano.



El cual siempre les iba caza dando
con mano presta y pies en la corrida,
hiriendo sin respeto y derribando
la inútil gente, mísera, impedida,
que a la amiga nación iba invocando
la ayuda en vano a la amistad debida,
poniéndole delante con razones
la deuda, el interés y obligaciones.

Y aunque más las razones obligaban,
si alguno a defenderlos revolvía,
viendo cuánto los otros se alargaban,
alargarse también le convenía;
ni a los que por amigos se trataban
ni a las que por amigas se debía,
con quien había amistad y cuenta estrecha,
llamar, gemir, llorar les aprovecha.

Que ya los nuestros sin parar en nada
por la carrera de su sangre roja
dan siempre nueva furia en su jornada,
y a los caballos priesa y rienda floja,
que ni la voz de virgen delicada,
ni obligación de amigos los congoja;
la pena y la fatiga que llevaban
era que los caballos no volaban.

Sordos a aquel clamor y endurecidos
miden con sueltos pies el verde llano;
pero algunos, de lástima movidos
viendo el fiero espectáculo inhumano,
de una rabiosa cólera encendidos
vuelven contra el ejército araucano
que corre por el campo derramado,
la más parte en la presa embarazado.

Determinados de morir, revuelven
haciendo al sexo tímido reparo,
y de suerte en los bárbaros se envuelven
que a más de diez la vuelta costó caro;
por esto los primeros aun no vuelven
que quieren que el partido sea más claro,
y no poner la vida en aventura
cuanto lejos de allí, tanto segura.



Torna la lid de nuevo a refrescarse
de un lado y otro andaba igual trabada,
pecho con pecho vienen a juntarse,
lanza con lanza, espada con espada;
pueden los españoles sustentarse,
que la gente araucana derramada
el alcance sin orden proseguía
haciendo todo el daño que podía.

Cual banda de cornejas esparcidas
que por el aire claro el vuelo tienden,
que de la compañera condolidas
por los chirridos la prisión entienden,
las batidoras alas recogidas
a darle ayuda en círculo decienden:
el bárbaro escuadrón desta manera
al rumor endereza la carrera.

La gente que de acá y allá discurre,
viendo el tumulto y aire polvoroso,
deja el alcance, y de tropel concurre
al són de las espadas sonoroso;
cada araucano con presteza ocurre
adonde era el favor más provechoso
y los sangrientos hierros en las manos,
cercan el escuadrón de los cristianos.

La copia de los bárbaros creciendo,
crece el són de las armas y refriega
y los nuestros se van disminuyendo,
que en su ayuda y socorro nadie llega;
pero con grande esfuerzo combatiendo,
ninguno la persona a ciento niega,
ni allí se vio español que se notase
que a su deuda una mínima faltase.

Mas de la suerte como si del cielo
tuvieran el seguro de las vidas,
se meten y se arrojan sin recelo
por las furiosas armas homicidas.
Caen por tierra y echan por el suelo,
dan y reciben ásperas heridas,
que el número dispar y aventajado
suple el valor y el ánimo sobrado.



Y así se contraponen, no temiendo
la muerte y furia bárbara importuna,
el ímpetu y pujanza resistiendo
de la gente, del hado y la fortuna;
mas contrastar a tantos no pudiendo
sin socorro, favor ni ayuda alguna,
dilatando el morir les fue forzoso
volver a su camino trabajoso.

Parece el esperar más desatino,
que van los delanteros como el viento;
usar de aquel remedio les convino
y no del temerario atrevimiento;
muchos mueren en medio del camino
por falta de caballos y de aliento
y de sangre también, que el verde prado
quedaba de su rastro colorado.

Flojos ya los caballos y encalmados,
los bárbaros por pies los alcanzaban
y en los rendidos dueños derribados
las fuerzas de los brazos ensayaban;
otros de los peones empachados
-digo, de los cristianos que a pie andaban-,
casi moverse al trote no podían,
que con sólo el temor los detenían.

Los cansados peones se contentan
con las colas o aciones aferradas,
y en vano lastimosos representan
estrechas amistades olvidadas;
de sí los de caballo los ausentan,
si no pueden a ruego, a cuchilladas,
como a los más odiosos enemigos,
que no era a la sazón tiempo de amigos.

Atruena todo el valle el gran bullicio,
armas, grita y clamor triste se oía
de la gente española y de servicio
que a manos de los indios perecía;
no se vio tan sangriento sacrificio
ni tan estraña y cruda anotomía
como los fieros bárbaros hicieron
en dos mil y quinientos que murieron.



Unos vienen al suelo mal heridos,
de los lomos al vientre atravesados;
por medio de la frente otros hendidos;
otros mueren con honra degollados;
otros, que piden medios y partidos,
de los cascos los ojos arrancados,
los fuerzan a correr por peligrosos
peñascos sin parar precipitosos.

Y a las tristes mujeres delicadas
el debido respeto no guardaban,
antes con más rigor por las espadas,
sin escuchar sus ruegos, las pasaban;
no tienen miramiento a las preñadas,
mas los golpes al vientre encaminaban,
y aconteció salir por las heridas
las tiernas pernezuelas no nacidas.

Suben por la gran cuesta al que más puede,
y paga el perezoso y negligente,
que a ninguno más vida se concede
de cuanto puede andar ligeramente;
y aquel torpe es forzoso que se quede
que no es en la carrera diligente;
que la muerte, que airada atrás venía,
en afirmando el pie, le sacudía.

Aunque la cuesta es áspera y derecha,
muchos a la alta cumbre han arribado,
adonde una albarrada hallaron hecha
y el paso con maderos ocupado.
No tiene aquel camino otra deshecha,
que el cerro casi en torno era tajado:
del un lado le bate la marina,
del otro un gran peñol con él confina.

Era de gruesos troncos mal pulidos
el nuevo muro en breve tiempo hecho,
con arte unos en otros engeridos
que cerraban la senda y paso estrecho;
dentro estaban los indios prevenidos,
las armas sobre el muro y antepecho,
que según orgullosos se mostraban,
al cielo, no a la gente amenazaban.



Viendo los españoles ya cerrados
los pasos y cerrada la esperanza,
a pasar o morir determinados,
poniendo en Dios la firme confianza,
de la albarrada un trecho desviados
prueban de los caballos la pujanza,
corriendo un golpe dellos a romperla
y los bárbaros dentro a defenderla.

Así la gente estaba detenida,
que todo su trabajo no importaba
ni al peligro hallaba la salida
hasta que el viejo Villagrán llegaba;
que vista la escusada arremetida
cuán poco en el remedio aprovechaba,
sin temor de morir ni muestra alguna,
dio aquí el último tiento a la fortuna.

Estaba en un caballo derivado
de la española raza poderoso,
ancho de cuadra, espeso, bien trabado,
castaño de color, presto, animoso,
veloz en la carrera y alentado,
de grande fuerza y de ímpetu furioso,
y la furia sujeta y corregida
por un débil bocado y blanda brida,

El rostro le endereza, y al momento
bate el presto español recio la ijada,
que sale con furioso movimiento
y encuentra con los pechos la albarrada;
no hace en el romper más sentimiento
que si fuera en carrera acostumbrada,
abriendo tal camino que pasaron
todos los que debajo se escaparon.

Los bárbaros airados defendían
el paso, pero al cabo no pudieron,
que por más que las armas esgremían
los fuertes españoles los rompieron;
unos hacia la mano diestra guían,
otros tan buen camino no supieron,
tomando a la siniestra un mal sendero
que a dar iba en un gran despeñadero.



A la siniestra mano hacia el poniente
estaban dos caminos mal usados;
éstos debían de ser antiguamente
por do al agua bajaban los venados.
Digo en tiempos pasados, que al presente
por mil partes estaban derrumbados,
y el remate tajado con un salto
de más de ciento y veinte brazas de alto.

Por orden de natura no sabida
o por gran sequedad de aquella tierra
o algún diluvio grande y avenida,
fue causa de tajarse aquella sierra;
pues por allí la gente mal regida
ocupada del miedo de la guerra,
huyendo de la muerte ya sin tino
a dar derechamente en ella vino.

La inadvertida gente iba rodando,
que repararse un paso no podía,
el segundo al primero tropellando,
y el tercero al segundo recio envía;
el número se va multiplicando,
un cuerpo mil pedazos se hacía,
siempre rodando con furor violento
hasta parar en el más bajo asiento.

Como el fiero Tifeo presumiendo
lanzar de sí el gran monte y pesadumbre,
cuando el terrible cuerpo estremeciendo
sacude los peñascos de la cumbre
que vienen con gran ímpetu y estruendo
hechos piezas abajo en muchedumbre,
así la triste gente mal guiada
rodando al llano va despedazada.

Pero aquella que el buen camino tiene
de verle con presteza el fin procura;
ninguno por el otro se detiene
que detenerse ya fuera locura;
rodar también a alguno le conviene,
que más de lo posible se apresura:
a caballo y a pie y aun de cabeza
llegaron a lo bajo en poca pieza.



Sueltos iban caballos por el prado
que muertos lo señores han caído;
otros desocuparlos fue forzado,
que por flojos la silla había perdido;
cuál ligero cabalga y cuál turbado,
del temor de la muerte ya impedido,
atinarlo al estribo no podía
y el caballo y sazón se le huía.

No aguardaban por estos mas corriendo
juegan a mucha priesa los talones,
al delantero sin parar siguiendo,
que no le alcanzarán a dos tirones,
votos, promesas entre sí haciendo
de ayunos, romerías, oraciones
y aun otros reservados sólo al Papa,
si Dios deste peligro los escapa.

Venían ya los caballos por el llano
las orejas tremiendo derramadas;
quiérenlos aguijar, mas es en vano,
aunque recio les abren las ijadas.
El hermano no escucha al caro hermano,
las lástimas allí son escusadas;
quien dos pasos del otro se aventaja,
por ganar otros dos muere y trabaja.

Como el que sueña que en el ancho coso
siente al furioso toro avecinarse,
que piensa atribulado y temeroso
huyendo de aquel ímpetu salvarse,
y se aflige y congoja presuroso
por correr, y no puede menearse,
así éstos a gran priesa a los caballos
no pueden aunque quieren aguijallos.

Haciendo el enemigo gran matanza
sigue el alcance y siempre los aqueja;
dichoso aquel que buen caballo alcanza,
que de su furia un poco más se aleja;
quién la darga abandona, quién la lanza,
quién de cansado el propio cuerpo deja,
y así la vencedora gente brava
la fiera sed con sangre mitigaba.

Aquel que por desdicha atrás venía,
ninguno (aunque sea amigo) le socorre;
despacio el más ligero se movía;
quien el caballo trota, mucho corre.
El cansancio y la sed los afligía
mas Dios, que en el mayor peligro acorre,
frenó el ímpetu y curso al enemigo,
según en el siguiente canto digo.