- V - Las Angosturas de Albuñol.- La costumbre de vivir.- Lontananzas, perspectivas, panoramas alpujarreños.- La Encina Visa editar

Desde la escarpada cumbre a que habíamos subido para buscar la entrada de la Cueva de los Murciélagos, nos hubiera sido fácil (posible he querido decir: en la Alpujarra no hay camino fácil)... enderezar nuestros pasos hacia la Encina Visa, sin necesidad de volver pies atrás; pero nosotros preferimos hacer esto último con tal de recorrer de un extremo a otro las Angosturas de Albuñol, de que tanto nos habían hablado, y a fin también de reincorporarnos a aquellos de nuestros amigos que, más sabios que nosotros, se habían excusado de acompañarnos a la dichosa gruta.

Tornamos, pues, a bajar a la Rambla de Aldáyar, y pusimos la proa en la misma dirección que éstos siguieron dos horas antes.

No nos pesó ciertamente el haber dado este segundo rodeo. Al contrario, quedamos tan enamorados de lo que en las Angosturas vimos, que, por lo que a mí toca, no fue aquélla la última, ni la penúltima, ni la antepenúltima vez que crucé, ora acompañado, ora solo, ora con buen tiempo, ora con malo, por tan maravilloso paraje.

Quisiera yo que os lo figuraseis tal cual es, y voy a ver si excogito alguna comparación tan adecuada y gráfica que os lo ponga materialmente ante los ojos...-

Figuraos... un túnel sin techo, o sea un angosto y profundísimo desmonte de desmesuradas y paralelas paredes, tajado verticalmente por los siglos con el hacha de las aguas desde la cumbre hasta la base de una altísima cordillera.

Allá arriba (hacia donde alzáis recelosamente la vista, como desde lo hondo de un pozo, para persuadiros de que aún sigue existiendo el mundo) los hendidos peñascos o las partidas mesetas parece que sirven de sostén al velarium azul del radiante firmamento; mientras que abajo, en el piso del hondo callejón que recorréis, reinan una semioscuridad fantástica; un ambiente fresco y sosegado en que no respiráis la vida de la tierra, sino una paz, una soledad y un silencio que recuerdan los patios árabes o los claustros de las cartujas; algo, en fin, de subterráneo y delicioso a un tiempo mismo, como en los palacios encantados a que se baja por una escalera de caracol... en los cuentos de la niñez.

Aquel inesperado pasadizo, que se diría abierto por el tránsito de la estatua del Comendador, y cuyos rectos muros miden cuatrocientos cincuenta pies de altura, tiene unas seis varas de ancho y más de un cuarto de legua de longitud.- El ingeniero a quien se debe semejante obra se llama la Rambla de la Alcaicería. Los siglos que ha empleado para hacerla no se pueden calcular.- ¡Aquello sí que es prehistórico!

La Rambla de la Alcaicería, antes de llegar a las Angosturas, recibe el poderoso refuerzo de la Rambla de los Puñaleros, y, al salir de ellas, va a fenecer, como un atleta fatigado, en la anchurosa Rambla de Aldáyar.- Caminábamos, pues, nosotros contra la corriente de unas aguas tan pujantes que habían abierto brecha en un muro de mil trescientos metros de espesor!...

Sin embargo, no arrostrábamos ningún peligro en aquel momento. La Rambla de la Alcaicería estaba a la sazón completamente seca, del propio modo que la de Aldáyar y otras circunvecinas.- En cambio, así que llueve en la Contraviesa, cada una de ellas es una catarata que arrolla cuanto encuentra en su camino. Hínchense entonces las Angosturas hasta una elevación enorme, como un canal cuyas exclusas se hubiesen alzado...; pero, pasada la avenida, aquella calle vuelve a quedarse enteramente enjuta, y alfombrada de una finísima arena...

Semejante fenómeno debe de consistir, a mi juicio, en la excesiva pendiente de todo el territorio alpujarreño (bien que esta inclinación se advierta poco en aquel sitio), y en la calidad caliza y cavernosa de las peñas que encajonan allí la Rambla de la Alcaicería; como también se me ocurre que la formación de la Cueva de los Murciélagos puede datar del tiempo en que esta rambla trabajaba por aquellas alturas, época en la cual habría probablemente un lago entre el Cerrajón de Murtas y la Contraviesa...- Y si me equivoco en estas suposiciones, y los geólogos me excomulgan, bien empleado me estará, por haberme metido a hablar de lo que no sé.

Ahora: lo que sí sé, pues salta a la vista, es que, durante la apertura de aquel hondo camino, los aluviones encargados de tan lenta operación fueron rellenando de tierra vegetal (y de un fango cuyo aspecto me recordó el tuff o toba volcánica de Nápoles) todas las anfractuosidades de las rocas; de cuyas resultas (¡y aquí ya estoy en mi terreno!) causa asombro y maravilla ver salir a lo mejor, de aquellas lisas y áridas paredes, bien a una altura intermedia, bien a una extraordinaria altura, como de los balcones llenos de macetas de una verdadera calle, tal o cual inopinada y brusca masa de vegetación; ora opulentos recamados de verdes hierbas, ora elegantísimos lirios silvestres, ora adelfas en flor, ora grandes higueras...- que primero crecen en sentido horizontal, y luego retuercen sus ramas para mirar devotamente al cielo...

Todo lo cual acontece dentro de la misma caja de las Angosturas, o, como si dijéramos, en el subsuelo de la montaña, en aquel escondrijo de encantamientos, en aquel edén troglodita; mientras que allá arriba, allá fuera, en los limbos de la superficie natural del globo terrestre, floridos almendros festonean del modo más gracioso los altísimos bordes del tajo, destacándose en la harto conocida claridad del día, en el mundo exterior, en la vida real, en la Alpujarra de los hombres...- Y la verdad es, aunque parezca mentira, que aquella remota vislumbre de la faz de la tierra, y aquel nunca probado reposo que encontráis en su seno, inspiran por último no sé qué especie de plácido pavor, semejante al que experimentan los tristes las noches que sueñan que al fin se han muerto.

[...]

Embebidos en estas observaciones y reflexiones, atravesamos muy despacio y en cosa de veinte minutos las umbrosas Angosturas de Albuñol, -que al fin comenzaron a ensancharse poco a poco, hasta convertirse en una rambla como cualquiera otra, con lo que nos hallamos de nuevo en plena luz y pleno calor del sol..., y ciertamente gustosos de haber regresado a la superficie del planeta.

No hay costumbre mas arraigada que la de vivir.



Al remate de las Angosturas nos esperaban, fieles a su promesa, nuestros compañeros de viaje, entusiasmados como nosotros con lo que acababan de ver en aquella región infra-natural.

Juntos, pues, ya todos, atravesamos a galope la parte prosaica, o anchurosa, de la Rambla de la Alcaicería, y, a eso de las diez, cuando el rubio Febo principiaba a ser insoportable en ella, llegamos al pie de los altos montes que separan el Partido de Albuñol del de Ugíjar. Había que emprender un nuevo viaje por las nubes.

A poco que subimos, reapareció el mar a nuestra derecha... ¡El mar, de cuyas orillas teníamos que volver a alejarnos por entonces!...

¡Lástima ciertamente! ¡Estaba tan cerca en aquel instante! ¡Se hallaba tan tranquilo y tan hermoso! ¡Hacía tanto tiempo que no nos arrullaban sus olas! ¡Encerraban para nosotros tales recuerdos!...- Pero ya volaríamos en su busca al cabo de dos días; y, por lo pronto, aunque retirándonos siempre de él, no dejaríamos de verlo en toda aquella jornada.

No bien subimos un poco más (girando ya hacia el Norte), apareciósenos otro antiguo conocido, solo en su solo cabo, como nunca lo había yo visto en parte alguna, y como únicamente él pudiera presentarse a tanta distancia...

Era el Pico del Mulhacén; pero el pico solamente, saliendo, blanco como un fantasma, por detrás de las oscuras lomas que se destacaban todavía en nuestro cielo.

Ningún otro coloso de Sierra Nevada; ni tan siquiera el arrogante Veleta, atrevíase a hombrearse con él en aquel momento.- ¡Todos quedaban allá atrás, sumidos bajo el horizonte, mientras que el viejo rey se asomaba de aquel modo a vigilar por sí mismo toda la Alpujarra, -a la manera (y va de símiles) de D. Pedro el Cruel, cuando se escabullía solo y embozado hasta las cejas a estudiar el verdadero estado de su pueblo...

Por lo demás (y salva la irreverencia), aquella blanca cúspide, bastante roma por cierto, y cuya silueta tiene algo de ensilladura; al campear tan solitaria y exótica sobre las pardas cimas de la Contraviesa, lo que más verdaderamente parecía era un inmenso oso blanco, escapado de las regiones polares, que se había detenido en lo alto de los montes de la Alpujarra al encontrarse con que allí se acababa el continente.

Formulando íbamos éstas y otras comparaciones, cuando, llegado que hubimos al Cortijo del Collado, desde donde se alcanza a ver muchísima más tierra, uno de los alpujarreños exclamó:

-¡Animo, caballeros! ¡Ya se descubre la Visa!



En efecto: a media legua de distancia, y sobre la cumbre de otro monte, más elevado todavía que el que acabábamos de subir, veíase una gran pinta negra, red onda, inmóvil, que se destacaba sobre el cielo a la manera de un astro eclipsado.

Indudablemente, era un árbol; pero uno nada más; tan solitario y escueto en aquella altura, como el Mulhacén lo estaba sobre la Contraviesa.- Lo uno parecía la sombra de lo otro.

La primera impresión que nos produjo aquel árbol tan aislado y tétrico, fue de lúgubre desconfianza; pues hízonos pensar en el venenoso upas de la India, que no deja crecer ninguna planta bajo su sombra...- Pero esto era calumniar a la Encina Visa; encina benéfica si las hay; de donde procede su gran popularidad por mar y por tierra.

Porque es el caso que aquella encina debe el nombre que lleva a la circunstancia de ser una especie de faro de día para los navegantes que cruzan por delante de la Alpujarra. Descúbresela, dicen, desde enormes distancias, merced a lo conspicuo de su situación y a la energía con que su negra copa se dibuja sobre el cielo; y, en tanto que los pilotos se orientan por ella, tomándola como punto de marcación, cuando no como punto de enfilación, los viajeros alpujarreños que regresan a sus hogares aguardan a columbrarla para decir con toda seguridad y la consiguiente alegría: -«Ya diviso mi tierra».

Lo mismo acontece cuando se discurre a pie, a caballo o en mulo por aquel laberinto de montes y valles, con poco conocimiento del país. Encina Visa es la estrella polar que consulta el viandante para saber fijamente dónde se halla, y hacia dónde tiene que enderezar sus pasos, si por ventura ha perdido su camino...

[...]

-Debajo de la Encina se ve gente...- observó en esto un criado.

-Y no poca...- añadió otro.

-Y miran para acá...- agregó un tercero.

-¡Dios Santo! ¿Serán moriscos? -exclamamos nosotros, como si estuviésemos en el año de gracia de 1569.

Y entonces, aquel árbol adquirió a nuestros ojos una gran importancia histórica.

Ya nos habían dicho que era viejísimo, inmemorial, contemporáneo sin duda alguna de los tatarabuelos de ABEN-HUMEYA...

-Encina Visa ha existido siempre, -fue la fórmula de que se valió uno de los alpujarreños.

Natural era, pues, imaginarse, como nosotros nos imaginamos, las muchas horas que ABEN-HUMEYA pasaría al pie de Encina Visa, mirando al extendido mar, a ver si asomaban por la parte de Argel o por la de Marruecos ciertos misteriosos navíos, con una vela colorada como contraseña, portadores de los auxilios que su hermano ABDALÁ había ido a buscar al africano continente.

¡Aquellas velas tardaron en aparecer!... Y, si al cabo pintaron en el horizonte, como manchas de sangre, más le valiera al REYECILLO que hubiesen desaparecido de nuevo...-

Pero esto es ya demasiado hablar...- Todavía no hemos llegado a Encina Visa.- ¡Quién sabe las noticias que allí nos esperan! -Apretemos a. los caballos... ¡y Dios sobre todo!



Efectivamente: aún estábamos a dos kilómetros de la Encina Visa.

Sin embargo, habíamos subido tanto en aquellos últimos minutos, que ya veíamos en lontananza, no sólo al Mulhacén, como hasta entonces, sino a todos los príncipes y dignatarios de su imperio, empezando por el ínclito Veleta.

Es decir; que, el blanco fantasma de la Sierra, y las gallardas sombras de los moriscos reaparecieron simultáneamente ante nuestros ojos, cual si obedeciesen a un mutuo conjuro, poblando de quiméricas visiones el horizonte alpujarreño...

Y siempre ocurre lo mismo, en virtud de no sé qué ley poética... Siempre ocurre que, al contemplar aquellas nítidas montañas, todo el mundo resucita en su mente a los mahometanos andaluces.- Diríase que Sierra Nevada es la Niobe agarena, petrificada por el espanto, para eterno testimonio de la triste suerte de sus hijos.

Por eso, sin duda, cuando ABEN-XAGUAR, el tío de ABEN-HUMEYA, excitaba a los moriscos a la rebelión, les decía «que se habían visto apariencias extraordinarias de gente armada en el aire, a las faldas de la Sierra, SEÑAL DE LIBERTAD PARA LOS MOROS»...

Por lo demás, ¡qué cuadro tan grandioso el que abarcaba en aquel momento nuestra vista! ¡Qué sencillez y qué magnificencia en las cuatro grandes masas de color que lo formaban!...

De una parte, el terso Mediterráneo, brillando como un espejo: a nuestros pies, la montuosa Alpujarra, con los pardos matices propios de la tierra: al otro lado, toda la cordillera de Sierra Nevada, deslumbrante de blancura; y, encima de todo, la bóveda azul del firmamento, coronada por el Sol de la primavera!

Reverberación de agua, claroscuro de montes, candidez de nieve, turquí de cielo...: he aquí las contrastadas tintas de aquel variado panorama, que parecía resumir toda la creación.

Y luego ¡tanta luz! ¡tanta soledad! ¡tanta alegría y tanto misterio juntos! ¡Tanta juventud en la indiferente Naturaleza, y tan funestas historias, tan lúgubres recuerdos en todo lo que se veía!...

¡Ah! Si no hubiera Dios ni muerte, el alma de los hombres sería el alma del mundo; -¡alma tristísima, que acabaría por hacerlo inhabitable!

Pero, afortunadamente, hay muerte y Dios, y las casuales tristezas que las criaturas adjudicamos a nuestro globo durante los breves días que moramos en él, pasan al cabo con nosotros, sicut nubes, quasi aves, velut umbra.

Vendrá un día en que nadie se acuerde de los moriscos al recorrer la Alpujarra, como nosotros no sabemos hoy qué memorias humanas evocar cerca de aquellas ruinas de México, de Egipto o de la Etruria que ya carecen de historia conocida...

Nuestros libros de papel no han de ser eternos.



Llegamos, al fin, a la Encina Visa.

La gente que allí nos aguardaba eran algunos parientes y amigos de los dos caballeros de Murtas que iban entre nosotros.

Contrajimos, pues, en aquel momento nuevas amistades; y, dado a Dios lo que era de Dios, nos apresuramos a dar al César lo que era del César.

Quiero decir que, después de abrazar a las personas, abrazamos también a la Encina, coetánea y amiga de todos aquellos moros y cristianos que nos traían sorbidos los sesos.

Y entonces reparamos, no sin pesar, en lo muy decrépita y pelada que se iba quedando la pobre...

Indudablemente, Encina Visa está en el último siglo de su existencia.

Es el triste sino de nuestro tiempo: acabar con todo lo tradicional y legendario.

-¿Quién o qué -nos dijimos -reemplazará a este Árbol cuando deje de alzar sus ramas hacia el cielo? ¿Quién o qué servirá de guía o llamará con sus brazos abiertos a los que crucen los mares de la Alpujarra?

Uno de los dueños de la Encina (o sea uno de los dos propietarios del Cortijo de la Negra, a que pertenece aquel monte) encontrábase allí presente.- No le aconsejamos, sin embargo, que fuese criando una chaparra en aquella altura, para que con el tiempo heredase y sustituyese a la Visa en su nobilísimo ministerio...

Y es que nosotros la consideramos desde luego irreemplazable. Una nueva encina que allí se plantara no valdría más que un árbol de lienzo pintado de los que figuran en los teatros...

Hay cosas que no se heredan... como hay otras que no se improvisan.