La Guerra: 08
Expuestas las anteriores consideraciones sobre la guerra en general, concretemos ya las que hemos de hacer á la que en la actualidad están sosteniendo Francia y Prusia.
La grandeza de los medios puestos en acción desde los primeros momentos, será el carácter más sobresaliente de esta lucha espantosa. El mundo ha quedado, en realidad, atónito. Sabíase que iban á luchar los dos ejércitos más preparados, los dos pueblos que se disputan el primer puesto entre las grandes Potencias; no se ignoraba que desde algunos años se ocupaban sin cesar en perfeccionar sus armas y su organización militar. Pero, á pesar de eso, la Europa ha visto con asombro que á los pocos dias de haberse declarado abiertas las hostilidades se han puesto, en frente unos de otros, un millón de soldados. Jamas en los tiempos modernos se habia visto una cosa semejante. Si en las últimas campanas del primer Napoleón se reunieron ejércitos tan numerosos, sucedió á los veinticinco años de continuo guerrear, y suministrando contingentes todos los pueblos europeos. No son ya ejércitos sólo, son las naciones armadas las que combaten, como en el siglo V. La civilización no espera ya poderse salvar sino por el exceso mismo del mal. Después de la presente guerra, acaso ningún hombre de Estado se atreva con la responsabilidad de provocar otra.
El ejemplo de lo que ha sucedido á la Francia será saludable. No tenia la más pequeña duda acerca de la superioridad de sus armas desde los primeros momentos. Creia probable la entrada próxima de sus soldados en Berlin, y consideraba imposible que sus enemigos lograsen tocar con la culata de un fusil, ni con el casco de un caballo, siquiera por un instante, el suelo inviolable del Imperio francés. Y, sin embargo, los Franceses se tuvieron que poner muy pronto á la defensiva, y, rechazados por las armas alemanas, han desistido de penetrar en la provincia del Rhin, no han intentado el paso de este río, han abandonado la linea de los Vosgos, y después la del Mosela, y han temido por Paris.
La trinidad, formada por el Rey Guillermo, por el Canciller Bismark y por el General Molke, triple personificación del derecho divino de los Reyes, de la política maquiavélica y del espíritu de conquista del gran Federico, avanza temeraria hacia el corazón de Francia, trayendo detrás un ejército tan numeroso como el de Jerjes; conduciendo atados á la fortuna de la Prusia los pueblos alemanes, como los Griegos iban atados al reino macedón por Alejandro, y dando batallas tan sangrientas y destructoras como las de Atila.
¿Por qué sucede esto en el último tercio del siglo XIX, que unas veces se ve acusado de excesivo apego á los intereses mercantiles y á la molicie, y otras se jacta de su adelantada filosofía? No aumentemos todavía la oscuridad de las tintas del lamentable cuadro de estos sucesos, tratando de explicar las causas de esta guerra, según las han expuesto los diplomáticos de ambas naciones en la lamentable polémica que ha precedido á las hostilidades. Si la parte más florida de la población viril de toda Francia y de toda Alemania sostiene ese duelo á muerte, que tiene acobardadas las imaginaciones más audaces, no es porque el Rey Guillermo haya estado más ó menos cortés con M. Benedetti, ni porque en una nota diplomática, ó en un aviso telegráfico se haya comunicado á otros gobiernos la noticia de que aquel Monarca no quería recibir ya de ese Embajador preguntas ó que creia haber dado contestación suficiente. La única causa de la guerra es la ambición, tanto por la una como la otra parte. Prusia aspira á formar la unidad alemana. Los Margraves de Brandemburgo ascendieron, por su audacia, á Electores del Sacro Romano Imperio; de Electores se convirtieron en Reyes; ahora quieren ser Emperadores. La Alemania, bajo su dirección, si su sueño ambicioso se realiza, seria la mayor potencia de Europa.
Francia, á su vez, no quiere consentir que haya ninguna nación europea mas poderosa que ella. Si ha de verse obligada á conformarse con la hegemonía prusiana en Alemania, porque los pueblos alemanes quieran aceptarla, exige, por lo menos, como compensación, que se le permita agrandar su territorio. En 1866 formuló su pretensión en los términos más explicitos y categóricos. El Emperador Napoleón, en documentos oficiales y solemnes declaró, al estallar la guerra entre Austria y Prusia, que el vencedor tendría que ponerse de acuerdo con Francia para la distribución del botin, no siendo para nadie un secreto que entendía, por parte destinada á aumentar su Imperio, el territorio alemán de la izquierda del Rhin. Pero Guillermo I y Bismark contestaron con una negativa rotunda, asegurando que jamas cederían una pulgada del terreno sagrado de la patria germánica.
Hacía, pues, cuatro años que los términos de la cuestión se hallaban formulados, y que, en realidad estaba la guerra declarada.