La Chapanay
de Pedro Echagüe
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A poco más de treinta y cuatro leguas de la capital de San Juan, y en dirección al S. E. de la misma, hállase situada la primera de las famosas lagunas de Guanacache, que, como se sabe, proveen a la ciudad de exquisito pescado. Sobre las movedizas arenas que circundan el cauce de la más importante de aquéllas, la llamada "El Rosario", y bajo un techo de totora y barro, nació Martina Chapanay el año de 1811.

La sencilla vida de los escasos moradores de aquellos lugares, no convenía a los instintos de la criatura ansiosa de espacio y movimiento, según más tarde lo demostraría. Aparejar los espineles por la tarde para revisarlos a la aurora, campear los asnos y las demás bestias de servicio, y sentarse por la noche a la entrada de la cabaña a oír el canto de los sapos, bajo la claridad de la luna o las estrellas, no eran cosas que pudieran satisfacer el espíritu inquieto y aventurero que se revelaría después en la muchacha.

Juan Chapanay, su padre, solía recordar complacido que era un indio puro. Natural del Chaco, había sido arrebatado de la tribu de los Tobas a la edad de seis años, por indígenas de otra tribu, con la que aquélla se encontraba en guerra. Reducido al cautiverio, al cabo de dos años pasó al dominio de otro indígena más civilizado, que se ocupaba en recorrer las provincias, vendiendo en ellas yerbas y semillas traídas de Bolivia. Dedicado por su nuevo amo al oficio de curandero ambulante, visitó con éste gran parte de la República Argentina. Cuatro años más tarde, y cuando cumplía doce de edad, Juan aburrido de comer mal, dormir peor y caminar sin descanso, resolvió emanciparse del todo, o enajenar sólo en parte su libertad, si así le convenía. Había aprendido a estropear el castellano y contaba con que esto le facilitaría su propósito. Su amo resolvió, por aquel entonces, hacer una excursión a las provincias de Cuyo y lo llevó consigo. Allí se le presentó a Juan Chapanay la ocasión de realizar su propósito, y la aprovechó. Se encontraban en San Juan, a la entrada de Caucete, y se habían alojado en compañía de un lagunero [nota 1], cuando el hambre que lo tenía acosado hizo que el muchacho se echara a llorar amargamente. Curioso el lagunero por saber la causa de aquel llanto, lo interrogó aprovechando un descuido de los otros indios, y supo no sólo que aquél estaba poco menos que muerto de hambre, sino también que abrigaba la firme intención de fugarse. Tuvo el lagunero compasión del infeliz, y se ofreció a llevárselo en ancas de su mula. Así se hizo. A media noche, cuando los coyas roncaban, Juan Chapanay se alejaba con su salvador, rumbo a las Lagunas.

El hombre a quien Juan Chapanay había confiado su destino, no tenía familia. Se llamaba Aniceto y era un excelente anciano que no tardó en profesarle un afecto paternal. Como a verdadero hijo lo trató y consideró, siendo una de sus primeras preocupaciones la de hacerlo bautizar en una iglesia de Mendoza. El muchacho supo corresponder a los beneficios que su protector le dispensaba, y ayudó eficazmente a éste en su industria de pescador. Al cabo de algunos años estaba completamente aclimatado en las Lagunas, e incorporado a la vida del lugar como si hubiera nacido en él. El anciano Aniceto, con quien había trabajado como socio en los últimos tiempos, murió, y lo dejó dueño de recursos bastante desahogados.

Llegaba justamente Juan Chapanay a la plena juventud y a pesar de que los vecinos vivían allí como en familia, se sintió demasiado solo en su intimidad, y pensó en casarse. Sus convecinos lo habían elegido juez de paz del lugar, pues los laguneros constituían por entonces una especie de minúscula república independiente, que elegía sus propias autoridades. La justicia de la provincia sólo intervenía en los casos de crímenes o de grandes robos, por medio de un oficial de partida que inquiría el hecho y levantaba sumario, cuando lo reclamaban las circunstancias. El ruido de armas no turbó la tranquilidad de aquellos lugares; y ni cuando el caudillaje trastornó todo el país, dejaron de ser los laguneros un pacífico pueblo de pescadores y pastores, aislados del resto del mundo al borde de sus lagunas. La región de las Lagunas de Guanacache, está hoy lejos de ser lo que antes fue. Se ha convertido en un desierto en el que el fango y los tembladerales alternan con los arenales. El antiguo pueblo ha desaparecido. Los caudillejos locales concluyeron por envenenar el espíritu de aquellos hombres sencillos y primitivos, y Jerónimo Agüero, Benavídez y Guayama, los arrastraron al fin a las revueltas, perturbando su vida de paz y de trabajo. De las poblaciones de Guanacache, no queda, pues, más que el nombre, que está vinculado a algunos episodios de nuestra historia política.

Juan Chapanay comenzó a ir a la capital de San Juan con más frecuencia. No se presentaba ahora en ella solamente como vendedor de pescado, sino también como visitante que deseaba divertirse e instruirse un poco en el contacto con la ciudad. Gustaba de frecuentar los templos, y después de oír misa con recogimiento, solía quedarse en el atrio mirando salir la concurrencia. Persistía en su propósito de casarse, pero la ocasión no se le presentaba, y él se afligía de que el tiempo corría sin traerle ninguna probabilidad de encontrar la compañera que él soñaba, y que no debía ser por cierto una lagunera, ¡Ah, no! El tenía pretensiones más altas...


  1. Así se les llama en la provincia de San Juan a los habitantes de la región de las lagunas de Guanacache.