La Chapanay: VIII
VIII
El campo de los Papagayos era el sitio que el prófugo había elegido para cuartel de operaciones. Quería estar suficientemente lejos de la ciudad, como para poder moverse sin temor, durante las correrías que proyectaba, y teniendo siempre a la mano abrigos seguros en que refugiarse en caso de persecución.
-Esta vez -decía- voy a negociar en grande. Nada de merodeos ni raterías. Hay que contentar a los muchachos y para esto es necesario cazar gordo.
"Los muchachos", eran los que componían la gavilla de salteadores que tenía apalabrados de tiempo atrás, y a cuyo frente se proponía entrar inmediatamente en campaña, atacando caminantes y desvalijando arrieros.
La naturaleza honrada de Martina Chapanay, se rebelaba contra la idea del robo y del asalto. El recuerdo de lo que sabía de su madre, recta, misericordiosa y buena, le vino más de una vez a la memoria, y sintió remordimientos y vergüenza de la abyección en que la hija iba a caer. Pero había dado ya el primer paso y las circunstancias la arrastraron. Además, seguía queriendo a Cruz Cuero, cuya brutalidad ejercía sobre ella una extraña fascinación.
Dos meses necesitó el forajido para organizar su banda y planear sus "negocios" en grande. Durante este tiempo, se había asomado a algunos departamentos y dado algunos golpes de menor cuantía, levantando animales y prendas distintas para ir aviándose. Martina estaba ahora vestida y armada como un hombre. Se había ensayado largamente en el manejo de las armas, particularmente en la daga, que llegó a esgrimir con una agilidad y una destreza superiores a las del mismo Cuero, y aprendió sin mayores esfuerzos todas las otras actividades campestres del gaucho, como que su tendencia hombruna la inclinó siempre a ellas.
Este rudo aprendizaje inicial, la dejó apta para la existencia que había de llevar después; en adelante no hizo sino perfeccionar su educación de marimacho. Uno de los espías que Cruz Cuero había destacado en parajes estratégicos, se presentó un día en el campamento anunciándole una buena presa.
Se trataba de un joven que venía en dirección a San Juan, conduciendo una carga de importancia, en la que se hallaban incluídas, joyas de alto precio. Dos peones lo acompañaban. Según la marcha que traían los viajeros, era posible salirles al encuentro a la altura de Monte Grande.
El asalto quedó resuelto inmediatamente, y toda la banda, incluso la Chapanay, se puso en marcha para sorprender la caravana.
Dos días después, la gavilla se internaba en la espesura de Monte Grande cuando se ponía el sol. Hacia el naciente, una negra masa de nubes anunciaba tormenta. Y en efecto, la noche se hizo pronto obscura y tempestuosa, y la lluvia empezó a caer a cántaros.
Los salteadores echaron pie a tierra, y bajo la dirección de su jefe tomaron posiciones bajo el follaje de los árboles, que bien pronto les fue inútil para guarecerse, pues el agua arreciaba entre truenos que repercutían en el amplio espacio, y relámpagos que alumbraban con claridades siniestras la monstruosa soledad. De pronto se oyó un silbido entre la tormenta.
-¡A ver ustedes tres! -ordenó Cruz Cuero - ¡Chavo, Tartamudo, Jetudo!, adelántense con cuidado y vayan a darle una manito a los otros! ¡Cuidado con errar el golpe! Los designados por estos pintorescos sobrenombres, montaron a caballo y avanzaron en la dirección que indicaba el silbido de los vichadores de la banda, dirigiendo con cautela sus cabalgaduras bajo el aguacero furioso.
Había pasado un cuarto de hora, cuando se oyeron voces y risas en el camino próximo, mezcladas con el ruido de las pisadas de animales que se acercaban. Resonó otro silbido que Cuero se apresuró a contestar, y dos de los bandidos destacados antes, reaparecieron. -¿Y? ¿Qué tal? -preguntó el capitán imperiosamente.
-¡Muy bien! -contestó uno de ellos. -Ahí traemos al gringo con la carga. La cosa resultó fácil, porque los peones que estaban con él, dispararon como gamos en cuanto nos sintieron. El gringo quiso resistirse y echó mano a una de las pistolas que llevaba en la cintura, pero mientras yo le amagaba puñaladas, el Tartamudo, de atrás, lo azonzó de un golpe en la cabeza y le quitó el arma. Los otros compañeros ni siquiera tuvieron que entrar en juego. -¿Entonces todos ustedes salieron bien?
-¡Toditos! Ahí no más vienen los demás con el gringo...
Lleno de satisfacción, Cuero le dio unas palmadas en la espalda a su secuaz, y canturreó:
En vano es que de mis uñas
te pretendas escapar,
porque de día o de noche
si te busco te he de hallar.
-¡Qué bien nos vendría ahora una media docena de chifles de aguardiente! -dijo uno de los bandidos contagiado por la alegría del capitán.
-¡Y de ande, pues! -contestó éste.
-¿De ande? ¡De aquí, pues! -repuso el Jetudo alargando una botella en la obscuridad.
-¿Qué es eso?
-¡Coñaque, mi comendante, coñaque! Cuando nosotros llegamos, el gringo, que estaba con los peones bajo una carpa, se ocupaba en llenar esta botella sacando licor de un barrilito que traía en la carga. ¡Y, claro! Yo no me olvidé de la botella en cuanto lo amarramos.
-¡A ver!
Después de empinar la botella, Cruz Cuero la pasó a su vecino.
-Tomá y pasásela a los otros. ¡Y no sean bárbaros, no se la vayan a chupar de una sentada!
La recomendación fue inútil; el cuarto bandido recibió la botella vacía, y se quejó amargamente de su suerte.
-¡Pucha que son groseros! -exclamó Cuero indignado. -¡Se encharcan de coñaque sin acordarse de que sus compañeros también tienen guarguero! ¡A que les doy unos rebencazos por sinvergüenzas!
-No se enoje comendante, -se apresuró a contestar el Jetudo, -el barrilito también viene, y alcanzará para que todos se mojen el gañote...
Se oyó en el camino rumor de pisadas de caballos que se acercaban, y otra vez, de uno y otro lado, resonaron los silbidos que le servían a los salteadores para entenderse a la distancia. Había cesado la lluvia y los pelotones de nubes que corrían en lo alto, empujados por el viento, dejaban brillar sobre el campo, a intervalos, una luna límpida. Guiados por el silbido de Cuero, la escolta y el prisionero se acercaron. La carga robada venía con ellos. El asaltado era un joven de unos ventidos años, blanco, rubio, de ojos azules, cuya fisonomía fina y noble, contrastaba con los rostros selváticos y patibularios de los asaltantes.
Nunca había visto Martina Chapanay una cara de hombre tan hermosa, como la del extranjero que tenía delante. Más hermosa le pareció aún, por su palidez, que la luz de la luna hacía resaltar, y se sintió a un mismo tiempo llena de admiración y de lástima por el desgraciado cautivo. Pensó en la triste suerte del muchacho condenado a ser la víctima de aquellos bárbaros; comparó la gracia varonil de sus facciones con la áspera y repulsiva fealdad de sus cómplices, y bruscamente sintió por éstos horror y repugnancia. Desde aquel momento no tuvo ojos sino para mirar al extranjero, disimulando sus emociones, cada vez que la luna iluminaba el campo.
-¡A ver! ¡Átenme este gringo a cualquier árbol y acerquen el barrilito de coñaque! -ordenó Cuero.
El joven murmuró algunas súplicas que nadie tomó en cuenta. Los bandidos se ocupaban de hacer el inventario del botín, en desensillar los caballos, y en improvisar sobre la tierra mojada un campamento para pasar la noche. La orden de Cuero se cumplió: el muchacho quedó amarrado a un chañar, y el barril fue colocado en medio de la rueda.
Echados de barriga sobre ramas y yuyos que habían traído para preservarse un poco de la humedad del suelo, se entregaron los bandidos a las libaciones alrededor del barril, en medio de brindis y dicharachos. El prisionero, transido de frío, empapado de lluvia y con los miembros atormentados por las ligaduras, miraba con indecible angustia el cuadro, y oía los comentarios triunfantes de sus victimarios.
Por mirarlo a él, Martina Chapanay no bebía ni tomaba parte en la algazara. Un momento hubo en que la mirada del extranjero se fijó en la suya con una expresión tal de congoja y de súplica, que la conmovió hasta las lágrimas. Decididamente, el fondo generoso y sano que aquella mujer había heredado de su madre, se mantenía latente, a pesar de la crápula y el delito en que estaba viviendo.
Al fin, Cuero notó la distracción de su compañera, y empezó a observarla con desconfianza y cólera. Llenó un jarro de coñac y se lo alcanzó, pero Martina se lo devolvió después de probarlo distraídamente.
-¡Bebelo todo! -ordenó aquél.
-¿Todo? Es mucho... Pero me lo tomaré por hacerte el gusto. En cambio te voy a pedir una cosa -le dijo suavemente y en voz baja, tratando de seducirlo.
-¿Qué cosa?
-Que le salven la vida a ese pobre gringuito.
-¡Ah, hija de una! -gritó Cuero poniéndose en pie con dificultad, a causa de la embriaguez que empezaba a dominarlo. ¡Ya decía yo que ese gringo te estaba gustando! ¿Con que te interesa que se salve, no? ¡Ahora vas a ver!
Con una mano le presentó el trabuco que tenía cerca de sí, y con la otra empuñó el rebenque.
-¡Ahora mismo me lo vas a balear al gringo! ¡Ahora mismo!
El joven hizo oír su voz suplicante:
-Capitán, ¡téngame usted lástima!... Todo lo que yo tenía es suyo... Tengo una madre que me espera y soy su único sostén... ¡Déjeme la vida!...
Pero Cuero borracho de alcohol y de rabia, se exasperó más todavía al oír estas suplicaciones.
-¡Tirale ahora mismo! -gritó cada vez más furioso. -¡Ahora mismo!
Arrebató la Chapanay el trabuco que el bandido le metía por los ojos, y lo disparó al aire.
Frenético el facineroso le descargó el cabo de fierro de su rebenque sobre la cabeza. Martina rodó por el suelo, y Cuero cruzó entonces de azotes su cuerpo exánime. Los gauchos que presenciaban este espectáculo, embrutecidos por el alcohol y la sumisión al capitán, no se movieron.