La Chapanay: II
I
Regresaba cierta vez a sus lagunas de vuelta de la ciudad, siguiendo un camino que se alargaba entre pedregales y montes de algarrobos, cuando le pareció oír un quejido. Detuvo su cabalgadura y prestó atención. En efecto, del próximo algarrobal salían ayes lastimeros. Se dirigió hacia él, miró por entre las ramas, y un cuadro impresionante se presentó a su vista. Suspendida por debajo de los brazos, de un grueso algarrobo, estaba una joven como de veinte años de edad. Sus pies tocaban apenas el suelo, tenía desgarrado el traje, la cabeza doblada sobre el pecho y el rostro ensangrentado. Cerca, yacían dos cuerpos apuñalados y degollados, percibíanse todavía, en dirección opuesta a la que traía Juan, los rastros de varios caballos, y un reguero de sangre.
Al ver cerca de sí un hombre, la mujer torturada redobló sus lamentos pidiendo socorro. Juan descendió de su montura y corrió a cortar las cuerdas que la tenían suspendida. Cuando lo hubo hecho, la muchacha cediendo a su propio peso cayó a tierra: tenía fracturada una pierna. Aumentaron sus ayes, y Juan no atinaba a aliviarla en sus dolores. ¿Qué hacer? No podía alzarla en ancas de su macho, ni podía en consecuencia transportarla a otro sitio. Mientras se le ocurría algo mejor, desensilló su cabalgadura e improvisó con su montura una cama en el suelo. Recostó en ella a la herida, y la cubrió con su poncho. Luego miró con inquietud a su alrededor como si temiera la vuelta de los asesinos.
-¡Por Dios! ¡No me abandone usted! - dijo con voz desfallecida.
Juan la tranquilizó, la exhortó a tener paciencia mientras él iba en busca de auxilios; la colocó en el precario lecho de la mejor manera que le fue posible para evitar que sufriera demasiado, y diciéndole palabras de esperanza y de consuelo, saltó en pelo en su macho y se alejó al galope con rumbo a las Lagunas, de las que lo separaban unas cinco leguas. Cinco mortales horas hubo de pasar abandonada en el desierto la muchacha, torturada por sus heridas, por su soledad y por la siniestra presencia de los cadáveres decapitados. Cuando Juan, acompañado de diez laguneros armados de chuzas y trayendo una tosca angarilla, reapareció, aquella deliraba: -¡Bárbaros! - decía. - ¡Dejadme! ¡es Carlos, es mi marido!
Juan Chapanay le lavó la herida, vendó como pudo la pierna y sus amigos cavaron una fosa y dieron sepultura a los cadáveres. En cuanto a las cabezas de los mismos, fueron envueltas y conducidas al pueblito. Alternándose, para llevar la carga, los hombres de la comitiva llegaron a las Lagunas después de una ruda jornada.