- IV - La Cueva de los Murciélagos

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Al ser de día estábamos a caballo.

-¡Hasta el Domingo de Ramos a las ocho de la noche! -nos dijeron por vía de recuerdo nuestros bondadosos huéspedes.

-¡Basta el Domingo de Ramos a las ocho de la noche! -contestamos nosotros con toda solemnidad.

Y partimos.

[...]

Un nuevo compañero se había agregado a la caravana.

Erase un nobilísimo hijo del lugar de Turón (adonde también nos dirigíamos), y pertenecía a la misma tribu que aquel bizarro joven que nos introdujo en territorio alpujarreño, a la misma que el simpático Hércules que nos acompañaba desde Órgiva, a la misma que nuestro espléndido huésped de Albuñol.

Dicha tribu es, sin duda alguna, la principal de la Alpujarra, -lo cual no niegan sus propios adversarios: -ha dado Ministros a la Nación y Prelados a la Iglesia: cuenta Representantes de su nombre y de su fibra en muchísimas localidades de la comarca, y, en todas ellas, el que nació de tal sangre es objeto del amor o de la pugna de sus convecinos, pero jamás de su indiferencia, y siempre de su respeto.

Considero tan esencial y característico de la Alpujarra contemporánea lo que acabo de decir, que no he creído deber callarlo.- Aquella familia no es ya solamente política: cuarenta años de victorias o reveses la han elevado a histórica.

En cuanto al insigne individuo de ella que había ido de Turón a Abuñol a incorporarse a nuestra cabalgata, tenía un título especial a mi cariño, y este título era: que veinticinco años antes nos tuteábamos ya en la Universidad de Granada...

Vinum novum, amicus novus: veterascet, et cum suavitate bibes illud, dicen las Sagradas Letras.



A la salida de Albuñol nos despedimos del señor cura, -que se marchó a su feligresía (no sin arrancarnos antes palabra formal de visitarlo en ella), -y nosotros tomamos por la Rambla de Aldáyar, a tiempo que asomaba el sol por el Oriente.

Era Viernes de Dolores. La mañana se presentaba hermosísima. Teníamos a nuestra disposición un día entero para andar las tres leguas que dista Murtas de Albuñol, y el camino, según nuestros informes (de que ya os he dado cuenta más atrás), estaba lleno de curiosísimos accidentes y pintorescas perspectivas.

Por todas estas consideraciones acordose viajar muy despacio, o más bien ad libitum, y cada uno por los vericuetos que prefiriese, aunque sin perdernos nunca de vista.

Pero, me diréis: «¿Qué tenía que ver el que fuese Viernes de Dolores con semejante determinación?»

¡Oh! ¡Tenía que ver y mucho! -Figuraos, en primer lugar, que los caminantes pueden comer jamón en día de vigilia [...]

Nota.- El mulo de las provisiones no nos abandonaba.



Media hora después, parte de los expedicionarios subíamos penosísimamente por unas quebradas peñas en demanda de la Cueva de los Murciélagos, mientras que algunos de nuestros compañeros, que por lo visto ya conocían los breñales en que íbamos a engolfarnos, seguían por la rambla arriba, tan campantes y satisfechos como si no hubiese tal cueva en el mundo, y gritándonos desde lejos que nos esperaban «a la salida de las Angosturas».

Dominamos al fin, subiendo por el pedregoso lecho de un torrente, la empinada montaña que nos habíamos empeñado en asaltar, y dimos vista a las Majadas de los Campos, cerca de las cuales hállase la entrada de la famosa Cueva, en el último tercio de la pared de un escarpadísimo monte que forma con otros fronterizos un espantoso despeñadero, o más bien un verdadero tajo.

Bájase desde la cima de la cordillera a aquella especie de alta ventana abierta sobre el abismo, por una angosta vereda de cornisa, cuya posición colgada e inclinación sobre el derrumbadero produce vértigo y espanto.- Los que no hayáis andado, cuando niños, por las estrechas repisas exteriores de un campanario, saliéndoos al electo por debajo de una campana, y dado así la vuelta a los cuatro lados de la torre, entre sus repelentes muros y la aterradora soledad del aire, no podéis formaros idea de lo que es bajar (a pie, por supuesto) por donde nosotros bajamos aquel día.

Y todo ello ¿para qué? -¡Para nada! Para ver más de cerca la tenebrosa boca de la gruta, y para percibir el fortísimo olor a nitro que salía de aquella cavidad, tan negra y pavorosa como el infierno.

Porque lo más singular del caso es que nosotros no íbamos provistos de ninguno de los útiles necesarios para penetrar convenientemente en la Cueva, -como son linternas, planos, bastones, medicinas contra la asfixia, testamento, etc., etc.

¡Ni era menester! Según nuestras noticias, no se trataba de una gruta bella y fantástica por sí propia, como las que ya habíamos visto en el Monasterio de Piedra de Aragón, en la Isla de Capri y en otros varios puntos; ni tampoco existían ya dentro de aquella caverna los curiosos objetos que le han dado celebridad.- Y lo que es como peregrinación, ¡me parece que bastaba y sobraba con haber llegado hasta su misma puerta, a riesgo de no poder contarlo!

No entrarnos, pues, en la Cueva de los Murciélagos (llamada así tradicionalmente por los muchísimos que en ella habitan, y cuyo guano la alfombra, dicen, de un extremo a otro (-¡uff!)...

No; no nos atrevimos a entrar; y, como no nos atrevimos, lo declaro así con franqueza.- Proceder de otro modo fuera estafar al público y abusar de la confianza de los lectores.

Sin embargo, creo interesante, y hasta necesario, poneros aquí al corriente de todo lo que significa aquella cueva.



Su verdadera fama data del año de 1868, en que mi amigo D. Manuel de Góngora y Martínez, Catedrático de la Universidad de Granada, publicó su notable libro titulado Antigüedades prehistóricas de Andalucía.- Hasta entonces sólo había sido famosa dentro de la Alpujarra, si bien hacía ya algún tiempo que hablaban mucho de ella los anticuarios de la provincia, y tal cual otro de Madrid.


Según el citado libro, en el año de 1831, un tal Juan Martín, propietario de las próximas Majadas de Campos, logró penetrar el primero en la Cueva de los Murciélagos, a fuerza de arrojo y de paciencia, y avanzando por las hendiduras y filetes de la roca. Una vez dentro, vio que formaba un recinto semicircular; que varios peñascos obstruían el paso a otro boquete interior, y que el suelo estaba cubierto con espesa capa de guano, acumulado allí por los murciélagos durante muchos siglos. Juan Martín aprovechó para sus tierras aquel fecundo abono; y, como viniesen poco a poco a ensanchar la senda que al antro conducía las continuas visitas de amigos y conocidos, llegó éste a servir para encerrar ganados.

«En este tiempo (continúa el Sr. Góngora) se hubo de encontrar en la Cueva alguna muestra de mineral plomizo, cuya abundancia y riqueza se fantaseó a gusto del deseo, en alas de la afición que tienen aquellos naturales a exploraciones mineras; lo cual bastó y sobró para que en el año de 1857 se formase una compañía, al intento de beneficiar la Cueva, como depósito de minerales.

»Diose principio a las exploraciones despejando la entrada interior de los peñascos que la obstruían; cuando de repente se ofreció a la vista de los mineros un anchurón, y antes de llegar a él, en una corta mina y en un sitio especial y como privilegiado, tres esqueletos, uno de los cuales, de hombre seguramente, ceñía ruda diadema de oro puro de veinte y cuatro quilates y peso de veinte y cinco adarmes, cuyo valor intrínseco es el de sesenta escudos».

Sigue luego el Sr. Góngora refiriéndose a los magníficos planos y láminas que acompañan a su obra, por lo que tengo que tomarme el trabajo de extractar su interesantísimo relato.- Resulta de él que la caverna consta de varias estancias o anchurones sucesivos, puesto que aquella vasta concavidad se reduce o se agranda en irregulares formas con la libertad propia de las construcciones naturales; que todos estos antros suman una longitud de ciento treinta metros por veinte de anchura máxima, y que en unos u otros se han hecho los descubrimientos siguientes:

Otros tres esqueletos, puesto el cráneo de uno de ellos entre dos peñones y al lado un gorro de esparto, y doce cadáveres más, colocados en semicírculo, alrededor de un esqueleto de mujer, admirablemente conservado, vestido con túnica de piel, abierta por el costado izquierdo y sujeta por medio de correas enlazadas, mostrando collar de esparto, de cuyos anillos pendían sendas caracolas de mar, excepto el anillo del centro, que ostentaba un colmillo de jabalí labrado por un extremo.

«El precitado esqueleto de la diadema (dijeron al Sr. Góngora) vestía corta túnica de tela finísima de esparto; asimismo los otros, aunque algo más toscas; sendos gorros de la propia materia, cuáles doblado su cono, cuáles de forma semiesférica; y el calzado, también de esparto, alguno primorosamente labrado.

»Había junto a los esqueletos cuchillos de esquisto; instrumentos y hachas de piedra; cuchillos y flechas con puntas de pedernal pegados a toscos palos con betún fortísimo, hasta el punto de romperse antes el asta que el betún; muy bastas, pero cortantes armas de guijarro y otras guardadas en bolsas de esparto; vasijas de barro, como el que se encuentra en otras sepulturas del Reino granadino...; un gran pedazo de piel extremadamente gruesa; cuchillos y punzones de hueso y cucharas de madera, trabajadas a piedra y fuego, con el cazo ancho y prolongado y el mango sobremanera corto y con agujero para llevarlas colgadas.

»En diferentes parajes de la cueva... encontraron los exploradores sobre cincuenta cadáveres, todos con sus calzados y trajes de esparto, a estilo de las cotas de malla, sendas armas de piedra y hueso como las ya descritas, y un alisador de piedra...

»Cerca de sí tenía cada cual de los esqueletos tal y tal... (aquí se hace referencia a una lámina de la obra) un cesto o bolsa de esparto, cuyo tamaño variaba de seis a quince pulgadas, dos llenos de cierta como arenosa tierra negra, que tal vez fueran alimentos carbonizados por la acción del tiempo, y otros varios cestillos o bolsitas con mechones de cabellos, o flores, o gran cantidad de adormideras y conchas univalvas».

Repito que todo lo preinserto se lo contaron al Sr. Góngora, el cual dedujo que «la sequedad del lugar, el nitro de que estaban revestidas las paredes u otro agente difícil de señalar había conservado perfectamente los cadáveres, trajes y utensilios», y les calculó desde luego más de cuatro mil años de antigüedad, advirtiendo de paso que los esqueletos estaban cubiertos de carne momia, y las vestiduras y cestos conservaban sus primitivos colores.

Refiramos ahora en breves palabras, no ya lo que le contaron a mi excelente amigo, sino lo que él mismo vio con sus propios ojos en la visita que hizo a la Cueva en Marzo de 1867.

Halló en primer lugar que la empresa minera, desesperanzada de hallar plata y oro, se había contentado humildemente con beneficiar el nitro que tanto abunda allí dentro: halló también a la puerta de la gruta (donde oportunamente se había formado a fuerza de barrenos una plazoletilla) los pilones en que se elaboró esta sal, y, cerca de ellos, el depósito del agua y una caldera; y halló, en fin, que en todos estos puntos se veía una espesa capa formada por los residuos de los trajes y por las cenizas de los esqueletos que los mineros habían machacado para obtener la mayor cantidad posible de nitro.

Con el entusiasmo, la laboriosidad y la inteligencia que distinguen al Sr. Góngora, armose de brújula y cinta de medir, penetró en la gruta, sacó el plano de todas sus cavidades, y hasta tuvo la fortuna de encontrar algún resto más o menos conservado de huesos, de trajes y utensilios de esparto y de vasijas de barro cocido, convenciéndose de paso de lo peligroso que era permanecer allí mucho tiempo: -¡A poco más, las emanaciones del nitro asfixian materialmente al voluntarioso anticuario!

No contento con lo que recogió y observó entonces, e imposibilitado de detenerse en la Alpujarra, muchos días, envió muy luego a su hijo mayor D. Fernando a hacer excavaciones en lo hondo del despeñadero, en busca de los objetos que los primeros descubridores de la Cueva pudiesen haber arrojado a él; y el joven Góngora, mozo de gran instrucción, talento y valentía, a quien también tengo el gusto de conocer, llevó a su padre una gran cantidad de barros antiguos, hechos pedazos, pero sumamente curiosos.

Y todo ello confirmó a éste en la idea de que la Cueva de los Murciélagos había sido el enterramiento de una raza primitiva, prehistórica, que habría cruzado por la Alpujarra Dios sabe cuándo; o una morada de los aborígenes de aquella tierra; tribus trogloditas, que, por lo que él calcula, ignoraban hasta el cultivo de los campos...

Es decir, ¡que, según el Sr. Góngora, los objetos apuntados tendrían sobre cuarenta siglos de fecha!



No era mucho, ciertamente, para tratarse de pueblos prehistóricos: los indios y los chinos giran contra el pasado con más denuedo... Pero yo, -pobre poeta que, cuando ignoro una cosa, podré no ser muy crédulo, pero tampoco soy muy rebelde, sino dulcemente escéptico, ecléctico e indeciso, al par que muy respetuoso hacia los que están seguros de algo bajo el sol; -yo, digo, sin meterme a examinar ninguna cuestión de hecho, hubiera preferido que la cerámica, la indumentaria y los demás ramos de la Geología de la Historia, (frase que acabo de inventar), me hubiesen dejado campo para suponer que los cadáveres de la Cueva de los Murciélagos eran de moriscos o de judíos que se refugiaron allí cuando los expulsaron los cristianos, o de cristianos perseguidos por los Monfíes.

Esto nos habría servido mucho para el drama romántico relativo a ABEN-HUMEYA que íbamos entretejiendo con nuestras excursiones por la Alpujarra; mientras que aquellas razas anteriores a la Historia, aquellas gentes inmemoriales, aquellos hombres de la Edad de piedra, no nos interesaban de manera alguna.- ¿Qué teníamos nosotros que ver con ellos?

Pero reparo que estoy plagiándome a mí mismo; pues ya hace muchos años que, refiriéndome a unas momias egipcias (¡y cuenta que aquello era ya menos extraño a mi imaginación y al mundo de mis ilusiones!), expuse esta misma teoría.

«Cuando los testimonios del tiempo pasado -dije entonces -se refieren solamente a tres, a doce, hasta a veinte siglos, producen en el alma poéticas vibraciones; pero cuando se extienden más allá de la historia de nuestra raza; cuando nos hablan de civilizaciones anteriores a la nuestra; cuándo nos revelan un mundo completamente extraño a nuestra genealogía histórica, lo que despiertan en el espíritu es una glacial filosofía, una ráfaga de muerte, que aniquila y barre todas las imágenes que son vida de la vida y sustancia de la imaginación.- Un sepulcro de la Edad Media, por ejemplo, se contempla por todo latino con amor, con devoción, con reverente melancolía... Diríase que a él nos une un sentimiento filial y religioso... Pero las ruinas de Palmira, una sepultura pelasga, un jeroglífico de Tebas, nos inspiran graves y áridos pensamientos y una indiferencia estoica muy semejante a la misantropía».

Por consiguiente, transeamus.